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Siguiendo a mis padres, me fui a otro lugar, a probar suerte, pues mis hijos ya estudiaban en la universidad. Volvimos a la ciudad donde vivía Roberto, aunque él ya se había casado, la última vez que nos vimos me dio a entender que había posibilidades de que se divorciara, ello fue un motivo más para seguir a mis padres a su regreso a esa ciudad. No fue así, pero yo tuve sus besos y lo demás con más frecuencia, aunque siempre a escondidas, contrario en los comportamientos que él tenía cuando me visitaba en la ciudad donde yo había vivido. Roberto no quería que su esposa se enterara, ella era la dueña de la mayoría de las acciones de los mejores negocios que él dirigía.
Por otra parte, al ir a visitar a mis hijos y demás parientes al DF, tenía compañía que escogía entre aquellos que necesitaba y ya me conocían. Mis planes se perturbaron cuando conocía a Arnaldo. Ocho años menor que yo, divorciado y con dos hijos grandes que vivían al lado de su exesposa, pelo rubio y colocho, barba partida, ojos azules, alto y de cuerpo atlético.
La atracción fue mutua, el clásico flechazo de Cupido. Él estaba dirigiendo al equipo de meseros en la fiesta de recepción que le daban a mi papá los familiares y amigos. Vestido con frac negro, camisa blanca y corbata de moño guinda, bigote espeso y bien recortado se distinguía de los demás, incluidos los invitados. “Ése debería estar de artista de cine y no de mesero”, dijo mi hermana y volteé a verlo, justo en el momento que él volteó hacia nosotros y se acercó pues pensó que necesitábamos algo. Mi cuñado sacó un cigarro y Arnaldo, como si fuera un gatillero del Oeste, extrajo de su chaleco un encendedor y le ofreció fuego; una vez que consumó su acto de prestidigitación nos preguntó “¿Se les ofrece algo a las señoritas?”. Mi hermana y yo reímos al unísono.
—Sí, saber dónde queda el tocador —contesté de inmediato.
—Permítame indicarle —dijo al tiempo que tomaba el respaldo de mi silla, de la cual apenas me levanté y ya tenía su mano esperándome para ayudarme.
—Gracias, ¿dónde está? —pregunté viéndole a sus ojos que me atraparon, y su mirada bajó hacia mi pecho, luego a cuidar los movimientos de la silla para que yo tuviera el paso franco, todo sin soltarme la mano.
—La acompaño, señorita…
—Me llamo Tita.
—Yo soy Arnaldo, para servirla en cualquier cosa que se le ofrezca —dijo soltando mi mano, aspirando hondamente disfrutando mi olor y señalando el camino que yo debía seguir.
—Le agradezco su amabilidad —contesté y me lancé de inmediato—, pero ¿es cierto que “para servirme en cualquier cosa que se me ofrezca”?
—Sí, lo que quiera —contestó con suavidad, sonriendo y aceptando con la cabeza.
Correspondí con una sonrisa pícara y un suspiro. Me llevó a la puerta del tocador y se despidió dándome un galante beso en la mano. La fiesta transcurrió sin mayores acercamientos, pero sí en continuas miradas furtivas entre ambos, sobre todo cuando alguna persona me sacaba a bailar.
—¿Usted no baila? —le pregunté una de las veces en que yo salí del tocador y él “casualmente” estaba cerca.
—Sí, pero ahorita estoy trabajando —contestó con un gesto de tristeza.
—Háblame mañana, por favor, a ver si puedo saber cómo bailas y le di una servilleta donde yo había escrito mi número de teléfono, preparando con antelación para dárselo cuando fuera oportuno.
—Así lo haré —dijo tomándolo y volviéndome a dar un beso en la mano, la cual acerqué a mi pecho antes de que me la soltara.
A casi a las dos de la tarde del siguiente día, recibí su llamada. Me dijo que había querido hablarme desde temprano, pero que seguramente aún estaba descansando de lo tarde que había terminado la fiesta.
