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María, de profesión asistenta, se lo monta en plan sado con su señora, Laura, mientras el marido de ésta, Braulio, se masturba espiándolas, al tiempo que la vecina de enfrente, Susana, se excita ejerciendo de voyeur, lo cual no le impide montárselo con su compañero de trabajo, mientras vigilan cómo el “Toni” se la come a una superdotada trans… y suma y sigue…
Laura notó un estremecimiento cuando la esbelta figura de María se recortó en el vano de la habitación. Su mirada descendió desde los exóticos rasgos del rostro hasta los pequeños senos, para continuar a través de la curva del abdomen, velado por la traslúcida tela del liguero, hasta alcanzar el oscuro y ensortijado triángulo del pubis. Evocado éste más que visto, pues un arnés de cuero se interponía entre los ojos de Laura y la anhelada hendidura de carne; de aquél colgaba, retador, un dildo de notable tamaño.
Ante la exultante, casi insultante, anatomía color tostado de María, Laura experimentó una cierta vergüenza, sabedora de que su cuerpo de cuarentona, aunque bien conservado gracias a sus regulares esfuerzos en el gimnasio, lastraba el implacable juicio del tiempo y la gravedad –¡maldito Newton!–.
–Has sido una chica mala –acusó burlona la chica con su acento sudamericano, aproximándose con sensual contoneo a la cama, lo que provocó el balanceo simultáneo de tetas y dildo–. Voy a tener que aplicarte un correctivo.
El cachete que lanzó contra el interior del muslo resonó en el silencio de la habitación y el cuerpo de Laura, maniatado de pies y manos, se estremeció con una descarga de placer. Un segundo azote, próximo a la ingle, le arrancó un gemido.
–Esto te gusta, ¿verdad perra? –murmuró con excitación María, que sujetó con la mano el sintético pene y lo aproximó al coño, abierto, dilatado y mojado, penetrándolo despacio, con delicadeza, hasta sentir contra su pubis el fino vello del felpudo de Laura, el delicado roce de la piel que unos segundos antes había azotado, los dos pares de senos aplastarse entre sí, la pegajosa sensación provocada por la película de sudor que cubría ambos cuerpos…
–¡Dios! ¡Mi marido! –gritó Laura al escuchar el ronroneo del coche que acababa de aparcar frente a la casa, al tiempo que María extraía de su interior el consolador empapado de sus abundantes jugos.
***
Braulio apagó el motor y permaneció dentro del coche, en silencio, observando la ventana de la habitación. Disfrutaba, de vez en cuando, adelantando su regreso del trabajo e imaginando la reacción de su mujer, quien apartaría de encima –o de debajo– a su ocasional amante para vestirse ambas a toda prisa sin dejar de vigilar la puerta, temiendo su inminente aparición.
Se deleitaba adelantando su entrada en la casa, recibiendo el forzado saludo de una agitada Laura que miraría de reojo como la asistenta terminaba de abotonarse la bata.
Se excitaba pensando en el momento en el que descargaría la memoria de la pequeña cámara digital oculta en la habitación y, una vez solo, disfrutaría de la grabación. Vería a la hermosa María acariciar con su lengua los rosados pezones de Laura, descendiendo a través del valle de sus senos, dejando un húmedo rastro de saliva en la suave curva del abdomen hasta juguetear con los rizos del pubis.
Se situaría en el lugar de la chica, imaginando que eran sus manos las que colocaba sobre los muslos de su esposa para apartarlos y dejar expedito el acceso a su coño, anhelante, sobre el que colocaría la boca para juguetear con los labios de ella, chupándolos, mordisqueándolos, abriéndolos para introducir la lengua en la vagina, sacarla empapada de sus jugos y comenzar a lamerle el henchido clítoris.
Llegado a este punto Braulio habría liberado su pene de la bragueta y se masturbaría, deleitándose con los brillos que las imágenes del televisor reflejarían sobre la superficie del glande. Aguardaría a correrse en el momento en el que su mujer mostrara los espasmos de su propio orgasmo, acompañados de ese característico gemido, tenue y profundo, que tan bien conocía.
Después, derrengado sobre el sofá, trataría de interpretar la irónica mirada que Laura, como siempre, lanzaría fugazmente hacia la cámara.
***
Hacía tiempo que Susana disfrutaba observando las singulares relaciones conyugales del matrimonio que habitaba el coqueto chalet situado frente a su apartamento. Desde que descubrió la morbosa curiosidad que le despertaban sus costumbres sexuales, el regreso cada noche a aquel frío y solitario piso se había transformado en un excitante paliativo contra sus inacabables, y en ocasiones depresivas, jornadas laborales.
La cada vez más habitual vigilancia a la que sometía a sus vecinos –facilitada por su material de trabajo: prismáticos, teleobjetivos…– le había abierto las puertas a un fascinante drama de infidelidad, homosexualidad, fetichismo, masoquismo y vouyerismo representado al otro lado del cristal de la ventana.
