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A la oferta de trabajo respondieron cientos de mujeres, pese a que apenas se indicaba en la página web que se requerían mujeres de 40 a 55 años a tiempo parcial para labores de limpieza con el único requisito de tener al día análisis médicos completos que dieran cuenta de una buena salud. Ni remuneración ni más datos aparte del lugar donde había que acudir para la primera entrevista fueron suficientes para el éxito de convocatoria.
El ambiente estaba enrarecido desde el primer momento, pero las pocas que se atrevían a apuntarlo eran silenciadas por miradas censuradoras de la mayoría. Con media hora de atraso, llegaron tres hombres, uno de ellos, el más joven, cargado con una cámara de vídeo y trípode. Antes de entrar en el despacho, el hombre de unos cincuenta años de edad, el que vestía más informal (unos pantalones de pana, chaqueta y jersey de pico) y que no ocultaba una prominente barriga ni una sensación bastante acentuada de ser poco aseado (mal y poco afeitado, algo despeinado, atufando a tabaco…), pidió que le diesen los currículos y dijo que se pagaba 300 euros la hora, y que sólo había que trabajar dos días por semana, unas 2 ó 3 horas al día, pero que los criterios de selección eran muy exigentes porque la empresa pertenecía a un grupo empresarial que debía cuidar mucho su imagen.
Una de las mujeres que ya había dado muestras de desagrado ante el retraso y la poca concreción de la oferta, preguntó para qué era la cámara. La mujer, Marisa, de unos cincuenta años, pelirroja teñida y metro sesenta que vestía un largo y desgastado abrigo marrón, recibió una mirada de profundo desagrado. Tras unos segundos tensos, el hombre le contestó que se grabarían las entrevistas por si era necesaria una videoconferencia, puesto que los empresarios querían ser los encargados de seleccionar el personal.
Otra señora preguntó cuántos puestos de trabajo había en juego, pero el hombre no supo responder. Pidió que rellenaran un listado de asistencia y entró a la oficina, que no se abrió hasta un cuarto de hora después, tiempo suficiente para que las mujeres no dejasen de asombrarse por lo elevado de los emolumentos. ¡En una semana podían ganar más que en un mes! Apenas se escuchaban reticencias sobre los procedimientos y por supuesto una por una fueron entrando en el despacho según las llamaban y saliendo tan sólo transcurridos un par de minutos.
Las que no habían sido llamadas preguntaban a las que sí lo habían hecho qué pasaba ahí dentro y por qué todo era tan rápido. Las mujeres contestaban que apenas les pedían el documento de identidad, les instaban a quitarse el abrigo, enfrentarse a la cámara y presentarse. Alguna añadía que a ella le habían indicado, tras una aparente orden que había recibido por el pinganillo el hombre más elegante, de probablemente más de cuarenta años, que se girase hasta dar una vuelta por completo. Ninguna supo dar respuesta al motivo de tal petición y si significaba alguna ventaja o desventaja con respecto al resto.
Una hora después, terminó el proceso; ya eran casi las dos cuando la puerta se volvió a abrir y el hombre de la prominente barriga recitó el nombre y los apellidos de las seleccionadas, tan solo 18, que debían volver a las cuatro. Antes de que se fueran, les recomendaron arreglarse, a modo de consejo particular, porque en la primera parte había resultado decisivo el aspecto físico una vez que casi todos los currículos eran parejos.
Y, en efecto, para la tarde las seleccionadas ya no vestían chándales ni abrigos raídos, ya no peinaban coletas desmadejadas o moños desaliñados, por no hablar de que no venían con la cara lavada sin más, sino que se habían maquillado (algunas pasándose un tanto).
Las hicieron pasar a una habitación con butacas y les repartieron unos papeles. “Antes de proseguir, leed este contrato y, si estáis de acuerdo con él, firmadlo. Una vez hecho este requisito, por el mero hecho de aprestaros a la entrevista, recibiréis 100 euros porque nuestros clientes entienden que no se siguen procedimientos habituales”.
Básicamente lo que tenían que firmar era un consentimiento a ser filmadas y se les advertía de la naturaleza controvertida de alguna prueba, por lo que la firma les impedía legalmente interponer denuncia alguna.
