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Para contaros esta historia, me tengo que retrotraer unos años a cuando recién salido del colegio acababa de entrar en la universidad. Recuerdo con añoranza esa época, durante la cual no solo aprendí los rudimentos básicos de todo geólogo sino el arte de complacer a una mujer. Curiosamente mi profesora en esos menesteres fue la catedrática de Cristalografía.
Doña Mercedes, aparte de estar buenísima, era un hueso duro de roer por lo que todos los estudiantes temblábamos al verla entrar en el aula. Con una mala leche proverbial, usaba y abusaba de su poder para menospreciar a los que habíamos tenido la desgracia de tenerla como tutora. Su menosprecio no tenía sexo, le daba igual que el objeto de su ira fuera una mujer o un hombre, en cuanto te enfilaba podía darte por jodido. Todavía me acuerdo de la primera vez que la tomó conmigo.
Esa mañana el metro se había retrasado y por eso llegué tarde a sus clases. Al entrar se me ocurrió no pedir perdón por mi retraso y obviando que ya estaba explicando la materia, me senté. La muy zorra no esperó a que me hubiera acomodado en mi asiento y alzando la voz, dijo:
-Se puede ver por la falta de interés del Sr. Martínez que domina los sistemas cristalinos- y señalando la pizarra, prosiguió diciendo: -¿Nos puede obsequiar con su sabiduría?
La fortuna había hecho que la tarde anterior, hubiese estudiado lo que íbamos a dar con esa arpía y aun así, totalmente acojonado, subí a la palestra desde donde los profesores impartían sus clases. Nada más llegar a su lado, me soltó:
-Como no ha tenido tiempo de escucharme, les estaba explicando a sus compañeros que había siete tipos de sistemas-
No queriendo parecer un palurdo, cogí el toro por los cuernos y demostrando una tranquilidad que no tenía, expliqué a mis amigos que aunque había treinta y dos posibles agrupaciones de cristales en función de sus elementos de simetría, se podían reagrupar en siete sistemas. Debió sorprenderle que lo supiera pero decidida a humillarme, esperó a que terminara de enunciar los tipos para preguntar:
-Parece que Usted no es tan inculto como parece pero me puede explicar: ¿Cómo le afecta a un haz de rayos x el pasar por cada una de esas estructuras cristalinas?
Aunque sabía que su asignatura se basaba en eso, no supe que responder y con el rabo entre las piernas, lo reconocí en público. Satisfecha por haberme pillado, lo explicó ella. Tras lo cual y mandándome a mi asiento, me ordenó que el lunes siguiente quería en su mesa un trabajo de cincuenta páginas sobre el asunto.
Cabreado, me mordí un huevo y no contesté a esa guarra como se merecía. Sabía que si me quejaba, de algún modo esa mujer me lo haría pagar. El resto de los presentes tampoco dijo nada porque temía ser objeto del mismo castigo. Durante los cuarenta minutos que quedaban de su clase, me quedé refunfuñando pero aun siendo imposible, deseando devolverle la afrenta. Observándola mientras daba la lección, me percaté por primera vez que esa cuarentona estaba buena. Con un metro setenta y una melena rubia, su severa vestimenta no podía ocultar que Doña Mercedes tenía un cuerpo que haría suspirar a cualquier muchacho de mi edad.
Dotada por la naturaleza de unos pechos grandes e hinchados, la blusa que llevaba en esos instantes era demasiado estrecha y eso hacía que los botones parecieran estar a punto de estallar. Absorto contemplándola dejé volar mi imaginación y deseé que mi venganza consistiera en tirármela. Ya excitado con la idea, mi pene reaccionó poniéndose erecto cuando al caérsele la tiza, se agachó para recogerla.
“¡Menudo culo tiene la vieja!”, exclamé para mí al comprobar la clase de pandero que tenía.
Sus nalgas me parecieron una maravilla y prendado por tan bella estampa, no pude retirar mis ojos de ellas con la suficiente rapidez y por eso al incorporarse, la profesora se percató de la forma en que la miraba. Curiosamente, no dijo nada y dando por terminada la clase, desapareció por la puerta. Aunque aliviado por su súbita desaparición, no pude dejar de echarme en cara el haber sido tan idiota.
