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Categoría: Románticos

Nadie espera a la Inquisición española

La estación brillaba reflejando la tenue luz del cielo sobre los charcos que la cubrían. Cargando mi pesada mochila e incómoda maleta, salí a los andenes para tomar el tren que me alejaba del mundo de los sueños y me devolvía  al mundo real, al día-a-día de la rutina, alejado de la familia y los amigos de siempre. Pero claro, ese era el precio de conseguir curro en lo mío tal y como estaba la situación económica en el país.



            Mientras cruzaba la puerta de salida del vestíbulo reflexionaba sobre lo mucho que me gustaba la lluvia, tan habitual en mi ciudad natal y tan poco frecuente en mi hogar actual. Fue entonces cuando la vi: estaba de pie ante quienes debían ser su madre y su abuela, meras sombras ante mi percepción adosada a ella como si la hubieran pegado con cola. Había algo que me imantaba a ella, y no pude evitar colocarme a su lado en el andén.



            Ahí aproveché para verla bien, como si quisiera grabar su imagen a fuego en mi mente, confirmando así la buena sensación que transmitía. Su pelo era castaño claro, de ese tono que muchos consideran rubio pero que yo siempre califico como moreno. Bajo él, sus ojos grandes y almendrados brillaban con alegría pese a la inminente despedida. Y, tras ellos en el descenso, pasada una nariz elegante aunque algo grande, estaban unos labios carnosos que sonreían mientras contaba alguna historia que la música de mis auriculares me impedía escuchar; supongo que fue casualidad, al fin y al cabo mi lista de reproducción no es muy grande, pero justo en ese momento comenzó a sonar el Somebody to Love de Queen.



            Es cierto que el abrigo para la lluvia me impedía apreciar su torso, pero bajo sus dobladillos se observaba que las numerosas y pronunciadas cuestas de mi ciudad le habían esculpido un culo erguido, redondo y duro, perfectamente reconocible en los cantosos pantalones ajustados con camuflaje de colores que llevaba. Sus largas y sólidas piernas, delineadas en los ajustados pantalones, terminaban en unas botas duras, más propias para caminar por el monte que para viajar en tren.



            Supongo que se dio cuenta de mi escrutinio, pero no pareció darle importancia. Así que nuestras miradas se cruzaron un par de veces en el silencio de su conversación y los ritmos duros del comienzo de Du Hast. Cuando la lluvia decidió que su descanso había sido suficiente, toda la gente del andén comenzó a cambiar de sitio buscando un sitio donde resguardarse, entre conversaciones ahogadas por el ruido de las gotas en el tejado y el suelo. Yo no necesitaba cambiarme, por suerte, y me sorprendí ligeramente al ver que al final del trajín, ella y sus familiares habían acabado todavía cerca de mi. Lo cierto era que la nueva posición le permitía a ella verme mejor a mi que yo a ella, como si quisiese compensar la ventaja de nuestro primer despliegue. Battery sonaba en mis auriculares así que no podría jurarlo, pero me la jugaría a que ella era la que había escogido esa posición y convencido a sus familiares a acompañarla hasta allí exactamente. O eso me gustaba imaginar.



            Con la llegada del tren al andén y los avisos por megafonía que se escuchaban incluso con los cascos, llegó mi decepción. Ella y yo no iríamos en el mismo vagón, sino que el de ella sería el que iba delante del mío, fuera de mi línea de visión. Mis plegarias en un pozo, supongo que eso me pasa por ser ateo. Así que un último vistazo a la rotundidad de sus nalgas mientras ella se inclinaba para besar a su abuela, y al interior del habitáculo que sería todo mi mundo durante las siguientes horas. Desilusionado, me preparé para las largas siete horas que estaban por venir, cogiendo mi libro de estudio/trabajo de la mochila y colocando mis cosas en la mesilla del asiento. Hora de dejar pasar el tiempo.