—Sí, hace poco me levanté y acabo de salir del baño, me estoy terminando de secar el pelo.
—…
—¿Aló, aló? —dije pensando que se había desconectado la llamada.
—Sí, aquí estoy, ¡perdón! pero me distraje pensándote cómo te sacabas el pelo.
—Ja, ja, ja, qué ocurrente y ¿cómo me pensabas?
—Eso te lo cuento hoy en la tarde, si es que aceptas salir a comer conmigo.
La plática siguió entre comentarios sugerentes “permíteme, es que se me cayó la toalla”, “¡Te verás más hermosa!”, “Ja, ja, ja, ¡qué imaginación!, me refiero a la que me puse en la cabeza, pues no quedó bien puesta como turbante porque lo hice con una mano, en la otra tengo el teléfono”, “Yo pensé que…”, “No… mejor hablemos de otra cosa, tú qué estás haciendo” “Imaginando, me quedé sin poder bajar mi vista cuando imaginé que se te había caído la toalla” “¿Imaginabas mi rostro?” “No, digo… ¡sí, también”, “Ja, ja, ja”.
Esa tarde fuimos a tomar un café, después caminamos abrazados y sin rumbo, platicándonos nuestras vidas. Fuimos a su casa y, cosa extraña, ¡no le permití que me desvistiera! “Seguramente tendremos otras ocasiones para eso, ahora debo regresar a casa”, dije portándome modosita, pero con la panocha inundada por mis deseos. Salimos juntos una semana más, con caricias furtivas en mi pecho y en su pene, humedades que provocaba el deseo, pero que no permití que fueran directas, hasta que por fin nos conocimos desnudos.
—¡Todo un día completo para amarnos, Tita! —me dijo cuando abrió la puerta de su casa y regresábamos de desayunar.
—¡Sí, yo también lo deseo! —contesté enamorada ya dentro de su casa. Lo abracé y lo besé.
Arnaldo prendió el aparato de sonido con una cinta que había grabado para la ocasión. Empezamos a bailar y me sentí feliz entre sus brazos. ¡Bailamos de todo! Él había aprendido a bailar profesionalmente, además de haber sido promotor cultural en su país, del cual salió cuando se divorció. Cuando terminamos de bailar unas salsas yo sudaba mucho y pedí que descansáramos, ya sólo me faltaba quitarme la blusa para refrescarme.
—¡Qué calor tengo! —dije y él me besó el cuello comenzando a desabotonarme la blusa. Apenas me la quitó y su boca bajó a mi pecho.
Me besaba alternadamente las partes que sobresalían del sostén, el cual yo me empecé a desabrochar y me lo quité. “¡Qué hermosa eres, rebasas con mucho a mi imaginación”, me dijo antes de prenderse como becerrito a mis tetas. Durante quince minutos estuvo lamiendo, apretando, mamando… Yo cerraba los ojos ante sus caricias y le mesaba el pelo, acunando su cabeza en mi pecho. “¡Caída y blandura naturales!” “¡Separación perfecta!” “¡Y qué pezones, Dios mío!”, decía al final de sus caricias, mamadas, lengüetazos y besos. Podría parecer que exageraba, pero sus gestos de felicidad y los arrebatos en las caricias, me hacían ver que sí estaba excitado. Y yo... lo estaba mucho más.
—No resisto más, ¡penétrame! —exigí quitándome la falda y las pantaletas.
—¡Con gusto! ¡Quiero amarte! —dijo desvistiéndose en el acto, como si se tratara de otro acto de prestidigitación y me cargó hacia su alcoba.
—Si me amas, no uses condón —dije quitándole de la mano un condón que no sé de dónde sacó pues ya no teníamos ropa.
—¡Sí te amo! —aseguró colocándome en la cama y subiéndose en mí.
