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Categoría: Confesiones

No tengo nada mas para decir, soy una pervertida y punto

Soy yo nuevamente, Valentyina. Me han insistido mucho en que me describa. No pensaba hacerlo, para que cada quien me imaginara como se lo dictaran sus deseos, pero ha sido tanta la insistencia, que no tendré más remedio que hacerlo. Comienzo por mis medidas, que son 92-63-94, peso 52kg, mido cerca de 170cm. Soy morena y tengo cabello castaño, largo, a media espalda; mis ojos son grandes y claros, de un color miel con puntos verdosos, lo que me da un aire exótico que me dicen resulta muy seductor. Desde muy joven me ha gustado el baile, sobre todo las danzas orientales, lo que ha contribuido a que me mantenga en muy buena forma, mis piernas son mi orgullo y me encanta lucirlas. Mi rostro tiene forma de corazón, mis labios dicen que son bastante tentadores y mi sonrisa es como de anuncio de pasta dental. Por supuesto que no soy perfecta, tengo mis defectitos; pero, modestia aparte, con los atributos con los que me dotó la naturaleza, nadie los toma en cuenta.

En mi anterior relato les había mencionado a mi novia, Jessica. Ella es modelo y se la pasa viajando dentro y fuera del país, son tan frecuentes esos viajes que incluso tuvo que dejar la Universidad y sus ausencias suelen castigarme con buenas rachas de abstinencia. Cuando vuelve de sus viajes suele venir con muchas ganas de retribuirme y nos damos unos encerrones de miedo que más de una vez me han hecho faltar a clases. Amo con locura a esta mujer, pero sus continuas ausencias me obligan a darme mis escapadas con algunos de mis amantes, soy muy demandante sexualmente y aguantarme un par de días, para mí es una eternidad y mi cuerpo me pide guerra a gritos, por lo que tengo que ir a buscarla. Dios mío, si mi flaca me descubriera, seguro que me mataría.

Procuro “ponerle los cuernos” solamente con hombres, me encanta el sexo con ambos géneros, pero desde siempre me ha pasado que solamente con las mujeres me involucro emocionalmente. Con los hombres el asunto es algo más deportivo, por decirlo de alguna manera. Por supuesto que me gustan los hombres guapos y de buen cuerpo, aunque mi admiración por ellos se queda meramente en el plano estético. Es como admirar una pintura hermosa, que te llena la pupila, pero que no te excita sexualmente.

Además, “mis gustos”, si hay que usar un eufemismo para denominar “mi perversión” consiste en hombres de edad avanzada y entre menos agraciados físicamente, mejor. A veces, cuando quiero jugar a analizar mi sucia cabecita, he llegado a la conclusión de que todo ello es parte del mismo juego, coger con hombres viejos y repulsivos, me ayuda a no involucrarme emocionalmente con ellos. Con las mujeres es distinto, me atraen las de mi rango de edad y me gustan muy guapas y femeninas. No voy a negar que llegué a enredarme con alguna que otra fémina que corresponde más a mi prototipo masculino, y me di cuenta de que me sucedía lo mismo que con los hombres, en esos casos la cosa acababa siendo meramente “deportiva”, así que si se trata simplemente de calmar las ganas, también resulta una actividad muy placentera. Sin embargo, tuve que aprender a las malas que estas mujeres resultan ser demasiado enamoradizas y cuando buscas sexo por deporte, lo que menos quieres es andar destruyendo hogares o recolectar fans obsesionadas contigo.

