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Categoría: Maduras

Mi vecina ana

Yo sabía que mi vecina me espiaba. Me dí cuenta un día en que se me olvidó llevar la ropa interior al cuarto de baño, para cambiarme después de darme una ducha. Entonces, yo tenía quince años y vivía con mis padres en un piso cuyas ventanas, en su mayoría, daban a un patio interior.



Mi vecina no estaba mal para tener cerca de la cuarentena. Tenía dos hijos imbéciles con los que nadie en el barrio se trataba, y un marido que nadie sabía en qué trabajaba, solo que se pasaba la mayoría de la semana fuera de casa. Mi vecina se llamaba Ana, y aquel día, observé que miraba a hurtadillas a través de los visillos de la ventana mientras yo me asomaba en bolas a la terraza de la cocina, a coger mis calzoncillos. La verdad es que me sorprendí un poco cuando noté el movimiento de la tela tras la ventana de enfrente, pero actué como si no me hubiera dado cuenta. Pensé que sería el gilipollas de su hijo, pero cuando volví la cabeza, atisbé un mechón rubio asomando entre los visillos. La sorpresa dio paso a la curiosidad, y como quien no quiere la cosa, entré en mi habitación y subí la persiana hasta arriba. El interior de mi cuarto se veía perfectamente desde la habitación del chaval, igual que la suya se veía desde la mía. Por eso casi siempre teníamos las persianas bajadas.



Me tumbé desnudo en la cama, esperando a ver qué pasaba. Y al minuto, la puerta de la habitación del vecino se empezó a abrir. Me hice el distraído, tumbándome de costado, de modo que daba la espalda a la ventana. A través del espejo de mi armario podía ver más o menos lo que pasaba en la habitación de enfrente. Ana, la vecina, me devoró con los ojos antes de correr los visillos, dejando una estrecha ranura entre ellos. Supuse, o quise creer, que mi vecina se había quedado allí, espiando mi desnudez, y ese pensamiento me puso cachondo. Mi polla empezó a crecer, poniéndose morcillona al instante. No era una erección atroz, pero sé que tengo un buen aparato, aunque en aquellos días no lo tenía tan claro.



Como quien no quiere la cosa, me desperecé, quedándome tendido de espaldas sobre la cama. El rabo, morcillón, descansaba sobre mi bajo vientre. Miré por la ventana, constatando que los visillos seguían corridos. Imaginé a la madurita de mi vecina espiando, con una mano enterrada en su entrepierna, disfrutando de la visión de la carne joven. Y mi polla se endureció definitivamente.



Más de una vez y de dos me había hecho pajas a la salud de Ana. No estaba mal, pese a tener un poco de sobrepeso y estar casi siempre despeinada. Daba la sensación de que se iba dejando, cansada de su vida, familia y barrio. Pero algunos días la veía subir de la compra, cargada de bolsas, con blusas que hacían que su amplio pecho rebosara por el escote. Tenía un culo poderoso, hecho de andar y andar, unos bonitos ojos verdes y el pelo rubio teñido. ¿Cómo sería su color natural? Pensando en estas cosas, en el tamaño de sus tetas y en el color de su conejo, empecé a tocarme, lento, disfrutando de la pajilla, con los ojos cerrados. Imaginaba el disfrute de mi vecina, y por eso mismo, los movimientos de la mano era lentos, amplios, abarcando toda la longitud del tallo, destapando y volviendo a cubrir el prepucio. Abriendo un milímetro los párpados, intentaba ver movimiento detrás de los visillos, sin poder decir a ciencia cierta si estaba ella allí o no, pero solo imaginarlo, hacía que mi respiración se acelerara, igual que el movimiento de la mano. Poco a poco, iba llegando al orgasmo, hasta el punto de no retorno. Entonces, cuando la polla empezó a escupir su sangre blanca, manchando el pecho y la mano, abrí los ojos y giré la cabeza. Ana estaba allí, observando, espiando, sin duda caliente como una plancha. La pude ver por la abertura de los visillos, con una mano en el pecho, cerrando la bata de andar por casa, y la otra escondida, aunque quise pensar que estaba acariciando el coño que yo me imaginaba peludo y jugoso. Fue un instante, después la imagen desapareció de mi campo de visión, pero sabía que la vecina me espiaba.