Nos besamos enredando nuestras lenguas, abrí mis piernas, tomé su pene y lo dirigí a la entrada de mi vagina. ¡De un solo movimiento entró todo! No hubo problema, yo estaba muy lubricada desde que bailamos danzón y sentí su turgencia en piernas, pubis y nalgas. Inició el coito meneando su falo con movimientos circulares y viajes lentos, su lengua entraba y salía de mi boca en una danza similar a la que sentía en mi raja; después, sin dejar de besarme los aceleró. Yo tenía orgasmo tras orgasmo y me tuve que contener para no cercenarle la lengua de lo caliente que me puso. Rodamos en la cama y quedé sobre de él, lo cual aproveché para cabalgarlo a trote veloz hasta que quedé exhausta y descansé sobre el cuerpo de Arnaldo. Seguí sintiendo el órgano bien templado y lo presione con mi perrito. Se movió un poco y tomándome de las nalgas me movió tanto que nos venimos al unísono y la música suave acompañó nuestro descanso. La colcha quedó mojadísima en la parte de nuestros sexos y muy húmeda en el resto con el sudor de nuestro ejercicio desmedido. Lentamente lamió el sudor de mis axilas provocándome muchas cosquillas. Me di la vuelta dándole mi concha para que la chupara y yo me puse a mamarle la verga como si se tratara de un biberón. Le limpié la verga, los huevos y las piernas. Cuando sentí su lengua en mi ano, me extasié y lamí el suyo para que sintiera lo mismo; me metió un dedo en el culo y yo hice lo mismo con él, Arnaldo se retorció de placer olvidándose de seguirme chupando y sólo escuchaba sus jadeos con cada caricia de mis manos y mi boca. No duró más de media hora el juego de nuestros dedos y lenguas cuando otra vez estaba yo cabalgando sobre Arnaldo. Me vine y caí a su lado. Él no me dejó descansar, me abrió las piernas, se tomó todo lo que pudo de mis jugos que seguían fluyendo con las chupadas que me daba y luego me penetró de “armas al hombro” por el ano. Se vació en mí, pero no me lo sacó, sólo se acomodó “de cucharita”. Yo esperaba otra venida más así, pero Arnoldo se había quedado dormido; al poco rato su pene se salió y yo también dormí abrazada sintiendo su panza en mis nalgas y sus manos en mis chiches.
Despertamos varias horas después. El aparato de sonido estaba apagado. El reloj marcaba ya las tres y cuarto de la tarde.
–Vistámonos para ir a comer –me dijo después de besarme el cuello.
–Hagamos algo aquí –le propuse.
–No, aquí no tengo mucho para hacer de comer. Salgamos, vayamos a donde tú quieras –insistió.
–Pasemos al súper por lo que haga falta, yo también sé cocinar y lo hago muy bien, dije en alusión a que él también había estudiado algo de cocina, además tú me pediste que eligiera el lugar. Yo quiero que sea aquí –insistí rotundamente sin darle alternativa y sonrió moviendo la cabeza para rechazar mi obstinación, pero aceptando mi argumento.
Así, obligado, accedió y fuimos a comprar lo necesario para preparar las viandas. Me ayudó a cocinar, pero también fui preparando la urdimbre para atraparlo definitivamente... Después de la comida –que se convirtió en cena dado lo avanzado de la hora en que regresamos a su casa–, y brindar por nosotros, le pedí que pusiera música para bailar.
Nos quitamos el calzado para sentir directamente en la piel de los pies la caricia de la mullida alfombra. Poco a poco me fui pegando a él en el baile y se fuiste excitando. En un intermedio que hicimos fui al baño para quitarme el sostén y las pantaletas; me quedé solamente con el vestido blanco cuya holgura y con la poca iluminación que había, no se podía apreciar que era la única prenda que traía encima. Lo descubrió cuando bailamos la siguiente pieza: me pegué más a él y en vez de la firmeza de las copas de mi sostén sintió la suavidad de mi pecho. Pegué un poco más mi pubis al abrazarlo de la cintura y en él disfruté cómo crecía su pene...