En fin, después de tanto rollo introductorio pasemos al meollo del asunto, es decir, don Tadeo. Él es un viejecito muy agradable que vive en el mismo edificio que don Gumaro, su departamento se encuentra en el mismo piso, al final del pasillo. Ocasionalmente me lo había topado cuando iba a visitar a “mi abuelito”, pues como recordarán, uno de esos tipos con los que suelo revolcarme con frecuencia es don Gumaro. Aquella mañana esperaba el autobús, me dirigía a la Universidad después de haber disfrutado de un mañanero de antología. Todavía llevaba en mi boca el sabor agrio de la cruda moral que me aquejaba después de aquellos encuentros. Fue entonces que me percaté de la presencia de don Tadeo en la parada del autobús, me pareció raro verlo solo, ya que siempre lo había visto en compañía de su esposa. Había un par de mujeres que no paraban de hablar. Tenía claro que don Tadeo no se había percatado de mi presencia todavía. Yo aproveché para mirarlo con detenimiento. Era muy distinto a don Gumaro, era un poco más bajo que yo, con su cabellera completamente blanca, siempre iba impecablemente afeitado, aunque hoy no era el caso, lucía barba de un par de días. Su vestimenta era humilde, pero limpia y bien planchada. Se le notaba que estaba en mejor forma física que don Gumaro aunque yo le calculaba incluso un par de años más de edad. Evidentemente, había fantaseado con él en más de una ocasión. Don Tadeo me gustaba y lo tenía anotado en mi lista de deseos desde hacía tiempo; la constante presencia de su esposa me había impedido observarlo con detenimiento. Él mantenía las manos en sus bolsillos y en un momento dado, bostezó, al tiempo que le dio por elevar las manos y con ellas su pantalón, haciendo que la tela se pegara completamente a su entrepierna. Pasé saliva al notar el curioso bulto que se dibujó bajo la tela, fue sólo un instante, pero bastó para encenderme la imaginación. No podía evitar fantasear, tratando de complementar la imagen de aquel bulto, imaginándomelo sin tela alguna que obstaculizara su visión; las cosas que haría si lo pudiera tener en vivo, a todo color y a mi entera y completa disposición.

La llegada del autobús me volvió a la realidad. Las mujeres subieron primero. Luego, don Tadeo, muy amablemente me cedió el paso, yo iba a hacer lo propio, por respeto a las personas mayores, pero se me adelantó y creí que era mejor que él quedara como un caballero. Había bastantes lugares para sentarse, es lo que me gusta de viajar temprano porque se puede ir más cómodamente, unos minutos más tarde y la cosa se vuelve una locura. Prefiero llegar unos cuantos minutos antes, que sufrir el infierno de la hora pico.

Me senté en un lugar del centro, mientras que don Tadeo se fue a la parte de atrás. Cuando avanzaba por el pasillo posó su mirada sobre mí y me dedicó una leve sonrisa, ese gesto me sorprendió ya que siempre había sido muy parco para conmigo, se lo atribuí a la ausencia de su mujer. Hay hombres que son así, en presencia de su pareja se fingen inmunes ante las tentaciones, pero a solas muestran otra cara. Durante el trayecto no podía evitar voltear a verlo furtivamente. En una de esas ocasiones no pude evitar sonrojarme al verme descubierta, el ancianito me dedicó una nueva sonrisa a la que traté de corresponder tímidamente. “Si supiera todas las cochinadas que le estoy haciendo en mi imaginación”, pensaba mientras sonreía para mis adentros.

No cabe duda de que cuando una lleva la mente ocupada en cosas placenteras, el tiempo transcurre más rápido. El trayecto se me hizo muy corto, cuando me levanté y me dirigí a la puerta del fondo, me volví a topar con la mirada de don Tadeo y esta vez le obsequié la más franca de mis sonrisas, él me correspondió y pude notar que le faltaban algunos dientes. El detalle me causó un poco de reparo, pero no menguó mucho la impresión que ya tenía de él, y las ganas de cogérmelo algún día, tampoco desaparecieron. Ya abajo del autobús, me di cuenta de que me seguía observando con atención, que incluso se había movido del asiento del pasillo al de la ventanilla, “para poder observarme mejor”, supuse yo. Me sentí halagada con ese gesto, por lo que intenté corresponder un poco a esa atención despidiéndome de él con un ademán mientras el autobús retomaba la marcha. Él hizo lo propio. Me cubrí la boca tratando de apagar una espontánea carcajada. “Le gusto”, me sorprendí a mí misma con esa aseveración. “Sí, yo también le gusto”, reafirmé y sonreí para mis adentros.