–¿De qué tipo de prueba estamos hablando? –preguntó Marisa, la misma mujer que por la mañana había llevado la voz cantante de las suspicacias y a la que ahora se veían sus kilos de más depositados en cintura y tripa, aunque la exuberancia de su busto y una cierta armonía en su rostro conseguían atenuar una valoración negativa.
–Más vale que estéis preparadas. Una prueba consiste en cambiarse delante de la cámara y ponerse la bata de limpieza.
–¿¿¿Quéee??? –gritaron todas a la vez–. ¿Y se puede saber para qué?
–Todo tiene su explicación: se trata de un edificio con fuertes medidas de seguridad, de modo que solo serán contratadas quienes demuestren no tener problema con esa falta de privacidad.
Por eso no pedían mujeres más jóvenes, pensó Matilde, de 45 años, los dos últimos en el paro salvo para unos pocos trabajos esporádicos en negro. Si se lo ofreciesen a chicas más jóvenes les montarían un buen pollo y nosotras en cambio estamos más necesitadas. Seguro que han seleccionado a las que más tiempo llevamos sin trabajar...
Porque a simple vista no parecía que el físico fuera tan determinante como les habían dicho: había mujeres altas, bajas, rubias, morenas, flacas, gordas, blancas, mulatas, negras...
Por más revuelo que se montó y más indignación demostrada, solo se marcharon tres mujeres. Algunas ni se molestaron en leer qué firmaban. Ya los 100 euros de por sí les solucionaba pagos urgentes, con lo que más de una pensó que harían lo que hiciera falta por conseguir aquel trabajo tan bien pagado, como era el caso de Anais, dominicana, que llevaba varios meses sin poder pasarle dinero a sus hijos allá en la isla.
Al poco tiempo, comenzaron a llamar para la 2ª prueba. Aunque en principio se repetía el procedimiento de enfrentarse a la cámara recitando su nombre delante de los dos hombres sentados en la larga mesa del centro, pronto llegaba la temida orden: “Quítese la ropa y póngase la bata”. No hubo ni una sola candidata que no titubease y mirase a los dos hombres, los cuales no cambiaban su gesto severo y profesional. Tampoco faltaba ninguna que dirigiese su vista al perchero del que colgaba una bata azul que estaba al lado de la silla de enfrente de la mesa.
Sin embargo, una tras otra, sin abrir la boca, empezaban a desnudarse. Unas empezaban por arriba, otras por abajo. Se quitaban jerséis, se desabotonaban blusas, se desabrochaban cremalleras, se descalzaban, se quitaban las medias. Y todas, sin excepción, cuando se quedaban en ropa interior (elegida con esmero, al igual que las piernas estaban bien depiladas), buscaban con urgencia la bata, por lo que recibían una advertencia, siempre proveniente del hombre con mejor aspecto, barba gris cuidada, americana, corbata e indudable atractivo: “Quíteselo todo”.
Quien más quien menos tragaba saliva o añadía más rubor a su sonrojo, pensando que no era necesario estar desnudas integralmente, pero todas llevaban las manos a su espalda y se desabrochaban los sujetadores, unas con más determinación, otras vacilantes, las más con urgencia y rapidez; unas dejando sus tetas al aire sin más, otras tapándose los pezones como podían con los antebrazos. Y para las bragas, casi todas optaban por darse la vuelta, prefiriendo enseñar el culo al pubis. Lavinia, rumana de metro setenta y cinco, rubia y de ojos azules, no dejó de imaginar lo que pensaría su marido, recientemente también en el paro, o su hija, de saberla en tal situación.
Pero entonces volvían a recibir otra humillante orden: “Dese la vuelta y acérquese a la cámara”, lo cual significaba acercarse a la mesa y dejar que las miradas de los dos hombres (por no hablar del cámara, este resguardado por el objetivo) pudieran escrutarles a conciencia. La degradación era total, pero ya eran incapaces de protestar, como le pasó a Matilde, una de las menos llamativas de todas, pero hundida por haber pasado los tres últimos años sin trabajo y haber tenido que volverse a casa con su padre a sus casi cuarenta y cinco años. Alguna incluso tuvo que soportar de la mejor manera que el cámara tuviera que acomodarse el bulto de la entrepierna en alguna ocasión.
Casi todas se mantenían lo más firmes que podían y esperaban unos segundos antes de preguntar con la vista si podían ponerse ya la bata. Alguna que trató de abreviar el trance recibió una tercera orden: “Espere unos segundos, dé la vuelta por completo”, hasta que por fin se les dejaba ponerse la bata.