En ese momento no lo supe pero al sorprenderme, se escandalizó por el brillo de mis ojos pero una vez en su despacho, cerró la puerta y recordando que había adivinado la erección de mi miembro a través del pantalón, se excitó y levantándose la falda se tuvo que masturbar mientras se lamentaba de que fuera su alumno y no un hombre que le hubiesen presentado cualquier noche.
Mientras tanto, fui el objeto de las burlas de mis compañeros que regodeándose en mi desgracia, me sentenciaron diciendo que por lo que sabían de otros años, esa puta siempre la tomaba con uno y que por bocazas, me había tocado a mí ser su víctima ese curso. Tengo que reconocer que su guasa no hizo mella en mí porque mi mente divagaba en ese momento, soñando con hacer mío ese culito.
Doña Mercedes inicia su acoso.
Tratando de no dar otro motivo a esa zorra para humillarme aún más, me pasé ese puto fin de semana encerrado en casa, haciendo el trabajo que me había ordenado. Sabiendo que no iba a dejar pasar la oportunidad para putearme, decidí leer varios de los libros que había publicado y de esa forma teniéndola a ella como principal referencia, no pudiera objetar nada de cómo había desarrollado el tema.
Satisfecho pero en absoluto tranquilo llegué a su oficina ese lunes. Al entrar en su cubículo, me pidió que cerrara la puerta y ordenando que me sentara, empezó a revisar el trabajo. La muy hoja de puta me dejó en la silla mientras se ponía a estudiar concienzudamente mi escrito. Durante los primeros diez minutos estaba tan nervioso que no pude hacer otra cosa que mirarla y eso fue mi perdición porque al recorrer su cuerpo con mis ojos, me empecé a excitar al comprobar la perfección de sus curvas.
Ajena a mi escrutinio, mi profesora estaba tan concentrada en el trabajo que no se percató de que uno de los botones de su blusa se había abierto dejándome disfrutar de parte del coqueto sujetador de encaje que portaba. Absorto en tratar de vislumbrar de alguna forma su pezón, me estaba acomodando en mi asiento cuando involuntariamente, o eso pensé, Doña Mercedes se acarició un pecho. Como un resorte mi pene se irguió bajo mi bragueta y ya dominado por el morbo, no quité ojo de su escote.
Aunque me pareció en ese instante imposible, la profesora cambió de postura mostrándome sin pudor el inicio de una negra aureola. Intentando que no notara mi erección estaba ahuecando mi pantalón cuando levantando su mirada de los papeles, me pilló haciéndolo. Noté que se había dado cuenta porque contrariando su fama, se mordió los labios antes de decirme con voz entrecortada:
-Su trabajo está muy bien, le felicito.
-Gracias- y tratando de huir de allí, le pregunté si podía volver a clase.
Afortunadamente me dio permiso y cogiendo mi bolsa, salí de su despacho hecho un mar de dudas. No me podía creer lo ocurrido y dirigiéndome directamente al baño, me encerré en uno de sus retretes mientras liberando mi pene me empezaba a masturbar recordando su mirada de deseo. Mientras daba rienda suelta a mi excitación, deseé no haberme equivocado y que sus intenciones fueran otras.
Con mi lujuria saciada, me auto convencí de que lo había imaginado y olvidando el tema, volví al aula donde mis compañeros estaban. Al verme entrar, me preguntaron cómo me había ido e incapaz de reconocer lo vivido, dije entre risas que como siempre, ese zorrón me había puesto a caer de un burro.
Desde ese día, la actitud de Doña Mercedes hacia mí no solo no cambió sino que me cogió como el saco donde descargar sus golpes y era rara la clase donde no se metía conmigo. Pero realmente si había cambiado porque después de reñirme en público, esperaba a que todo el mundo saliera para pedirme que le ayudara a llevar sus trastos al despacho. Ya en su cubículo resolvía las dudas que pudiese tener mientras hacía una clara exhibición de su cuerpo.
Aunque parezca una fantasía de adolescente, se convirtió en rutina que esa cuarentona me explicara nuevamente la materia entre esas paredes, dejando que se le abrieran los botones de su camisa o bien permitiendo que la falda se le levantara dejándome disfrutar de sus piernas. Era un acuerdo tácito, ni ella ni yo comentamos jamás, en esas reuniones, su exhibicionismo ni dejó que pasara de ahí. Lo más que llegamos fue un día que al ir a coger de un estante un libro con el que explayarse en su explicación, dio un paso en falso. Al tratarla de sostener, puse mis manos en sus nalgas y durante unos segundos nos quedamos callados mientras cada uno decidía si tendría el suficiente valor de dar el siguiente paso.
