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Siento que la semana no va a terminar nunca. Cuento los días. Espero el sábado con desesperación voraz. Anticipo sus miradas, sus ganas, su imposibilidad de tocarme. Me gusta tenerlos como corderitos, mirándome hambrientos, cuando están acostumbrados a ser lobos de colmillos afilados. Ellos, que sonrojan con gestos soeces, con palabrotas que escandalizan a las mujeres que pasan. Que las dejan mudas de tanto morbo a la intemperie, de tanta vulgaridad. Que se tocan y se exhiben como animales en manada. Pero a mí no me sonrojan, no. Yo los sonrojo a ellos.
Los sábados por la mañana, al momento en que escucho los ruidos de la construcción, comienzo a relamerme. El sonido lejano de los martillos sobre el hormigón me da la señal de salida. Cada vez, le añado más a la ceremonia: salgo a la piscina con apenas algo de ropa, camino como un gato sorbiendo mi piña colada y me desvisto lentamente. Juego con mi pelo, echo la cabeza hacia atrás y me expongo para que ellos, que son mi público, me vean encendida, como quiero que me vean.
Para darles tiempo a que lleguen, uno a uno, reventando de ganas, me acaricio suavemente los pezones con el vaso helado, mientras miro como aparecen los obreros en los andamios de la construcción de enfrente. Abro las piernas y sus ojos me penetran. Entonces, me sumerjo desnuda por un rato en la piscina, sin dejar de mirarlos, para dar tiempo a que venga el resto.
Cuando emerjo, noto que los sonidos se hacen escasos porque ya ninguno quiere trabajar, solo observarme mientras escojo a uno. Uno a quien mirar de frente, un elegido a quien desvestir con la mirada. Uno a quien, ese sábado, le dedico mi cuerpo, que late por todos esos hombres que me miran, mis hombres. Tengo mil ojos recorriéndome, entrando por la hendidura de mi culo, cuando me agacho a recoger la toalla y me abro de piernas. Me ofrezco toda desde atrás, me abro entera como una flor púrpura hecha agua, mientras imagino que mi elegido me monta sin mediar palabra, y me da azotes con sus manos fuertes y callosas, ante las miradas atónitas de quienes no me podrán tener jamás.
Tengo sus ojos sobre mí y siento que mis pezones van a estallar, que mis jugos se hacen infinitos, que mi piel late entera, que mi clítoris se dilata y se expande. Mis manos me encuentran y me siguen buscando cada vez más rápido y, entre mis piernas, puedo verlos con los pantalones a reventar, con sus bestias queriendo salir. Se tocan, se masturban con las bocas entreabiertas, porque es la primera vez que una hembra los calla, y no al revés. Hasta aquí puedo oler lo agrio de su sexo. Miren lo que les hago, son míos y yo no soy de nadie, les grito mientras exploto y mi entrepierna se inunda de un jugo tibio y perfumado que lleva el nombre de cada uno de mis hombres, que miran atónitos cómo llego al orgasmo cada sábado, cuando mis gemidos se hacen tan intensos que se oye el eco en toda la construcción.
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