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Aunque con el tiempo vinieron más amores, siempre era igual: me enamoraba, ellos se enamoraban más, me querían en exclusiva, yo me oponía, Saúl descubría mis relaciones clandestinas y yo me deprimía enojándome con él.
Me convencí de tener que ver a los médicos, de diversas especialidades, para salir del embrollo que traía en mi cabeza, pues también lastimé a muchos seres queridos de mi familia y amistades cercanas y no era solamente la preocupación por mi estado de salud mental, como ocurría que me veían mis padres. Va un ejemplo para quienes gustan de los detalles.
Una mañana, después de llevar a los niños a la escuela y antes de que llegara la sirvienta, llegó el esposo de mi hermana que trabajaba de turno nocturno pues se quedaron de ver allí para acudir al médico. Me metí a bañar y cuando salí de la ducha, traía sólo la bata y una toalla blanca enredada con el pelo largo, lacio y negro en forma de turbante. Sabía que en la casa, en ese momento, sólo estaba Raúl, el esposo de mi hermana, a quien él esperaba. Mientras me bañaba maquiné escenas de amor con él, me excité, el jabón me ayudó a acariciarme mejor, jugué con mis zonas erógenas, pero me cuidé de no llegar al orgasmo. Al salir del cuarto de baño deseé hacer realidad lo que imaginaste en las caricias bajo el agua. Me preguntaba si sería lo suficientemente hermosa para enamorar a alguien mucho más joven que yo. Lo vi de reojo al salir del baño, me fui a mi recámara, empecé a ponerme crema en las piernas, crucé una y dejé la otra flexionada para que mi sexo quedara al descubierto y lo llamé.
—Raúl, ¿puedes venir tantito?
Él me escuchó y contestó con una afirmación. Antes de que llegara, aflojé la bata un poco permitiendo mostrar la línea que se forma al centro de mi pecho, pero aunque el escote era muy generoso, no se veían aún los pezones. Cuando apareció en la puerta abierta de mi alcoba, al no estar completamente de frente él no podía aprecia el negro de mis vellos, pero sí la parte del pecho que estaba descubierta. Seguí frotándome las piernas, sabiendo que estaba allí, admirándome, pero me di por enterada hasta que carraspeó un poco.
—Di-di-me, Tita —tartamudeó y volteé a verlo, pero continué aplicándome crema y le sonreí.
—No seas malito y hazme un favor —pedí con voz y mohín de súplica—. ¿Puedes ponerme tantita crema en la espalda? —le dije al tiempo que extendí la mano para darle el frasco.
Raúl se acercó para tomarlo, sin despegar la mirada de mis piernas, buscando el color azabache de mi triángulo. Me sonreí en el momento que, por la búsqueda titubeante de sus ojos, adiviné con certidumbre su erección. Le debí poner el frasco sobre la mano, pues no hacía caso del rumbo hacia donde extendía el brazo. Le di la espalda y, sentada sobre la cama, bajé la bata hasta la cintura, quedando mi torso al descubierto. Con suavidad me deslizó el líquido, me acarició tiernamente la espalda al tiempo que por encima de mi hombro miraba absorto mi pecho.
—Mmmh, ¡qué rico! —susurré pícaramente cuando estaba próximo a concluir lo que le había pedido. —Lo haces tan suavecito que ya se me antojó que me pongas en to—do el cuerpo —le expresé con voz dulce.
No me respondió, pero su temblor, más que aprobación, denotaba el anhelo que tenía por complacerme. Me volteé para que viera mi cara deseosa compitiendo en atención con mi par de tetas. Al levantarme, le sonreí sensualmente, tomé su mano, la besé, y recorrí con el dorso de ella la piel de mi mejilla, la del cuello y la bajé para que sintiera la suavidad de mi pecho.
—Ahora aquí —le pedí cuando estaba sobre el pezón—, y aquí —dije cuando se la coloqué en mi cintura.
