Desde que su marido trabaja en esa nueva compañía, no sólo sus días se le hacen largos y aburridos con los chicos todo el día en la escuela, sino que las noches se eternizan esperando su llegada hasta que, cada vez más frecuentemente, cae rendida por el sueño y sólo lo ve unos momentos por la mañana.
Los doce años de matrimonio no pesan en la pareja y hasta antes de esta nueva circunstancia, solían mantener un sexo tan activo como creativo, proporcionándose recíprocamente aquello que cada uno guardaba escondido en lo más profundo de sus fantasías y que, la acendrada fidelidad de ambos les impedía concretar en otros pero, últimamente y en una de las ahora ocasionales conversaciones post-coito, ella le ha confesado que muere por concretar esos imaginarios adulterios para conocer a otro hombre, aunque más no fuera por una vez.
Por eso es que, cuando él le dice que el próximo viernes prepare una cena para recibir a Graciana y su nuevo novio, se alegra como si la visita de la secretaría de su marido significara algo trascendente en sus vidas.
Son tan escasas las visitas que reciben, que ella acoge con júbilo la noticia. Llegado el día y tras terminar de acomodar la mesa redonda del comedor con los mínimos detalles de una verdadera fiesta, Mónica se hunde en la bañera y relaja su cuerpo bajo el tibio manto del agua que ha perfumado con exquisitas sales.
El desconocimiento del novio de Graciana ha puesto un raro presagio curioso en sus entrañas y un inexplicable afán de agradarle la lleva a afeitar con minuciosidad todo su cuerpo, especialmente piernas y brazos, bajo las axilas y, por primera vez, el sexo todo, incluyendo cualquier rastro piloso en la zona anal. Perfuma detrás de las orejas, el hueco entre los senos y las canaletas de la ingle con delicados toques de una esencia, para terminar su atuendo con una liviana solera.
Nerviosa como si estuviera esperando a alguien que pedirá su mano, se distrae arreglando un detalle floral para el centro de la mesa hasta que el sonido de la puerta le anuncia su llegada. Graciana entra antes que los hombres, demorados en el estacionando de los coches y su presencia amiga le trae un poco de tranquilidad.
Después de saludarse efusivamente y elogiar mutuamente su aspecto, se encaminan hacia la cocina, donde Mónica le recrimina no haberle dicho nada sobre esa nueva relación. Mientras acomodan los platos que constituirán la entrada, Graciana le pide que espere a verlo, instalando en la mujer de su jefe una intriga que se dilucidaría cuando la joven la conduce hacia donde los hombres se encuentran conversando animadamente,
Desacostumbradamente cohibida, Mónica pide disculpas por la demora y, al levantarse el hombre de su asiento para saludarla cortésmente, Jorge la ve tan turbada y estupefacta como nunca antes. Ciertamente, el hombre constituye todo un espectáculo y su mujer se comporta como una chiquilina de quince años ante su primera cita; Mario sorprende por la inusual estatura y la brutal belleza de su cabeza leonina. Su cuerpo deja emanar una especie de magnetismo que hace imposible ignorar la fuerte musculatura evidenciada a través de la ajustada remera y su altura la empequeñece, ya que ni siquiera alcanza sus hombros.
Sin embargo, el gigante la tranquiliza por la gentileza de sus maneras y el tono grave de la educada voz con que le agradece la invitación e instándola a sentarse con ellos. Jorge se apresura a servir cuatro vasos de whisky y, a pesar de que Mónica evita beber por la facilidad con que el alcohol se le sube a la cabeza, no quiere demostrar su falta de mundanidad. Pronto las dos parejas están enfrascadas en una alegre conversación en la que Mario se constituye en la figura, ya que es el único desconocido del grupo.
El diálogo se prolonga durante un rato largo en el que se repite la ronda de bebidas y van conociendo algunas facetas del invitado, quien trabaja como reportero gráfico y ha hecho varios viajes al exterior para cubrir distintos sucesos internacionales.
A su tiempo pasan a la mesa y Jorge se encarga junto con Graciana de servir los sucesivos platos, ocasión que él aprovecha para abrir las botellas de vino en la cocina, agregando una generosa cantidad de vodka a la de blanco, mientras que la crédula mujer que aun continúa siendo Mónica se ha desentendido de su papel de anfitriona y, fascinada como una serpiente, sólo tiene sus sentidos puestos en la amena conversación del hombre.
Ya durante el desarrollo de la cena y absorta en la conversación, consume como agua las copas del vino adulterado por su marido que él se encarga de mantener siempre llena. Mario acapara la atención de todos con sus anécdotas de viajes y aleccionado por Graciana, se dirige con especial deferencia a la deslumbrada mujer que está sentada junto a él.
Así va pasando el tiempo y, ya a la hora, por el velo que empaña sus ojos entrecerrados y la agudeza de sus risitas, se ve que la mujer parece flotar en una nube mientras sigue subyugada el relato que ha cobrado un giro de íntima complicidad. La picardía del hombre se hace intencionada al referirse a extrañas experiencias sexuales en Oriente, en las que la minuciosidad de ciertos detalles hace ruborizar a la nada inocente Mónica que, a su influjo, no puede evitar sentirse sexualmente excitada,
Graciana ha ido retirando el servicio para, tras los postres, desaparecer en la cocina junto con Jorge y, a pesar de estar suspendida en un arrobado éxtasis, Mónica responde por hábito; tratando de cumplir con sus deberes de anfitriona, se levanta tambaleante de la silla, pero cuando intenta inclinarse sobre la mesa para alcanzar el centro de mesa, el mundo parece girar a su alrededor y, apoyándose en el tablero, baja la cabeza con los ojos cerrados procurando recuperar el equilibrio.
Ese es el momento que aprovecha Mario para conducirla diligentemente hacia un sillón, dejando en manos de Graciana atender su momentáneo desmayo. Al comprobar que el alcohol ha cumplido su cometido, una mano de Graciana desliza los breteles del vestido mientras la otra acaricia la nuca en el nacimiento de los rubios cabellos y tras unos leves toques de los dedos a sus hombros, deposita un tierno beso sobre la piel.
Como volviendo de un profundo letargo, Mónica abre los ojos y su inmensidad marina, teñida por esa profundidad especial que da la ebriedad, parece hundirse en la negrura abisal de los de su amiga. Aun mareada, a Mónica le es imposible sustraerse a los insistentes llamados de sus más primitivas sensaciones que, como obedeciendo a un revolucionario clamor, brotan, crecen y se expanden por todas las fibras de su ser; a esa ovárica revuelta que oscurece la razón y la lógica con las más salvajes ansias de unirse a ese cuerpo que codicia secretamente hace años.
Viéndolo todo como desde un segundo plano que le impide intervenir, ella comprende hacia donde quiere conducirla la muchacha y todo su ser se niega a esa relación antinatural, pero un inquietante polvo de mariposas parece recorrerla por entero para anidar luego en su vientre, subyugada por los pechos de Graciana que, dificultosamente contenidos por la brevedad del escote, semeja brotar una translúcida fosforescencia que deja adivinar el entramado de los fuertes músculos que los sostienen erguidos. Irrazonablemente inmóvil, Mónica se entrega mansamente a las caricias de la secretaria sin siquiera percibir cuándo ni cómo, de su cuerpo ha desaparecido todo vestigio de ropa y al recobrar en parte la torpe movilidad de los ebrios, descubre que el cuerpo opulento de la muchacha yace a su lado.