Toda la mañana me sentí embriagada por una sensación muy agradable, no me era ajena para nada. La había experimentado varias veces, cuando comenzaba a tontear con alguien que me gustaba. No pude evitar pensar en Jessica, me sentía de manera muy similar a cuando comenzamos el intercambio de miradas y sonrisas. Pero lo que me había pasado con ella tenía un toque distinto, se trataba de un asunto más romántico. En cambio, yo no pretendía con don Tadeo nada de dicha índole, yo quería cogérmelo solamente, para decirlo con todas sus letras.

Cuando las clases terminaron, una compañera y yo decidimos ir a un centro comercial que está frente a la Universidad. Hicimos algunas compras y estuvimos platicando un rato, luego la acompañé a que tomara el autobús. No tardó demasiado y nos despedimos. Yo tenía que cruzar la avenida para tomar la ruta que me llevaba a casa, justo eso iba a hacer cuando a lo lejos alcancé a ver una figura familiar. Era don Tadeo que salía del centro comercial llevando una bolsa en la mano. No lo podía creer, cerré los ojos incrédula y sacudí mi cabeza, luego los volví a abrir y traté de verificar que se trataba de él; pues podría ser que mi mente me estuviera haciendo una mala pasada. En ese preciso momento llegó a la parada la ruta que él debería tomar para volver al edificio donde vive don Gumaro. Yo sabía que por la distancia, don Tadeo no alcanzaría a llegar a tiempo para subir al autobús. Tomé una decisión algo precipitada y me subí al autobús, ya sentada, pude ver que esa figura se había acercado más; en efecto, se trataba de don Tadeo y no había alcanzado a subirse, tendría que esperar el próximo autobús.

El plan era simple: Hacer como que iba a ver a don Gumaro. Era viernes y yo sabía que él se iba por las tardes al Club de la Tercera Edad, así que yo haría como que lo esperaba y entonces “casualmente” me encontraría con don Tadeo, el resto dependería de qué tan bien jugara mis cartas. Llegué al edificio y esperé un rato en un parquecito cercano desde donde se alcanzaba a ver la parada del autobús. Naturalmente, no estaría unos quince o veinte minutos en el pasillo llamando a la puerta de don Gumaro. No tuve que esperar tanto, en cuanto vi descender del autobús a don Tadeo me apresuré a llegar a donde se suponía llevaba horas esperando. Intenté parecer desesperada y preocupada cuando vi aparecer a don Tadeo en el pasillo. Me sonrió muy amable y por primera vez en la vida cruzamos palabra.

—Hola, muchacha; que casualidad, nos volvemos a encontrar.

—Hola, don Tadeo —noté en él un dejo de emoción cuando le hablé por su nombre—; fíjese que ya tengo buen rato llamando a la puerta y mi abuelito no me abre, me preocupa que le haya pasado algo…

—Ja, ja, ja… No te preocupes, muchacha; hoy es viernes y de seguro se fue al Club de la Tercera Edad…

—Oh, sí; es cierto… —Fingí demencia— Se me olvidó por completo.

—Me temo que tendrás que venir otro día a visitarlo… Porque todavía va para largo su regreso.

—Ese es el problema, no puedo; tengo que esperarlo, se me quedaron unos apuntes que necesito estudiar el fin de semana porque tengo examen… ¡Ay, que cabeza la mía!

—Pues tendrás que sentarte a esperar, porque todavía faltan un par de horas para que regrese.

—Creo que mejor saldré un rato a matar el tiempo… Sólo espero que no me agarre la lluvia, porque el clima se ve algo amenazante…

—Sí, es muy probable que llueva.

—Bueno, me dio mucho gusto verlo, don Tadeo; volveré en un rato…

Me encaminaba hacia las escaleras lo más lentamente posible, contoneando las caderas más de lo habitual; sabía que don Tadeo estaría disfrutando del espectáculo que le brindaba, casi perdía la esperanza de que mordiera el anzuelo; estaba a punto de bajar el primer peldaño cuando lo escuché pronunciar mi nombre por primera vez.

—Valentina…

—Dígame, don Tadeo… —Apenas podía disimular mi emoción cuando giré la cabeza.