Después de aquel día, Ana me evitaba. Solíamos coincidir a la vuelta del instituto, bien a la entrada del portal, bien en el ascensor o, por lo menos, cerca de las tiendas del barrio. Pero después de aquel día, y durante semanas, no la ví. Pero sabía que seguía observando desde sus trincheras. Alguna vez repetí la jugada de la ventana, y varias veces salí a la terraza desnudo o en calzoncillos, y casi siempre había movimiento detrás de los visillos. La situación me excitaba horrores, de modo que, casi sin quererlo, fui haciendo un plan. Bueno, más que un plan, era una típica fantasía erótica: plantarme en casa de la vecina cuando no hubiera nadie y ver qué pasaba. Básicamente, follármela mientras su hijo estaban en clase y su marido en el trabajo.



Me hice varias pajas a medida que maduraba el plan. Seguía mostrándome desnudo a la menor ocasión, colgando mi ropa interior en la cuerda más alejada del tendal, solo para que ella supiera que en algún momento podía salir a recogerla. Comencé, aún sin ser consciente, a vigilar sus movimientos y horarios..un día, entré incluso en la habitación de mis padres para espiar por la ventana, con la esperanza de ver a Ana desnuda, para variar. No hubo suerte.



Las semanas que pasé madurando mi plan me habían puesto tan cachondo que pensé que era un plan perfectamente viable. Sabía que mi vecina me espiaba, y no dudaba de que jugueteaba con su chumino, pensando en la polla gorda del vecinito. Imaginaba sus pezones hinchados, su mata de vello púbico brillante con los jugos de su cuerpo, los suspiros de la mujer al pasar sus dedos por su zona sensible... y pensaba que ella estaba preparada para tomar parte en mi plan. Así que tres o cuatro semanas después de que surgiera la idea, encontré la oportunidad que estaba esperando. Sábado por la noche. Mis padres saldrían a cenar y al cine, quizá se tomarían una copa. Llegarían tarde. El imbécil se había ido de campamento de fin de semana. Y había escuchado a mi madre hablar con Ana, de modo que sabía que su marido no volvería hasta dentro de un par de semanas. Por lo visto, tenía que hacer un porte extremadamente largo al norte de Alemania.



Cuando mis padres se fueron de casa, encendí la luz del baño. Volví a mi habitación, que estaba oscuras excepto la luz que entraba por la ventana. Había dejado la persiana subida por la tarde, con toda la intención. Allí esperé un momento, agazapado en un rincón. Y entonces, ¡eureka! Las luces de la habitación de enfrente se encendieron, y la persiana empezó a subir. Ana había picado en el anzuelo, preparando su butaca para la sesión que esperaba ver. Salí de la habitación y me metí en la ducha, empalmado como un burro. Fantaseé debajo del chorro de agua caliente, pensando en mi vecina, sentada con las luces apagadas, esperando con las piernas abiertas a que yo volviera a la habitación y comenzara a pajearme. Y salí. Me envolví en el albornoz y fui a la habitación. Puse música, mientras de reojo vigilaba la habitación de enfrente. La persiana estaba subida, y los visillos, descorridos. Un cuadro de luz procedente de mi habitación iluminaba la mesa de estudio del gilipollas y la cabecera de la cama. El resto estaba a oscuras. Sonreí para mí, sabiendo que en algún lugar de esa oscuridad estaría mi vecina, esperando mi actuación.