            Una hora y pico después me levanté a por la bebida para acompañar la comida que llevaba en la mochila. Siempre hago así, para que no se me caliente, aunque salga algo caro es un buen modo de romper ligeramente la monotonía aburrida del largo viaje. He de reconocer que, en un primer momento, ni me acordaba de ella, tan centrado estaba en las palabras de Lessig, pero al llegar a su vagón no pude evitar localizarla casi de modo automático. Dormía recostada contra la ventanilla de su asiento, ajena al mundo que la rodeaba. Hice lo mismo al regresar a mi asiento, y simplemente verla esas dos veces hizo que mi imaginación volase... pero poco más. Hora de regresar con El Código pues, y tomar algunas notas útiles para la tesis.



            Al cabo de un rato tocaba ir al baño a vaciar la Coca-cola light de la comida. El de mi vagón quedaba más cerca, ciertamente, pero fui al de su vagón sólo para tener excusa y verla de nuevo. Esta vez estaba despierta, y todo el tiempo que permanecimos en nuestra línea de visión no separamos los ojos el uno del otro. Ni sonrisa, ni reconocimiento, sólo ese mar verde que me miraba a través de unas gafas blancas y modernas que se había puesto.



            A media tarde se repitió la escena al levantarme a por otra bebida a la cafetería. Casi sentía como si hubiese una conexión entre ambos. Sensación que se acrecentó cuando, un rato después, ella cruzó mi vagón con sus ojos fijos en mi, moviendo cadenciosamente la cadera entre los vaivenes del tren que pasaba por un túnel. No había ninguna razón para que ella cruzase mi vagón, del otro lado sólo había otro vagón y la locomotora de cola, pero lo había hecho de todas formas. Tenía que significar algo. A lo largo de las siguientes horas nos cruzaríamos así unas cuantas veces más, con la esmeralda de sus ojos hablándole al pardo de los míos en el silencio que siempre habían mantenido el uno con el otro.



            Pero lo bueno se acaba, supongo, y llegamos a la estación, abarrotada de gente como siempre. El viaje, pese a sus innumerables horas, se me había hecho corto. Y yo decidí que tenía que decirle algo antes de que fuese tarde, y no dejar así toda la historia a manos de lo que podría haber sido. Me armé de valor y me las arreglé como pude para bajar después de ella. Tras esto, bastó acelerar el paso y no matarme tirando de la maleta para ponerme a su altura, parándola con un suave toque en el hombro.



-¿Te apetece cenar algo por aquí?-



            Directo, sin ambages, eso fue lo que salió de mis labios, junto con una sonrisa, espero que más segura que nerviosa. Ella me miraba en silencio, incrédula, parada en su sitio.



-Ya se que no viene a cuento de nada, pero nadie se espera a la inquisición española... y tú pareces alguien con quien se puede tener una buena conversación.-



            Ella me interrumpió con su risa, y el brillo de sus ojos me hipnotizó.



-¿Te funciona mucho el rollo de citar a los Pyton?-



            Y que pillase la broma al vuelo terminó de seducirme.



-No lo sé, es la primera vez que lo uso, así que depende de ti- respondí con una sonrisa.



            Nunca dijo que aceptaba, ahora que lo recuerdo, pero unos minutos después entrábamos juntos en la cafetería de enfrente de la estación entre risas. No se lo que cenamos, ni qué tal estuvo, pero si se que de los humoristas británicos pasamos a otros cómicos, luego a series, los libros que las inspiraron (por culpa de Juego de Tronos, cómo no), libros que nos marcaron, discos...



            Sólo por el tono de su voz, suave y cálido, podría estarla escuchando durante horas. Y eso que, en general, en gustos no coincidíamos demasiado. Si a mi me gusta la ciencia ficción ella era de novela realista; si se emocionó con el final de Breaking Bad a mi la serie me aburrió y la abandoné al tercer capítulo. Pero, pese a las diferencias, tenía la sensación de que con ella podía hablar de cualquier cosa, todo parecía fluir con naturalidad.



            Pero llegó el terror: la hora de pagar. He de aclarar aquí una cosa: soy una persona valiente para todo y muy echado para adelante... menos para las mujeres. Ya sólo invitarla a cenar me había llevado media hora de mentalización previa, y ahora que terminábamos los postres no sabía pode donde seguir. Ni siquiera sabía su nombre, ni ella el mío, ya que realmente nunca nos habíamos presentado.