—Si gustas, puedes esperar en mi departamento…

—¿En serio?

—Bueno, si no te molesta tener a este vejestorio como compañía durante un rato.

Acepté encantada. La operación caballo de Troya había rendido frutos, ya me había infiltrado, pero el verdadero reto vendría a continuación. Me encontré con un departamento limpio y ordenado, aunque había alguna prenda fuera de lugar, además de algunos trastos.

—Disculpa el tiradero —se dedicó a poner orden—, es que desde que a mi mujer se le ocurrió abandonarme, esto se ha vuelto un cochinero.

—¡Lo abandonó? ¡Lo siento mucho, don Tadeo!

—¡Ja, ja, ja!… Estoy bromeando. Se fue a pasar un tiempo con una de nuestras hijas.

—Don Tadeo, no haga esa clase de bromas, son de muy mal gusto.

—Discúlpame, hija… A veces se me olvida que mis bromas pueden tener mal efecto en algunas personas. Cuando hago esa, todo mundo suele compadecerme…

—Yo no —Lo interrumpí aseverando con firmeza e indiferencia.

—… —Sus ojos se agrandaron incrédulos.

—A mí me pareció una broma de muy mal gusto porque —Comentaba yo, paseando la vista con desgano—… Usted, que bien sabe que es un hombre interesante y atractivo; está dándole a entender a una chica joven, solitaria e ingenua como yo, que finalmente está libre y sin compromisos, a sabiendas de que eso puede llegar a ilusionarme… A mí, que llevo tiempo admirándolo en secreto… Y ahora que usted lo ha notado, ha decidido invitarme a su departamento de soltero quién sabe con qué intenciones, sabiéndome vulnerable ante su presencia —Cuando pasé mi vista sobre él, pude ver su rostro pálido y noté cómo pasaba saliva mientras escuchaba mis últimas palabras, que ahora adquirían un matiz amenazante—… Pero no, no va a pasar nada entre nosotros porque resulta que el “señor” solamente se estaba haciendo el “graciosito”…

La expresión de don Tadeo era digna de ver. Estaba realmente asustado. Había dejado entrar a su casa a una trastornada mental que quién sabe qué cosas sería capaz de hacer. Antes de que otra cosa sucediera, me dejé acometer por un ataque de risa.

—¡Ja, ja, ja!… Perdóneme, don Tadeo, por favor, perdóneme… —No podía contener la risa, inclinaba mi cuerpo, uniendo mis manos en señal de súplica— Lo siento mucho, don Tadeo; yo sí me pasé… No lo quise asustar, de veras… Discúlpeme, por favor…

Su semblante fue mutando poco a poco, primero a una risa nerviosa y luego a la risa abierta y sincera.

—Ahora vuelvo, tengo que ir al baño… Sospecho que el susto que me sacaste traía premio.

La verdad es que pasé un buen rato de charla con don Tadeo, era buen conversador y tenía buen sentido del humor. Preparó té y lo estuvimos disfrutando acompañado de unas galletas mientras platicábamos. No pude evitar pensar en don Gumaro, con él disfrutaba mucho coger, pero prácticamente no cruzábamos palabra. La estaba pasando tan bien con don Tadeo que casi me conformaba con haber pasado con él un buen rato de sana convivencia. Temía que si trataba de llevar esto más allá, echaría todo a perder y hasta posiblemente llegaría a poner al descubierto mi relación con don Gumaro y eso no era nada conveniente. Así que decidí no apresurar las cosas. Pude notar que don Tadeo sentía admiración por mí y yo por mi parte, no perdí el tiempo y estuve enviando continuas, pero discretas señales de coquetería, que me di cuenta que no le pasaron inadvertidas.

—Parece que ya llegó tu abuelito.

—¿Cómo lo sabe?

—El “trompeadero” que hace cuando llega es inconfundible.

—¿Se refiere al ruido que hace cuando abre y cierra la puerta?

—Sí, a eso; es que soy gente de campo, y esa palabrita la usábamos cuando los cerdos se escapaban de los corrales y andaban haciendo destrozos en la casa.