No la hice esperar. Encendí el ordenador, buscando porno. Es lo que se supone que hacen todos los adolescentes. Me senté en la silla y me quité el albornoz. De nuevo volvía a estar en pelota picada. Sin prestar atención a la ventana, agarré el cipote con la zurda, mientras que la diestra manejaba el ratón buscando una escena que me apeteciera ver. “Vecinas maduras follando”, tecleé. Cuando apareció una señora en la pantalla, me aparté un poco y comencé a pajearme.



Al rato de estar así, la mano que tenía libre se deslizó debajo de la almohada. Allí tenía escondida una linterna. Cuando noté los primeros brotes del orgasmo, me levanté y la encendí, apuntando a la oscuridad de la habitación de enfrente. El chorro de luz barrió toda la habitación hasta descubrir a mi vecina, sentada en una silla, cogida por sorpresa con la bata abierta, mostrando un pecho grande y caído. Ana miró a la luz como los conejos asustados, y una décima de segundo después, reaccionó. Se levantó de un salto, cerrando la bata al mismo tiempo, y se escabulló de la habitación. Yo sonreí, excitado, ebrio de placer y de poder. Me miré el rabo. Tenía espasmos, deseoso de dejar salir lo que tenía acumulado.



Pero tenía que darme prisa. Me puse el albornoz y las zapatillas de andar por casa. Cogí las llaves y salí al rellano, vigilando que ninguna puerta se abriera en ese momento. Sin dar la luz del pasillo, me acerqué a la puerta de los vecinos. El corazón me latía con fuerza. A pesar del plan, de haberla visto espiándome, me entró miedo de lo que podía pasar a continuación. Inspiré profundamente y toqué suavemente con los nudillos. Su casa era pequeña, como la mía, y no podría dejar de escuchar la llamada.



Por si acaso, me aparté de la mirilla. Necesitaba que abriera la puerta. Volví a picar con los nudillos y escuché unos leves pasos acercarse hasta la puerta. Luego escuché a mi vecina, pegada contra la puerta, intentando adivinar quien llamaba a esas horas.



-¿Quién es?-, preguntó. Su voz sonaba distorsionada a través de la pared. Era la primera que la escuchaba en mucho tiempo. No contesté, sino que volví a llamar suavemente.



-¿Quién es?-, volvió a preguntar. Su voz sonaba ahora un poco más chillona. Volví a tomar aire. Lo que no necesitaba es que se pusiera histérica en ese momento. Encendí la luz del pasillo y me puse delante de la mirilla.



-Tenemos que hablar-, dije a través de la puerta, controlando el tono de voz. Un momento de silencio. Creí que Ana se había retirado.



-¡Ana, abre! ¡Tenemos que hablar!- susurré perentoriamente. Cuando me iba a dar por vencido, escuché abrirse los cerrojos. La luz del pasillo se apagó, y un cuadrado de la luz que provenía de la cocina se recortó contra el suelo del pasillo. Ana estaba allí, escondida detrás de la puerta, asomando únicamente la cabeza despeinada.



-¿De qué quieres hablar?-. Su tono contenía miedo, duda y algo más que no sabía identificar.



-¿Puedo pasar?-, pregunté educadamente. –No me parece que este sea el mejor sitio-. Tras un instante, Ana me invitó a pasar. Lo había conseguido. La primera parte de mi plan había funcionado. En teoría, la segunda parte era más sencilla. Solo tenía que quitarme el albornoz y dejar que ella viera lo que tenía entre las piernas y lo que esperaba de ella...



-Mira-, empezó Ana, antes de que yo hiciera nada. –He cometido un error, no tenía que haberme quedado mirando. Lo siento-, declaró. No me lo creí. Mi vecina se había preparado a conciencia para verme. Igual que yo me había preparado para que me viera.