–Quédate conmigo, vivamos juntos –me dijo susurrándome las palabras en el oído –¡él había caído!
–¿De verdad lo dices? –le pregunté mirándolo a los ojos –. Hay muchas cosas que deberías saber de mí, antes de que demos ese paso –le dije, dispuesta a que supiera lo que me ocurría con la ninfomanía.
–Cuéntamelas y yo también te diré todo sobre mí, tenemos toda la noche para confesar las más de cuatro décadas de vida, con venturas y pesares. Si después de eso, estamos de acuerdo en tolerarnos, iremos al amanecer por tus cosas a tu casa.
–De acuerdo. Primero hablaré a mis padres para decirles que hoy no iré a dormir pues estaré contigo.
–Me parece muy bien.
Hablé a la casa y contestó mi madre. Le dije que estaba con Arnaldo y que era importante para mi vida continuar allí, al menos hasta el amanecer... Ella sólo me dio su bendición y dijo “Que sea para bien, Tita”.
Al terminar de hablar, besé la mejilla de Arnaldo, lanzó un suspiro y me apretó más hacia a él. Después subió su mano derecha hasta mi espalda y la acariciaste de lado a lado y de arriba a abajo para constatar que no traía sostén; la siguió bajando para acariciar mis nalgas y yo también hice lo mismo con él empezando desde su cintura; desinhibidos por completo subió la mano rodeando mi cintura hasta llegar a mi pecho y fue el regreso de la lujuria, pues con las dos manos lo tomé de las nalgas y cada una de sus manos se posó en mi par de tetas.
–Es muy bonito, está suave... –dijo al comenzar a acariciarme los pezones sobre la ropa, los cuales se irguieron con sus caricias. ¿A cuántos han amamantado?
–Con leche, además de mis hijos, a dos, aunque éstos también probaron mi calostro –dije confesándole también que mi hija no era de Saúl.
–¿Y sin leche? –preguntó sonriente.
–Como a cien –contesté y, asombrado, él arqueó las cejas. Como se quedó mudo de la sorpresa, continué haciéndole ver mis problemas de ninfomanía–. ¿Ves por qué era importante para mí que supieras cómo soy?
–No me importa ese pasado, procuraré darte mucho amor para que no tengas necesidad de buscarlo fuera del hogar.
–Pues tú estás muy bien, parece que sí puedes lograrlo... –contesté restregando mi pubis en el bulto que le crecía enorme y le ofrecí mi boca para recibir un dulce beso.
–Haré todo lo que pueda, sé que tú también lo intentarás. Sin embargo, hoy, a la distancia, sé que no es fácil: la historia de mi esposa es similar a la tuya y también tuvo un hijo que no era mío. Hoy no tenemos retorno, se ha casado tres veces más, un hijo de cada matrimonio. Ya tienen cinco años de casados y se ha sosegado bastante, pero aún mantiene relaciones con sus dos esposos anteriores y dos amantes; son esporádicas, pero son. Eso fue una de las razones por las que me vine lejos, yo no quería que jugara conmigo. Hoy sé que no es juego y que le duelen todas las cadenas con que se ató a los otros –dijo con mucha tristeza y yo no sabía qué decir ¡era yo vista desde otros ojos!
En silencio seguimos bailando, desabroché uno a uno los botones de su camisa dejando un beso en cada lugar que se descubría; acaricié los vellos de su pecho y tomé uno de sus pezones con mi boca. Sentí en mis labios cómo aumentaban sus latidos y sin pensarlo más acaricié su erección, lo hice con suavidad hasta que sentí humedad en su pantalón. La música concluyó y nos abrazamos uniendo nuestras bocas en un beso. Metí mi lengua en su boca y acaricié la suya.
