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Empezaba a caer la noche cuando recibí una llamada.
—¿Bueno? —contesté.
—¿Aló, quién es? —escuché, y mi corazón latió más aprisa al reconocer la voz de Roberto, a quien sólo veía esporádicamente una o dos temporadas al año, en vacaciones o cuando él hace escala en esta ciudad en sus viajes de negocios.
—¡Hola, amor! Soy yo, ¿dónde estás? —contesté y volteé para ver que ninguno de mis hijos estuviera cerca, pues pudieran haberme escuchado al referirme así por teléfono hacia mi primer amante.
—Aquí, en tu tierra, y quiero verte y tenerte...
—Bien sabes que no puedo salir ahorita. Bañaré a los niños, después les daré de merendar para que cuando llegue su papá él les cuente un cuento y se duerman. Pero mañana temprano sí, a las ocho.
Roberto se resignó y acordamos el lugar donde nos veríamos, es un hotel relativamente cercano a mi casa, donde ya estuvimos el año pasado. También le quedó claro a Roberto que ese día debería dejarme cerca de la escuela para poder recoger a los niños cuando salieran.
A la mañana siguiente, una vez que mi esposo se fue a trabajar, me vestí elegantemente después de bañarme y, sin ponerme ropa interior, tal como le gusta a Roberto, me coloqué las pantimedias. Mientras mis hijos desayunaban, le di instrucciones a la sirvienta para que se encargara de las compras e hiciera la comida, le comenté que irá al centro. Llevé a mis hijos a la escuela, donde llegamos cuando apenas la abrían.
Tomé un taxi y pedí que me llevara a un centro comercial cercano. Antes de llegar, el taxi pasó frente al hotel donde quedamos de vernos Roberto y yo, miré a mi amante que aguardaba afuera y me sentí tranquila porque nadie me vería esperando.
—Aquí está bien —le indique al taxista antes de que él volteara en la esquina rumbo al centro comercial.
Caminé los pocos metros que me separaban del lugar de la cita. Roberto me descubrió con la mirada y se apresuró a encontrarse conmigo, pero no le permití que me saludara con un beso, además de pedirle que aceleráramos el paso para no ser vistos.
—¿Viniste en auto? —le pregunté dudando que fuera así al observar que él traía una pequeña maleta de mano.
—Sí, en la camioneta, ya está en el estacionamiento de este hotel y he pedido un cuarto para que no te pongas nerviosa al tener que esperar en el lobby —explicó Roberto y me mostró la llave de la habitación.
Al entrar nos encaminamos al elevador. Adentro, al cerrarse la puerta, nos abrazamos y besamos con pasión durante el ascenso de los tres pisos.
—¿Qué cuarto nos tocó ahora?
—El 328
—Piso tres y nuestra edad...
—Con las ganas que tengo, seguro que te piso tres...
—Lo sé, siempre has dicho que eres muy caliente y sí llegas a tres, pero no en el poco tiempo del que hoy dispongo —aseguré, pero me quedé pensando en el número tres.
No era casual que los pensamientos numerológicos me abordaran pues un par de días antes le había pedido a mi hermana que llegara temprano, a la hora en que comían los niños, para que se quedara al cuidado de ellos precisamente en este día ya que, después de posponerlo muchas veces porque no hubo oportunidad, había aceptado acompañar a Eduardo a su casa en la tarde. Éste completaba el trío de hombres que yo creía amar en ese momento.
Roberto, sin dejar de rodearme la cintura y apretarme levemente uno de los pechos, con la otra mano metió la llave a la cerradura, la giró y, cuando la puerta se abrió, sacó la llave, me besó, me tomó de las nalgas y sin separar los labios entró conmigo cargándome contra su cuerpo. Cerró la puerta con el talón, caminó los cuantos pasos que nos separaban de la cama y ahí caímos. Los mimos y besos siguieron hasta que logré desabotonar la camisa de Roberto y aflojarle el cinturón.