A pesar de que su imaginación es prolífica, nunca ha mantenido ante su marido una situación sexualmente comprometida, pero ahora sus sentidos desbordados aceptan el convite de la muchacha. Como atacadas por una fiebre maligna pero con una lentitud exasperante, manos y bocas se multiplican sobre la piel tocando, rozando, arañando, lamiendo y besando, pero sin concretar nada, sin siquiera aproximarse a los sitios secretos que, inevitablemente, derrumbarían los diques de la cordura. Brazos y piernas se entrelazan y retuercen, se anudan y desasen, pero un algo mágico entre los dos cuerpos las atrae y repele a la vez. Las pieles transpiradas cobran extraños reflejos y los senos se bambolean en una suave oscilación que sólo sirve para destacar toda su magnífica belleza.
Inmersa en la neblina del alcohol, Mónica paladea esa piel con reminiscencias a canela oriental, hundiendo sus dedos entre aquellos muslos de espuma, de nubes, de flores y de luces, roza esas caderas de abismo, fatales y palpitantes y los cuerpos manifiestan el inventario sin fin del deseo en el leve acezar de sus bocas, mimetizándose en el éxtasis del sexo. El húmedo nido de su pubis, fragante de ásperos e íntimos aromas, parece abrirse y cerrarse al compás del sexo palpitante que, pulsante en un movimiento de succión casi siniestro, busca llenar ávidamente el vacío que lo habita.
Graciana desciende a esas regiones casi humeantes por los vapores que exhalan y a ese contacto, constelaciones luminosas circulan por la sangre de Mónica con los humores del universo concentrados allí y una apoteosis de plenitud corretea por su espalda, arriba y abajo a lo largo del ondulante canal que se hace más profundo y oscuro al llegar a los glúteos. Las glándulas de Mónica mandan secretas órdenes al cuerpo y las mucosas de la vagina escurren en espesos fluidos hacia los labios ardientes de la vulva.
Como extrañadas, olvidadas totalmente de quiénes son y dónde están haciéndolo, la una inmersa en la embriaguez y la otra con malévola conciencia, se sumergen en el ciego tiovivo del placer. Las manos de Graciana se apoderan de su nuca, dejando que los dedos trabajen en ella mientras la boca besa la carne trémula del cuello y Mónica tiene que sofocar el grito que puebla su garganta, crispada por el deseo, loco. Una música desconocida que sólo ella escucha estalla en su cabeza y la angustia cambia de signo, diluyéndose en placer, gozo y tortura simultáneamente, al tiempo que acaricia con instintiva sabiduría las formas opulentas de su amiga-amante, acompañando fascinada cada uno de sus movimientos y, copiándolos, los repite como una sombra sólida de ese deseo hecho carne.
Como una alud incontenible, prolifera la exuberancia de las caricias, cubriéndose de saliva, abrazadas a sus muslos y trazando en las pieles las rojas estrías de sus uñas, las dos mujeres se retuercen, sollozan y ríen a un tiempo, mientras que sus besos son cada vez más ardientes hasta que, gimiendo voluptuosamente, lanzan como un canto de amor, trémula nota del gozo fundiéndose en una sola forma deslumbrantemente dichosa.
Cuando en el más alto nivel del clímax creen haber alcanzado la satisfacción plena, el deseo insano reaparece en la sangre con un brillo imperecedero para volver a saciarse hasta el límite de sus fuerzas y los cuerpos exánimes se encienden en la pasión más furiosa con una avidez que nada ni nadie podría saciar.
Las pieles fundidas, se escurren como el paso de un color a otro en deliciosas gradaciones por las que acceden al otro cuerpo sin dejar de ser ellas mismas, como a otra instancia de su propio ser. Están unidas por una única y salvaje energía que las recorre en un proceso incesante y, a medida que iluminan nuevas regiones desconocidas, las superan para abrir la incertidumbre de otras.
El contacto de sus cuerpos las deja presas del vértigo, se besan empapadas de sudor y sus carnes se convierten en una enorme esponja de sensaciones sumergidas en un abismo sin ángulos ni nada que impida la miscibilidad ilimitada de la materia. Dulcemente enronquecidas por un timbre voluptuoso, sus voces derraman súplicas obscenas invocando por la certidumbre de la cópula y los cuerpos vibrantes y brillosos se enredan con las lenguas morbosas en una lucha estéril en la que cada una pretende vencer y ser vencida simultáneamente.
Ambas se deslizan por un antro oscuro, cálido y húmedo, de tonalidades purpúreas, resbalando en el goce con el miedo de ser devoradas por esa vagina monstruosa, ese útero siniestro pleno de aromáticas mucosas del cual pugnan por salir sólo para volver a hollarlo y así, mientras se besan y acarician con desesperación, el living parece desaparecer y las cosas se disuelven para dejarlas flotando en las tinieblas vivas de sus sexos.
Totalmente desbocadas, con las narinas dilatados por la emoción más salvaje, aspiran ansiosamente sus olores intensamente almizclados, sus sudores y hasta el violento olor de la saliva espesada por la angustia y como energizadas, sin una decisión explícita, dan fin a la impaciente y dulce espera.
Graciana toma entre sus manos el rostro convulsionado de la mujer casada, acaricia los cortos cabellos rubios y deposita tiernamente sus labios sobre la frente de Mónica. Rozando apenas la piel con la parte interior de sus labios entreabiertos baja hasta los ojos y allí enjuga las lágrimas de felicidad que esta no puede contener. Se escurre por las mejillas y toca, levemente, los labios jadeantes que a ese contacto se estremecen como si un arma terrible la hubiese hendido.
Los labios de Graciana tienen una cualidad táctil, una plasticidad que los hace maleables y como tentáculos le permiten abrazar y sorber con inopinada violencia, casi devorando. Súbitamente, los de Mónica adquieren esa misma habilidad y con profundos suspiros de satisfacción se suma al singular duelo para que las bocas abiertas se prodiguen en ese doble intento de poseer y ser poseídas. La lengua imperiosa de la joven penetra la boca con fiereza de combatiente enfrentando a la replegada de su amiga, que esquiva los primeros embates de la invasora para luego responder con dureza y atacarla a su vez con voracidad de ayuno.
En el frenesí a que la induce el alcohol, mirando sin ver, murmurando incoherencias, Mónica toma a la otra mujer por la nuca y desuniendo los labios, empeña su lengua chorreante de saliva en una lucha sin cuartel. Este singular combate las sume durante minutos en una lucha feroz, salvaje, primitiva, elemental. Ambas jadean ahogadas por el abundante intercambio de salivas y se afanan en esa deliciosa tarea de lamer y chupar las lenguas como si de penes se tratase, obnubiladas por las desgarradoras convulsiones de sus vientres.
La lengua de Graciana se desprende trabajosamente de los labios y comienza a recorrer el cuello de Mónica mientras los labios succionan tenuemente y los dientes mordisquean apenas la piel. Indolentemente, desciende a las laderas de los pechos y aguda como la de un áspid, se aposenta sobre el agitado seno en círculos morosos que finalmente la llevan a adueñarse del tumefacto pezón, lamiéndolo primero con irritante lentitud para luego, cuando ella arquea deseosa su cuerpo, envolverlo entre los labios para succionarlo fieramente.
