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"Dos amantes de edad dispar se prueban y se gustan en un cuartucho de baño llameante"
-Frente al espejo del baño. Ella cuarentona o treintaymuchona, él adolescente en plena función; con las hormonas hacia el Everest y la seguridad hacia el Hades. Lo mira, la desea, saben que es una locura, una relación familiar entre familias que se enturbia con el alcohol y la erección.
Con los ojos soñolientos y los labios húmedos, la dama le pasa la mano por la mejilla... sus uñas le rozan el rostro, y sus dedos lo deslizan con ternura: para después presionar el cráneo y besarle con pasión, insegura de que a él le agrade.
Pero le agrada, y rápidamente pasa de los besitos a los labios a los mimos al cuello, a las mejillas, con un ritmo imposible de seguir. Tiene que pasar la mano por el hombro del vestido para dejarlo caer por un lado, con el escorzo de la mujer. Sobre una piel blanco puro, sonoriza el beso líquido, entre el tórax y los pechos delgados y poco profundos de la mujer.
El ropaje, a modo de chaquetilla, con tela fina negra y amarrado por un cinturón, se va precipitando por su propio peso. Cuando él le levanta las faldas y le boquea la ropilla interior, suspira en susurros, y se muerde el labio.
La estampa es pintoresca, con la chica mirando gustosa hacia la ducha, apoyada en la puerta de un cuarto minúsculo, zulo; y sosteniendo el pelo del hombre, que masturba preciso el sexo, ante los gestos grotescos de placer femenino.
Ahora se levanta, y ella lo mira expectante pero con sorpresa. Sonriente y (casi) agresivo, junta ambas pelvis, cadera con cadera: tronco con tronco.
Comienza a resultar del todo descarado; los amantes se restriegan lo que pueden, con el pene erecto del joven haciendo círculos sobre la vulva. Manoseos varios, efluvios, de mimitos y besos con lengua.
Y como ya no cabe más espera, pasan del romanticismo, si es que por lo morboso e inmoral de la escena pudiera esta ser romántica: el hombre se retira los pantalones con brusca torpeza, y con el falo ya fuera por su rigidez, baja el calzón; muerde el plástico; y se aplica concentrado el preservativo, ajustándolo lo más cómodamente.
La mujer, hábil, desciende ligeramente las negras, finas, humedecidas braguitas; y desliza el dedo índice izquierdo por la boca, que luego pasa sutil por sus partes.
Y como en un castigo (que en realidad es un consensuado pacto de placer), apóyase en el mueble del lavabo, mirada gacha, casi arrepentida; aunque expectante y excitada.
Todo va a comenzar: el amado se recuesta de pie sobre ella, se inclina por su cuerpo, se pone de cuclillas, encimándose sobre el trasero... los piececillos de la amiga cuelgan, y su cabeza, algo enrojecida, roza con el pomo del grifo metálico. Él le besa la mejilla, pausada y delicadamente. No hay duda de que, fuera la borrachera y la pasión, aquí hay mucho de amor; esto no es más que un aprecio mal interpretado.
El miembro del joven está inflado y venoso, y es largo como la cornada ensartada en el marido de la mujer. Para orientar su dirección, lo maneja con la mano izquierda. El pene impacta suavemente, primero, con el clítoris: golpes minúsculos, blandos, sobre la eréctil terminación nerviosa. La mujer ya ha suspirado, por vez primera, como se suspira cuando el inconfundible tacto rudo de un buen glande acecha sobre los labios de la vulva.
Un leve grito, una respiración entre dientes, y un gemido. Es el rabo incontenido que se introduce en su cavidad vaginal. Por cada empujón se sonoriza, líquidamente, la entrada concurrida del miembro varonil, masculino; hambriento de desparramar sus impulsos por la piel de la hembra.
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Cuando ya llevan un tiempo cabalgando, y esbozando aire por la boca, cargado de suspiros y de placer; entonces, sube el ritmo, la intensidad y la dureza. La respiración de ambos torna entrecortada, tímida y discreta, y a ratos sonorizan nuevos grititos repetitivos, como sorprendidos, al recibir (de nuevo) un falso dolor que en realidad es el gusto máximo. La sucesión de jadeos y quejidos es increíble.
Ahora baja el pulso, pues retozando de gusto, el hombre abarca con sus brazos el fino cuerpo de la mujer, notando sobre sus muñecas la piel delicada de los pechos; y la húmeda dureza de los pezones erectos. De relajados, los amantes parecen casi dormidos, meciendo más que empujando, y gimiendo bajo, como en un sueño concentrado, del que se escapan al exterior las cuerdas vocales.
Se besan y se sonríen, se miran al fin con los ojitos descubiertos. Cuando el chico le gesticula interrogaciones y la mujer asiente, penetra de nuevo con un ahínco lento; el empujón hace el rebote de esta con el lavabo en la cintura, lo que unido a la profundidad que dentro de ella está alcanzando su falo, la hace gemir y abrir la boca, y desorbitar sus ojos mientras mira al cielo, sorprendida por el rápido cambio de ritmo. Esto se repite unas siete veces.
Ahora suenan huevos batiendo. Es el agitar pélvico del varón sobre la vagina, que añade velocidad y endurece los glúteos. La abarca otra vez con los brazos y aprieta los dientes, rojísimo, despeinado... gritando como desesperado. Las vibraciones trémulas se marcan en la carne, en las pieles; y los sonidos esponjosos, mojados, de los sexos opuestos, de atronador impacto.
Mientras, ella, con los pechos dando vueltas al aire, prevé lo que se viene, y no se puede contener: gime a más no poder, más y más alto. Cuando ya quedan segundos, empieza a dibujar oes en la boca, y a hablarlas con gusto.
Ya se acerca el fin. Con todo un rojo fuego a su alrededor y una rapidez inaudita, los chicos hacen todo el ruido que pueden, y el pulso les late tan fuerte, que cuesta hasta el jadeo. Sin vista lateral por la adrenalina; con el grito ahogado del final del coito, la polla lo suelta, recibiendo ella en su agujero. Fue tan veloz que se oyó el disparo chapotear en el sexo, lanzando el fluido, insertado en la piel femenina.
El fuego ya no arde, y los amantes no están ya. Sólo queda de ellos el polvo y los suspiros, y el recuerdo infartante del placer que se dieron.
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