Él se levantó para desnudarse, en tanto que yo hice lo propio. Cuando terminamos, dedicamos casi un minuto a contemplarnos mutuamente. Quedé sólo con sus pantimedias puestas, posé primero hincada en la cama sosteniendo mi cuerpo sobre las manos para que él viera mis mejores atributos sometidos directamente a la fuerza de gravedad; después me senté con las piernas abiertas, las pantimedias claras se mostraban obscuras en el pubis por la abundancia de vello excitando más el deseo que tenía Roberto por tantos meses de espera; yo le pedí que se pusiera de perfil para admirarle el pene cuya longitud aumenta aún más estando erguido y remata en un glande voluminoso.
—La primera vez que acepté hacer el amor contigo me estaba arrepintiendo cuando te vi esa cosa tan larga con punta tan voluminosa. Creí que no me cabría o que sería doloroso cuando me la metieras —dije recordando lo sucedido cinco años atrás—. Cuando te vi desnudo me asusté y dudaba en decir que sí o no. Acepté porque ya estábamos muy calientes y ni modo de decir que no después de casi una hora de carretera donde la pasamos acariciándonos sobre la ropa, en el auto no sentí que lo tuvieras así.
—Sin embargo te cupo toda, aunque no de todas las formas en que lo intentamos, pero disfrutaste mucho ese día.
—Sí, me gustó. Otra cosa que ocurrió es que nunca había visto una película pornográfica y en ese hotel al que me llevaste había varias de estas películas. Seguro que conocías muy bien ese lugar, hasta escogiste las películas que vimos para que intentáramos todas las poses habidas y por haber. No supe si el dolor que tenía al día siguiente en la vagina se debía al tamaño de tu pene o a las miles de veces que me entró durante las diez horas que me lo metiste: en la cama, la silla mecedora, el sofá, la tina de baño, etcétera.
—Hoy te tengo otra sorpresa, pero te lo diré al rato, porque ahorita quiero dedicarme a besarte y chuparte todo lo rico que tienes.
—Yo empiezo primero —dije, acercándome para besar el tronco e irlo lamiendo hasta llegar a la punta.
Roberto siguió de pie y cerró los ojos para disfrutar de las caricias de la lengua. Seguramente notó mayor experiencia en mí que como me recordaba. Abrió los ojos y miró una de mis mejillas completamente estirada por su glande, en el cual sintió mis molares friccionándole con ternura ¡Con trabajo puede evitar la eyaculación! Tuve que sacar rápidamente el pene de mi boca pues estaba a punto de exprimirle el alma. En la brusca maniobra me salió una buena porción de saliva que escurrió exactamente en la zona obscura de la pantimedia. Él me acostó y lamió la panti hasta que esparció mi saliva y la de él en todo el triángulo. Después su boca subió haciendo una escala en el ombligo, y por último se afanó en mis frondosos pechos.
—Eres rica por todos lados, pero esta parte es la mejor de ti —afirmó entre mamada y mamada, sin dejar de mover mis amplias masas con las manos. Después siguieron los besos con abrazo fundente. Ambos nos movimos al ritmo de un coito frenético.
—Ésta no la podrás romper, tiene refuerzo. ¡Para, pues me va a rozar! —le supliqué al sentir los intentos furiosos que Roberto hacía con el glande tratando de penetrarme aún con la pantimedia puesta y recordando la vez en que sí lo logró en un paseo campirano.
—¡Perdón! Ya sabes cómo me excitas —justificó, y al separarse me pidió que me pusiera de pie sobre la cama.
Accedí de inmediato, acomodándome para mostrarle el trasero al tiempo que, agachada, le jalé la verga rítmicamente.
Roberto levantó las manos y bajó la pantimedia hasta la mitad de los muslos, para ver mi pucha con la raja brillante y húmeda. Salió de entre mis piernas que lo flanqueaban y se levantó. Nos besamos de pie sobre la cama. Intempestivamente, giró un poco para quitarme el apoyo moviendo un pie arrastrando los míos para que yo cayera de espalda sobre el colchón.
—¡Bruto! —grité asustada.
—¿Puto? Sí, me gusta coger, pero contigo —me contestó acostándose para colocar su cara sobre mi vientre y lamerlo.