-Ana, no es la primera vez que me espías-, contesté. Constaté que la palabra espiar le causaba molestia. –Sí, sí, me has estado espiando desde hace un tiempo, no creas que no me he dado cuenta-, continué, yendo hacia el salón. Ana vino detrás de mí, bastante incómoda, pero sin decir ni mú. –Te he visto más de una vez mirando por la ventana, y creo que una vez me viste en mi cuarto, ya sabes... mientras me... tocaba-. La miré, esperando su reacción. Pero ella no decía nada, tan solo miraba al suelo. Parecía una niña cogida en la mentira. Seguía con la bata puesta. En uno de sus hombros alcancé a ver el tirante del sujetador, y solo eso hizo que mi polla reaccionara. Teniendo en cuenta que solo vestía el albornoz, el bulto que provocó la picha endureciéndose captó la atención de Ana.



Me senté en el sofá, cruzando las piernas. Debía resultar ridículo: una madre cuarentona recibiendo la reprimenda del vecinito de quince. Ana seguía sin decir nada, tan solo esperando acontecimientos. Decidí lanzarme un poco.



-¿Te gusta lo que ves cuando me espías?-, pregunté. Ahora sí. Reaccionó alzando la cara para mirarme.



-No te espío. Más bien eres tú, el que va andando desnudo por el cuarto.



-Lo hago porque sé que me miras. Y que te gusta lo que ves-. Ana me miró con los ojos como platos, aparentemente sorprendida.



-¿Yo? ¡Si podrías ser mi hijo!-.



-Pero no lo soy. Soy el hijo de los vecinos, al que tú te pasas el día espiando. ¿Qué dirán mis padres cuando se lo cuente?-. Pude ver el miedo cruzando el rostro de Ana. -¿Y cuando se entere tu marido? ¿O tu hijo? ¿qué dirán, eh?-. Más miedo, angustia, vergüenza... toda una variedad de sentimientos se asomaron a las claras pupilas de mi vecina mientras le decía todo esto.



-No serás capaz...- balbuceó ella. Yo me encogí de hombros.



-Depende de ti-, contesté. Me acomodé en el sofá, abriendo los brazos y apoyándolos en la parte alta del mueble. Ana me miró, incrédula, sopesando lo que quería decir el chaval que tenía delante. Un movimiento fugaz de sus pupilas me llamó la atención. Me había mirado la entrepierna. Vi claramente que la mujer estaba caliente, y al mismo tiempo, temerosa. Descrucé las piernas, aumentando el nivel de tensión. La tienda de campaña era visible, y los ojos de Ana se iban hacia allí irremediablemente.



-Enséñame las tetas- pedí. Mi vecina abrió los ojos, pero sin emitir ni una protesta. Negó lentamente con la cabeza. Dudaba.



-No-, dijo, llevándose las manos a los pechos, cerrando más si cabe la abertura de la bata. Yo aparté el albornoz, enseñando los muslos. La polla protestaba ya por ver la luz.



-Enséñame las tetas o se lo diré todo a tu hijo- insistí. Ana me miró como si estuviera loco. –Esto es lo que quieres, ¿no?. Si no es así, no entiendo porqué me espías-. Aparté del todo el albornoz, mostrando la carne de la entrepierna, orgullosa y erguida, joven y limpia de pelos. Los ojos de Ana, pese a sus negativas, devoraron el falo. -¿Te gusta lo que ves?-, pregunte, agarrandola por la base del tallo y moviéndola de un lado a otro, como si fuera un péndulo para hipnotizar a mi vecina. Notaba que sus resistencias se iban debilitando. Las manos no apretaban tan fuerte la tela de la bata.



-¿Quieres ver más?- le propuse, paseando los dedos por la longitud de la polla. Ella seguía sin decir nada, pero podía ver en sus ojos el deseo lascivo y obsceno. –Ana-, la llamé por su nombre, como la mujer que era: -Quítate eso, por favor-.



