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Mi esposo y yo fuimos creando distancia entre nosotros, lejos de acercarnos. Si yo quería ir al cine o teatro, me mandaba con sus hermanos o simplemente me quedaba con las ganas; si quería que fuéramos juntos a una fiesta no íbamos porque a él sólo le gustaba comer y platicar y a mí me gustaba bailar. En fin, el acercamiento con Eduardo se dio, Saúl permitía que saliera con Eduardo acompañada de mis hijos. Ellos en la parte trasera de la combi y nosotros adelante. Obviamente mi mano entre las piernas de Eduardo y él acariciando mi pecho bajo la blusa. Ninguno de los dos llevaba ropa interior, en cambio sí muy holgado el resto de la vestimenta, para aprovechar cualquier instante en caricias. “¿De verdad te gustan?, ya están algo caídas”, pregunté en un alto del semáforo que aprovechó para darme una lamida. “Están que se caen, pero de buenas” me contestó con ese lugar común, que luego repetiría con frecuencia. “Somos unos golfos, mi mujer, en cualquier lugar nos amamos”, precisó. Pero también, la palabra “golfa” sería frecuente, toda vez que le pedía que me hiciera el amor o lo forzaba a que siguiéramos haciéndolo cuando él ya estaba satisfecho. Me pareció más elegante “golfa” en lugar de “puta”, aunque esa era la palabra que usaban sus padres para puta ya que eran originarios de España. Todo se dio fácil, le conté mi historia de desamor con Saúl, y mi oasis donde eventualmente aparecía Roberto ya alejado ahora (le hice creer). No le mencioné, para nada, a las otras personas con las que me desfogué.
Me sentía feliz cuando salía con Eduardo, su trato galante y cordial me rescató de la monotonía en que me tenía el hogar: cuidar niños, atender a mi esposo, unas cuantas labores manuales, ir con los familiares el fin de semana y nada más. Afortunadamente decidí continuar en las tardes con los estudios que había dejado truncos al casarme, lo que me permitió más libertad pues contraté a una mucama de planta. Salir con Eduardo, sola o con mis hijos, siempre fue maravilloso. Claro, lo mejor era cuando no estábamos acompañados pues me gustaba la manera en que me abrazaba mientras caminábamos, lo contento que se ponía con los coqueteos que yo le hacía, los besos furtivos que nos dábamos en público o lo que ocurría si íbamos al cine, donde poca atención prestábamos a la película. Precisamente en ese sitio él constataba qué tanto me humedecían sus caricias y yo sentía el tamaño que alcanzaba su pene con la manera en que lo masturbaba bajo el suéter que colocábamos en su regazo para que nadie viera lo que hacíamos. Caricias sexuales que se hicieron más frecuentes cada vez y eran infaltables mientras él manejaba su combi. Una noche en que salimos de una fiesta en casa de sus amigos, le chupé el pene, la calentura le subió por la manera tan sugerente en la que habíamos bailado y los besos que nos dimos. Eduardo eyaculó con abundancia en mi boca esa vez. Sí, esa noche Saúl, mi esposo, fue quien tuvo la fortuna de aprovechar el deseo que yo tenía cuando regresé a casa “después de haber ido a la escuela e ir con tus amigas a una despedida de soltera”, había dicho, pero a mi regreso esquivé el beso en la boca que intentó darme Saúl cuando llegaste a casa... quizá se percataría del fuerte sabor a semen que aún tuviera. .