“Bailemos sin ropa”, me pidió, y comencé a quitarle la camisa para dejar claro mi consentimiento. Desabroché su cinturón y le bajé el pantalón. La trusa no podía contener al pene tan erecto. Se deshizo del pantalón con los pies y metí la mano desde abajo para acariciar tus testículos. Cerró los ojos y sus manos se enredaron en mi cabello. Di un apretón a su miembro antes de sacar mi mano; le quité la última prenda y, sin levantarme, volví a tomar su pene circuncidado jalándolo desde la base, exprimiéndolo, salió una brillante gota transparente con la cual lubriqué su glande dispersándola con mi pulgar en tanto que con los restantes dedos seguía jugando con su tronco; lo levanté para besar y lamer el escroto antes de ponerme en pie. Era su turno para quitarme la ropa.
La lujuria crecía, pero ni de su mente desaparecía el recuerdo de su exesposa ni de mis pensamientos la ansiedad de que yo podría entristecerlo si recaía en mi ninfomanía. También Saúl estaba en mis reflexiones.
Besándome me abrazó fuerte y sentí su pene sobre mi vientre, era como si una espada roma quisiera romper mi ropa y piel. Al soltarme se hincó, subió mi vestido largo y se metió en él. Yo bajé el cierre del vestido, para que tuviera todo el espacio posible; me besó las piernas y lamió mi triángulo antes de levantarme despacio, sacándome el vestido por arriba. Conforme subía la cabeza, besaba mi cuerpo. La espiral de besos que inicio en mis piernas, ahora pasaba por mi trasero, luego la cintura, metió su lengua en mi ombligo y subió hacia mi pecho. Yo no veía, pues el vestido tapaba mi cara, pero sabía exactamente dónde estaban su nariz y su boca. Cerré los ojos imaginando su rostro: el movimiento de los alvéolos de su nariz al aspirar el olor de mi piel, sus ojos dirigiendo a la boca hacia su siguiente objetivo. Al besarme la espalda, sus manos tomaron con delicadeza a mis tetas. Por último, antes de que el vestido abandonara mi cabeza, me besó el lunar que tengo sobre el hombro y luego la nuca. El vestido quedó sobre alguna silla, volteado mostrando sus costuras, y él atrás de mí, pasando una mano por mi vientre y la otra sobre mi pecho. Volteé la cara hacia donde estaba la suya y besándonos nos colocamos frente a frente, sentí cómo viajaba su pene acariciándome desde mis nalgas, hasta mi vientre.
Así, sin soltarnos, avanzamos dando giros hasta llegar al aparato de sonido, donde apretó el botón que para que volviera sonar la otra cara de la cinta. Entre sus brazos me olvidé del tiempo; afortunadamente, en mi casa ya había dicho que no llegaría ¡Vaya que ésta noche era importante para mí!
Bailamos desnudos, como él quería. Nuestras manos acariciaban frecuentemente el sexo del otro. Tomé su erguido pene y lo froté en mi clítoris y en los lubricados labios hasta que alcanzó un enorme tamaño y lo dirigí hacia el interior de mi vagina. “¡Ahh!”, fue todo lo que pude decir antes de colgarme con los brazos de su cuello. Me cargó, sosteniéndome del trasero, y rodeé su cintura con mis piernas, cruzando los pies para no resbalar. Nos besamos y me comencé a mover y, entre gritos, alcancé el primer orgasmo; continué así hasta lograr otros dos más antes de sentir que él se venía; al percibir la tibieza de su líquido tuve el cuarto orgasmo y le apreté con más fuerza la cintura, pero mis fuerzas disminuyeron, al igual que las suyas: su miembro se empezó a poner flácido, bajé mis piernas lentamente y al tocar con mis pies la alfombra se escuchó el ruido de la salida del aire que se había concentrado en mi vagina con el bombeo; su pene quedó afuera, lustroso con la viscosidad de nuestros líquidos, mis muslos salpicados con ellos y el resto me escurría sobre la pierna izquierda –seguramente la que bajé primero– mostrando hilos de diferentes tonos blancos, desde la transparencia total hasta el intenso argentino. Sabía que este último le pertenecía, que el blanco crema era mío y el restante... ¡sabe Dios!
