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Categoría: Maduras

Mi obsesión por las maduras (1)

ORÍGENES DE UN PROFUNDO DESEO



Cuando uno se detiene a pensar acerca de los diferentes matices contenidos en su vida, siempre intenta dar con la causa originaria que da pie a que seamos más aficionados a una serie de cosas y menos a otras. Así pues pensamos en por qué somos tacaños o derrochadores, extrovertidos o misántropos, vagos o trabajadores,… incluso por qué preferimos a un equipo de fútbol en concreto por encima de los demás.



 



Pero la característica que vengo a tratar de examinar en este no enteramente relato, es mi obsesión por la mujer madura. Según Freud mi inclinación hacia este tipo de mujer vendría dada por el famoso "Síndrome de Edipo"; sin embargo, los síntomas que la enfermiza mente de Freud atribuía a dicho síndrome no se han dado en mi persona ni en la más remota forma. Estos síntomas van desde soñar con la muerte del padre de uno mismo o soñar con mantener relaciones sexuales con la madre, hasta entir cierta atracción física hacia nuestra progenitora.



 



En mi caso sentir atracción por cualquier miembro de mi familia es tan difícil como sentirme atraído por una persona de mi mismo sexo o por un animal, es decir imposible. Haber concebido tal idea para exponerla aquí me ha resultado, incluso, sumamente repugnante. Por tanto pasaré a relatar mi vida sexual (en parte) desde sus orígenes hasta la actualidad, con lo que el lector podrá formular una teoría propia del porqué de mi atracción hacia la mujer madura.



Excavando en las profundidades de mi memoria, inundad por las oscuras aguas del olvido, he logrado extraer algunas imágenes distorsionadas por el efecto erosionador del tiempo. Lo primero que me viene a la mente, lo cual no quiere decir que sea lo más antiguo, es mi fijación hacia las famosas "azafatas" del concurso televisivo "Un, dos, tres". Ellas me sacaban muchos años de edad, aunque no eran maduras, y sentía una particular predilección por una de ellas que era muda. Vagamente la recuerdo: pelo corto y rubio, ligeramente rizado en la zona más baja del mismo, piel pálida adornadas por mejillas graciosamente sonrojadas y unas mallas verdes ajustadas al cuerpo, con unas medias transparentes a juego que acompañaban sus delicados movimientos cada vez que bailaba.



También estaban las amazonas de la serie anime "Capitán Harlock", la cuales buscaban dominar al hombre con su supuesta superioridad, su infinita belleza (delgadas y con trajes espaciales ceñidísimos a sus esbeltos cuerpo) y su maldad. Sin embargo un solo hombre fue capaz de darles caza y destruirlas. Y siguiendo con esta lista puedo recordar a aquella señora rubia que hacía de madre en "Los problemas crecen" o a muchas famosas, bien cantantes, bien presentadoras o lo que fuesen. Lo cierto es que sentía algo y desconocía qué era y en qué desembocaría con el tiempo.



Finalmente la presa se abrió y un cauce comenzó a extenderse desde mis 16 años hasta ahora.



Fue en el instituto, en la clase de Historia. Nuestra profesora era una completa amante del arte como supe más tarde, apasionada de la sensualidad que denotaban, según ella, los bellos trazos del pincel sobre el lienzo. Sin embargo nos daba clases de Historia y mi fijación por ella tuvo su origen el mismo día que la vi traspasar el marco de la puerta del aula: una mujer de unos 50 o poco menos años de edad, de pelo corto y rubio (tintado por supuesto), unos ojos marrones exageradamente adornados por el rimel, unos labios voluptuosos, algo arrugados por la edad, como el resto de su rostro, pero pintados de un rojo sin duda alguna muy llamativo, de cuerpo delgado, pechos de un tamaño normal, unas manos adornadas por numerosos abalorios y unas piernas enfundadas en medias negras, de una perfección inigualable.