Si creían que lo peor había pasado, entonces descubrían que la bata era más corta y ceñida de lo que creían, y estaba completamente abierta y los botones de arriba dejaban a la vista un escote excesivo y abajo no se acercaba ni de lejos a las rodillas. Los nervios, el desconcierto y la tensión provocaban que aquella fina tela marcase los pezones más de la cuenta. Y luego el hombre apuesto les pedía que se sentaran en la butaca del fondo.
El zoom de la cámara era perceptible hasta para las menos duchas en grabaciones de vídeo. El cámara volvió a acariciarse la entrepierna del pantalón en varias ocasiones. Y no era para menos: por más que se cruzasen de piernas, la bata apenas les cubría el culo por más que tratasen de bajarla a tirones. “Cambie de postura”, oían al cabo de unos interminables segundos. Y se grababa un recital de cruzamientos de piernas que ni Sharon Stone, un recital de coños peludos, rasurados, de labios gruesos y labios finos.
“Recoja el bolígrafo”, les decían de pronto. Un bolígrafo que volvían a situar en el suelo para cada candidata, que tenía que volver a cambiar su posición: se levantaban y flexionaban las piernas o inclinaban el tronco. Algo tenían que mostrar sí o sí y por ejemplo Marisa, una de las más rellenitas y voluptuosas, tuvo que meterse la mano en sus mamas para esconder sus pezones, que no daban a basto.
“Pase a la sala de al lado y espere a que le comuniquemos si ha sido seleccionada”. Y poco a poco, la otra salita con butacas (también demasiado bajas) se fue llenando, hasta que las mujeres hubieron de quedar tocándose unas con otra, bien apretadas. Ninguna hablaba, pero todas se observaban y se comparaban inevitablemente. Incluso alguna se atrevía a criticar: “mira que no despilarse el chocho”, o “esta guarra lo tiene depilado por completo”, o “qué gorda está”, o “qué tetas que tiene”...
Por fin, salió el hombre barrigón, decía un nombre, recogía una bolsa y entregaba el billete de 100 euros. “Lo siento”, añadía, sin más. La tercera descartada preguntó dónde podía cambiarse. “Ahí mismo”, le respondió el hombre, sin inmutarse. Y, en efecto, las mujeres rechazadas tuvieron que despojarse del mínimo uniforme unas delante de otras, mientras que las cinco afortunadas seleccionadas recibían en la sala de al lado la noticia de la última prueba, que se consideraba como día trabajado y por tanto al término de la misma recibirían sus primeros 300 euros. La alegría, eso sí, duró hasta que las cinco mujeres recibieron las instrucciones: tener sexo con los hombres.
–¿¿¿Qué se han creído, que somos putas??? –dijeron al unísono con distintas expresiones las cinco.
–Nuestros jefes quieren recibir todo tipo de servicios al margen de las tareas de limpieza, no en vano las cantidades ofrecidas son tan elevadas. Si alguna no quiere, de todos modos, no pasa nada, puesto que llamaremos a las reservas –a quienes se había pedido que aguardasen un poco–. No vamos a forzar ni obligar a nadie, por supuesto. Si aceptáis, seríais grabadas y si las cinco lo hacéis bien seríais contratadas para tres meses con opción de renovar otros tantos meses.
Esta vez había sido el hombre elegante quien había tomado la palabra. Serio y elocuente, rompió las defensas de las mujeres, aunque alguna había al borde de las lágrimas, por no decir que todas. “Id pasando. Quien no esté dispuesta, que coja su bolsa de ropa y avisamos a las suplentes”.
Una por una, las cinco mujeres van entrando: Marisa, Anais, Lavinia, Dorotea y Matilde.