-Bueno, el postre ha estado genial. Aquí al lado conozco un pub que está muy bien, ¿te apetece una copa?-



            Ella lo solucionó por mi, borrando de golpe y plumazo todas las dudas e inseguridades. Intenté invitarla a la cena pero no me dejó, así que entre risas y peleas salimos de nuevo a la fría calle, cargando las maletas camino del calorcito del bar.



            Ya con un par de copas en la mano y la temperatura agradable del lugar, nos quitamos los jerseys y pude apreciar el suave final de su clavícula y sus pechos medianos y redondos, que se marcaban ligeramente en la camiseta que llevaba. Ella sonrió pícaramente al verme, y supongo que yo me sonrojé. Y así, lentamente, la conversación se volvió más personal. Hablamos de mi trabajo en el instituto de investigación, de cómo ella terminaba derecho en la Universidad... Como se dice habitualmente, discutimos de lo mundano y lo divino.



-Y qué, ¿qué tal de chicas?- disparó a bocajarro.



            Temía esta pregunta como al fuego, ya que ella ahora demostraría estar ocupada y adiós a la fantasía. Friendzonedinmediato.



-Seguro que, si vas seduciendo chicas en las estaciones, debes estar hecho todo un Barney Stinson, ¿no?- continuó con una sonrisa difícil de interpretar.



            ¿Era bueno o malo ser comparado con ese personaje?



-Lo cierto es que no, he tenido mis momentos, pero llevo un par de meses en dique seco por la tesis- respondí con una risa que disimulase mis nervios ante la respuesta de ella- ¿Y tú?-



-¿De chicas? Bien, aunque hace algún tiempo, ya sabes, la universidad y experimentar las cosas...- respondió entre risas. Pero eran risas forzadas, algo en ella se había oscurecido levemente, como si hubiese desaparecido una fracción del brillo de sus ojos.



-No, chicas no, quería decir chicos...- respondí con una risa, tratando de quitarle hierro al asunto.



-Dejémoslo en que no bien últimamente... aunque mejor hablar de algo más animado.-



            Había golpeado en un sitio que dolía, y el tono de su respuesta dejaba claro que era una herida profunda y reciente. Sin embargo, no me atreví a indagar más, ya me lo contaría ella cuando quisiese. Fue entonces que me di cuenta de que había puesto mi mano sobre la de ella para reconfortarla, pero que eso se podía malinterpretar fácilmente. Ahora sería el típico aprovechado de las debilidades de los demás, o algo así.



            Sin embargo, ella no la retiró mientras cambiaba de tema, y el suave calor de su piel permaneció en el interior de mi mano a partir de entonces.



            De nuevo, el tiempo corría en nuestra contra, se hacía tarde. Las luces del local aumentaron para señalar que era hora de cerrar, y al día siguiente había que regresar a las clases, al trabajo, y a todas las cosas aburridas de la vida real, fuera del reducto del Sueño. Hora de sacar valor de cualquier sitio.



-Bueno, se hace tarde- dije yo, al hacerse innegable la realidad del despertar-, ¿te apetecería quedar este finde para tomar algo, dar una vuelta, o lo que sea?-



            Mi corazón latía a mil por hora.



-No, la verdad es que no.-



            Su respuesta lo paró de golpe. ¿Cómo? ¿Pero...? Esto... ¿no?



-Preferiría desayunar contigo mañana...-



            Las implicaciones de sus palabras tardaron un segundo en abrirse paso en mi mente y desbocar el latido de mi corazón paralizado.



-Dicen que preparo unas tortitas geniales, y vivo aquí al lado...-



            Oir esas palabras e inclinarme sobre la mesa para besarla fue todo uno. Para el segundo latido ya tenía su lengua y la mía jugando juntas, reconociéndose entre caricias inseguras. Para el tercero la abrazaba con fuerza, como si no quisiese dejarla ir jamás. Y para el cuarto las inseguridades habían desparecido y nuestros labios se abrazaban como si no hubiera ninguna otra cosa en el mundo. ¡Y que bien besaba! Intensa, sensual, acariciando y mordiendo en rápida sucesión, jugando, reteniendo y entregando.