Decía palabras tiernas que nunca antes creí haber oído, nos acostamos sobre la alfombra, quedamos boca arriba, pero me subí en él para limpiarle el pene con mi boca, le ofrecí mi vulva para que hiciera lo mismo. Su lengua trabajó primero en mis piernas y, por último, llegó a mi vagina.
–Sabes rico –le dije, interrumpiendo mis chupetones, mientras jalaba su miembro para que saliera el semen que él aún tenía atrapado.
–Tu sabor es más rico –dijo deglutiendo la abundancia de jugos que aún quedaban dentro de mí.
–Eso crees tú, porque estás probándonos a los dos, pero yo ya probé lo que es sólo tuyo –dije al pasar por mi garganta las dos últimas gotas que te extraje.
Su pene comenzó a crecer nuevamente, así que me acomodé hincada, de frente a él, con su cadera entre mis piernas. Me ensarté y cabalgué sobre de Arnaldo, mirando cómo se alternaban sus gestos con su sonrisa. Cerré fuertemente los ojos y di un grito estentóreo al sentir el siguiente orgasmo. Mi cuerpo se aflojó y, echándome hacia adelante, descansé sobre las palmas de mis manos. Mi cuerpo brillaba por el sudor que me escurría; dos gotas cayeron sobre él, una de cada pezón, y se incorporó un poco para chupármelos alternadamente; con una mano acariciaba el pecho que me quedaba libre y la otra resbalaba de mi espalda hasta mis nalgas acariciando mi ano en su viaje.
Desfallecida, me acosté sobre él, teniendo su palo bien crecido en mi interior. Me hizo flexionar las rodillas para que me apoyara en ellas y tomándome de las nalgas me las puso en alto para moverse. Lo hizo cada vez más rápido hasta venirse. Con ese movimiento, tuve dos pequeños orgasmos más y me quedé dormida sobre él. Supongo que Arnaldo también se durmió, pues el frío nos despertó.
–Vámonos a la cama –me pidió antes de darme un beso.
Cuando se puso de pie no pude dejar de admirar su cuerpo cubierto de vellos y, acariciándolo y besándolo desde las piernas, me fui levantando siguiendo una espiral. En mi ascenso, pasé atrás de él para lamer tus nalgas; restregué mi cara sobre tu vientre y su pecho. Fui otra vez hacia su espalda y, besándola, metí mi mano entre sus piernas para acariciar su escroto y jugar con su pene.
–¿Ya se te quitó el frío? –pregunté al sentir cómo le crecía el miembro.
Volteó repentinamente y me cargó en sus brazos, llevándome a la cama. Al depositarme en ella, le pedí que me acariciara todo el cuerpo con los vellos de su vientre y sonrió ante mi petición. Sentí la sedosidad de su pelaje desde mis pies hasta mi cara, así como la suavidad de su pene y de la bolsa que había descargado en mí su torrente unas horas antes, el frío había desaparecido para nosotros. Al terminar su caricia en mi frente, me volteé boca abajo para que me recorrieras desde la nuca hasta las piernas. Después fui yo quien lo recorrió dos veces con mi pubis y mi pecho. Nos besamos y volvimos a ensartarnos, pero pronto, al cobijarnos, nos quedamos dormidos.
Al amanecer escuché el canto de los pájaros, Arnaldo seguía dormido. Recosté mi cara en su pecho y empezó a despertar. Acostados terminamos de hablar sobre nosotros y después fuimos por mis cosas a la casa de mis padres para iniciar una nueva etapa en nuestras vidas.
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