Marisa, española de 55 años, la mayor, metro sesenta y cinco, pelo a media melena teñido de rojo, ojos castaños, labios finos y nariz roma, con la bata a punto de estallar, estaba muy entrada en carnes y dejaba ver un culo, unos muslos y unas tetas bastante grandes, además de moverse con dificultad con los zapatos de tacón alto que les habían dispuesto para la última prueba; Anais, de República Dominicana, 46 años, era mulata, metro sesenta, de pelo negro, ondulado y crespo, sinuosa, con algún kilillo de más, de generoso busto (aunque no tanto, ni mucho menos, como Marisa, que debía gastar como mínimo una 120), labios gruesos y orificios nasales algo dilatados; Lavinia, de Rumanía, era la más alta y la más delgada, rubia, ojos azules, con un rostro que bien podría haber figurado en alguna revista al menos maquillada como iba en tonos dorados, al igual que por su cuerpo, con un tipo estilizado, piernas largas y culo firme pese a sus 40 recién cumplidos; Dorotea, de 43, colombiana de piel clara y apenas metro cincuenta y cinco, llamaba la atención sobre todo por su densa cabellera oscura y de puntas onduladas y una carita sensual pese a sus gafas, además de por su desenvuelta manera de mover su trasero al andar; y Matilde, también española, de 48 años, la de aspecto físico menos llamativo que todas a pesar de su rostro agradable y ser la única sin haber parido, aunque pese a eso sus caderas estaban demasiado anchas, y su estatura era demasiada escasa como para estar del todo bien proporcionada.
Entran en la sala como si estuvieran a punto de ser fusiladas. El hombre elegante trata de animarlas con su discurso florido y al menos consigue aflojar esas caras largas. Les hace ver que es un trabajo digno como otro cualquiera, pero entiende su situación y lo lamenta. Saca los billetes de un cajón y los mete en sus respectivas bolsas de ropa, para a continuación exponer la escena:
Empezarán la filmación fregando desde el fondo de la sala y entonces llegarán ellos y conversarán antes de desencadenarse la escena de sexo. Las premisas fundamentales son que todo tiene que ser improvisado salvo un par de frases que les dan. Deben ir turnándose: siempre han de estar dos con cada uno de ellos y la tercera satisfará al cámara. Lo importante es fingir lo mucho que están disfrutando y les recuerdan que mesa, silla, butacas y suelo (enmoquetado) serán los lugares elegidos para practicar el sexo.
Dicho esto, salen y las mujeres toman las fregonas, acercándose al cámara, un muchacho rubio, de complexión atlética y mirada de vicio que no dejaba de esbozar una estúpida sonrisa de suficiencia. Al vestir con chándal, la erección que no había dejado de exhibir, es bastante evidente. El chico les anuncia que empieza a grabar y transcurre un minuto hasta que se abre la puerta y los hombres entran.
–¡Vaya, estáis fregando! ¿Se puede pasar?
–Claro que sí, pasar, pasar –dice Marisa.
–Esperamos no molestar, trataremos de no pisarles el suelo –dice el hombre elegante.
–Aunque no podemos prometer no mirarlas bien, porque con esas batas uno se pone malo –replica el hombre barrigón de inmediato.
–¿Cómo iban a molestarnos? Y miren, miren, que para algo son los jefes –responde Anais, sin ningún atisbo de espontaneidad.
–Por cierto –toma la palabra Dorotea tratando de aparentar picardía–, ¿saben cómo podemos recibir alguna paga extra?
–Se me ocurre cómo podéis conseguir un sobresueldo –dice el de la barriga, que se baja la bragueta.
Esa es la señal convenida para que las mujeres dejen las fregonas y se acerquen a la mesa, donde permanecen de pie los hombres. Lavinia y Marisa, las menos cohibidas, que se adelantan, se emparejan con el hombre atractivo; Matilde y Anais, más dubitativas y paralizadas, se quedan con el otro, mientras que Dorotea, prácticamente en estado de shock, va al cámara.
Las dos primeras, tratando de sonreír pícaramente, empiezan a desnudar a su hombre, a quien despojan de su americana, de su corbata; y con sonrisas forzadas desabotonan la camisa y desabrochan la bragueta, dejando caer sus pantalones y dejando a la vista un slip que no da más de sí. Mientras, reciben con aparente satisfacción ávidos manoseos que van de los muslos y nalgas por debajo de la bata a Lavinia hasta los pechos de Marisa por encima de la tela. No tardan en desnudarle por completo y es Marisa quien primero se lanza a tocarle el pene, largo, no muy grueso, descapullado, dejando a la vista un glande violáceo, ya que Lavinia tiene que responder al beso succionador que le propina el hombre sin dejar de apretarle el culo.