            Pero el momento mágico fue roto cuando el encargado nos dio un grito para que nos fuésemos, al ver que estaba claro que lo de las luces no le iba a funcionar. Entre risas, y algún pico fugaz, nos fuimos volviendo a poner los jerseys, luego los abrigos de lluvia, cargando las mochilas y colocando de nuevo las maletas sobre sus ruedecillas. Incluso con todas las capas de ropa, el frío y la distancia impuesta por las maletas, nuestras miradas se seguían acariciando, prometiéndose una a la otra para toda la noche.



            Por suerte, su piso realmente estaba cerca, y la espera no llevó demasiado antes de que las miradas pudiesen dejar paso de nuevo a las manos. Supongo que el piso estaría helado después de unas navidades cerrado, pero yo ni lo noté de tanta temperatura que tenía por mi mismo. Mis manos estaban ocupadas en abrazarla contra mi ya desde la entrada, pese a que pareciese más el abrazo de unas nubes que de personas por culpa de los abrigos. Y al cruzar la puerta del 3ºB, pronto las capas de ropa comenzaron a volatilizarse ante las manipulaciones de nuestras manos aceleradas. Las maletas y mochilas quedaron olvidadas en el recibidor, su abrigo sobre una mesilla a la entrada y el mío en el suelo del otro lado del pasillo. Los jerseys marcaron nuestro avance lento y apasionado a lo largo del corredor, entre besos y caricias desatados. La entrada de su dormitorio quedó ocupada por nuestras camisas, y para cuando caímos en su cama ya sólo llevábamos puestos los pantalones.



            Mis labios, a lo largo de todo ese camino, lloraban cada vez que debían separarse de los de ella. Mis manos reconocían cada centímetro de su piel ardiente como si fuesen valles ignotos que hubiese que mapear palmo a palmo. Sus pechos estaban duros, firmes, y sus pezones podrían cortar el cristal. Los acaricié con cuidado, en círculos, notando como los primeros gemidos quedos escapaban de su garganta. Y, lentamente, fui abriendo el botón de su pantalón y deslizando el estampado de colores hacia abajo, lejos de donde hiciese daño a la vista. Aprovechando que ella había alzado el culo para poder sacárselo, le bajé también las bragas y me lancé a explorar el valle inferior con los labios.



            Lamí, besé y acaricié desde donde acababan los finos pelos hasta la punta de sus pies. Cubrí sus piernas eternas de carreteras de saliva allá por donde mi lengua había viajado, y me adentré en su gruta con las manos. Un dedo primero, luego dos. Con firmeza, aunque suavemente al principio, comencé a acariciar el lado interno de la vagina, esa zona ligeramente rugosa que tanto placer proporciona. Y, del otro lado de la pared, mi lengua jugaba suavemente con sus labios, con su clítoris, arrancándole gemidos que lentamente iban ganando en intensidad al mismo tiempo que lo hacían mis manos. La fuerza fue creciendo al mismo tiempo que mi boca se inundaba del creciente sabor de sus propios jugos, a medida que ambos nos apresurábamos de camino hacia su primer orgasmo.



            Se corrió entre mis manos, entre pequeños gritos y un arquear de su espalda que pensé que la partiría en dos. Y, tras la liberación, risas de nuevo. Pero yo no pensaba darle tregua, así que lentamente fui trepando sobre su cuerpo, lamiendo la suavidad de su vientre plano, hasta detenerme a morder sus pezones duros. Dejé que se recuperase mientras disfrutaba del calor de su piel, del latir de su corazón a través de mis labios, del alzarse de su pecho con el ritmo desbocado de su respiración. Y, finalmente, comencé a ascender por la cumbre de su cuello, camino de morder sus labios enrojecidos por la sangre.