Estremeciéndose por el ansia del deseo y sumida en hondos ronquidos, Mónica extiende sus manos para asir los colgantes y turgentes senos de la joven, acariciándolos y estrujándolos con violencia mientras sus piernas se agitan convulsivamente como buscando alivio al ardiente fuego que brota desde su vértice.
Devenida en una especie de medusa glotona, la boca de su amiga recorre pertinaz cada uno de los pliegues del abdomen, chupando, lamiendo y sorbiendo como una ventosa la torturada piel. Se detiene por unos momentos a sorber el diminuto lago de salado sudor que se ha formado en el ombligo y se pasea por la comba del vientre hasta tomar contacto con el Monte de Venus, totalmente empapado por la transpiración.
Colocándose invertida sobre su cuerpo y, tomándola de los muslos, Graciana le separa y encoge las piernas, comenzando a besar suavemente las ingles, acercándose lentamente, casi con crueldad, al palpitante sexo de Mónica que, arqueada y tensa como un arco, espera sentir en la vulva ese contacto delicioso que ahora desea.
Abriendo los ojos y viendo a cada lado de su cabeza los fuertes muslos de Graciana, las sólidas nalgas ejercen tal atracción que comienza a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción, en tanto aquella separa con sus dedos los labios de la vulva y la lengua se apresura a instalarse sobre las irritadas y rosadas carnes del clítoris para después envolverlo entre sus tiránicos labios, estirándolo rudamente.
Mónica sacude espasmódicamente la pelvis como apurando el momento de la penetración. La lengua avanza y penetra vibrante como la de un reptil los delicados pliegues de la vulva, baja hasta la prometedora cavidad de la vagina, excita sus carnosas crestas y con su punta engarfiada se desliza profundamente por las cálidas mucosas sintiendo la rugosidad febril de sus pliegues y finalmente, se escurre lentamente por el perineo, esa breve distancia altamente sensible que separa la vagina del ano, instalándose en la apertura marrón.
Las entrañas de Mónica parecen disolverse en estallidos de placer casi agónicos y no pudiendo resistir por mas tiempo ese influjo, hunde su boca en el sexo de la muchacha, lamiéndolo y sorbiendo con fruición los jugos íntimos de aquella, quien ha vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que es el manojo de pieles que rodea y aloja al pene femenino. Las manos de las dos permanecen aferradas a las nalgas y los cuerpos conforman una ondulante masa que acompasa al ritmo de su vehemencia.
El orgasmo envía sus mensajeros secretos y junto a las indescriptibles oleadas de placer que la inundan, Mónica siente como se acrecientan esas cosquillas que parecen perforar su zona lumbar. Intensas descargas eléctricas suben por la columna vertebral para instalarse en deslumbrantes chispazos de luz en su mente, mientras que infinidad de pequeñísimos garfios parecen tironear de sus carnes para arrastrarlas hacia el caldero del sexo y en su vejiga crece la presión insatisfecha de unas ganas incontenibles de orinar; debatiéndose en brazos de Graciana, busca con frenesí ese algo más, esa sensación sublime que la satisfaga.
Sin dejar de succionar la vulva, Graciana mete muy suavemente dos dedos en la vagina, entrando y saliendo, rascando, hurgando y acariciando en todas direcciones sobre la plétora de mucosas. Para reprimir los gritos que llenan su garganta, Mónica hunde con desesperación su boca en el sexo de su amante, restregando rudamente contra él sus labios y lengua.
Graciana parece haber perdido el control de sus actos e incrementando la penetración, hace que tres de los delgados dedos ahusados se hundan en el canal vaginal en un alucinante vaivén que lleva a la mujer a emitir fuertes gritos de satisfacción. Reclamándole repetidamente por más, siente que la intensidad del placer la lleva a clavar, rugiente, sus agudos dientes en el muslo de Graciana, pareciendo que su interior todo llega a una situación límite y, tras envarar su cuerpo por la tensión acumulada, siente correr los jugos que parecen vaciar sus entrañas y como fulminada, se desploma exánime.
Aun excitada y respirando afanosamente por entre sus dientes apretados pero sin haber alcanzado el orgasmo, Graciana acomoda en su regazo a la mujer mayor y con la rubia cabeza descansando sobre su hombro, la acuna dulcemente como si fuera una criatura, secándole con sus besos los restos de sudor y flujo del rostro. Cuando, con un suspiro y un gemido mimosos, Mónica entreabre los ojos todavía desenfocados para mirarla con tanta angustia reprimida, no puede evitar el roce de sus labios, sintiendo que el vaho ardiente de sus alientos se funde en uno solo y entonces, la lengua de Graciana sale de su encierro penetrando la boca ávida y Mónica envara inconscientemente la suya para salirle al encuentro como si fuera un miembro, sumiéndose en un feroz combate.
Tremolantes, vibrátiles, con las puntas engarfiadas chorreantes de cálidas salivas que las ahogan, las lenguas se hostigan reciamente hasta que las bocas sedientas se funden en una sola profunda y espasmódica succión. De sus cuerpos brotan verdaderos ríos de transpiración y sus bramidos van llenando todo el ámbito del living mientras las dos vuelven a prodigarse en caricias, apretujones y chupones que dejan cárdenos y redondos hematomas, marcando sanguinolentas estrías con sus arañazos desesperados.
Alienada, Mónica se precipita golosa sobre los hermosos senos de Graciana, extasiándose en el goce de sentir en su lengua la superficie profusamente granulada de las aureolas y los duros pezones. Como una flor carnívora, la boca toda se apodera de un seno lamiendo y chupando con ternura, mordisqueando la carne estremecida mientras su mano se entretiene estrujando entre los dedos al otro pezón. Ante esa respuesta de la mujer de su jefe, Graciana desliza su mano por el profundo surco de la meseta de su vientre, recorriéndolo tenuemente y marcando el camino hacia la estremecida colina del placer.
Llega hasta las ingles y desde allí avanza hacia las rodillas rasguñando levemente la tersa piel del interior de los muslos con el filo de sus uñas para volver lentamente hasta el vientre. Con una lentitud exasperante, las sensitivas yemas se animan a introducirse en el predispuesto ámbito caliginoso. Separando los labios, escudriñan prudentes a todo lo largo de los pliegues y luego, como intrusos, se pierden en el hueco que late en la búsqueda inútil de un miembro inexistente y, en ese canal ardiente de rugosa superficie, buscan ese lugar preciso que aliena la razón en un vaivén hipnótico, lento y profundo, que va sumiéndola en una dulce pérdida de los sentidos y las bocas vuelven a soldarse, casi mecánicamente.
Por un momento todo parece detenerse, creando un suspenso impredecible, pero de pronto, las dos mujeres se abalanzan una contra la otra, acometiéndose bestialmente y se estrechan en un apretadísimo abrazo, confundidos la risa con el llanto, las lágrimas con las carcajadas. Los cuerpos se estriegan el uno contra el otro produciendo aceitosos chasquidos al resbalar las carnes transpiradas, los senos golpean contra los senos, las piernas se entrelazan y las manos engarfiadas en los glúteos obligan a los sexos a enzarzarse en una refriega tan incruenta como inútil.
Riendo como locas, se abrazan convulsivamente y buscan con sus bocas el cuello de la otra y allí se extasían, chupando, besando y mordiéndose hasta que parecen encontrar la calma estrechamente abrazadas.