Le tomé la otra mano y lo obligué a vaciar un poco más de crema. Lo solté para deshacerme de la bata, quité el nudo del cinturón y cayó la prenda al suelo. Era claro que mi cuerpo ocupaba todos sus sentidos y me acosté completamente desnuda. Desparramó la crema partiendo desde mi esternón que se descubrió al equilibrarse el peso de mis tetas hacia los y sus manos también fueron hacia los lados, pasó sobre los pezones, llegó a la parte baja de la curva externa, luego regresó despacio a mis masas, las apretó poco a poco hasta que se juntaron los pezones. Sonrió y seguramente imaginó el par dentro de su boca. Abruptamente soltó mi seno para ver el oleaje breve que producía el tirón del viaje descendente. Mientras él se deleitaba dándome masaje, le desabotoné la camisa y apareció en mi mente la figura de mi hermana, diez años menor que yo, con un busto casi de igual volumen que el mío, por su complexión regordeta, muy distinta a mis formas delicadas y esbeltas, y con un rostro que sin ser feo no podía compararse con la belleza de mi cara (perdónenme lo vanidoso del comentario, pero así me ven). Mi supuesta inseguridad de que con 37 años no era yo capaz de seducir a un joven de 25, fue sólo un pretexto para satisfacer el deseo que emergió con mis caricias en la ducha.
Raúl dejó la crema en el buró y se terminó de desvestir. Me incorporé para acostarlo, lo hice despacio dándole tiempo para que llenara sus ojos de mí, lo besé en el pecho, le puse un chorro de crema y la extendí con mi busto. También, antes de que se absorbiera, le unté de la misma manera el resto sobre la frente, los párpados, las orejas y los labios. Raúl se emocionaba al ver cómo se habían rizado las areolas de mis pezones: transformaron su forma circular lisa en elipses rugosas coronadas y el color se intensificó con un matiz más oscuro. Me acosté y él, ansioso e impaciente, trató de subirse en mí, pero lo detuve. Chasqueé suavemente los labios moviendo negativamente la cabeza. Me senté para tomar el frasco. Él había quedado de rodillas con mis piernas entre las suyas.
—No, aún no terminas de ponerme crema —le dije al tiempo que le unté bastante de ésta en los testículos y recargué en ellos mi ombligo, acunando la cúspide de su erección en el centro de mi seno. Lo obligué a moverse para que la crema se esparciera en mi pecho y en mi vientre.
Dándole el frasco, me volví a acostar, ahora boca abajo, con las piernas abiertas. Y él, obediente, acarició con sus genitales todo mi cuerpo. Cuando ya estaba yo boca arriba, se extasió en mis mejillas y en lo largo de mi cuello pues sentía mi cálido aliento subiendo por su vientre. Ocasionalmente vertía más líquido del recipiente, hasta que se terminó el contenido.
Lo acosté, le besé el pene, que seguía erecto. Después me arrodillé quedando él entre mis piernas. Dirigí su crecido glande hacia los amplios labios morenos de mi vulva para lubricarlo con el flujo que los humedecía y froté con él mi clítoris, crecido y turgente. Con cada quejido que él ahogaba, yo sentía el torrente de sangre que llegaba hasta su apéndice.
—Todavía me falta crema aquí adentro, ponme de la tuya... hasta que también se acabe —le pedí con voz seductora.
Me lastimé con el primer movimiento ascendente de mi vaivén, pues con la urgencia del abrazo me olvidé de colocar mis tetas hacia arriba. Adolorida, suspendí la pasión del beso, pero no podía separar mi cara, pues él la seguía con la suya ya que no quería sacar su apasionada lengua de mi boca.
—Espera, deja acomodarme —le supliqué en voz baja al quedar libre.
Exhalamos el aliento, a la par y con suavidad cada una de las dos veces en que ambos sentimos caer el peso de mi seno. Volví a besarlo y empecé mi movimiento. Me abrazó con más fuerza y sentí los espasmos que me avisaban de su orgasmo. Aflojó su abrazo y le di mayor velocidad al movimiento. Exhausto, abrió los brazos en cruz y volteó la cara para tomar aire con la boca, me quedé a medio beso y también se me salió su miembro flácido.
Resignada, me levanté, lo vi completamente yerto y tomé nota de cómo lograría enseñarle que ambos lleguemos al clímax simultáneamente. Con el tiempo lo aprendió, pero nos cachó mi hermana. Fue muy triste para mí ver cómo hice añicos su matrimonio. A partir de ese día, mis hermanas y primas no dejaban que me acercara a sus novios o esposos. Aun así, me tiré a varios de ellos sin que mis familiares lo supieran, pero se deterioró mi relación con muchos parientes que me tildaban de enferma.