Desgraciadamente, ninguno se atrevió y separando mis manos de su culo, me volví a sentar en la silla. Al hacerlo, descubrí que sus pezones estaban totalmente erectos bajo la tela y despidiéndome de ella, la dejé plantada. Meses más tarde me reconoció que al irme, atrancó su puerta y separando sus rodillas se masturbó deseando y temiendo que algún día la hiciese mía.
Por una casualidad todo se descontrola.
Llevábamos medio trimestre con ese juego, cuando su departamento decidió hacer una salida al campo. Aunque estaba programada de ante mano, con una alegría no compartida por mis compañeros, escuché que durante una de sus conferencias, nos avisaba que el jueves y el viernes siguientes, ella y otros cinco profesores nos llevarían a comprobar in situ las diferentes formaciones rocosas de la sierra de Madrid.
Como éramos solo doce los que cursábamos ese seminario, nos dividió en grupos de un docente por cada dos alumnos. Al revisar la lista, descubrí que nos había tocado a Irene y a mí con ella. Deseando que llegara ese viaje de estudios, pregunté a mi compañera sino sería bueno que nos juntáramos para estudiar la zona que en teoría íbamos a recorrer.
Como ambos sabíamos que nos iba a examinar a conciencia durante esos dos días, no puso reparo alguno y el martes por la tarde, nos reunimos en su casa. Sabiendo que esa muchacha, además de ser un bombón, era un cerebrito llegué a la cita tranquilo pero al recibirme vestida con una bata y un grueso pijama me percaté de que tenía un trancazo de tomo y lomo. Temiendo contagiarme y que la gripe me impidiera ir a ese viaje, me mantuve distante y en menos de cinco minutos, me repartí con ella la zona a estudiar.
Irene aquejada de fiebre y con dolores de cabeza que le hacían imposible salir de casa, faltó al día siguiente. Esa misma tarde la llamé y con voz compungida me confesó que no podría ir. Lejos de enfadarme, me alegró su ausencia y frotándome las manos, con voz apenada la calmé diciendo:
-Tú no te preocupes. Si te sientes mejor, ya sabes dónde estamos.
Esa monada agradeció mi comprensión y prometiendo que si mejoraba se nos uniría, colgó. Como no quería anticipar su enfermedad, no fuera a ser que conociéndola Doña Mercedes cambiase la distribución de los alumnos, me abstuve de llamarla y por eso al día siguiente se cabreó, cuando habiéndose ido los otros grupos, se lo conté.
Su enfado se fue diluyendo al paso de los kilómetros y por eso al salir de la autopista con destino al parque natural de Peñalara, ya estaba de buen humor. Lo noté enseguida porque haciendo como si fuera un despiste, dejó que su falda se izara por encima de sus rodillas. Al ver que me estaba mostrando sus piernas con descaro, de la misma forma, no disimulé al contemplarlas. Con los ojos fijos en ella, recorrí con mi vista sus tobillos, pantorrillas y muslos dejando clara mi excitación al hacerlo. Sé que ella se contagió de mi entusiasmo porque sin soltar las manos del volante, me dijo que me pusiera cómodo.
Creyendo que lo que quería era verme, me desabroché el cinturón y ya estaba abriéndome el pantalón cuando dio un volantazo y entrando en una gasolinera, me soltó:
-Ahora vuelvo- y dejándome solo en el automóvil, desapareció en el interior del establecimiento.
Asustado por si me había adelantado, esperé su vuelta. A los diez minutos, apareció con una bolsa con bebidas y sentándose en su asiento reanudó la marcha. En silencio, aguardé a que ella diese el siguiente paso porque no quería contrariarla y menos hacer el ridículo con un ataque antes de tiempo.
-Dame una coca cola- dijo rompiendo el incómodo silencio.
Al sacar la lata, descubrí que mi decente profesora no solo había adquirido refrescos sino que en el fondo de la bolsa había una botella de whisky. Ya roto el hielo, le pregunté si solía beber ese licor, a lo que ella soltando una carcajada respondió:
-Solo bebo después de echar un buen polvo.
Admirado por su franqueza y por lo que significaban sus palabras, me la quedé mirando. Reconozco que me sorprendió descubrir que llevaba su falda totalmente levantada y que había aprovechado su entrada en la gasolinera para despojarse de su ropa interior.