Le pedí que su boca fuera más abajo. Él me alzó las piernas y colocó su cara bajo de ellas y su lengua hizo varios viajes entre el interior de mi vagina y el clítoris; estiré las manos y jalé los cabellos de Roberto para presionarle la cara. Nos movimos arrebatadamente quedando la cara, la barba y la nariz de mi enamorado con la creciente humedad que a mí me brotaba. En ese momento, él sacó una de las manos con las que me ayudaba en el movimiento de las nalgas y me metió dos dedos en la vagina buscando los puntos más sensibles de mi interior y con la boca succionaba mi botón encarnado que sobresalía de la mata azabache; dedos y boca a la misma cadencia…
—¡Sigue, papito, sigue! ¡Me estoy viniendo a chorros, amor, hazle más rápido!—grité eufórica.
Cuando me quedé rígida por estar viniéndome, manteniendo el pubis en vilo, con los pies le estreché la cabeza a Roberto y éste probó el sabor salado del flujo abundante que me salía por oleadas; lo deglutó lentamente. Él sacó la cara cuando yo aflojé el cuerpo. Agotada, cerré los ojos y estiré las piernas.
—Gracias, amor, contigo todo es diferente —balbuceé entre sollozos.
Él se hincó para disfrutar un momento de mi gesto de satisfacción, me besó en la boca y yo, sin abrazarlo, le correspondí succionando mi propio sabor, el cual reconocí de inmediato. Roberto me dio un beso en cada una de las chiches antes de continuar besándome en el tórax, la cintura, el vientre... Me bajó las pantimedias poco a poco, lamiendo cada parte que dejaba al descubierto, en tanto que yo me deshacía en quejidos, lamió hasta llegar a mis pies, donde chupó uno a uno mis dedos.
—¡Me haces cosquillas! —protesté levemente queriendo alejar los pies, pero él me lo impidió hasta concluir.
Hizo que me volteará boca abajo, y volvió a besarme, empezando esta vez desde el cuello, y al llegar a las nalgas las lamió. Me abrió las piernas, y con la lengua empezó la secuencia de un recorrido en el clítoris hasta el ano, ida y vuelta, monótona y repetidamente hundía la lengua en la vagina y en el ano, el cual suspendió cuando me volteé boca arriba. Abrí las piernas y extendí los brazos pidiéndole a mi amante que me penetrara. Él asintió cubriéndome. Metió sus manos entre mi cabello largo, me besó y la verga se sumergió con facilidad en la rivera.
—Lo siento hasta la garganta, aunque sólo llegue hasta el útero, amor.
—¿Te duele?
—No, ya sabes que así no me duele, está bien. Aunque no es el tamaño lo que más importa. Y lo que más importa lo sabes hacer muy bien.
—¿Éste es el más grande que has tenido? —me inquiere moviendo la cintura en círculos pequeños para hacer sentir el pene en todo mi interior.
—Ajá.
—¿Tu esposo lo tiene chico? —pregunta sin detener el movimiento.
—No, el de él es de tamaño y ancho normales.
—¿Cómo sabes que no es de los más pequeños o gordos?
—Lo de gordos, lo vimos en las películas, que sí los había así, del gordo de la punta del tuyo. Pero conozco otros más pequeños que los de él.
—¿Pues cuántos conoces en vivo y a todo color?
—Cuatro —aseguré escuetamente mintiendo y él detuvo el ritmo por la sorpresa.
—Yo suponía que a lo más tres... —se quejó con un mohín de reclamo.
—Pues como si así fuera, porque uno de ellos ni valió la pena. ¿Para ti, cuántas mujeres han valido lo pena?
—Una: tú.
—¿Y con cuántas has hecho el amor, o las has penetrado? —dije abriendo los ojos para reforzar la pregunta.
—Lo primero con dos: tú y mi novia. Lo otro, además de ustedes, no más de tres.
—¿Ya ves? Tú eres más promiscuo que yo —afirmé en tono de reclamo.
—Pero para mí solamente ustedes dos valen la pena. Las otras han sido ocasionales
—Sí, me lo imagino... y con esa cosota que tienes, seguro que sólo una vez quieren...
—Pues no sé si les guste o les asuste, pero a partir de que te conocí, solamente contigo y con mi novia he hecho el amor.
—¿Te vas a casar con ella?
—No, si tú te divorcias y te casas conmigo.
—Ja, ja, ja... —reí divertida.
—Es cierto, amor —aseguró y me besó.
Roberto tomó una teta en cada mano y sin dejar de besarme reinició el movimiento, el cual se aceleró hasta que yo tuve otra oleada de orgasmos entre gritos y jadeos. Sin sacar el pene, me dejó descansar.
