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Ninfomanía e infidelidad (4)

Pocos días después se dio el segundo encuentro con Eduardo, tan intenso como el primero. Después, la frecuencia de las citas se fue incrementando hasta ser casi diaria, pero esta segunda vez que estuvimos desnudos también pasaron cosas definitorias para Saúl.

Cuando terminé de levantar la mesa, después de dar la comida a los niños, salí a la casa de Eduardo. Tomé el metro y bajé en la estación más cercana a la casa de él. Al salir a la calle vi que Él estaba en su combi y me subí pronto para evitar que alguien pudiera verme; Eduardo arrancó el vehículo alejándose presto de allí. Dos cuadras más adelante, nos saludamos con un pequeño beso y le acaricié el pene sobre el pantalón.

—¡Uy, qué rápido se puso grande! —le dije al sentir la erección inmediata como respuesta a las caricias que le hice y él sonriendo aceleró más para llegar pronto a su casa donde ya nos esperaba la cama.

Entre besos, penetraciones, orgasmos, mimos y chupadas —él me dejó las chiches dolidas y yo le quité así el semen que pudiera quedarle en el falo— se pasó el tiempo. Cuando desperté del adormecimiento en que nos dejó el último clímax, sonaron las campanadas que señalaron las nueve en el reloj de la plaza cercana.

—Vámonos, ya se hizo muy tarde —dije levantándome.

Eduardo se incorporó para mirar cómo me bailaban las tetas con los movimientos rápidos que hacía recogiendo la ropa que había quedado regada. Cuando me se puse las pantaletas, de la vagina me escurrió buena parte de la mezcla de semen y flujo que el amor nos hizo prodigar. Antes de salir de la recámara, nos dimos un último beso apasionado acariciándonos las lenguas con furor.

—¡Vámonos, por favor, Eduardo, ya me cogiste mucho! —le reclamé cuando él intentó bajarme otra vez los calzones, y me zafé del abrazo ardiente que sabía me podía hacer sucumbir.

Eduardo se vistió colocándose sólo una playera y los pantalones, sin otra ropa más, tal como me lo había prometido meses antes. En la combi, cuando le dije que la había pasado muy bien gracias a las ternuras y “lo demás”, puse mi mano en “lo demás” y ambos nos percataron que él no se había cerrado el zíper, Eduardo conducía ya por la vía rápida y yo no tuve empacho en sacarle el miembro y ponerlo tieso al metérmelo en la boca. Durante todo el trayecto disfruté el sabor acidulado del líquido seminal que extraía; con muchos esfuerzos le metí la verga en el pantalón, antes de erguirse y subir el cierre de la bragueta, donde quedaron las puntas de algunos vellos de fuera. Me bajé en la calle trasera de mi casa y él se retiró de inmediato.

Antes de entrar a mi hogar, con la luz del farol exterior, me di cuenta que traía unos vellos de Eduardo sobre el pecho y me los sacudí del suéter. Abrí la puerta, subí las escaleras y noté que todo estaba silencio. Los niños y mi hermana, que en esos días vivía con nosotros, dormían. Entré a mi recámara y no encontré a mi esposo. Saúl estaba acostado en el sofá-cama de su estudio. No dormía, en silencio sufría porque sabía que yo había estado con otro hombre. Al encender la luz del estudio lo descubrí acostado.

—¿Qué tienes, Saúl? ¿Te duele el brazo? —le pregunté ya que hacía unas semanas había tenido un accidente y se fracturó varios huesos.

—No, el yeso es incómodo, pero no me duele. Lo que me duele es que no puedas llegar temprano a tu casa por andar de puta.

—No me digas eso. Yo no salgo a coger con cualquiera —le respondí y pensé para mis adentros: “Sólo con Eduardo”.

Apagué la luz, me quité la ropa y los zapatos. El albedo de la luna creciente permitía ver mi silueta esbelta donde destacaba el frondoso pecho que tanto atraía a mi esposo y a mis amantes. Cerré la puerta del estudio y traté de meterme en la cama.