Entonces sí reacciono. Me miró como si fuera la primera vez que me veía y se irguió un poco en el asiento. Luego abrió con reticencia la bata, un poquito, lo justo para que pudiera comprobar que debajo de ella llevaba tan solo la ropa interior. Una oleada de vicio me sacudió entero. “Despacio”, pensé, mientras ella iba deslizando la bata por los hombros, hasta dejar el sujetador al descubierto, tapando el resto de su cuerpo. El sujetador era feo, de color blanco, austero en las formas, pero no podía esconder la cantidad de carne que había debajo. Las grandes tetas de Ana rebosaban la prenda. Ella no quitaba ojo de la polla, así que me puse en pie. Ana era más o menos de mi talla, era una mujer grande, con lo que nuestras caras quedaban casi a la misma altura. Dejé caer el albornoz al suelo, quedándome completamente desnudo, con la diestra agarrando el cimbrel. Ví cómo Ana se humedecía los labios con la punta de la lengua. Ya era mía.



-¿Te gusta lo que ves?- pregunté, quieto, a un par de metros de ella. Me moría de ganas por quitarle la bata, y el sujetador, por dejarla tan desnuda como estaba yo. A modo de respuesta, mi vecina se acercó, llevando su mano a mi polla. Con cierto temor, pasó las yemas de los dedos por el capullo amoratado, logrando que un par de gotas de líquido preseminal asomaran por su ojo, arrancando también un suspiro de placer de mi garganta. Ella alzó la cara, sorprendida quizá por mi suspiro.



-¿Te gusta esto?- preguntó, con el asombro en su voz. Yo contesté con los ojos cerrados, enfocando mi atención en los dedos de mi vecina.



-Deseaba esto desde que te ví en la ventana- repuse. Los dedos de Ana se cerraron en un puño alrededor de la polla. La respuesta había sido todo un acierto. Abrí los ojos. Ella miraba la polla. La bata había caído a sus pies. Las bragas también eran feas, blancas, de cintura alta, y el ligero sobrepeso de Ana se notaba en sus caderas y en una par de asas en sus costados. Pero ese mismo sobrepesa hacía que las tetas de Ana fueran así de grandes. El canalillo que veía acotado por las copas del sujetador así lo atestiguaban. Alcé una mano y la planté en sus caderas. Ana paró las caricias, así que con mi otra mano la ayudé a proseguir. Me acerqué a ella, hasta meter mi nariz entre sus cabellos, hasta pegarme a su cuerpo, limitando los movimientos de la mano. Y entonces la besé, despacio, buscando sus labios con los míos, intentando abrirlos. Saboreé los alrededores hasta que fue ella la que me buscó con la lengua. Jadeante, ansiosa, su lengua se enroscaba a la mía. Rotas las dudas del principio, la feminidad de Ana empezaba a tomar las riendas.



-Enséñame las tetas-, susurré a su oido, una vez más.



-Tienes fijación con mis tetas, ¿eh?-, contestó ella, entre suspiros. Noté un deje orgulloso en su voz. Se separó de mí, empujándome hasta que me dejó otra vez sentado. Cubriéndose al principio la barriguita y los pechos, enseguida se echó las manos a la espalda, en busca del cierre del sujetador. Luego llevó las manos a las copas, como yo había visto que hacían las zorras del porno para ponerse los pitones a punto. Ana se acercó a mí con las manos todavía sujetando las copas del sujetador, separó las piernas y se sentó a horcajadas sobre mis muslos.



-Aquí las tienes-, dijo, levantando los brazos y arrastrando la prenda con ellos. Sus tetas quedaron expuestas, grandes, de aureulas grandes y pálidas y pezones pequeños y apuntados. Estaban caídas, pero resultaban sumamente apetecibles. A mí, en concreto, me ponían a cien. Eran las tetas de mi vecina. Mis labios, voraces, volaron hacia ellas, dejando un rastro de saliva allá por donde pasaba la lengua. Las apretaba, las juntaba, las hacía botar, pellizqué los pezones y los lamí, me dí un festín de pechos, mientras Ana no dejaba de acariciarme el pelo. ¡Cómo me estaba gustando aquello!



Cuando más enardecido estaba, Ana se levantó, con la respiración agitada. Metió los pulgares debajo de la cinturilla de las bragas y con un rápido meneo de culo se las quitó, quedándose con el coño al aire. Lo ví un instante, oscuro, muy velludo, antes de que ella volviera a retomar su postura encima de mí. Maniobró un poco con la polla, apuntando a la entrada del chocho, y se la fue metiendo poco a poco.