La mezcla diabólica de alcohol con la pasiones primigenias, sumen a Mónica en una nube pasional y deshaciéndose del abrazo, empuja a la joven sobre el asiento y se acuesta sobre ella pasando su boca enloquecida por los músculos de su vientre para ir con premura en busca del sexo. La hembra prevalece para vencer la resistencia de la inexperiencia; encoge y abre las piernas con sus manos para que la lengua frenética se extasíe en las ingles de Graciana hasta que los dedos índice abren los labios de la vulva y con los suyos va aferrando los pliegues en un juguetón mosdisqueo mientras sus papilas degustan los picantes fluidos internos. Tomando al endurecido clítoris entre sus dedos índice y pulgar, va retorciéndolo rudamente y la punta saliente es fustigada tenazmente por la lengua.
Lentamente explora las anfractuosidades del sexo y se entretiene sorbiendo los alrededores de la apertura generosa de la vagina con sus gruesas crestas carneas, en tanto que pulgar e índice siguen estregando dolorosamente al clítoris. Graciana se retuerce con verdadera lascivia y sus manos acomodan mejor la cabeza contra su sexo. Mónica le levanta las nalgas y su boca, lentamente, abreva en la hendidura llena de flujo vaginal y saliva. En su angurriento succionar la lengua llega hasta el negro y fruncido agujero del ano y escarba con tal empeño en él que este se dilata mansamente y su punta lo penetra, dejándole un sabor amargo en las papilas.
Totalmente fuera de sus cabales por la deliciosa caricia, Graciana se masturba restregándose el sexo y en medio de rugidos y estertores, le suplica a su amiga que la penetre. Mónica se acomoda para que la boca vuelva a posesionarse del clítoris y, ahusando sus finísimos dedos como antes lo hiciera Graciana, va introduciéndolos poco a poco en un suave vaivén al canal vaginal colmado de espesos humores tibios que a su paso se dilata mansamente para luego ceñirlos con sus músculos como si fuera una mano, acompasando ese movimiento de aferrar y soltar al de la penetración que se acentúa cuando la joven comienza a agitar su pelvis, primero con suavidad y luego con ahínco. El éxtasis las envuelve y se debaten como dos luchadores, hasta que ambas, agotadas de incontables orgasmos y envueltas en un sopor gozoso, entrelazan los cuerpos y se dejan estar, como fusiladas.
El intenso trajín la ha dejado exhausta e inmersa en una nube de algodón, Mónica siente como su amiga le acaricia la nuca y busca imperiosamente la boca con la sierpe de su lengua, trabándose en recio combate con la suya. La mano de la mujer se desliza ágilmente por el cuerpo que vuelve a encenderse en llamas, debatiéndose con desesperación. Los dedos de Graciana soban, estrujan y penetran cada rendija u oquedad de las carnes y ella se deja estar flojamente, a la espera de que aquella recomience, pero de alguna manera desconocida para ella, es una boca masculina la que se ha apoderado de su sexo, succionando aviesamente al clítoris con una violencia que la desconcierta pero a la vez la enardece y en respuesta al ondular de su pelvis, dos gruesos dedos masculinos se hunden firmemente en el interior de la vagina.
La agresión de Mario parece haber producido dos cosas; la primera ha sido sacarla de su semi inconsciencia y la segunda; rescatar un resto de instintiva defensa dictado por la naturaleza y su herencia moral y cultural, pero una cosa es lo que pasa en su mente y otra la respuesta física. Si bien sus ideas se han aclarado y tiene la suficiente lucidez como para comprender lo que está sucediendo, la sorpresa la paraliza totalmente y su cuerpo, agotado en el esfuerzo lésbico, no obedece las órdenes del cerebro.
Pero la implacable decisión del hombre no le da tiempo a pensar, ya que el restregar de un miembro contra la vulva y especialmente sobre el clítoris, deslizándose en la humedad que la excitación pusiera desde rato antes en sus carnes, no contribuye sino a encender viejas ansiedades en el vientre impidiéndole el rechazo.
Lo que hace más emocionante la terrible agresión es el absoluto silencio que guardan sus protagonistas, tan vez porque Mónica está acostumbrada a reprimir sus manifestaciones por la proximidad con los vecinos. Por un momento, Mario detiene el roce de la verga que aparentemente ha cobrado la rigidez que la convierte en un falo y, dándola vuelta boca abajo como una simple muñeca de trapo, la toma por los brazos mientras le cruza las muñecas a sus espaldas, apresándolas entre los dedos de una mano para elevarlas en una dolorosa palanca, haciendo que su torso se mantenga contra el asiento y alzando la grupa si es que quiere evitar la dislocación.
Ella tiene conciencia de que su sueño loco de ser violada y que sólo confesara a su marido en la más secreta intimidad, se está haciendo realidad y, sin embargo, algo le dice que debe rechazarlo pero, el sufrimiento sólo le hace balbucir palabras suplicantes mezcladas con gemidos angustiosos que, de pronto, se transforman en un ronco bramido cuando siente apoyarse en la boca de la vagina la carnosidad de un glande que, de manera violenta e inmisericorde penetra su sexo precediendo al falo, enorme, hasta que la peluda pelvis masculina se estrella contra él.
Aquella verga posee una rara consistencia, un calor especial y un largo y grosor que la hacen única. Insólitamente, goza con el doloroso estropicio que el tamaño desusado del falo produce en sus carnes, desgarrando y lacerando sus delicados tejidos y, cuando el hombre lo extrae totalmente parar observar la dilatación que ha alcanzado su traqueteada vagina, exhala un ruidoso suspiro de alivio que se transforma en sordo quejido cuando Mario vuelve a penetrarla aun con mayor violencia.
El hallazgo de que sus fantasías están cumpliéndose con creces y Mario será el ejecutor de lo que promete llevarla a las más desconocidas regiones del placer, la hacen menear provocativamente sus caderas. Disfruta de esa bestial penetración en la que el hombre retira el miembro y esperando la contracción de los esfínteres vaginales, lo introduce nuevamente con virulencia hasta sentirlo lastimando el cuello uterino. Complacida por tanta brusquedad, ahora es ella quien acomoda sus piernas abiertas para tener mayor sustento y sus ancas mantienen una provocativa oscilación al tiempo que manifiesta en susurrados gemidos el goce que está obteniendo.
Su marido, a quien bendice por haber propiciado su anhelo, la ha acostumbrado a mantener una misma posición por largo rato y sólo cuando el cansancio muscular lo hace necesario, cambia a una nueva, más placentera o cómoda. Además de la brutalidad con que la trata, a Mario parece gustarle alternar las cosas y luego de una serie de diez o doce remezones del ariete que la hacen estallar en ayes dolorosamente gozosos, con soeces afirmaciones sobre que así deseaba ser poseída, al retirar el príapo de la vagina vuelve a apoyarlo pero esta vez sobre los fruncidos esfínteres anales y allí, poniendo todo el peso de su enorme corpachón, va introduciéndolo en el recto.