—Así me vas a convencer fácilmente —dije al reponerme y giré para quedar encima.
—Ahora yo me muevo —ordené colocando mis tetas con los pezones apuntando hacia la boca de Roberto.
Él los lamía cada vez que mi cuerpo resbalaba, sin lograr atraparlos; levanté las nalgas un poco para que me cupiera todo el falo, lo cual verificó Roberto al verme rostro, alzado hacia el techo y, cerrando los ojos, solamente pude exclamar “¡Oh, oh, ohh!” antes de derrumbarme al lado de mi amante. Excitado por las muecas que hice en el clímax, Roberto se extendió sobre mí para moverse hasta eyacular abundantemente. Lo obligué a acostarse y con la boca me dediqué a extraer las gotas de semen que le quedaban, para ello moví el tronco de arriba hacia abajo sin dejar que se pusiera flácido. Roberto prolongó el orgasmo y seguro que por su mente surgió un pensamiento de agradecimiento para quienes hubieran sido los otros tres. Me ensarté antes de que disminuya la rigidez y me acosté sobre él. Dormimos casi dos horas.
Roberto despertó primero y volvió a montarme. Yo lo besé hasta que sentí que él eyaculó otra vez. Miré la hora en el reloj de pulso que dejé en el buró y lo dejé descansar un poco.
—Ya nos debemos ir —le dije despertándolo.
—Sí, vamos a bañarnos.
—No, ya no hay tiempo, debo recoger a mis hijos en la escuela —precisé y se levantó para vestirse rápidamente.
Roberto me detuvo y metió la cara entre mis delgadas piernas para limpiar mis muslos y disfrutar en mi vulva los residuos de la mezcla de amor. Después me besó en la boca y probé su semen y mi flujo. Nos vestimos con celeridad al saber la hora.
—Yo todavía quería otra cosa... —me dijo Roberto al abordar la camioneta.
—Yo también. Alguna vez habrá oportunidad de estar juntos una noche, como hace dos años —dije sonriendo al acordarme de aquella ocasión en que pude hacerlo en la tierra de él, cuando fui a visitar a unos parientes en una urgencia y sin llevar a mis hijos.
—Me refería a esto —me dijo abriendo el cierre de la maleta.
—¿Qué es? —pregunté intrigada.
—Quería rasurarte el pubis.
—¡Qué te pasa! ¿Cómo iba a llegar así a mi casa? —protesté— Aunque... No estaría mal.
—Debo partir pasado mañana temprano. ¿Mañana se podrá? —preguntó esperanzado.
—Mañana no, pero sí pasado mañana, si te vas a esta hora —señaló ella con una sonrisa retadora.
—Bueno. ¿Donde mismo?
—Sí, en el mismo lugar, a la misma hora y con la misma señora —le dije como despedida al bajar de la camioneta.
—¿Por qué llegas tan tarde, mamá? —me reclamaron mis hijos, extrañados por haberme esperado más de lo acostumbrado.
—Estaba haciendo unas cosas que tenía que hacer. ¿Cómo les fue a ustedes? ¿Tan bien como a mí? —pregunté con un suspiro, acordándome de “las cosas que tuve que hacer”.
—Sí —me respondieron al unísono pasando a platicar los avatares de la clase.
Al llegar a casa ya estaba lista la mesa. Nos lavamos las manos y pasamos a comer en el momento en que toca el timbre la tía. Durante la comida, la tía les propone que si hacen pronto y bien toda la tarea escolar, ella los llevará al cine.
—¿Sí vamos, mamá?
—Su tía los invitó a ustedes, yo voy a hacer un mandado. Es más, ya debo irme. Se portan bien.
Antes de salir, me pongo de acuerdo con mi hermana, quien me dice que también podrá ayudarme pasado mañana.
Tomo el auto y me dirijo a la casa de Eduardo. Justamente al tocar el timbre me acuerdo que no me cambié de ropa ni me hice limpieza. “Ya ni modo”, pensé cuando él abrió la puerta. Pero lo siguiente se lo contaré en “Ninfomanía e infidelidad (9)” que corresponde al relato que sigue en esta ruta que usted eligió, estimado lector.
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