-¡No lleva bragas!- exclamé pegando un grito.
Doña Mercedes, poniendo voz de putón, respondió a mi exabrupto en voz baja diciendo:
-Y a ti, eso te gusta. ¿No es verdad?
Avergonzado y con rubor en mi rostro, respondí:
-Ya lo sabe-
Muerta de risa y separando sus rodillas mientras conducía, me soltó:
-Relájate y disfruta-
Por supuesto que disfruté pero en lo que respecta a relajarme no pude porque excitada hasta unos niveles insospechados, la profesora tenía el coño encharcado. La humedad que brillaba entre los pliegues de su sexo me dio los arrestos suficientes para que sin que me hubiera dado permiso, empezara a acariciar sus piernas.
El gemido de deseo que surgió de sus garganta al sentir mis yemas recorriendo su piel, fue el estímulo que necesitaba para sin cortarme ir subiendo por sus muslos. Mi avance le hizo separar sus rodillas aún más y sin retirar sus ojos de la carretera, esperó mi llegada. Sabiendo que mi acompañante era una mujer con experiencia, decidí no defraudarla y por eso ralenticé el avance de mis dedos, de forma que cuando ya mi mano estaba a escasos centímetros de su poblado sexo, sus suspiros ya denotaban la excitación que le corría por su cuerpo.
-No sabía que sus enseñanzas incluían el estudio de las cuevas- solté en plan de guasa mientras con un dedo separaba los pliegues de su negra gruta.
-Eso y mucho más- espetó con voz colmada de deseo al sentir que no solo había cogido su clítoris entre mis yemas sino que aprovechando su entrega, uno de mis dedos se introdujo en su interior.
El olor a hembra necesitada llenó con su aroma el estrecho habitáculo del coche y contagiado de su pasión, me puse a pajearla mientras alababa su belleza. La calentura que le corroía sus entrañas, le hizo parar a un lado del camino y olvidándose de los otros automovilistas, me pidió que siguiera masturbándola mientras tumbaba para atrás su asiento.
No me lo tuvo que repetir e imprimiendo a mis caricias de un ritmo cada vez más rápido, estimulé su botón mientras metía y sacaba un par de dedos del fondo de su sexo. Sin dejar de gemir, mi profesora buscó su placer abriéndose la camisa. Al poner sus pechos a mi disposición, no me lo pensé dos veces y recorriendo con mi lengua los bordes de sus pezones, me puse a mamar de ellos mientras mi mano seguía sin pausa con la paja.
-¡Qué gusto!- gritó la rubia retorciéndose en el asiento.
Al adivinar la cercanía de su orgasmo, mordí levemente una de sus aureolas. Ella al sentir mis dientes presionando su pezón, aulló como posesa y derramando su placer sobre el asiento, se corrió dando gritos. No satisfecho intenté prolongar su clímax pero entonces y mientras se acomodaba la ropa, preguntó:
-¿Tienes carnet de conducir?
-Sí- contesté.
Dejándome con la palabra en mi boca, salió del coche y abriendo mi puerta, me soltó:
-¡Conduce!
A empujones me cambió de asiento. Doña Mercedes dejando a un lado su fama de adusta profesora, ni siquiera esperó a que arrancara para con sus manos bajarme la bragueta.
No tardé en sentir como la humedad de su boca envolvía toda mi extensión mientras con su mano acariciaba mis testículos. Su lengua recorría todos los pliegues de mi glande, lubricando mi pene con su saliva. No me podía creer que esa cuarentona que llevaba meses volviéndome loco, estuviera ahora haciéndome una mamada.
El colmo del morbo fue ver cómo se retorció en el asiento buscando la mejor posición para profundizar sus caricias. No pude contenerme y soltando una mano del volante, le levanté el vestido dejando expuesto su maravilloso culo. La visión de esas nalgas desnudas incrementó mi calentura y pasando mi palma por su trasero, lo acaricié sin vergüenza alguna. Ella suspiró al sentir mi mano, recorriendo sus posaderas. Envalentonado por su rápida respuesta, alargué mi brazo rozando su cueva. Esta vez fue un gemido lo que escuché, mientras uno de mis dedos se introducía en su sexo. El flujo que lo anegaba, me demostró que seguía totalmente dominada por la lujuria.