-Si tanto te gustan mis tetas- dijo mientras se dejaba resbalar a lo largo del tallo, -puedes seguir jugando con ellas. Yo necesito polla, ¡puf, señor, qué bueno!-. Había llegado, tras varios intentos, a metérsela bien profundo. Luego puso sus manos en mis hombros y empezó a subir y bajar, lento, de manera que sus tetas bailaban a la altura de mis ojos. Tuve que hacer esfuerzos para apresar uno de sus pezones, mientras la agarraba por las nalgas, acompañando sus botes sobre mi polla. Al poco tiempo, Ana me cogió la cara, alzándola hasta que nos quedamos mirando a los ojos. Veía su pasión, su goce, y... ¡sus ganas de correrse! Los verdes ojos miraban más allá de los míos, perdiéndose en las sensaciones que nacían en la vagina y se extendían por todo su ser. Sabía que iba a llegar al orgasmo incluso antes de que ella abriera la boca.



-¡Voy... a... llegar...!- anunció, bajito, ahora sí, con las tetas botando como locas. Sus pezones se juntaban cuando se alzaba, separándose cada vez que se clavaba mi polla hasta lo más profundo. Ayudándola en su orgasmo, hundí una mano entre nuestras piernas, buscando el botón del placer y apretando un pecho con fuerza. También yo estaba cerca, pero no creía que tuviéramos tanta suerte la primera vez.



-Llega entonces, putita, córrete, date el gusto-, contesté, removiendo los dedos en el estrecho espacio que dejaba entre su coño y mi polla. Y estalló. Echó la cabeza atrás, aguantando un grito en la garganta que amenazaba con avisar a todo el barrio. Sus tetas se esparcieron a ambos lados del pecho, dejando entre ellas un espacio por el que hubiera entrado mi cabeza, y los músculos de la vagina aprisionaron la polla en espasmódicas sacudidas. Tras varios segundos de placer, Ana se fue derrumbando sobre mi cabeza, casi ahogándome entre sus melones, todavía jadeando. Mis manos reposaban en su espalda, mientras las suyas acariciaban mi pelo, rodeándome la cabeza con los brazos. Sí tenía pinta de haberle gustado. Y yo que pensaba que iba a tener que apretarla más...



-Me ha gustado que me llames “putita”- reconoció, acompasando la respiración. Yo asentí, todavía con el nabo metido en su almeja. Las últimas contracciones seguían haciéndose notar, y yo, que todavía estaba en plena excitación, empecé a moverme. A la primera sacudida, Ana levantó la cabeza, mirándome a la cara. Tenía pinta de estar entre el dolor y el placer, debatiéndose entre salirse y dejarme a medias, o hacer de tripas corazón y dejar que la usara hasta que me corriera. Intuí que esto último era lo que pasaba con su marido, así que, en contra de lo que me pedía el cuerpo, paré. Ayudé a mi vecina a sacar el miembro, que se quedo erguido y orgulloso entre nosotros dos. Ana se agachó para recoger la bata, dejándome ver la parte posterior de su anatomía, su culo redondo y las primeras estribaciones de la pelambrera de su entrepierna. “¡Joder, qué putada!”, pensé, más con la polla que con la cabeza.



Una vez cubierta, Ana se volvió, sin dejar de mirar la carne erguida. Por supuesto, yo no me había vestido, porque tenía ganas de marcha y porque esperaba sacar tajada de aquella tarde.



-¿Qué vas a hacer con “eso”?- preguntó Ana, señalando el pene.



-¡Hombre! Pues depende de lo que quieras ayudarme-, contesté, un poco en broma y un poco en serio.



-¿Quieres que te haga una paja?-, ofreció, dando un par de pasos hacia mí. La verdad es que, para empezar, no estaría mal, pero...