—¡Ja, ja, ja!… Muchas gracias por su hospitalidad, don Tadeo; disfruté mucho de su compañía.

—No creo que tanto como yo de la tuya, hacía siglos que no me sentía bendecido con la presencia de una mujer tan hermosa…

Nos despedimos y dejamos entrever la posibilidad de repetir alguna vez el tan ameno rato que habíamos compartido. Enseguida me dirigí a la puerta de don Gumaro, quien se sorprendió de verme, ya que no habíamos quedado de volver a vernos.

—Hola, abuelito; disculpa que te caiga de sorpresa, pero vengo por algo que se me olvidó.

El cuadro era de lo más excitante, pues don Gumaro no llevaba más prendas que sus calcetines y una vieja camiseta de tirantes. Si hubiera sido otra persona la que llamaba a su puerta, hubiera tenido que correr a ponerse unos pantalones, pero no era el caso conmigo. Sé que no le gusta usar calzones y que en cuanto vuelve de la calle se queda inmediatamente en paños menores, es decir, calcetines y camiseta, y con las verijas al aire.

En cuanto cerré la puerta tras de mí, lo sujeté por la cabeza con ambas manos y recargándolo contra la puerta me adueñe de su boca, besándolo de la manera más ardiente y sucia que podía. Él, por supuesto que se dejaba hacer y correspondía como podía a la ansiedad de mis besos. Realmente lo necesitaba, el trato tan afable y caballeroso que había tenido con don Tadeo me estaba matando de excitación. Recordé una frase que leí alguna vez: “Entre más respetuosa y caballerosamente me trata un hombre, más ganas me dan de violarlo”.

Deslicé mi humanidad hasta quedar de rodillas y toparme frente a frente con la verga de don Gumaro que ya estaba en pie de guerra. Él uso ambas manos para levantar su panza descomunal y darme mejor acceso a su entrepierna. En su punta se acumulaba y amenazaba con derramarse ese líquido cristalino que semeja clara de huevo. Llevé la punta de mi lengua para recolectarlo y saborearlo. Con mis labios fui deslizando el prepucio hasta dejar al descubierto esa cabecita rosada y reluciente. Me encanta hacer esto, es como quitarle la envoltura a un dulce para luego saborearlo.

Me concentré en regalarle una de esas mamadas que tanto le encantan a don Gumaro y por supuesto que a mí me enloquece más sentirlo estremecerse cuando engullo por entero su miembro hasta que mi rostro se pierde entre su abundante y canosa vellosidad, mientras su verga entera se enfunda en mi garganta. Envainar y desenvainar una y otra vez ese pito prodigioso es algo que me llena de placer. Lo siento latir, con un estremecimiento particular que me avisa que está próximo el momento, hago una pausa hasta que siento que el momento crítico ha pasado y vuelvo a las andadas. Esta operación la hago un par de veces más, con tal de extender la mamada lo más posible. Los gemidos de don Gumaro y la forma en la que tiemblan sus piernas flacas, me dicen lo mucho que esta gozando de la mamada y que esta vez ya sobrepasamos el punto de no retorno. Con su glande en mi boca, me dedico a saborearlo y a chupetearlo hasta que finalmente lo siento derramarse en mi boca, recibo su eyaculación, la degusto, golosa; abro la boca para mostrarle el fruto de la cosecha, pero su panza sobre mi cabeza impide la visión. Además lo noto demasiado ocupado en tratar de recuperar la respiración y en tratar de mantenerse en pie, con su espalda recargada a la puerta todavía.

