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Ya me había vuelto a Buenos Aires y me encontraba por escribir mis relatos de ese último viaje a Brasil, cuando mi jefe me informó que debíamos viajar nuevamente a Sao Luiz, noticia que me puso muy contenta pues me encontraría nuevamente con Otavio, ese morenazo que me hizo vibrar con su enorme morcilla.
Llegamos al aeropuerto alrededor de las 4 de la mañana, y de allí al hotel. Me dí una ducha porque debíamos ir a la empresa. Desde allí llamé a Otavio y quedé en que nos veríamos en mi hotel después de las 10 de la noche. No quise ir a ningún otro lado porque me encontraba muy cansada y, en realidad, yo sólo quería sexo.
Al mediodía a mi jefe y a mí nos invitaron a almorzar. Fue un almuerzo con comidas típicas nordestina, con camarones en una salsa de buen sabor y picante, pero de ingredientes no identificables. A decir verdad, la comida no me cayó muy bien, pues como a la hora, me crujían las tripas y un poco más tarde, comenzaron los gases que pugnaban por salir a la atmósfera. Por suerte, los que se me escaparon eran inodoros, pero no por eso menos peligrosos.
Durante una reunión, se me escapó un pedito, también inodoro, pero algo más consistente que los anteriores; se podrán imaginar cómo me ruboricé al darme cuenta que tenía algo líquido entre mis nalgas. Mi jefe me vió y me preguntó si me sentía mal; le contesté que necesitaba ir a tomar un poco de aire fresco porque me sentía mareada. Fui lo más rápido que pude al toilette, con las nalgas apretadas para que no me cayera nada más. Allí limpié lo que pude mi bombacha, la hice un bollo y la guardé en mi bolso.
Como durante la tarde continuaron tanto los gases como la diarrea, al llegar al hotel, me crucé a una farmacia y compré unas pastillas para cortar la diarrea y asi estar bien para recibir a Otavio.
Me di una ducha y me puse encima una remera grande que suelo usar para dormir cuando hace mucho frío y nada más; me puse a leer un libro hasta que se hicieran las 10 de la noche.
Cuando éste llegó a mi cuarto, nos fuimos derechitos a la cama. Inicié la sesión con una buena mamada de su pija negra…¡cuánto la extrañé!… se notaba que a ella le gustaba mi boquita porque estaba bien durita y enseguida saboreé el presemen; cosa que me excitó más, y me llevó a chupársela con más ganas, pero cuidando que aún no acabara… teníamos tanto para hacer!.
Me acostó de espaldas en la cama y él se ocupó de mi concha; comenzó por besarme y morderme suavemente los labios y, cada tanto, lamerme más adentro. A medida que mi concha se humedecía más y más, la lengua de Otavio penetraba más loca en mi rosado agujero.
Entonces él subió mis piernas por encima de sus hombros y me penetró como a mi me gusta: hasta el fondo!… con sus bolas tocando mis labios vaginales me sentía llena, pero no satisfecha, recién empezábamos y quería más acción todavía.
Otavio comenzó a bombear, su pistón retrocedía despacio hasta que casi salía su cabeza de mi concha y luego penetraba con fuerza… retroceso suave, penetración fuerte y profunda…así me arrancaba espasmos de placer. Él me dio vuelta, me puso en cuatro patas y siguió cogiéndome a gusto; ambos disfrutábamos de la noche.
Pero mis tripas me jugaban una mala pasada, volví a sentir sensaciones indeseables en ellas, le rogué a quien correspondiese que no pase nada, que todo siguiese así como estaba, que iba muy bien. Así con esos pensamientos, me vino un orgasmo vibrante, uno que deseé desde el momento en que pisé suelo brasileño y que esperaba fuese el primero de varios en esa noche.
Otavio, viéndome así con mi culo al aire, no tuvo la mejor idea que cambiar de agujerito para bombear. Cuando sentí la punta de su pija en mi culo, le pedí que no lo hiciera, pero lo tomó como parte del juego; sin muchas vueltas y de la misma manera que había bombeado en mi concha, sentí su pedazo de carne que me entraba hasta que los huevos chocaron contra mis nalgas, abriendo mi esfínter para adaptarse a eso.
Me seguí negando, quise retirarme, pero me sujetó con fuerza de las caderas; con cada penetración, yo sentía que junto con el placer que me daba tenerlo ahí, crecían dentro de mí, al mismo tiempo, como ganas imperiosas de defecar, ganas que aumentaban y disminuían según Otavio entraba o se retiraba.
Yo así no podía disfrutar de la culeada; Otavio, sin conocer lo que me pasaba, seguía y seguía, hasta que finalmente eyaculó. Le pedí que aún saliera de dentro de mi culo, deseaba que se quedara un poco más hasta que se calmara esa pulsante necesidad de defecar; pero en vez de disminuir, crecieron hasta hacerse casi incontrolables, me lo quise sacar de encima para correr al baño, pero apenas sacó su pija de mi culo, con un espasmo que no era de placer precisamente, me salió un chorro de diarrea acousa, que ensució la pija y las bolas de Otavio, el resto cayó de mi culo, goteó por los labios y se derramó en la sábana de la cama.
Otavio me miró, primero con sorpresa, luego con asco y finalmente con enojo. Me trató de puta cerda y me dijo que no quería volverme a ver más; se limpió la mugre con la sábana, se vistió rápidamente y se marchó sin aceptar mis excusas, dejándome sola y roja de vergüenza en el chiquero que se había convertido la cama.
Desde esa noche no quiso aceptar más mis llamadas a su celular. A la tarde siguiente, la cara de reprobación con que me miraba Vivianne – la chica que me presentó a Otavio – supe que él algo le había contado. Afortunadamente, volví pronto a Buenos Aires, ya que cada vez que me la encontraba en la empresa, recordaba lo que me había pasado y me moría de vergüenza.
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