Siempre reprimida en sus expresiones, se había acostumbrado a no hacer exageradas demostraciones vocales de su satisfacción ni del dolor, pero ahora, incontenible, estentóreo y estridente, el grito estalla en el cuarto para luego ir disminuyendo su intensidad hasta convertirse en un apagado murmullo de satisfacción. A pesar de su edad y los años de matrimonio, siempre se ha negado sistemáticamente a los tímidos intentos de penetraciones anales de Jorge. Ahora, el dolor es tan hondo como jamás lo imaginara y sus esfínteres se cierran contra la barra de carne al tiempo que experimenta la misma sensación de estar evacuando un excremento gigantesco. Soltando sus muñecas, el hombre la aferra por las amplias caderas e inicia un lento vaivén que la complace por la sensación inédita de tener semejante portento transitando sus entrañas. Apoyando las manos en los almohadones del sillón y elevando un poco el torso, Mónica se da impulso para que el cuerpo oscile yendo al encuentro de la verga.
A pesar de las expresiones cambiantes del rostro entre muecas doloridas y amplias sonrisas de goce entre arroyuelos de lágrimas, sus sollozos contrastan con los intensos cosquilleos que brotaban en los sitios más insólitos de su cuerpo pero, el conjunto le resulta tan enormemente placentero que, cuando Mario repite la maniobra anterior para observar la pulsante caverna blancuzca de la tripa socavada, ella misma comienza a alentarlo para que no se demore en volver a penetrarla por el ano.
Ese es precisamente el tratamiento que imaginara en sus fantasías y no justamente por falta de sexo, sino porque todas sus relaciones han sido desarrolladas en un ámbito de amor y respeto donde el deseo de hacer daño estuvo ausente. Por el contrario, aquel gigante no le guarda el menor respeto y, al ser desconocidos, el amor no existe.
Exaltado sexualmente, pero con la frialdad asesina de un sicario, Mario desea cumplir con su parte de lo convenido con Jorge y violar a aquella mujer que, con tanta experiencia como docilidad, lo inspira a hacerle realizar las cosas más desquiciadas que, seguramente, son ansiosamente deseadas por su víctima.
Extrayendo la verga y tomando una de las piernas de Mónica, la coloca encogida en el asiento para que esa apertura facilite la exposición de la zona genital e introduce progresivamente los cuatro dedos de su enorme mano en la vagina, dándoles un movimiento de vaivén al tiempo que el brazo gira aleatoriamente en un sentido y otro. Ya ella está totalmente falta de control y su único deseo es llegar al orgasmo que destroza con sus garras no sólo sus entrañas sino también sus riñones y nuca, allí donde se ubica aquella glándula que comanda todas nuestras reacciones químicas.
Instintivamente y necesitada de ese estímulo que complementara la bestialmente gozosa penetración, Mónica manda una de sus manos a estregar en recios círculos al clítoris empapado por los fluidos que rezuma la vagina. Al verla tan voluntariosa, el hombre retira la mano del sexo y, luego de incitarla para que introduzca sus propios dedos en la vagina, hace que, el todavía dilatado ano, reciba complacido la penetración de tres dedos ahusados.
La sensación le es tremendamente placentera y, apoyando su frente transpirada sobre el tapizado mientras da suelta a su verba procaz para incitar groseramente al hombre a que la haga acabar, somete su propio sexo a una carnicería que sólo se detiene al sentir la explosión del orgasmo y los tibios líquidos vaginales escurriendo a través de sus dedos.
Mario recién está trepando la cuesta de su excitación y ya olvidado de que lo hace por un arreglo, decide someterla a sus más bajos instintos. Tomando al cuerpo desmadejado que yace desarticulado sobre el sillón, lo alza con sus poderosos brazos y, dándose vuelta, la conduce hacia el dormitorio donde la deposita en el borde de la cama e inclinando el cuerpo, comienza a besarla rudamente en la boca en procura de una nueva excitación.
Por cierto que Mónica todavía está disfrutando de aquel orgasmo provocado por el coito más violento que experimentara en su vida, pero a la vez, la casi demoníaca incontinencia del hombre así como ese afán primitivamente animal por someter tan brutalmente al otro, parecen haberla contagiado y, aunque todavía tiene los ojos empañados por las lágrimas de felicidad y dolor, envía su lengua para responder a los perentorios embates de la de Mario.
Roncando sonoramente como dos animales en celo, se prodigan en besos, chupones y lamidas que sólo sirven para enardecerlos aun más y entonces es cuando el hombre se dedica a los expuestos y temblorosos pechos. Los dedos recios se clavan sobre la carne trémula para sobarla con saña cruel y luego, mientras con una mano continua retorciendo al largo pezón, la boca grosera se hace dueña del seno, cubriéndolo de fuertes chupones que dejan su huella rojiza en la suave piel.
Contagiada definitivamente del afán de Mario y deseando desesperadamente que esa situación no cambie jamás, enfurecidamente excitada, no sólo acaricia la cabeza del hombre que martiriza de forma tan exquisita sus senos, sino que la empuja con suavidad con el deseo loco de que esa boca anide en su sexo.
Finalmente, el hombre accede a ese mudo pedido que ella refuerza con sordos rugidos en los que asiente jubilosamente y la boca se desliza morosamente a lo largo del vientre, succionando como ventosas de sonoros chasquidos la piel transpirada y cuando arriba a la zona recientemente afeitada, Mónica ase sus piernas por detrás de las rodillas, encogiéndolas hasta que quedan pegadas a su cara.
Esa posición sobre el borde del colchón, permite al hombre admirar el lujurioso aspecto de ese sexo que en un siniestro movimiento de sístole-diástole muestra la apariencia de una monstruosa flor tropical, exhibiendo la abundancia casi grosera de los pliegues internos, inflamados y oscurecidos por la afluencia de sangre.
Acuclillándose a su frente, Mario separa con los dedos las gruesas barbas para dejar expuesta toda la magnificencia de aquel óvalo que los años y las lides dotaran de una especial sensibilidad. Súbitamente tierno, explora con la punta engarfiada de su gruesa lengua cónica los labios mayores de la vulva, escarba sutilmente entre los arrepollados frunces de los pliegues internos y escudriña en la blanca cabecita del clítoris escondida debajo del arrugado capuchón.
La lengua tiene una suave superficie pero su tensa rigidez recuerda la de un verdadero pene. Los pulgares que mantienen separados sus colgajos los maceran con ruda intensidad y la lengua comienza un recorrido serpenteante que va, tremolante, desde la elástica carnosidad del clítoris hasta la misma apertura del ano, no sin antes fustigar la pequeña uretra ni dejar sin penetrar la dilatada entrada a la vagina. Ese sexo ha sido explorado largamente por la boca de su marido pero nunca tenido la firme reciedumbre de la del hombre ni mucho menos su tamaño. Mario ase entre sus dedos índice y pulgar los gruesos pliegues y, con una saña que la hace proferir repetidos asentimientos angustiosos, los estriega el uno contra el otro, en tanto que la lengua envarada penetra el canal vaginal por varios centímetros y, a ese singular coito, se agrega el movimiento circular del otro pulgar sobre el clítoris.
Con los ojos en blanco, Mónica parece estar alcanzando el cielo al ver como se concretan sus más alocadas fantasías y aferrándose con las dos manos a la cabeza de Mario, inicia un violento hamacar de su cuerpo para así sentir mejor las delicias a que la somete el hombre, en tanto que, ya perdido todo asomo de recato, le suplica y exige al mismo tiempo que no ceje en darle tanto placer y le haga sentir como la rompe toda.
El incrementa los latigazos de la lengua y mientras los labios se aplican a succionar con violentas chupadas al inflamado clítoris, dos dedos se dedican a socavar la vagina. Los ruegos de ella se han transformado en sonoros jadeos que terminan de enardecer al hombre, quien se levanta y ahorcajándose sobre su pecho, la apremia para que le chupe el miembro.
