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La señorita Miriam era mi maestra de matemáticas. Tenía uno de esos culos que eran imposibles dejar de ver. Todos en el aula estábamos como locos por ella. Éramos pendejos que recién empezábamos a descubrir la sexualidad, y tener a un minón como ese, mostrándonos la cola cada vez que se daba vuelta a escribir algo en el pizarrón, nos calentaba muchísimo.
Yo me sentaba adelante, sólo para mirarla bien de cerca. Solía usar pantalones de jean bien ajustados, y remeritas muy ceñidas, y encima, un guardapolvo blanco, bien cortito, que lejos de parecer el atuendo adecuado para una docente, se asemejaba más a un vestidito sensual, que le tapaba apenas hasta las nalgas, y que cuando se inclinaba levemente, mostraba la cola, que, con esos pantalones que usaba, que le calzaban como guantes, daban una sensación de desnudez que me volvía loco.
También usaba vestidos largos, ceñidos, con tajos en las piernas, y si se prestaba mucha atención, se podía ver marcada la tanga que llevaba puesta. Era petisa, rubia, delgada, de ojos azules y cara de puta linda. Rondaba los treinta y tantos.
Hubo un día en que el cielo estaba tan negro, que anunciaba una tormenta salvaje a punto de estallar. Mi mamá me dijo que por esa vez podía faltar a clases. Pero yo insistí en ir. Me gustaba ir en los días de tormenta, porque la mayoría de los chicos no asistían, y nos la pasábamos boludeando todo el día, ya que los maestros no podían dar temas nuevos estando tantos alumnos ausentes. Sin embargo, ese día en particular, yo estaba empecinado en ir a la escuela, no sólo porque sabía que nos íbamos a divertir con los pocos compañeros que fueran, sino porque tocaba clase de matemáticas, y la señorita Miriam iba a estar ahí.
Unos meses atrás, también hubo una tormenta (aunque no tan impresionante como la del día del que trata esta historia), también tocaba clases de matemáticas. La señorita Miriam había aparecido mojada, ya que, en los pocos metros que hizo desde donde dejó el auto hasta la entrada de la escuela, fue suficiente para mojarla de pies a cabeza. Se había quitado el guardapolvo. Su remerita celeste, que dejaba su obligo al descubierto, también estaba mojada, y se adhería a su piel de tal manera que le marcaba las tetas.
— Chicos, pórtense bien, voy a secarme y más tarde vuelvo. — nos había dicho.
Volvió recién después de dos horas. Había secado su guardapolvo y su remera con una estufa, aunque en realidad, todavía estaban húmedas.
En el tiempo que nos había dejado en el salón, nos dedicamos a fantasear con ella. Todos estábamos convencidos de que era una puta: su manera de sentarse, con las piernas abiertas, su forma de vestir tan provocadora, su sonrisa fácil, sus gestos cuando hablaba con alguno de los profesores, y además, ese aire inexplicable que la hacían parecer una mujer extremadamente sexual, hicieron, que, sin lugar a dudas, determinemos que le gustaba la pija más que cualquier otra cosa.
Alguno propuso hacer una baquita y ofrecerle dinero por sexo, otro, más radical, dijo que lo ideal sería una violación grupal en el mismo salón. Éramos pendejos que, tratándose de sexo, no sabíamos diferenciar del todo las fantasías de la realidad, por lo que comenzamos a enumerar las cosas que le haríamos.
Cuando llegó la señorita Miriam, todavía estábamos poseídos por nuestra virilidad inmadura. Ese día prácticamente no tuvimos clase, la señorita se limitó a corregir algunos ejercicios de la clase anterior. Como suele suceder en esas circunstancias, todos no acercamos, sin orden, para ser los primeros en ser corregidos. Como éramos pocos, por esta vez la señorita no pareció molestarse (aunque Miriam no solía molestarse por nada). Los cinco la rodeamos, mientras ella iba corrigiendo uno por uno. En un momento pareció cansada de estar sentada, así que se puso de pie. Tenía una pierna estirada, y la otra, unos centímetros más adelante, un poco flexionada, cosa que hacía resaltar su trasero. En una actitud inusitada, que sólo hubiese sido capaz de hacer en ese momento, después de haberme quemado la cabeza con las historias que nos inventábamos de ella, aprovechando que estaba detrás suyo, mientras corregía la tarea de uno de mis compañeros que rodeaban el escritorio, me hice el tonto, y en un gesto injustificable, rocé sus nalgas con la yema de los dedos. Sentí su forma, redonda y profunda. Luego, acerqué mi cuerpo al suyo. Estiré mi mano, entregándole mi cuaderno desde atrás.