Por mi voluntad estuve en el diván del psiquiatra, También Roberto y Eduardo colaboraron asistiendo conmigo (por separado) a terapias de pareja. Yo quería saber qué me pasaba, así que incluso llegué a eso, sin que Saúl o los otros dos supieran lo que pasaba entre mi siquiatra y yo. Primero traté con tres psicólogos, pero ninguno me convenció. Saúl pagaba puntualmente los estudios y mis consultas, aunque justo es decir que Roberto pagó las tres veces que él fue conmigo. Por fin, después de muchos meses el psiquiatra me dijo que tenía un diagnóstico y una posible cura, la cual me esbozó en términos no tan médicos. Yo le pregunté si podíamos tener una cita con mi esposo para que nos explicara nuevamente su dictamen a los dos y el asintió.
No los cansaré con esos rollos, de los cuales no entendí mucho, pero al parecer Saúl sí. En resumen, el médico afirmaba que yo tenía un descontrol en la producción de citosinas y hormonas e incluso en la redundancia pues se activaban y confundían los mensajes de amor de pareja con los del deseo sexual. Que aún no se sabía por qué en algunos casos podía ocurrir que se llegara a desear embarazo en una simple relación eventual (¡qué bueno que mi DIU impidió liarme más!), pero que al concluir ésta continuaba “prendido” el enamoramiento y así lo manifestaba mi cuerpo activando irremediablemente a mis amantes después de dos o tres veces más hasta desear ser pareja. También, dijo que para controlarme, más que curarme, debía tomar medicamentos durante tiempos prolongados, de lo contrario, mi conducta seguiría el mismo derrotero.
—¡Bonito panorama! —exclamó Saúl una vez que supo el nombre de los medicamentos. Le agradeció al médico su franqueza y le advirtió que lo pensaríamos muy bien antes de tomar una decisión.
—Lamento que la medicina no tenga otra salida para ustedes —contestó el psiquiatra. —La otra salida depende de su esposa, pero debe continuar este tratamiento de consultas regulares, las cuales seguirían un camino sumamente largo y tortuoso además de tener que mantener una fuerza de voluntad cada vez más creciente.
Al llegar a casa le pedí a Saúl que me explicara bien a bien a qué se refería el médico, pues yo ya me había perdido entre tantos términos técnicos y sustancias que manejaron. Cabe aclarar que si alguien puede achacársele el molde donde tomaron la idea de la caricatura de Ludwing von Pato de Walt Disney es a mi esposo, quien siempre está sumergido en libros de diversas disciplinas y tiene como amistades a muchas personalidades científicas que gustan de conversar con él, por algo será...
—Vamos a la recámara a platicar, allí te explico qué pasa —me pidió.
Estando allí me ordenó “Desnúdate”, haciendo él lo mismo. Yo estaba sorprendida, pero lo que sucedió es que él decidió darle solución a mi caso, pues al parecer le fue muy valiosa la información del médico.
Me acostó y cariñosamente pasó sus manos por mi pelo y cara, después la fue bajando y cubriéndome de besos todo el cuerpo, siguieron las chupadas, empezando por mis tetas (¡claro!, por ahí comienzan todos), después fueron mis pies y cuando le tocaron a mi raja y a mi ano yo ya ni me acordaba que habíamos ido a ver al doctor.
—Te amo a ti, tal como eres y quiero que seas feliz, que seas tú como sientas que quieres ser —dijo antes de besarme y acariciarme el clítoris tomándolo entre dos de sus dedos. ¡Me ericé, sentí amor y deseo por Saúl!
Las caricias continuaron y me dejé hacer, sin moverme, solamente flotando en el nirvana en que me metió.
—¿Te gusta cómo te acaricio? —preguntó y yo contesté con una sonrisa enorme y un movimiento de cabeza.
—Sí, y lo mismo pasa con Eduardo, Roberto, Othón, Pablo y muchos más, mi Nena. Eso es deseo, pero también amor —dijo y no lo escuché como reclamo pues sin suspender las caricias seguía hablando suavemente. Yo estaba en el Paraíso...
Hasta después caí en cuenta que sabía mucho de mis deslices, y yo que creí haberlo engañado. Se hincó y puso el escroto sobre mi rostro, lo paseó por toda la cara y el olor de esa zona me sumergió en la lujuria. Aspire profundamente su aroma lamí los huevos, me los metí uno por uno en la boca, al tiempo que yo me masturbaba apretando mi pecho con una mano y metiéndome los dedos de la otra. Me vine y grité.
—A mi esposa le gusta que la tratemos bien, sabe ser una buena amante porque ella es así y nos usa para ser feliz —dijo antes de bajar a tomar mi flujo—, y a nosotros nos gusta lo que ella nos da porque también la amamos —balbuceó antes de meter su nariz en mi vagina.
