~Flavia Angélica tenía fama en toda la aldea por su sensualidad exuberante. No podía esconderla, irradiaba por todos los poros de su piel traspasando los vestidos, envolviendo a todo aquel que se acercara a ella. No la dejaban salir de día. Las noches eran su mundo. Nadie la visitaba, pero todos merodeaban alrededor de su casa. Un día, armándome de valor llamé a su puerta por la noche. Recuerdo la mirada al recibirme y los aromas que desprendía su cuerpo. Tomó mi mano llevándome a una hermosa estancia tenuemente iluminada. Era grande y abigarrada, repleta de telas suaves, envolventes y cálidas. En el centro había un enorme cuenco lleno de cerezas del tamaño de bombillas, coloradas y brillantes; me pidió que las probara después de lavar mis dedos en un cuenco más pequeñito. Después se desnudó y me desnudó, lavó mi cuerpo con paños de terciopelo humedecidos en agua de azahar y me introdujo en su estancia más íntima, en el ansiado y desconocido dormitorio. Nos tumbamos en la cama envueltos en caricias. Cada rincón de su cuerpo olía a diversas flores, su cabello a jazmín, sus pechos a rosas y su sexo a lavanda. Hicimos el amor de una manera inexplicable con palabras y al acabar nos envolvió una niebla cálida, como una densa nube de harina azul. Mi mente quedó nublada y cuando conseguí incorporarme, recostándome en la cama, ella había desaparecido. Quedé largo tiempo en esa posición, expectante, hasta que decidí salir. Me encontraron mis amigos, desnudo y confuso, arrodillado junto a la puerta de Flavia Angélica.