— Seño, ¿me corrige ahora a mí? — hice un movimiento y apoyé mi pelvis en sus nalgas. Sentí el olor a hembra que emanaba de su pelo y de su cuerpo.
— Sí, esperame que termine con Giménez y ya te corrijo. — dijo ella.
Yo me quedé ahí, haciéndome el tonto. Mis compañeros veían que estaba muy cerca de la seño, pero como me tenían de frente no se percataban de que estaba pegado a ella. Miriam pareció no notar mi presencia, o quizá no le importaba, tal vez no veía malas intenciones en mi actitud. Sin embargo, el contacto de mi miembro con sus nalgas duras comenzó a excitarme, y enseguida tuve una erección formidable. Ahora era imposible que no note mi pija dura como roca en su trasero. Luego de unos deliciosos segundos donde incluso me animé a hacer otro leve movimiento pélvico y presionar más nuestros cuerpos, volvió a sentarse, y siguió corrigiendo.
Mi erección estaba resguardada por mi guardapolvo, por lo que mis compañeros no notaron nada. Yo tampoco hablé al respecto. Si lo hubiese hecho, me habría convertido en el héroe del curso, pero por algún motivo decidí guardarme el secreto para mí.
Durante el resto de la clase ella actuó normalmente, pero era imposible que no haya notado mi verga parada arremeter sutilmente con su trasero. Había dos opciones: Miriam era la maestra más indulgente de todas, que hasta podía comprender la incontrolable excitación sexual de un chico, o realmente era tan puta que incluso era capaz de coger con un alumno.
Por eso, cuando llegó otro día de tormenta, sabiendo que el aula estaba casi vacía, supe que sí o sí debía asistir a la escuela, y esperar el momento oportuno para meter mano sobre ese cuerpo que me obsesionaba. Esta vez, si ella fingía no notar mi manoseo, me animaría a hacer algo más contundente.
Llegué a la escuela cuando el cielo negro tronaba, aunque todavía no se decidía a llover. Me quedé un rato en el patio techado que usábamos en el recreo, esperando a que llegue alguno de mis amigos, los cuales nunca aparecieron, y cuando sonó el timbre fui al salón.
La señorita Miriam estaba en la puerta del aula, hablando con la señorita Mónica, de geografía.
— ¡llegó Banegas! El Sarmiento de la escuela. — dijo Miriam cuando me vio, y me abrazó, y me dio un beso en la mejilla. — yo sabía que vos no me ibas a fallar.
No me gustaba que me trate como a un nene, pero aproveché para abrazar su cintura esbelta.
— Pobrecito. — dijo la señorita Mónica. — es el único que vino.
Yo me alegré al escuchar eso, y rogué que no aparezca nadie más ¡la tendría para mí durante toda la tarde!
— Vamos a esperar a ver si viene alguien más, y si no, vamos a ver como nos divertimos, ¿dale? — me dijo la seño Miriam, frotando mi espalda. Yo me aferré más a su cintura, y deslicé mi mano levemente hasta sentir el inicio de sus nalgas.
Había muchos alumnos yendo y viniendo por los pasillos, por lo que no me animé a ir más lejos, pero si me daba otra muestra de afecto de ese tipo, iba a aprovechar para manosearle esa cola divina.
Pasaron quince minutos y no llegó nadie. De repente me entraron unos nervios terribles. Una cosa es fantasear, y otra era pasar a la acción. Si bien había tenido una especie de contacto con ella, nada me aseguraba que para la seño eso signifique algo.
Me dio unos ejercicios para practicar y se fue por ahí un rato.
— Vamos a hacer una cosa Banegas. — me dijo cuando volvió. — Vamos a terminar con la clase de hoy. Se nota que estás aburrido, y no es para menos. Además, no vas a perder nada, porque no te puedo dar ningún tema nuevo y en los que vimos hasta ahora vas muy bien.
No supe qué decir. Todos mis planes se desmoronaban.
— Bueno. — susurré.
— Pero no te vayas en bondi. — díjo. — te llevo en mi auto hasta tu casa.
Ahí me animé un poco.