Paso bocado y puedo sentir cómo avanzan sus millones de espermatozoides en estampida, en una carrera desbocada que culmina en mi estómago. Cierro los ojos intentando hacer memoria, me resulta imposible contabilizar cuántas veces he hecho esto, lo único cierto es que cada vez que lo hago lo disfruto más. Vuelvo a adueñarme de su verga que me amenaza con perder la firmeza si la desatiendo por más tiempo. Sé que ahora tendré que ser más entusiasta en la mamada para conseguir mi objetivo, nada de ternura, hay que ser despiadada y de esa manera trato ahora a su verga, la engullo y se la mamo con desesperación, como si quisiera arrancarla de su sitio, lo hago con firmeza, casi con violencia. Las sanguijuelas envidiarían la pasión y la fuerza con la que me adhiero a ese vetusto, pero prodigioso miembro. Tras unos minutos, sus piernas ya son incapaces de sostenerlo, flaquean a tal grado que don Gumaro termina por derrumbarse. En ningún instante mi boca se ha separado de su preciada verga, y ahora, él se reacomoda, tirado en el suelo, para que yo pueda seguir mamándosela a mis anchas y con ahínco. Unos minutos más y lo siento estremecerse nuevamente, acelero la succión y siento sus espasmos, cada uno de ellos escupe cierta cantidad de semen en mi boca, es menos abundante que la primera y de consistencia más líquida.

—Por favor, muñeca; hoy no estoy para “el cuartito”… Ya me has castigado mucho estos días.

“El cuartito”, así le llamamos a ese ritual en el que mi boca se adueña de su verga y no la suelta sino hasta que se ha venido cuatro veces, al menos. Y es que un par de veces hemos superado esa marca. Pero no es frecuente que se queje, a menos que lo haya explotado demasiado por algunos días como en este caso.

—Tenme un poco de consideración… Hasta en la pesca hay periodos de veda para que no se extingan los pobres pececitos. Y estoy casi seguro de que a mis animalitos ya te los tragaste a todos.

No me importan sus ruegos, ni que me tilde de depredadora voraz, extintora de especies en riesgo. Lo sigo castigando, él a pesar de sus quejas. lo sigue disfrutando. La tercera eyaculación tarda demasiado y su miembro a ratos flaquea. Sin embargo, esto es una cuestión de orgullo, necesito hacerlo llegar a la tercera. Estoy tentada a utilizar una estrategia nunca antes empleada con él, pero desisto y me esfuerzo hasta que finalmente llegan los espasmos y siento solamente un par de gotitas espesas y un poco de líquido de consistencia totalmente acuosa. Tras ello, casi de manera inmediata, su pene pierde ya toda rigidez. Incluso el propio don Gumaro está totalmente relajado.

Me incorporo y puedo notar que ha perdido el sentido, o se ha dormido, o ambas cosas a la vez. Lo interpreto como un mecanismo de defensa de su cuerpo para no acabar muerto. ¿Será que debo tener unas prácticas sexuales menos predatorias y hacerlas un poco más “sustentables”? No quisiera despertar el día de mañana al lado de un cadáver, aunque no estoy haciendo mucho por evitarlo, mis amantes no suelen diferenciarse demasiado de ellos.

Me dispongo a marcharme, contemplo unos momentos el cuerpo inerte de don Gumaro. Mi excitación permanece íntegra, por lo que no siento las náuseas que me asaltan en otras circunstancias, cuando suelo observar su repugnante anatomía estando ya saciada. De hecho, se me ocurrían muchas cochinadas que todavía podía poner en práctica con el cuerpecito desfallecido de “mi marranito”. Pero no, debo mantener las ganas que he acumulado, ya tendré ocasión de saciarlas esta noche que Jessica estará de vuelta. Estoy a punto de abrir la puerta cuando le doy el último vistazo, me digo que no puedo marcharme dejándolo así. Voy a su recámara por un par de sábanas y le tiendo una encima. En un arrebato de humor negro lo cubro por completo, incluyendo la cabeza. Esbozo una sonrisa maliciosa y me retiro sintiéndome una viuda negra que deja atrás el cadáver de su amante. Ya en el pasillo, miro hacia la puerta del fondo y tras un hondo suspiro, susurro:

—Pronto morderá el polvo usted también, don Tadeo; es una promesa.

Y me alejo, llevando conmigo una excitación que se desborda, imaginando que en mi sonrisa se agudizan los colmillos y que mis ojos se tornan de serpiente. ¿Estaré enloqueciendo? No, simplemente, soy una pervertida y punto.

VALENTYINA.

Datos del Relato
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