—¡Vete a dormir a la recámara! —me dijo él molesto.

—No, yo dormiré donde esté tú —le respondí y desnuda me metí bajo las cobijas.

—Ya no pienses que no te amo, ya estoy aquí, hazme el amor —le pedí acariciándole el escroto.

Besé a Saúl en la oreja y con la lengua lo excité. Al sentir que el pene estaba duro me monté en la erección. Él había disfrutado la facilidad con la que se dio la penetración; no era para menos, estaba lubricada porque aún me escurría el líquido de la pasión que habíamos derramado Eduardo y yo momentos antes.

Le ofrecí un pezón y él abrió la boca para tomar lo que yo le ofrecía y con la mano que tenía libre me apretó la chiche para mamarla desaforadamente. Sonreí viendo cómo la succionaba mi esposo enamorado y momentáneamente olvidé la sesión de amor que apenas unos minutos antes había concluido con mi amante.

—Ahora chúpame la otra, amor. Si te place, muérdela —le dije ofreciéndole ahora el lado izquierdo, que él también apuró.

Descansó el brazo enyesado en la tapa del mueble que le servía de sillón y cama, para mamarme el pecho sin que hubiera más estorbo.

Cuando él desocupó la boca, metí la lengua en ésta, lo cogí de la cabeza y empecé a moverme, logrando que Saúl eyaculara de inmediato, y ese gozo que le hacía sentir me llevó a añadir otro orgasmo más en esa larga cadena tuve en pocas horas. Hacía dos semanas que Saúl no me penetraba.

—¿Por qué haces esto? —preguntó él apenas repuesto.

—Porque te amo —contesté desde mi agotamiento, convencida de que era verdad lo que afirmaba, lo cual me desconcertó por sentir también amor por Eduardo, y solté el llanto.

—¿Cómo voy a creer eso si haces el amor con otros? —replicó él con ternura—. ¿Además de Carlos y Eduardo, quién más ha estado contigo?

—Sólo uno más, pero yo te amo —contesté entre sollozos para volver a llorar con más fuerza. En mi llanto recordé a Armando

—¿Quién es ese otro? —preguntó extrañado pues no sabía con exactitud de nadie más.

—No lo conoces es un muchacho que traté casualmente en la Lagunilla. Todo se dio sin proponérnoslo, fue sólo una vez y no volvimos a vernos.

Seguí llorando en los brazos de mi esposo, quien se convenció de que mis infidelidades eran causadas tanto por la desatención en que él me tenía como por mi incipiente ninfomanía. Cuando me calmé, me coloqué en la posición del 69, ofreciéndole la vulva a mi marido, quien la lamió y sustrajo el semen que me acababa de poner, y la mezcla que yo aún tenía de mi inmediato adulterio, el cual recordé de golpe al probar el sabor de los tres en el pene de mi esposo y lloré más, confundida sin saber qué me dolía más, si hacer sufrir a Saúl o no saber ya qué era el amor y qué la lujuria.

—Te ofrezco mi ano, nadie me ha penetrado por allí. —le dije queriendo demostrarle y demostrarme que lo amaba. Aunque quizá fue porque una de mis amigas me dijo que por allí se sentía muy rico; ya se lo había pedido a Eduardo, pero él no quiso hacerlo así y ahora quería aprovechar la oportunidad de hacerlo con Saúl.

Saúl me volvió a meter la lengua en la pepa, seguramente quería demostrarme que me amaba tanto que no le importaba que aún estuviera con leche de otro, y después la sacó para tratar de metérmela en el ano. Me chupo el esfínter varias veces, pero no quiso penetrarme por allí.

Ven, vamos a dormir —me pidió.

Yo obedecí, acomodé la cabeza en el pecho de Saúl, y volví a llorar después de que en el sabor del beso recordé una vez más a mi amante.

Imaginen mi confusión. Pero después creí que lo mejor era divorciarme y casarme con Eduardo. Por ello andaba a su lado a la luz del día y mis desprecios hacia Saúl se intensificaron.

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