Actuando como un mecanismo infernal sobre sus sentidos, la orden la saca de la desesperación en que estaba hundida y en las entrañas siente la histérica necesidad de tener entre sus labios aquel miembro que, sin haberlo visto todavía, presiente como la cosa más enorme que soportará en su boca. Acodándose en la cama, asciende hacia la entrepierna y la vista de la verga la alucina; todavía tumefacta, es el pene más grande que viera o imaginara en su vida, cuyo largo supera seguramente los veinticinco centímetros, pero lo que más la impresiona es su grosor y el aspecto general se le antoja monstruoso.
El tronco, ancho y chato, está cuajado de gruesas venas y en la punta exhibe la turgencia de una pequeña cabeza, cuyo surco está expuesto totalmente por la falta de prepucio. Acercando temerosa los dedos, sopesa la carnadura y cae en la cuenta de que semejante grosor no le permitirá ceñirlo totalmente entre ellos.
A pesar del nivel de calentura que el hombre ha despertado en ella, un cosquilleo de alarma corre por su columna vertebral, pero la promesa de lo que la verga le proporcionará, borra toda aprensión y en tanto la mano acaricia suavemente la piel del miembro, su lengua viborea sobre los mondos testículos, acompañada por sus labios que van sorbiendo los acres jugos de la transpiración.
El aroma acicatea su olfato y una ansiedad alocada la lleva a trepar a lo largo de la verga, fustigándola con todo el vigor de la lengua para cubrirla con una capa de espesa baba que generan sus papilas y encerrándola de costado entre los labios, va chupándola como una muda armónica. Los dedos han cercado parcialmente al ya endurecido falo y acompañan su marcha ascendente con un movimiento de vaivén que los hace arrastrar la saliva hacia el glande y, tras envolverlo apretadamente entre ellos, masturban tiernamente en forma circular el breve espacio entre la uretra y la zona carente de protección.
A una especie de malignidad evidenciada en su cara, se suman los sentimientos de gozosa felicidad y sus narinas dilatadas aspiran con fruición la salvajina del cuerpo masculino. Cuando su boca llega a las proximidades de la cabeza, la mano desciende para que todos los dedos compriman la férrea dureza del príapo y, mientras la lengua lame al terso glande, inician un lento movimiento masturbatorio en el que incluso sus cortas uñas se clavan en las anfractuosidades del pene.
Avidamente, los labios rodean esa cabeza extrañamente pequeña y deslizándose sobre la capa de baba, succionan levemente la concavidad e, introduciendo lentamente la progresiva masa del pene en la boca, comprueba que sus maxilares parecen dislocarse complacidos por tan tremendo esfuerzo y pronto, gran parte del falo está dentro de la boca.
Los labios se cierran voraces sobre la piel y su cabeza inicia un lento vaivén que complementa con un fuerte succionar, encontrando tanto placer en esa aparentemente traumática inserción que, de forma instintiva, da tres o cuatro fuertes chupones al miembro para luego retirarlo y tomando aire mientras lo masturba, volver a introducirlo para que la verga penetre cada vez un poco más.
Mientras una mano masturba frenétca al príapo, la otra acaricia y estruja los arrugados tejidos de los testículos en tanto que la boca ya aloja cómodamente al rugoso tronco introduciéndolo hasta que la cabecita penetra a la garganta sin experimentar el menor atisbo de arcadas. Su nariz casi llega a rozar el vello púbico de Mario y luego la boca se retira lentamente, rastrillando con el filo romo de sus dientes la delicada piel del falo.
Esas profundas chupadas ocasionales parecen enloquecer al hombre, quien se ha inclinado y apoyándose en sus manos, penetra la boca como a un sexo mientras su pelvis se agita en una lerda cópula en tanto que la alienta roncamente para que lo haga acabar. Tan exaltada como Mario, ella acelera la masturbación de la mano y la boca se esmera aun más en el vigor de la succión, hasta que ya en el paroxismo, previendo su próxima eyaculación, hunde el pulgar en el ano del hombre y cuando aquel expresa su satisfacción con fuertes bramidos, Mónica recibe en la boca el abundante pringue de la descarga seminal.
Abriendo la boca para respirar con más facilidad, sigue estimulando con la lengua la masa carnea que habita su oquedad mientras deglute con fruición aquel elixir almendrado que se le antoja inefable. Cuando la última gota deja de manar del falo, ella lo retira de la boca al tiempo que recoge con los dedos restos del semen que rezumaran por la comisura de sus labios y, tal si beber el esperma hubiese actuado como un brebaje mágico, experimenta la enorme necesidad de volver a sentir el miembro dentro de ella.
Tras incitarlo a que se acueste boca arriba, se ahorcaja sobre él para tomarlo por la nuca y acometer su boca con apetito de naufrago. Aplastando el torso contra los musculosos pectorales y guiando con la mano al todavía erecto falo, lo introduce en la vagina. Al sentirlo totalmente en su interior, inicia una serie de cortos remezones similares a los que ejecutan los perros y mientras él soba rudamente sus pechos, siente como merced a las flexiones de sus piernas, nuevamente la recia carnadura fálica rasga sus tejidos para sumirla en una hipnótica sensación de dolido bienestar.
Su boca golosa zangolotea contra la de Mario en una frenética batalla de labios y lenguas que van haciéndoles faltar la respiración y, entonces, manejándola a su gusto, el hombre hunde la verga en el ano en un ángulo inverosímil que incrementa su excitación. Inexplicablemente, su organismo parece adaptarse casi milagrosamente a cualquier circunstancia y esa segunda sodomía no sólo no la lastima sino que la llena de un alborozado goce.
Momentos después, el hombre la hace enderezar para que, sin salir del falo, gire hasta quedar de espaldas a él mientras maneja el ir y venir de su galope aferrándola por las caderas, pero, después de uno momentos, vuelve a tomarla por los hombros para recostarla sobre su pecho, dando él a su pelvis un vehemente movimiento que acentúa el sufrimiento de la penetración y justo en ese instante de excelso dolor-goce, la consistencia y rápido tremolar de la lengua de Graciana se descarga sobre su sexo
Exaltada como en sus mejores momentos de euforia, esa nueva amante ha ido cobrando excitación ayudada por Jorge con un cuidadoso masturbar a su sexo para que, llegado el momento estuviera en óptimas condiciones y ahora se acuclilla frente a las piernas abiertas de la pareja.
Graciana coloca ambas manos en la entrepierna de Mónica y, mientras acaricia la zona inguinal, hace que su vibrante lengua realice un periplo torturantemente placentero. Comenzando en el mismo sitio por donde el falo se introduce al ano, penetra levemente la mojada entrada a la vagina y luego sube a lo largo del sexo cuyas carnosidades han abierto sus dedos pulgares como las siniestras alas de una monstruosa mariposa.
Juguetona, restriega sobre el fondo iridiscente del óvalo su mentón como si fuera un huesudo pene deslizándose arriba y abajo, de izquierda a derecha y, desde la vagina hasta comprimir dulcemente la escondida cabeza del clítoris. La sensación es maravillosa y aun lo es más, cuando la muchacha comienza a alternar ese movimiento con las succiones de sus labios a los ennegrecidos frunces de los pliegues, tirando de ellos sin piedad.