— Bueno. — repetí.
— “Bueno”. — me imitó ella. — ¿No sos de hablar mucho no?
— No. — dije.
— Pobrecito ¡Qué tímido sos! — me dijo la seño, y me dio un beso en la mejilla. — Dale, guardá tus cosas y vamos.
Era muy temprano. Apenas las dos de la tarde. la clase de cuatro horas se había convertido en una de una hora. Llegaría a mi casa, fracasado, más virgen que antes. Pero al menos tenía el consuelo de que la seño me iba a llevar en su auto. ¿cuántos alumnos podían decir lo mismo?
Fuimos en silencio. Mientras comenzaba a caer una lluvia fuerte.
De repente se me encendió la lamparita. Sabía que la casa de Miriam quedaba mucho más cerca de la escuela que la mía, así que dije.
— Sabe seño, tengo muchas ganas de ir al baño. — No era del todo mentira, realmente quería hacer pis, y ver el agua que caía del cielo, intensificaba mis ganas.
— Uy que lástima que no fuiste al de la escuela. ¿no aguantás hasta tu casa? — preguntó.
— No creo. — le dije.
— Bueno, pasas al de mi casa y ya está, total, es acá nomás.
Me dediqué las siguientes cuadras a mirarla con descaro. Seguí con vista la costura de su pantalón ajustado, yendo desde las rodillas, hasta el muslo, para terminar en su sexo. las tetas, pequeñas pero paradas estaban erguidas detrás del guardapolvo. Su rostro tenía una permanente semisonrisa provocadora. Su cabello rubio estaba recogido en un rodete, haciendo que su cuello se vea más largo y delgado, cosa que parecía invitar a besar. En algún semáforo me descubría observándola y sólo se limitaba a sonreír, para luego seguir manejando, como si no hubiese notado la lascivia con la que la escrutaba.
Estacionó el auto. Llegamos al edificio donde vivía. Subimos hasta su departamento.
— Ahí tenés el baño. — me dijo. Al tiempo que se quitaba el guardapolvo, cosa que me hizo fantasear con que pronto se iba a quitar todo lo demás.
Largué un largo chorro de pis, al tiempo que escuché cómo la tormenta se desataba con furia.
— Mirá cómo se largó. — dijo Miriam, apesadumbrada. — Justo que tenías que irte.
Estaba frente a la ventana, dándome la espalda. A pesar de que estaba parada firme, su cola resaltaba maravillosamente. Tenía un jean azul claro. Volví a mirar la costura del pantalón, pero esta vez, la que separaba los bolcillos traseros. La tela parecía ser tragada por su culo profundo. Se me hizo agua la boca. Tenía una remerita mangas largas negra, también muy ceñida. Desde la cabeza hasta la cintura era esbelta y delgada, pero de cintura para abajo su cuerpo se ensanchaba en unas caderas infernales, un culo escultural, y unas piernas deliciosas.
— Vas a tener que esperar a que pare un poco — dijo, dándose vuelta, pescándome in fraganti una vez más mientras la estaba devorando con la mirada. Pero otra vez se hizo la tonta y volvió su mirada al diluvio de afuera.
Me acerqué a la ventana. Me puse al lado de ella. Afuera la lluvia se había mezclado con un viento iracundo que empañaba el vidrio y hacía ver todo borroso.
— Sí, así no va a poder manejar. — dije.
Estaba convencido de que el hecho de que la tormenta se desate de esa manera, justo cuando yo estaba en su casa, era un designio divino.
— Mirá cómo vuelan las hojas. — dijo. mientras yo apoyaba la mano en su cintura.
— Se largó muy fuerte. — dije. No tenía un gran vocabulario en esos tiempos.
— Ay que terrible. — dijo la seño. — Justo que lavé ayer el auto.
Mis manos bajaron, lentas, muy lentas. Primero sintiendo la tela fina de la remera, luego la dureza del jean. Froté la parte del pasacintos, y mis dedos distraídos siguieron su camino hasta la gloria.
— ¿Tenés novia Banegas? — preguntó la seño.
— No — contesté, ya frotando con las yemas de los dedos su voluptuoso culo.
— Sos tímido pero muy atrevido. — me dijo, desviando la vista de la tormenta hacía mi. Sin embargo, no se apartaba del manoseo, así que me animé a tocarla con mas ímpetu.