Estando así me volví a prender y lo tomé de la cabeza para restregar mis labios chorreantes en su cara. Saúl aguantó estoicamente mi frenesí y volví a venirme... Lo solté poco a poco descansando yo también, entonces me di cuenta que yo estaba llorando de felicidad.
—¿Qué me has hecho? —pregunté.
—Amarte, al igual que todos los demás, ¡provocas mucho amor! y eso hace feliz a cualquiera. A ninguno quieres perder porque necesitas de nuestro amor para sentirte bien. ¿Sabías que nos embrujaste?
Entonces tomó sentido lo que contó Eduardo al Psiquiatra:
“Pronto descubrí que esporádicamente mantenías relaciones con Roberto, que en realidad nunca habían terminado, ni siquiera cuando él se casó — y ella no quería tampoco dejar a su esposo. Me enfurecí y terminé con ella. A los pocos días me pidió que volviéramos, me convenció fácilmente, pues después de que lloró un poco la abracé y aprovechó la cercanía para besarme como sólo ella sabe hacerlo. Rodamos hacia la cama donde sentados habíamos estado platicando y ya no pude negarme...
“Nos veíamos con menos frecuencia que antes, y casi siempre era cuando ella lo pedía. Al cabo de dos años, comprendí que sólo nos veíamos cuando ella quería, y casualmente me enteré que también tenía otros amantes, además de Roberto y yo, y que algunos días veía a más de uno, ‘nunca juntos, no soy tan promiscua’, me aclaró cuando le reclamé. Me deprimí mucho al saber todo esto, yo veía sólo mis defectos: no era tan inteligente y culto como su esposo, ni tenía la capacidad económica de Roberto, mucho menos la juventud de sus otros amantes, cinco o diez años menores que ella.
“Con el tiempo superé mi depresión, la cual desaparecía cada vez que estaba a su lado, también aminoraron los celos al entender que era su posible ninfomanía lo que le obligaba a tener otros amantes y que no quisiera atarse a nadie para disfrutar el amor, aunque fuera con la acotada libertad que le daba Saúl. Ese amor que ella sabía administrar a la perfección para disponer de nosotros y hacernos aceptar todas sus condiciones: su belleza embrujaba y nos enajenaba por siempre. Ahora sé que la necesito y estoy dispuesto a lo que ella me pida, por eso estoy aquí, confesando mis penas, a cambio de tener sus caricias una o dos veces al mes.”
—No es sólo tu belleza y la forma de hacer el amor, tus feromonas nos envuelven cuando te acercas y tú las despliegas cuando alguien te atrae físicamente o por las actitudes que tiene y las virtudes que en ese momento le endilgas a quien ves con deseo. Este olor que traigo en la cara —dijo Saúl acercando su rostro lleno de mis excreciones vaginales— es el broche que nos ata una vez que estamos cerca, y el candado que pones a nuestras cadenas es el abrazo y el beso que acompaña a nuestra eyaculación. ¡Queremos ser tuyos para siempre! —gritó y me penetró eufórico hasta venirse, quedando yerto sobre mi cuerpo bañado por el sudor que tuvo en tan rápidos movimientos.
Debo decir que me sentí muy confundida, pero tuve que esperar hasta que Saúl se repuso y me volvió a besar.
—La pasión animal que nos obliga a la reproducción, por lo general ha pasado por un tamiz de crítica previa, automática, reforzada ésta por las costumbres y leyes que nos hemos impuesto, pero tu instinto y tu conducta seductora se disparan sin una reflexión mínima, y quien es el blanco se entrega ante tanta seducción olfativa y de señales de cópula que envías sorpresivamente.
—Estas tetas hermosas son un buen anzuelo —me dijo acariciándome el pecho—. ¿Alguno de los sujetos con los que has estado no las ha alabado? —Preguntó mirándome fijamente a los ojos.
—No, a todos les han gustado y son como tú, empiezan las caricias por allí —contesté después de que me volvió a inquirir con un gesto.
—Quiero que sigas sintiendo el deseo, que no te dopen pues te comportarías como un vegetal donde antes había alegría y deseos de fornicar, quiero seguirte amando y sintiendo tu pasión, aunque sé que otros seguirán disfrutándote. Por eso no debes tomar medicamentos que harían irreversible el camino del amor. Éste se irá sosegando y decantando con el tiempo —me explicó.
—Pero yo no quiero hacerte infeliz —contesté preocupada.
—Me harás feliz si me cuentas cómo te tratan los otros, si aprendo así a hacerte feliz también —respondió, abriendo la puerta de otras experiencias que les contaré después.
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