Mario le ha hecho colocar los brazos estirados hacia atrás y, sosteniéndose de esa manera, da lugar para que las manos de él soben y estrujen sus senos ya enrojecidos por el vigor de ese manoseo. Esa posición también le permite observar como el bello rostro de Graciana se ha transformado en una máscara de lujuriosa perversidad y cuando aquella alza la mirada, sus ojos se encuentran para restablecer esa comunicación energética que la sorprendiera desde el primer instante de su acople.
Pese a que su cuerpo está derrengado y dolorido por el esfuerzo de aquella barbaridad a la que se ha entregado con tanto o más apasionamiento que el hombre, la dulzura que le inspira lo que su amiga está realizando y la promesa de sus derivaciones, colocan en su garganta la fortaleza necesaria para proclamarlo en estrepitosas exclamaciones de agradecida satisfacción.
Mario arrecia con el apretujar de los senos y los embates de sus caderas cuando Graciana aloja su boca como una mórbida ventosa sobre el clítoris, succionándolo como si quisiera devorarlo al tiempo que dos dedos penetran la vagina para rascar con loca vehemencia el sensitivo bulto del interior. Mónica cree alcanzar la misma satisfacción del mejor de sus orgasmos que, sin embargo, no se manifiesta en eyaculación alguna sino en una sensación infinitamente grata que no acaba de definir, pero que no sólo no la sacia sino que eleva su sensorialidad hacia otra dimensión para ir en procura de mayores placeres.
Dispuesta a cobrar su recompensa, la secretaria deja de chuparla y extrayendo el portentoso pene del ano, lo introduce en su boca para succionarlo vehementemente cinco o seis veces y, luego de volver a introducirlo en el recto, encierra al clítoris entre sus labios en hondas chupadas. Tras repetir la operación varias veces, acuclillándose inclinada junto a ellos pero sin dejar de masturbarla con los dedos, hunde en su boca abierta la sierpe vibrante de la lengua que rebusca a la búsqueda de la suya.
Al encontrarse, los órganos bucales se trenzan en una verdadera batalla, intercambiando revoltosos golpes que las hacen trasvasar el fragante líquido de sus salivas de la una a la otra. Transportada casi al paroxismo del goce, Mónica detiene el galope para enderezarse y abrazar el cuerpo de Graciana y así, estrechadas casi simbióticamente, la acompaña cuando aquella se deja caer hacia atrás.
A pesar del intenso traqueteo a que el hombre la sometiera y luego de su orgasmo, Mónica se siente tan excitada como en el primer momento. La desnuda presencia de su amiga hace que ahora sea ella quien desee abrevar en la fuente hirviente del sexo de Graciana. El alivio de la ausencia del falo en su ano, parece potenciar el histérico afán por regalarse con el cuerpo voluptuoso y hace descender su boca hacia los pechos.
Asiéndolos entre las manos, los junta y mientras los restriega sobándolos el uno contra el otro, su lengua y labios picotean alternativamente en los dos. Paulatinamente, la actividad va haciéndose más ruda y ahora, los dientes se han agregado al exquisito martirio con que su boca somete a los senos. La sexualmente multifacética muchacha, cuya incontinencia la lleva a protagonizar las combinaciones más increíbles, incluido el sadomasoquismo que le proporciona ocasionalmente el vigoroso Mario, encuentra en el sexo con la mujer casada una cuota extra de placer vesánico que no le provocaran otras.
Por su parte, esta experimenta cosas que ni siquiera ha soñado sentir. Tal vez a causa de su madurez como mujer o que la amistad con la Venus morocha potencian su sensorialidad, lo cierto es que los olores naturales de la piel, sumados a los que aportan las esencias cosméticas y los efluvios almizclados de la salvajina sexual, hacen dilatar sus narinas para aspirarlos con verdadera fruición al tiempo que en su bajo vientre rebullen insólitas cosquillas juveniles.
Progresivamente, ha ido inclinándose para que su boca angurrienta comience a recorrer las anfractuosidades del abdomen de Graciana e imitándola, Jorge copia su forma desde atrás para penetrarla lentamente por la vagina. Aquel don que han adquirido sus músculos para dilatarse o contraerse a voluntad, adaptándose automáticamente al tamaño del objeto que la penetre y que ella ha desarrollado con los años hasta conseguir dominarlos a su antojo, reconoce de inmediato al miembro de su marido; ciñéndose fuertemente contra él, consigue una estrechez propia de una vaginitis, con lo que, además de complacerlo, se proporciona a sí misma la sensación de estar siendo desvirgada.
Haciéndole encoger las piernas, rodea con sus brazos los muslos de Graciana y su lengua recorre ese sexo que ha aprendido a gozar y disfrutar, sintiendo como los jugos edulcorados de la muchacha saturan sus papilas y ponen en su mente una ciega perversión que es abonada por el rítmico vaivén con que su marido la somete.
Complacida por el beneplácito de Jorge para que ella cumpla con su sueño de ser violada y tratada como una prostituta, arremete con la boca contra ese sexo que ya forma parte de su realidad erótica, decidiendo que, en adelante y gracias a esa orgía, podrá dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos sin avergonzarse por la vileza de su conducta.
Aunque la verga de Jorge no tiene comparación con la de Mario, este sabe manejarla con tanta sapiencia como aquel y conoce de tal manera sus reacciones ante determinados roces, que muy pronto ella comienza a dejar escapar profundos gemidos de ansiedad insatisfecha. Redoblando la actividad de su boca en someter al sexo de la joven, agrega dos dedos a la caricia para que, finalmente, penetren hondamente la vagina.
Durante un tiempo sin tiempo, se abandonan a aquella cópula triple, hasta que, casi sin intercambiar palabra, un silencioso entendimiento los conduce a ser los protagonistas de una elaborada coreografía; Mario se ha sentado en la cabecera de la cama, permitiendo que Graciana se arrodille frente a él para cebarse en el falo con su boca, en tanto que Mónica, acostada boca arriba y asida a los muslos de su amiga, se solaza succionando el sexo y ano que aquella menea en un perezoso ondular, mientras que Jorge, poniendo una almohada debajo de sus caderas, le alza la pelvis para penetrarla por la vagina desde su posición acuclillada a los pies de la cama.
La gentil ama de casa, al sabor y los aromas de los jugos venéreos que degusta con fruición, se siente transportada hacia regiones inexploradas de la sensualidad y, asentando firmemente sus pies sobre la cama, flexiona las piernas de manera que él pueda penetrarla aun más hondamente. El ritmo se ha ido modificando para convertirse en vertiginoso hasta que Jorge la toma de las manos para hacerla incorporar y acostándose boca arriba, la hace colocarse ahorcajada sobre él e iniciar una morosa cabalgata.
Ella está acostumbrada a practicar esa posición y, una vez que la cadencia del vaivén con que se penetra a sí misma hamacándose adelante y atrás, enciende la eterna llama de oscura voluptuosidad en su mente, imprime a su cuerpo el ritmo de un violento galope hasta sentir como la punta de la verga se estrella dolorosamente contra el fondo de la vagina. En un momento dado le parece sentir en su cuerpo las caricias exquisitamente viciosas de las manos de la muchacha y tiene la certeza de que así es cuando aquellas van empujando su torso hacia delante.