— Es que me calentás mucho, seño. — le dije. traté de comerle la boca, pero ella me esquivó.
— Sos un nene para mí.
— No soy un nene.
— ¿Sabés el lío que puedo tener si en la escuela se enteran de que estuve en mi casa con un alumno y me besé con él?
— No se va a enterar nadie. Tampoco le conté a nadie lo que pasó antes.
— Antes no pasó nada. — me dijo ella. — ¿sos virgen?
— Sí.
— ¿Y qué harías con una mujer como yo? No sabrías ni como empezar.
— ¿Querés ver? — Dije, yéndome al humo.
La agarré de la cintura. Le tiré la boca, y otra vez esquivó mi beso. Intenté de nuevo y alcancé sus labios, y le di un chupón.
— Ahora ya hiciste lo que querías. Estate contento y no le digas a nadie.
— Pero yo quero más. — le dije, todavía presionando a su cintura, haciendo fuerza hacia mi lado, porque ella amagaba con separarse.
— ¿Y qué querés?
— Quiero todo. — dije. — ¿sabés cuantas veces pensé en este momento? puta. — me animé a decirle.
— Pendejo atrevido. A ver, si tantas ganas tenés, quiero ver qué le harías a una mujer.
La besé, y esta vez fue un beso largo en donde interné mis manos desesperadas en ella, frotándole el culo y el sexo a través del pantalón.
— Pendejo pajerito. ¿esto querías? ¿Y ahora qué?
— Chupame la pija seño.
La seño obedeció. Me abrí los botones del guardapolvo, mientras ella se arrodillaba y me desprendía el botón del pantalón, para luego bajarme el cierre. Miriam agarró mi verga con sus manos de uñas largas, con ternura. Me miró con sus ojos azules, y me guiñó.
La sensación del pete fue demasiado hermosa como para describirlo. Me habían dicho que el sexo oral era lo mejor que había, pero no imaginé hasta qué punto.
Acabé a los pocos minutos. A esa edad no podía controlar mi erección. Miriam se chupaba un dedo que tenía adherido un poco de semen. Se puso de pie.
— ¿y? ¿Ya está pendejito atrevido?
— Ponete en bolas. — ordené.
Me agarró de la pija flácida y tiró de ella con suavidad.
— Vení, vamos al cuarto.
Fui arrastrando los pies porque tenía los pantalones bajos, y como ella me guiaba aferrándose a mi verga, no me los podía levantar.
Llegamos al cuarto. Se quitó toda la ropa. Su pelvis estaba cubierta por una mata de pelo castaño claro, que evidenciaban el rubio artificial de sus cabellos.
Se tiró a la cama, y se abrió de piernas.
— ¿Así está bien? ¿O en cuatro?
Era la primera vez que veía el sexo femenino en vivo y directo. Me resultó muy tentador. Me acerqué y lo besé. Se sentía extraño, no era particularmente placentero, pero el solo hecho de saber que le estaba chupando la concha a mi maestra, ya de por sí, me excitaba. Me quedé un rato comiéndole la argolla. Mis labios inexpertos se concentraban demasiado en los labios vaginales.
— Mirá, acá. — me dijo ella, señalándome el clítoris.
Arremetí con vehemencia. Miriam comenzó a largar gemidos. Comencé a sentir el sabor de sus fluidos. La seño estaba muy caliente. Yo acariciaba sus piernas tersas mientras la chupaba. Me podría estar ahogando apretado entre sus piernas, pero yo no dejaría de saborear su sexo. por fin, ella también acabó, corriéndose en mi cara.
— Eso me gustó Banegas.
Me limpié la cara con la sábana. Y me puse encima de ella. No pareció molestarle sentir mis besos con el sabor de su argolla, así que le comí la boca sin miramientos.
No se me había ocurrido llevar preservativos., tal vez porque en el fondo, creía que todo eran fantasías mías. Pero en ese momento de calentura, ni yo ni ella reparamos en ese detalle.
La penetré. Mi pija entró con increíble facilidad a través de esa concha lubricada con sus propios jugos, que parecía demasiado grande para mí. Sin embargo, sentí la suficiente fricción para sentir placer. La agarré de las tetas, y la embestí una y otra vez.
— Estás aprendiendo pendejito. Creo que hoy aprobás. — dijo, mientras flexionaba las piernas y las envolvía en mi cintura. Con sus talones, me frotaba la nalga, cosa que para mi asombro me gustó.