-¿Tú cuánto tardas en recuperarte?-, pregunté a mi vez. Igual podíamos empezar con una pajilla y acabar con un polvete. Ana puso un gesto extraño.



-No sé. Normalmente, con Paco acabamos y nos dormimos-.



-Bueno, entonces tendremos que comprobarlo-, dije, mirando un reloj de pared. –Todavía nos queda tiempo-. Ana sonrió, un tanto turbada. Imagino que para ella debía ser más raro que para mí estar como estábamos. Ella era una mujer casada con niño, y acababa de ponerle los cuernos a su marido con un vecino adolescente.



Cogí su mano y la llevé a la polla. Delicadamente, las yemas de los dedos comenzaron a acariciar el tallo y el glande, hinchados y necesitados de atenciones. Ana se sentó a mi lado, cerrando el puño sobre la polla y empezando a masajear en serio. Yo pasé un brazo sobre sus hombros, dejando descansar la mano muy cerca de una de sus tetas. Estaba abierto de piernas, facilitando en todo momento los manejos de mi vecina.



-¿Te gusta esto?¿Lo hago bien?-, me decía ella, lasciva, al oido.



-Lo haces muy bien, Ana, lo sabes. ¡Dios, qué bueno!-. Me habían hecho mejores pajas, pero no era plan de decírselo a ella. Fui deseando más. La mano que estaba sobre su hombro se acercó hasta la nuca, empujando un poco. Noté un poco de resistencia por parte de mi vecina.



-Comemela un poquito, cielo. Chupala, por favor. Estoy a punto de estallar-, rogué, ejerciendo un poco más de presión en su nuca. Ella, tras un instante, se agachó sobre mi polla, comenzando una extraordinaria felación. Hasta ahora, lo mejor que sabía hacer era chuparla. Lo hacía sin prisa, con la punta de la lengua repasando tímidamente toda la extensión del capullo, hurgando en el tercer ojo, mientras que acariciaba las pelotas con la mano.



-¡Vaya! Esto sí que sabes hacerlo, ¿eh? ¿Te has comido muchas pollas, Ana?- pregunté. Ella aceleró el ritmo de la mamada, metiéndose media polla en la boca. Un gorgoteo me dejó ver que le gustaba que le dijera esas cosas. Me puso a cien constatar que a Ana le encantaba que la maltratara verbalmente. La agarré del pelo, tirando hacia arriba, con lo que la polla salió de su boca. Me la quedé mirando. Ella me devolvió la mirada.



-¿Te gusta comerme el rabo, zorra?- pregunté, en un tono agresivo. Ella asintió, sonriendo lasciva. Pegué mis labios a los suyos, en un beso brusco, violento. Supe que su conejo volvía a chorrear. Ella seguía amarrada a mi polla con una mano. Yo empecé a meter la mía por la abertura de su bata, tocando las tetas y rebuscando más abajo, su vientre, su ombligo. Ella separó las piernas, consciente de lo que iba buscando. Y hundí la mano entre la mata de vello de Ana, que gimió de placer cuando mis dedos rozaron sus labios.



-Bueno, bueno. Querida, te recuperas rápido-, comenté, sacando los dedos empapados de jugos vaginales. –Abre la boca- ordené. Metí un dedo húmedo en su boca. Su lengua absorvió los fluidos. Me encantó verlo. Cuando acabó de relamer los dedos, consiguió escaparse, buscando desesperadamente la polla para metérsela de nuevo en la boca, poniéndose a cuatro patas en el sofá. Me la comía con ansia, como si quisiera que me corriera en un instante. Yo aproveché para volver a quitarle la bata. Sus tetas quedaron colgando, bailando al ritmo de la felación. También su grupa quedó al aire. Metí una mano entre las piernas, acariciando el peludo coño de la vecina. Noté que estaba cerca de correrme.