Ya no son sólo las manos de Graciana las que acarician sus senos, sino que se han sumado las de su marido y las bocas se concentran en lamer y succionar sus pezones. Esa sensación inédita sume a Mónica en una especie de éxtasis y el incremento de la velocidad de Jorge en la penetración la lleva a emitir alborozadas exclamaciones de placer.
Y entonces, sucede lo que ni siquiera hubiera osado imaginar; las poderosas manos de Mario se asientan sobre sus nalgas y, separándolas tan ampliamente que le duele, apoya la pequeña cabeza del falo contra el ano para, sin prisa ni pausa, ir empujando hasta que todo el monstruoso miembro ocupa la tripa.
Ya ha experimentado el delicioso martirio que significa soportar semejante monstruosidad en el recto y lo ha disfrutado a pesar del sufrimiento, pero ahora es la suma de ambas vergas lo que la obnubila. Separados por una delgada membrana, los miembros se rozan estrechamente y su volumen se le hace insoportable.
Apiadados de ella, los hombres van alternándose y, cuando una de las vergas sale, la otra la penetra con perezosa lentitud. Paulatina y progresivamente, sus carnes van adaptándose a esa intrusión y cuando lo manifiesta haciendo rechinar los dientes entre sus roncos ayes de satisfacción, la penetración se hace simultánea y, por primera vez, Mónica comienza a gozarlo tan intensamente que sus gemidos sólo son para recompensarlos por tanto placer, pidiéndoles aun mayor actividad.
Apoyada en los brazos extendidos, va dando a su cuerpo una lenta oscilación que acompasa el vaivén y llegado un momento, cuando experimenta nuevamente las urgencias del orgasmo corroyéndole las entrañas, recibe la sorpresa más inesperada de su vida; extrayendo el falo de su ano, Mario lo apoya junto al de su marido en la vagina y presiona. Presiona muy lentamente hasta que, en medio de sus broncos bramidos, pareciendo a punto de estallar por tanta dilatación, los esfínteres ceden y las dos vergas encuentran cobijo en el sexo.
Aunque nunca pariera, imagina que está experimentando semejante dolor y la masa carnea que la llena semejaría a la de un bebé transitando por el canal vaginal. Incontenibles, sus lágrimas se suman a la espesa baba que fluye de la boca abierta por los ayes y lamentos, convirtiéndose en un pringue acuoso que gotea de su barbilla sobre el pecho de su marido. La intensidad del dolor ha apagado los destellos que el placer colocaba en su mente y ahora la oscuridad más profunda parece paralizarla sensorialmente.
Sin embargo, el movimiento incipiente de los falos en su interior no sólo la hace reaccionar, sino que va incrementando su sensibilidad hasta que lo que le pareciera bestialmente monstruoso instantes antes, ahora se le antoja deliciosamente placentero y su cuerpo acompaña nuevamente la invasión con denodado fervor, reclamándoles mayor actividad. Jorge sostiene elevadas sus caderas para permitir que el cuerpo se alce mejor en la penetración y Mario se ha acuclillado sobre ella como un coloso de la estatuaria para darle mayor brío a sus embestidas.
El tránsito de las dos vergas en su vagina se le hace tan histéricamente eterno como gozosamente placentero y cuando en medio de exclamaciones jubilosas les demanda histéricamente que eyaculen en su interior, acaban simultáneamente en ella.
Desaparecido ya todo atisbo de ebriedad, desfallece sobre las sábanas revueltas y pesar de lo intenso de aquella tremenda cópula, sólo el cansancio y el agotamiento han hecho mella en su cuerpo, pero el pulsar dolorido que aguijonea sus carnes más una crispación nerviosa por el orgasmo no obtenido la mantienen consciente y mientras relame con la lengua la mezcla de saliva y lágrimas que cubre sus labios y mentón, siente como la delicada punta de la lengua de Graciana se desliza sobre su entrepierna, ejecutando parecida tarea con el pastiche que la cubre.
La voluptuosa, desprejuiciada e insaciable muchacha ha seguido atentamente el sojuzgamiento de la mujer y en tanto la siente vibrar bajo sus labios y manos estimulando sus pechos, el verla gozar de esa manera tan intensa la provoca de una manera muy particular. Graciana ha llegado provista de un largo consolador de dos cabezas y ahora, provista de aquel, se encuentra arrodillada frente al sexo de Mónica, terminando de degustar el cóctel de almendrado semen y disfrutando por la fuerte inflamación que ennegrece las carnes.
Como el bífido órgano de una serpiente, la punta de la lengua serpentea enjugando el gustoso esperma que mana de la vagina y, en tanto que sus dedos índice y pulgar aprisionan entre ellos el enrojecido triángulo del clítoris para frotarlo vigorosamente, se desliza sobre los frunces cubiertos de sudor, semen y fluidos corporales, azotándolos para separarlos y poder asirlos entre los labios que los succionan tan apretadamente como pueden.
La concreción de ese orgasmo aun latente pone gemidos y ayes lastimeros en la mujer mayor, quien desea poder dar suelta a esas cosquillas que la torturan y que sólo conseguirá apaciguar por medio de la eyaculación. Con las manos rascando fieramente la cama y al tiempo que le ruega por favor a la joven que la haga acabar, clava la cabeza sobre el colchón para tensar su cuello hasta que las venas parecen a punto de estallar, mientras da a su cuerpo el impulso necesario para que la boca de Graciana la estriegue rudamente.
La muchacha percibe que ella no ha alcanzado el alivio con los hombres y, creyendo que ese es el momento exacto de aplacar su inquietud, mete la punta ovalada del elástico miembro en la entrada a la vagina y va penetrándola en suaves remezones hasta casi la mitad. Esa parte tiene aproximadamente las mismas dimensiones que el falo de Mario y, abriendo las piernas de Mónica, se acuclilla sobre ella para descender e ir introduciendo el resto saliente en su propio sexo. Comprendiendo su intención y deseosa de comprobar la eficacia de aquella posición que jamás ha intentado, Mónica se abraza a su torso y, besándola tiernamente en la boca, va ayudándola a que enderece el cuerpo.
Instintivamente, colocan sus piernas para quedar cruzadas; la derecha debajo de la izquierda y la izquierda sobre la derecha de la otra. Abrazadas estrechamente, con los dedos engarfiados en las espaldas dejan que sus cuerpos sudorosos restrieguen los senos chasqueantes mientras que van adquiriendo un cierto ritmo copulatorio, dejándose caer hacia delante y atrás para sentir la contundencia del falo moviéndose en sus entrañas.
La flexibilidad del miembro les permite moverse con más elasticidad que un pene y entonces, apoyándose en los brazos extendidos hacia atrás, imprimen a sus pelvis un movimiento ondulatorio oscilante que hace estrellar sus sexos uno contra el otro y sentir más profundamente la satisfactoria masa del consolador escarbándolas. Las dos saben que se encuentran próximas al orgasmo; poniéndose un poco de lado apoyadas en un codo, se aferran a la pierna encogida de la otra para incrementar el impulso de sus caderas y mientras sus ojos famélicos de deseo se funden en una sola mirada, alcanzan sus orgasmos en medio de frases de grosera euforia y murmullos amorosos para luego confundirse en una apretado abrazo, hundiéndose en el hondo sopor de la satisfacción total.
felicitaciones, muy bueno me has hecho revivir momentos hermosos. Lee mis relatos y te darás cuenta. Besitos