— No me acabes adentro. — dijo, y como si fuese una señal, noté que ya no aguantaba más la eyaculación. Saqué mi verga, y sin necesidad de ningún otro estímulo, escupió su leche, cuyos chorros fueron a parar a su vello púbico y a su ombligo.
— Ahora me gustó más chiquito. — me dijo Miriam, dándome un beso.
Me sentía como drogado. No tenía los pies del todo en la tierra. Me estaba cogiendo a mi maestra. La tenía en pelotas, abrazada a mí, los dos agitados, con nuestros sexos llenos de fluidos, pero todavía insaciables.
— Ahora sí en cuatro. — le dije.
— mmm, esa es mi posición preferida.
Se dio vuelta, y se puso en pose de perra.
Le mordí el culo, lo manoseé, lo pellizqué, y le di nalgadas. Por fin lo tenía para mí, ya sin esos pantalones que solo mostraban sus formas. Ahora estaba frente a las dos nalgas macizas, imponentes, infernales. Le chupé el ano, sintiendo la piel gruesa en forma de anillo que rodea el agujero, mientras con las manos estrujaba las nalgas. La llené de saliva. Mi pija, ya estaba dura de nuevo. Apunté. Me costó encontrar la posición adecuada, y ella me ayudó abriendo más las piernas. Entonces entré en la seño Miriam de nuevo. Era su posición preferida y ahora también la mía, porque mientras la penetraba, podía agarrar sus nalgas, y darle chirlos que la hacían gemir. La nalgueé muchas veces mientras me la cogía, a la zorra le encantaba.
Esta vez, aguanté más tiempo. Ya estaba aprendiendo a controlar mi eyaculación. Cuando estuve a punto de acabar estrujé sus nalgas con violencia, y en el frenesí de la pasión no pude contenerme y deposité todo mi semen adentro suyo.
Me di cuenta de que estaba totalmente transpirado. Miré la hora en un reloj de pared. No habían pasado ni siquiera hora y media, y ya había disfrutado de ella de muchas maneras. Tantas fantasías cumplidas en un lapso de tiempo tan corto.
— ¿Me puedo bañar acá? — le pregunté, porque no quería llegar a mi casa con olor a perfume femenino y a fluidos sexuales.
— Sí, obvio. Y a la cinco te llevo a tu casa. Si te preguntan tus papás, les decís que no hiciste nada en la escuela, pero que no te dejaron salir hasta las cinco.
— Ajam.
— Igual, todavía hay tiempo. — me dijo, abrazándome, y acariciando mi pecho con las uñas.
Sentí su respiración agitada, y su pecho expandirse y contraerse. El aroma de su perfume se mezclaba con el olor a semen que había dejado en su cuerpo.
— Debo estar loca por haber hecho esto. — dijo.
— qué bueno que estás loca.
— No le tenés que contar a nadie.
— Igual nadie me va a creer.
Comenzó a masajearme la pija, que se hinchó enseguida.
— Esto es lo que me gusta de los pendejos. — Dijo. — Se les para enseguida. A mi marido sólo se le para con la pastilla, y sólo puede una vez.
— Tenías marido. — dije, y ella rió.
— ¿Te molesta? — Preguntó.
— No. Me gusta.
— ¿Por qué?
— No sé, pero me gusta. Igual que me gusta que seas mi maestra.
— Sos un pendejito degenerado.
Mi verga estaba completamente dura de nuevo. Estaba llena de los fluidos de ambos.
— Y vos sos una puta cochina. — le dije.
— ¿Ah sí? ¿Por qué?
Por toda respuesta la ayudé a que su boca se encuentre de nuevo con mi verga.
Me hizo un rico pete. Yo le presioné la nuca e hice que se tragara la pija por completo. No tuvo inconvenientes en hacerlo.
Después dejó de mamarla y me dio besos en la panza, y en el pecho. Mordió mis pezones, haciéndome descubrir un punto erógeno que no conocía. Se abrazó a mí, y me cabalgó. Mi verga la perforó otra vez. Estábamos muy apretados, por lo que mis movimientos pélvicos eran muy cortos. Miriam me besaba el cuello, haciéndome cosquillas, a la vez que me daba placer.
Afuera la tormenta no amainaba, y adentro iniciaba otra tormenta, de proporciones incalculables.
Fin.
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