Quizás por eso es también Matilde la primera en arrodillarse y llevarse la polla a la boca, aunque es Lavinia la primera en ser desnudada, la bata desabotonada del todo, abierta, mostrando unos senos pequeños, puntiagudos, con pezones oscuros, gruesos, y empitonados, al igual que su sexo depilado salvo por una línea oscura tras serle despojada de su tanga de un tirón que lo rompe. Las caricias que recibe su coño por parte de los delicados y habilidosos dedos del hombre, que aun desnudo conserva casi todo su atractivo, no caen en saco roto, por más que se hubiera Lavinia concienciado de pensar en su marido y sufrir con resignación.
Marisa, mientras, se desabotona ella misma la bata, harta de que sus enormes aureolas marrones estén saliéndose. Recordando las películas que suele ver los fines de semana, cuando sus dos hijos salen de marcha, se los pellizca, además de deslizar otra mano a su propio y peludo sexo. Es quizá la primera en olvidarse del trance por el que están teniendo que pasar y centrándose en su propio disfrute.
Matilde y Anais tienen que esforzarse más para disimular su desagrado. Su amante se ha despojado del jersey y ayuda a Matilde a desprenderse de su pantalón. Un horrible calzón a rayas apenas disimula una terrible erección. No da abasto el hombre apretando los senos bastante abundantes de las dos (el de Matilde más fláccido, eso sí), que se dejan hacer y se miran la una a la otra para repartirse boca y pene. Anais no sabe qué le causa más asco, pero se decanta por el mal aliento empleando su lengua como tan bien sabe hacer, aunque lo tenga olvidado puesto que hace casi un año que no visita la isla y no ve a su marido.
De modo que Matilde le quita el calzón y se sorprende al ver una tremenda polla, gruesa y grande, cuyo glande oscuro llega a ver después de tirar la piel para atrás. Tiene que abrir bien la boca para introducírsela, obviando el fuerte aroma a no demasiada limpieza. Piensa entonces que hacía mucho que no se la mamaba a un hombre y se sorprende excitándose más de lo que se hubiera imaginado. Por eso, cuando el hombre le ordena que se acueste sobre la mesa, aunque al principio le fastidia perder el gusto de esa verga palpitante, cálida y rugosa, se estremece cuando le hunde la boca en su depilado por completo sexo, una vez que aparta sus bragas negras a un lado y ordena a Anais arrodillarse y comerle la polla, algo que la mulata no hace con tanta satisfacción como Matilde, pero sí con más pericia. El hombre gruñe algo parecido a “buenas hembras, sí, señor”, y las dos se sienten satisfechas de sí mismas a su pesar.
Dorotea, por su parte, no duda en dirigirse a la verga del cámara, que no puede dejar la cámara ni hablar. Mirándole sensualmente, baja el elástico y el bóxer de estampados para empezar a acariciar una polla de unos diecisiete centímetros muy gorda, con un glande chorreando. Aunque divorciada, Dorotea no ha dejado de mantener relaciones sexuales gracias a un portal de contactos, por lo que sabe lo que tiene que hacer para excitar a aquel chico que se estremece de placer cada vez que la colombiana se aparta su abundante melena y le mira hacia arriba con lujuria. Pasa su mano desde la base hasta el glande, humedeciéndosela con los propios líquidos del chico, al tiempo que con la otra sopesa unos testículos considerables. Para cuando se decide a llevárselos a la boca, el muchacho está fuera de sí y le cuesta ahogar sus gemidos. La mamada que recibe es de tal calibre, que al cabo de unos minutos (el chico tiene bastante aguante, puesto que la lengua de Dorotea es experta, y alterna succiones con lametazos, engullidas con pequeños mordisquitos en la punta) fija la cámara en el trípode, levanta a Dorotea y prueba el sabor de su propio sexo al entrechocar sus lenguas.
Nadie se fija en que la cámara apenas tiene el enfoque adecuado, pero los empresarios a distancia no pierden detalle de cuanto sucede gracias a las varias cámaras ocultas situadas en diversos puntos no sólo del despacho, sino de las otras salas. Mucho de ese material está siendo grabado y proporcionará cantidades indecibles de placer a cambio de accesibles cantidades económicas, puesto que las mujeres que han sido grabadas y han formado un dvd por nada del mundo querrían que saliese a la luz, bien a los ojos de sus familias, bien por Internet. Además, el truco de compensarlas económicamente resultará definitivo para romper resistencias.
Continuará...
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