Sin embargo, se volvieron frecuentes las veces en que Eduardo y yo hicimos el amor. Como ya conté, la primera vez fuimos a un hotel de paso. Después, dos o tres veces por semana, la pasábamos en su apartamento. Para que no peligraran mis estudios por las frecuentes tus faltas a la escuela, mudamos los momentos de mimos hacia las mañanas, cosa que Eduardo podía hacer sin mayor problema pues sus actividades se lo permitían con facilidad, mis hijos estaban en la escuela y mi esposo en su trabajo. Así, el baño diario lo tomabas junto a mi amante en el incómodo cuartito pequeño de la ducha del que yo me quejaba. Ante mis quejas, la siguiente semana Eduardo me llevó a unos baños públicos cercanos. A partir de ese momento pasábamos allí casi las tres horas de las que disponíamos para esos encuentros. Aunque fuera rutina lo que hacíamos, a mi me parecía un rito divino. Disfrutábamos de la sauna dándonos masajes mutuamente, éstos se hacían no sólo con las manos, también yo lo hacía con mis tetas, mi triángulo con mata abundante y con las nalgas; Eduardo me correspondía dándolo con su pene y sus huevos. Aunque su pene siempre estaba inhiesto, me cerciorabas de que así siguiera pues lo meneaba con mi mano y se lo chupaba. Mi mano, rodeando a su falo, se movía con gran rapidez de arriba a abajo del tronco, en tanto que mi boca succionaba el glande o una a una las grandes bolas que estaban a punto de reventar por tantas caricias. Era extraordinario el esfuerzo que Eduardo hacía para no eyacular, pues sabía que debería mantener la turgencia hasta que yo me hubiera venido. Cuando ya no podía soportarlo, me pedía que me lo metiera; lo obedecía cabalgando sobre él hasta mi primera oleada de orgasmos, la siguiente la tenía volviéndome a mover, pero hacía que me chupara las chiches para alcanzar el clímax con mayor intensidad y me derribaba en un grito que era tan parecido a “oooooh” como a “uuuuh”. Manteniendo en el interior de mi vagina su falo, yo reposaba sobre su cuerpo unos minutos, a veces dormitábamos. Lo siguiente era besarlo compitiendo quién metía la lengua más adentro de la boca del otro. Menudeaban las risas y los “te amo”, los míos acompañados de otras caricias que tanto le gustaron a otros hombres, antes de Eduardo, con quienes yo había hecho el amor; le decía “Te amo” y contraía la vagina en pequeños espasmos para que sintiera en su turgencia que de verdad lo amabas. Antes de pasar a la regadera, me ponía de pie, abría las piernas y lentamente me agachaba.
—Ahora te toca a ti, mi amor, “de a perrito”... —le decía ofreciéndole la vagina que derramaba mucho flujo, el cual él limpiaba con su lengua y lo deglutía con placer antes de penetrarme.
Casi siempre era inmediato que él se viniera, pero cuando había suficiente esperma acumulado, aprovechaba el poco tiempo adicional que su miembro estaba crecido y también yo alcanzaba un orgasmo más. Al separarnos, me hincaba para saborear lo que hubiera quedado untado en su tronco y, con enérgicos jalones, le exprimía aún un par de gotas que relucían en su glande. En la ducha volvían las caricias con el pretexto de enjabonarnos uno al otro.
—Deja ese zacate —le ordené la primera vez, quitándole el estropajo de la mano—, te voy a enjabonar con éste —precisé enjabonándome más la mata.
Desde luego, también Eduardo me enjabonaba de la misma manera, pero él, además de los vellos de su sexo, usaba los bigotes y la baba. Eran muchos los malabares que hacíamos, pero no quedaba un solo lugar que los vellos no visitaran. En la ducha, casi siempre volvía a penetrarme; lo hacía cargándome, tal como a mí me gustaba. Lo que él no sabía es por qué irremediablemente yo lloraba cuando me venías así. Siempre era un llanto muy débil, aunque se percibía un tono melancólico, que surgía al recordar la primera vez que estuve desnuda con un hombre, Saúl, aquel orgasmo bajo la ducha fue inolvidable, como también lo fueron el que tuve con él en la fosa de clavados, a tres metros bajo la superficie del agua, o el que gozamos al nadar desnudos en el mar donde el oleaje, en lugar de dificultarnos el meneo, nos los favorecía... Siempre acudieron los tres recuerdos al mismo tiempo.
—Es que me entró jabón en los ojos —dije la primera vez, pero no lo creyó, aunque su intuición le aconsejó no volverme a preguntar sobre eso.
Nunca he sabido por qué razón quiero recordar con otros algo que ocurrió con distintas personas, pero seguramente es un suceso que construyo. Efectivamente, una vez que en mi casa se debió interrumpir el servicio de agua por un par de días decidí que toda la familia se iría a unos baños públicos. ¿Por qué razón escogí ir con mi esposo e hijos a los mismos baños que iba con Eduardo, a pesar de que no estaban cerca de mi domicilio? Cuando pedí un “baño familiar”, le precisé al dependiente “con sauna”. El dependiente me reconoció, entre otras cosas porque siempre que iba me veía con deseo y envidiaba a mi acompañante. Miró a mi familia con asombro y, sin pronunciar palabra, nos asignó uno de los que usábamos Eduardo y yo. Ciertamente nada de eso le pasó inadvertido a Saúl, tampoco los suspiros frecuentes que yo daba mientras estuvimos adentro...
Las relaciones amorosas se me complicaron. Sabía que los amaba a los tres, y eventualmente también me sentía feliz en algún desliz con alguien más. Aunque había días que tenía sexo con dos personas (casi siempre Saúl era uno de ellos), nunca lo había tenido con tres. Eso se dio pronto, y lo escribo en “Ninfomanía e infidelidad (7)”, el siguiente relato en esta ruta que el lector eligió.
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