Rendida a la irresistible punzada del deseo acercó una vez más su ojo a la lente del telescopio –sabía que el capítulo diario de aquel culebrón real ya había comenzado al ver aparcado el coche del marido ante la casa– y entre las cortinas semiabiertas intuyó la figura del hombre, sentado ante el televisor, masturbándose ante la última grabación de las infidelidades de su mujer.
La escena le excitó, abrió su ligera bata de inspiración oriental que se había puesto tras despojarse de la ropa de trabajo y comenzó a acariciarse. Empezó por los senos, delineando con las manos las redondas formas y estirando sus pezones hasta lograr un punzante y delicioso dolor; continuó descendiendo hasta el ombligo, donde jugueteo en el pequeño hoyuelo, antes de meter una de las manos entre sus piernas, acariciándose por encima de la braga; y mientras dentro del círculo de cristal la borrosa figura aceleraba el ritmo de su autoestimulación, preludio de un próximo orgasmo, su mano se introducía en la húmeda tela para pellizcarse los dilatados labios y acariciar el lubricado clítoris.
Los estertores de su onanista vecino delataron la eyaculación y Susana, sintiéndose arder, redobló el brío de su masaje en busca de un orgasmo que se mostraba esquivo, en tanto su mente viajaba dos noches atrás, a aquella oscura calle, a Dehesa, al “Toni” y a su mulata.
***
Esa semana le había tocado servicio nocturno. Le habían asignado eventualmente como compañero a Dehesa –el habitual, Ortiz, se hallaba de baja–, lo cual le había provocado un ambiguo sentimiento a medio camino entre la alegría y el rechazo. El tipo le gustaba, era guapo, pero encarnaba al tipo de machito pagado de sí mismo que, por desgracia, más de una vez se había topado desde que entrara en el cuerpo. Uno de esos machos que se creían irresistibles y que llevaban impregnado en su ADN el convencimiento de “poseer” cierto derecho de pernada sobre ella, una igual en el cuerpo de policía, por el simple hecho de ser mujer.
Se encontraban dentro del coche, aparcado en medio del pesado silencio que la madrugada había volcado sobre la calle, a la espera de que el “Tonimanero”, un camello de tres al cuarto al que andaban vigilando, hiciera acto de presencia. Para sobrellevar las plúmbeas horas de guardia se habían enredado en una banal conversación durante la cual, pese a todo, Dehesa se las había apañado para mostrar su pegajosa personalidad, lanzándole a Susana miradas e indirectas presuntamente seductoras. Ella se evadía fijándose con disimulo en el paquete de él, tratando de imaginar su tamaño y operatividad. De nuevo sus contradictorios sentimientos de atracción y repulsión.
En esas estaban cuando el tipo apareció, al fin, luciendo ese aspecto de galán latino de discoteca y acompañado de una singular figura. Una espectacular transexual mulata de considerable envergadura y aún más considerables tetas, espalda de nadadora y unos muslos, inacabables, que podrían tronzarle la pierna al mejor defensa del Atleti. Refugiados en la penumbra de la entrada a un garaje comunitario y tras una animada conversación, el hombre se arrodilló ante ella, le levantó la falda y se extasió ante lo que bajo la misma emergió. Del tanga se desenrolló, literalmente, una descomunal trompa color chocolate, un tronco de carne que colgaba casi hasta la base del muslo.
–¡Joder! –Exclamó Dehesa con admiración– ¡Menudo cacharro que gasta la hijaputa!
La cabeza del tipo se movía rítmicamente alrededor del monstruoso cirio, cual devoto ofrendado ante un icono sagrado. Susana se preguntaba cómo la boca del “Toni” podía mamar aquel oleoducto humano sin que los dientes se incrustaran contra su piel o, más aún, sin que la mandíbula se le descoyuntara, cuando notó la mano de Dehesa posarse sobre su rodilla. Al no hallar resistencia por parte de su compañera, se deslizó por el muslo hasta alcanzar la bragueta, abriendo Susana las piernas para facilitarle la labor. Mirándole a los ojos, el hombre bajó la cremallera e introdujo los dedos dentro de la braga, mientras ella le imitaba abriéndose paso para agarrar su duro pene, constreñido dentro del rígido tejano.
Inspirados por el espectáculo que se les ofrecía delante de sus ojos, esporádicamente iluminado por los faros de los vehículos, se masturbaron pausadamente. Dehesa, notó Susana, inició el masaje del clítoris con cierta torpeza, quizá por la premura de la excitación, pero sus caricias cobraron destreza según coordinaban sus movimientos. La fuerza de la respiración de ambos aumentaba al tiempo que sus manos danzaban al ritmo de una silenciosa sinfonía, mientras más allá del parabrisas la imponente mulata, en pleno estertor, agarraba la cabeza del hombre para aplastarla contra su pubis –“si no le asfixia ni tan mal”, comentó Dehesa entre suaves jadeos, provocando una sonrisa de Susana–, tras lo cual aquél se levantó limpiándose el abundante semen que rebosaba de su boca.