Fuera de sí, buscó su propio placer masturbándose mientras devoraba mi miembro. Creí estar en el cielo cuando sentí que se lo metía por completo en su garganta. Con veinte años recién cumplidos, nunca ninguna de mis parejas se había introducido mi pene hasta la base, jamás había sentido la presión que me estaba ejerciendo, con sus labios besándome el inicio de mi falo.
"¡Que bruta está!", pensé justo antes de oír cómo se volvía a correr empapando la tapicería de asiento.
Acomplejado por su maestría, la vi arquear su cuerpo y sin sacar mi sexo de su boca, intentó que yo profundizara mis caricias, diciendo:
-¡Mi culo es tuyo!
Concentrado en su placer introduje uno de mis dedos en su ojete y al hacerlo estuve a punto de chocar contra el coche que venía de frente. El susto hizo que olvidándose de la mamada que me estaba haciendo, me dijera:
-Ya estamos cerca- y acomodándose la ropa, me informó que tenía que tomar la siguiente desviación.
Como comprenderéis, me quejé al ver que paraba pero entonces metiendo un dedo en lo más profundo de su coño, lo llevó hasta y boca y dejando que lo chupara, me preguntó entre risas:
-¿Traes traje de baño?
-No- respondí
Descojonada al oírme, contestó mientras ponía una expresión pícara en su cara:
-Huy, ¡Qué pena! Yo tampoco- y prosiguiendo con su guasa, me soltó: -¡Tendremos que bañarnos desnudos en el estanque al que te voy a llevar!
La promesa de verla completamente desnuda apaciguó mi malestar y pisando el acelerador, busqué acortar mi espera. Felizmente no llevaba ni cinco minutos por ese pasaje de piedras, cuando la escuché pedirme que parara. Nada más parar el vehículo abrió la puerta y soltando una carcajada, me soltó:
-Mi ropa te enseñará el camino-
Tras lo cual la vi salir corriendo internándose en el bosque. Alucinado no me quedó más remedio que ir recogiendo las prendas que dejaba caer en su carrera y cada vez más excitado, buscar la siguiente entre los matorrales. Supe que quedaba poco al recoger sus zapatos y doblando un recodo me encontré que sentada sobre una piedra me esperaba totalmente desnuda.
-Señor Martínez, ¡Su profesora le necesita!- dijo mientras se mordía los labios, provocándome.
La cara de deseo con la que me llamaba, me hizo reaccionar y empecé a desnudarme mientras me acercaba a donde estaba. Extasiado comprobé que era todavía más atractiva en pelotas de lo que me había imaginado. Sus pechos aun siendo enormes, no se había dejado vencer por la edad e inhiestos me retaban mientras su dueña separaba sus piernas.
Sin esperar a que me diera su bendición, al llegar a su lado me arrodillé e hundiendo mi cara entre sus muslos, caté otra vez el sabor de ese coño que por maduro no dejaba de ser atrayente. La rubia suspiró aliviada al sentir mi lengua recorriendo los pliegues de su sexo y en voz alta, me informó que llevaba deseándolo desde que me regañó ese día en clase.
-¡Que buena está mi profe!- me escuchó decir mientras tomaba posesión de su entrepierna.
Dándome vía libre a que me apoderara de su clítoris, se pellizcó los pechos mientras yo, separando sus labios como si fueran la piel de un plátano, dejé al descubierto ese botón que iba buscando. Tanteando con la punta de mi lengua sus bordes, la oí gemir y entonces al apretarlo entre los dientes mi boca se llenó del flujo que manaba de su cueva. Al sentirlo, la cuarentona que llevaba suspirando un buen rato, aferró con sus manos mi cabeza en un intento de prolongar el placer que estaba sintiendo. Su éxtasis fue incrementándose a la par de mi calentura y prolongando su espera, me separé de ella.
Insatisfecha me rogó que continuara pero obviando sus deseos, la cogí entre mis brazos y depositándola en una zona de césped, me la quedé mirando con mi pene entre mis manos.
-¡Voy a follarme a la zorra de Cristalografía!- le informé mientras me arrodillaba entre sus muslos.
-Se lo ruego, ¡Señor Martínez!- imploró con su respiración entrecortada al sentir mi glande jugueteando con su sexo.
Siguiendo con el papel de discípulo y docente, introduje unos centímetros de mi extensión en su interior y entonces pregunté:
-¿Le gusta lo que hace su alumno al putón de mi profe?
-Sí- respondió con su voz impregnada de pasión.
-¿Mucho?- insistí mientras uno de mis dedos jugaba con su clítoris.