-Quieto, vaquero, ahora me toca a mi.-



            Con una sonrisa depredadora, se escurrió de debajo mía y se alzó a los pies de la cama, como una diosa que juzgase a los hombres de la tierra, inalcanzable y perfecta. Y, rompiendo el hechizo, se puso a gatear sobre la colcha hasta llegar a mi posición, donde desabrochó mis pantalones con una sonrisa que prometía el infierno a cualquiera que cayese en la tentación. ¡Menos mal que yo no creo en esas cosas! Así que me pude permitir ceder al pecado, sin dudar.



            Tal como yo había hecho antes, ella me retiró el pantalón y los calzonzillos. Pero, a diferencia de mi que fui directo al tema, ella se dedicó a juguetear y a impacientarme, prometiendo lo que iba a llegar pero nunca poniéndose a ello. Acarició mis piernas con sus uñas largas, dejó que su pelo me acariciase hasta enervarme, y cuando estaba a punto de matarla, le dio un lametón a mi pene. Agarró mi falo con firmeza, y pronto a ese primer contacto le siguió otro, y un tercero. Hasta que, con una sonrisa depredadora, dejó que mi prepucio comenzase a explorar su boca. Sus labios se cerraron con suavidad detrás de él, y a partir de ahí todo fue calor y humedad. Bueno, eso y un placer indescriptible, a medida que su cabeza se hundía más y más en mi entrepierna y sus ojos se clavaban más y más en los míos. Cuando retiró la cabeza pensé que perdería el conocimiento, pero sólo era el principio de la sucesión de lametones, besos, pellizcos y succiones que iba a ser el paraíso. Todo mi cuerpo entraba en tensión cuando ella se la enterraba hasta el fondo, y sólo podía respirar de nuevo cuando descansaba, acariciando mis huevos.



            Y justo cuando estaba en lo mejor, se detuvo.



-Tranqui, quieto, ¡que queda el plato principal!-



            Con una sonrisa, se fue incorporando y cuando me besó me olvidé de que me había quedado sin correrme. Su lengua jugueteaba con la mía, sus besos me acariciaban, y ni me importaba que su boca supiese a mi polla, como suponía que la mía debía saber a su coño. Sólo importaba ella, y mis manos comenzaron a deslizarse por su espalda hasta afianzarse en su culo. ¡Benditas cuestas de la ciudad, que duro! Agarrándola con fuerza de sus posaderas, la fui acomodando encima mía, hasta que nuestros sexos se besaron.



            Y, a partir de ahí, todo fue adentrarse en la oscuridad del placer. Nuestras pelvis aprendieron a bailar juntas, la una al encuentro de la otra, mientras nuestros cuerpos ganaban ritmo de tango. Mis manos recorrieron la suave curvatura de su espalda mientras ella me acariciaba, y ambos nos perdimos en el cuello del otro. Dentro, fuera, dentro, fuera, la danza más primitiva y la más perfecta.



            Rodamos sobre la cama hasta que acabé tumbado sobre ella, y continuamos con idéntico desenfreno mientras nos comíamos la boca como si no hubiera futuro, como si sólo existiese el presente. Rodamos de nuevo mientras desbocados avanzábamos hacia el orgasmo y finalmente ella se corrió sobre mi, arqueando de nuevo su espalda como si fuese un arco en tensión; y yo, poco después, me corrí dentro de ella.



            Fue un instante perfecto, y luego llegó el miedo.



-Tranquilo, tonto, que tomo la píldora.-



            Con una sonrisa, su espalda se destensó y se reclinó sobre mi, buscando con sus labios los míos. Fueron besos distintos, de reconocimiento, de agradecimiento mutuo, de encuentro. Suaves, pausados, satisfechos. Se tumbó a mi lado y, en silencio, se acomodó sobre mi hombro.



            Y así, como si nada, se quedó dormida.           



            Así que aquí estoy, tumbado en su cama, con ella respirando suavemente en mi pecho. No puedo dejar de pensar que jamás hubiera creído a alguien que me contase que esto es lo que iba a pasar hace tan sólo unas horas, cuando esperaba al taxi para ir a la estación, cuando lo único que esperaba por delante eran siete largas horas de viaje y trabajo.


Datos del Relato
  • Categoría: Románticos
  • Media: 10
  • Votos: 1
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2684
  • Valoración:
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