Una vez recompuestos ambos, y devuelta –por increíble que parezca– la oscura “boa” al interior del escueto tanga, el “Toni” y la trans se despidieron y marcharon en diferentes direcciones.
Susana, subida no sin dificultad a horcajadas sobre su compañero mientras su cabeza pegaba contra el techo, cabalgaba sobre la polla de aquél. Sus orgasmos, excitados como estaban, no tardaron en llegar, corriéndose la mujer con las últimas y agónicas embestidas de la eyaculación de Dehesa.
–Se nos va a largar… –acertó a decir ella con agitada respiración.
–Tranquila –respondió el policía derrengado contra el asiento, siguiendo con la mirada al camello que se perdía tras una esquina–. No hay problema: le tengo pillado.
***
–Te gusta comer pollas, ¿eh? –La retórica pregunta acompañó al chasquido de las esposas cerrándose sobre las muñecas del “Tonimanero”, quien respondió con un gesto de incomprensión.
–¡Vamos! –Ordenó agarrándole por el cabello y forzándole a arrodillarse– Si quieres rabo yo voy a darte un buen trozo.
Sin soltar a su presa, Dehesa se abrió la bragueta y extrajo la polla semierecta.
–¡Abre la boca! –Remarcó cada sílaba, plantándole el falo contra la cara.
El “Toni” obedeció. Guiado por la mano abrió la boca y deslizó los labios a lo largo del miembro, desde el glande hasta la velluda base del fuste.
–Has sido un chico malo, “Toni”. Has estado trapicheando a mis espaldas, robándome dinero.
“Toni” intento liberar su boca para hablar, ensayando un gesto de inocencia, pero el policía le impidió destetarse del pene.
–¡No me ofendas intentando negarlo! Nuestro acuerdo te obliga a cederme un tanto por ciento de las ganancias. Si lo incumples te quedas sin protección y te cierro el chiringuito. ¿Está claro?
“Toni” emitió un gemido que Dehesa aceptó como un sí.
De acuerdo. Vale ya –le ordenó sacándole la polla de la boca y obligándole a situarse a cuatro patas. Le bajó el pantalón y el calzoncillo, dejando al aire unos glúteos bien formados, entre los cuales una leve línea de vello se perdía dentro de la raja. Dehesa aproximó su miembro al ano y lo introdujo despacio, con un gemido de satisfacción.
–¡Ay! –Se quejó “Toni” – ¡Cabrón! Podrías esperar a que me lubricara.
–¡Cállate maricón! Y mueve el culo. Te gustan lo rabos, ¿no? Anoche no te quejabas.
–¿Qué? –Acertó a preguntar “Toni” sorprendido.
–Te vi. Vi como le comías la picha a aquel travelo. Y no pienso consentir que chupes más pollas que la mía, ¿entendido? –Remarcó la pregunta embistiendo con más fuerza.
-¡Ay! De acuerdo… –endulzó su voz– Me encanta verte celoso.
***
–Ese hombre no te conviene –le recriminó María extendiendo la pomada sobre los dedos–. Deberías cortar con él.
–No es asunto tuyo. Yo sé lo que me hago –respondió él conteniendo un escalofrío cuando el ungüento tocó su piel.
–Seguro. Por eso estoy aquí poniéndote pomada en el culo.
“Toni” se giró cuando María acabó de untarle el dolorido ano, mostrando un principio de erección.
–¡Serás guarro! ¡Aún tienes ganas!
Él se aproximó y la besó, derrotando su impostado rechazo. Dejó que agarrara su pene y lo acariciara hasta completar su endurecimiento. Luego le subió la falda y comenzó a masturbarla. Excitados, “Toni” agarró a la chica para situarla encima de sus caderas, pero ella pareció dudar.
–Esto no está bien, Rolando –dijo seria, utilizando su auténtico nombre.
–Calla –le respondió él con dulzura, besándola de nuevo y dejándola descender sobre su pene.
Durante largo rato María cabalgó sobre su amante, mientras él mordisqueaba los dilatados pezones y le estimulaba, alternativamente, el clítoris y el ano con su mano. Después ella se corrió, seguido al poco por el joven.
Abrazados sobre la cama, “Toni”, con voz queda, le preguntó por su trabajo; había entrado de asistenta en una casa…
–Estoy contenta. No me agobia, la paga no está mal y la señora, Laura, es muy… cariñosa. Con el marido tengo menos relación, está casi todo el día fuera, trabajando. Es un matrimonio muy… normal.
–María –cambió él de tema adquiriendo gesto serio–, debes confiar en mí. Soy tu hermano mayor y sé lo que es mejor para los dos. ¿No te he cuidado siempre?
–Claro.
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