-¡Sí!- contestó, apretando sus pechos entre sus manos.
Su calentura me confirmó lo que necesitaba y metiendo un poco más mi pene en su coño, esperé su reacción.
-¡Hágalo! ¡Complace a esta zorra! - y pegando un alarido, exclamó: Por favor, ¡no aguanto más!-.
Lentamente, centímetro a centímetro, fui introduciendo mi verga. Toda la piel de mi extensión al hacerlo, disfrutó de los pliegues de su sexo. Su cueva se me mostró estrecha y sorprendido noté que ejercía una intensa presión al irla empalando. Su pasión era total, levantando su trasero del césped, intentó metérsela más profundamente pero lo incomodo de la postura no se lo permitió.
Me recreé observándola mientras intentaba infructuosamente de ensartarse con mi pene. Estaba como poseída, sus ganas de que me la follara eran tantas que incluso me hizo daño.
-Quieta- grité y alzándola, la puse a cuatro patas.
Si ya era hermosa de frente, por detrás lo era aún más. Sus nalgas duras y prietas para tener cuarenta años, me hicieron saber que esa mujer dedicaba muchas horas a la semana a fortalecer sus músculos. Al separar sus cachetes descubrí que escondían un tesoro virgen que decidí que tenía que desvirgar y no lo hice en ese instante al estar convencido de que iba a hacerlo en un futuro. Por eso y poniendo mi pene en su cueva, le pedí que se echara despacio hacia atrás. No debió de entenderme porque al notar la punta abriéndose camino dentro de ella de un solo golpe se lo insertó.
Pegó un grito que resonó en el bosque al sentirse llena y moviendo sus caderas, me pidió que la tomara. Doña Mercedes dejó de ser mi profesora para convertirse en mi yegua y recreándose en mi monta, me agarré de sus pechos para iniciar mi cabalgar. Relinchando al sentir que mi pene, ya descompuesta me rogó que la tomara. Satisfecho, escuché cómo gemía cada vez que mi sexo chocaba contra la pared de su vagina pero, fue el sonido del chapoteo que manaba de su cueva inundada cada vez que la penetraba, lo que me hizo incrementar la velocidad de mis incursiones. Cambiando de posición, agarré su melena como si de riendas se tratara y palmeándole el trasero, azucé a mi montura para que reforzara su ritmo. Sentir los azotes la excitó más si cabe y berreando como una puta, me pidió que no parara.
Excitado por el rendimiento de mi yegua, fui azotándola mientras ella se hundía en un estado de locura que me dejó helado.
-Fóllate a la puta de tu profe sin piedad- rogó implorando un mayor castigo.
Decidido a no dejar que me dominara, saqué mi polla de su interior y muerto de risa me tumbé a su lado. Doña Mercedes, insatisfecha y queriendo más, me tumbó boca arriba y poniéndose a horcajadas sobre mí, se empaló con mi miembro mientras el flujo que manaba de su sexo mojaba mis piernas. Hipnotizado por sus pechos, me quedé mirando como rebotaban arriba y abajo mientras su dueña se empalaba. Su bamboleo y la imposibilidad de besarlos por la postura, me habían puesto a cien y por eso mojando mis dedos en su sexo, los froté humedeciéndolos.
La antipática catedrática se dejó hacer y entonces con voz autoritaria, le pedí que fuera ella quien los besase. Doña Mercedes obedeciendo a su alumno, me hizo caso y cogiéndolos con sus manos los estiró y se los llevó a su boca. Os reconozco que creí correrme cuando sacando su lengua, los besó con lascivia. Tanta lascivia que fue demasiado para mi torturado pene y explotando en el interior de su cueva, me corrí.
La rubia al sentir que mi simiente bañaba su vientre de cuatro décadas, aceleró sus embestidas intentando juntar su orgasmo con el mío. Justo cuando terminaba de ordeñar mi miembro y la última oleada de semen brotaba de mi glande, Doña Mercedes consiguió su objetivo y pegando un grito se corrió. Totalmente exhaustos, caímos sobre el césped.
Al cabo de unos minutos, me besó y recogiendo su ropa, me ordenó que me levantara.
-Arriba, ¡Vago! Tenemos una tarea que hacer.
-¿Y el baño que me prometió en el estanque?
Sonriendo, me lanzó mi pantalón mientras me decía:
-¡Todavía nos quedan dos días!
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