-Espera, Ana. No te muevas. Te la voy a meter así-. Ella tardó un poco en abandonar mi picha, pero obedeció, quedándose a cuatro patas. Cuando me puse detrás de ella, con todo su culo y su coño expuestos para mí, dijo:



-Date prisa. Me da vergüenza-. Me quedé un poco pasmado. Y me volví mucho más lascivo. Apoyé las manos en sus cachas, subiendo por los costados hasta que agarré las tetas por debajo de su cuerpo. La polla rozaba con las carnes del trasero, buscando espacio en la raja de su culo.



-¿Vergüenza?¿A estas alturas? Una puta no tiene vergüenza-, aseguré, llevando una mano al chorreante conejo. Ella gimió, no sé si por acuerdo conmigo o por puro placer. Me ayudé con la mano para dejar la punta de la polla a la entrada de su vagina. Empujé un poco y estuve dentro. Ana soltó un quedo suspiro. –Vergüenza debería darte si hacemos esto delante de tu marido-, Ana escondió la cabeza entre sus brazos, sintiendo cómo la iba penetrando, lento y sin freno. –O en mi habitación, delante del cuarto de tu hijo-. La segunda acometida fue más rápida, más fuerte, haciendo que Ana levantara la cabeza y arqueara la espalda.



-No... digas... eso... Nadie debe... enterarse...-. Pidió ella, acompasando el movimiento de sus caderas a las embestidas que recibía. Me erguí detrás de ella, agarrándola por las caderas. Seguí diciendo escenas morbosas, aumentando el placer de ambos, durante unos minutos, hasta que volví a notar las sensaciones previas al orgasmo. Entonces detuve el movimiento de mi pelvis, dejando la polla metida en el coño de la vecina. Ana notó la inactividad.



-¡No pares, por favor! ¡Sigue! ¡Fóllame, por Dios, fóllame!- Su cadera no perdía ritmo. A pesar de que tenía mis manos en sus caderas, intentando parar los movimientos de la hembra, ella hacía fuerza para clavarse la polla hasta el fondo de su chorreante conejo, y no pude detener los espasmos ni la eyaculación. Sin decirle nada, me tiré sobre su espalda, agarrando una teta y estrujándola, metiendo la polla con fuerza, descargando mi leche en su húmeda cueva.



-¡Te... estás... corriendo dentro de mí!- casi gritó, al sentir los chorros de semen golpear contra las paredes de su vagina.



-¡Sí, sí! ¡Me estoy corriendo en tu coño, putita mía!-. No podía pensar. La verdad es que no me había planteado acabar así, pero ella tampoco me había dejado muchas opciones. Después de un instante en que Ana se quedó parada, recibiendo mi corrida, durante el cual pensé que se iba a salir, pareció aceptar la situación, apretando las caderas contra mi pelvis, ordeñando hasta la última gota de mi leche. Cuando los espasmos cesaron, saqué el rabo de su entrepierna, sentándome en el sofá. Ana se puso en pie, poniéndose la diestra en el chocho.



-Espera un momento, voy al baño-, anunció. La vi casi correr por el pasillo y encerrarse en el cuarto de baño. Pensé en lo bien que vendría en ese momento un cigarrillo, y después constaté que estaba todavía con ganas de marcha. Ana volvió con un poco de papel higiénico en la mano, que utilizó para limpiar los restos de semen que quedaban en mi polla. Luego echó un vistazo valorativo al sofá, en busca de restos, y por último se puso la bata.



-No debes volver a hacer eso-, me amonestó una vez sentada. La miré, interrogándola. –Correrte dentro, quiero decir-.



-No era mi intención, pero te pusiste tan golfa que no pude resistir-. Ella enrojeció un poco. –Además, te has convertido en mi putita, ¿verdad?-, me acerqué más a ella, comenzando a besarla en el cuello. –Puedo hacer lo que quiera contigo-. Introduje una mano por la abertura de la bata, jugueteando con los pezones endurecidos de Ana.



-Si, cariño, soy tu puta- ronroneó ella. –Pero que nadie se entere-.


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