Esta mujer, al parecer, tenía reputación de ser muy "abierta" y coqueta. Yo era sumamente inocente y no me fijaba en los detalles de su forma de ser o en sus gestos. Lo cual no hizo más que llamar su atención pues si en una clase en la cual predominaban los chicos y todos, excepto uno, era unos completos salidos… Además, a parte de la educación proteccionista de mis padre yo llevaba un curso adelantado, por lo que no sólo mi forma de pensar era bastante inocente sino que mi aspecto físico era muy juvenil y, de hecho, aún aparento mucha menos edad de la que debiese gracias a mi retardado crecimiento.



Sólo ahora me doy cuenta del tiempo que desperdicié al no darme cuenta de su picaresca a la hora de intentar conocerme mejor. Las frases que me dirigía iban acompañadas de cierta carga indagadora que me resultaba imposible de percibir. Es por ello, según me contó, por lo que optó por una táctica más obvia de descubrir a riesgo de su reputación, aunque terminó por resultarle divertido su atrevimiento. Dicha táctica consistía, por ejemplo, en sentarse sobre la parte delantera de su mesa y ponerse a explicar balanceando esas preciosas piernas que daban culminación a su delicioso cuerpo, pero jamás las cruzaba, sino que las mantenía separadas hasta el punto de levantar comentarios entre los alumnos al finalizar la clase. Aunque parezca salido de una película erótica esto es tan cierto como mi obsesión.



Mas avancemos hasta el día en el cual perdí mi virginidad y desde el que comencé a ver las cosas de un modo bien distinto. No fue hasta cerca de final de curso cuando una compañera me escribió ciertas cursiladas en la parte posterior de uno de mis cuadernos, en respuesta dibujé en la suya unas obscenas escenas con el fin de contrarrestar sus románticas cursiladas. Pero lo que yo no sabía es que dicha joven quedaría sumamente afectada por mi acción e informaría al Director de lo que yo había hecho. Acto seguido el director se puso en contacto con mi tutora, es decir mi profesora de Historia, y ella decidiría hablarme.



Los jueves por la tarde solía acudir a cierta actividad extraescolar que desearía omitir por no dar más detalles de las personas que aparecen en este relato. Aquella actividad duraba dos horas y la formábamos un pequeño grupo más la profesora y mi tutora, aficionada a aquello. De hecho, cuando había de colaborar junto a ella, siempre me había soltado algún que otro "tirito" para indagar más aún en mi forma de ser. Según ella yo no era más que un niño inocente deseando salir de un cascarón, le encantaba mi completa falta de madurez y lo educado que era.



Un día terminamos aquel par de horas y la gente comenzó a abandonar la sala; yo me disponía a hacer lo propio pero ella me detuvo sin más. Avisó a la otra profesora de que deseaba hablar conmigo y que hiciese el favor de cerrar la puerta, aunque no con llave. Su excusa para retenerme allí fue la de haber recibido una queja del director en torno a los dibujos que tracé sobre el cuaderno de una de mis compañeras, asunto que yo tenía por olvidado. Al parecer ella le había comentado al director cuan retraído estaba yo en términos sexuales y que veía difícil que me hubiera podido poner a dibujar esas cosas. No obstante el director le aconsejó que tuviera una charla conmigo para ver si yo tenía algún tipo de problema sexual y si necesitaba de guía. Este comentario me hizo sonrojarme hasta arder de vergüenza. Imagínese el lector a un joven quinceañero, que en su vida se ha visto hablando con nadie de sexo, siendo asaltado por una profesora cuya belleza envidiaba la mismísima diosa Venus y que despertaba en mí algo desconocido hasta entonces: el morbo.



Sentados en aquella gran sala hube de confesarle mi falta de conocimiento con respecto al tema, a lo cual respondía de forma comprensiva y cariñosa, lo que hizo que, poco a poco, fuese sintiéndome menos incómodo. Según recuerdo, me dijo que era mi tutora y que por tanto debía de contarle mis dudas, fuesen del género que fuesen, que ella era una persona de mente abierta y que no podía decirle nada que la sorprendiese. Pero como ya he dicho yo no era más que un chiquillo y la protección y educación de mis padres habían provocado un completo vacío en mi mente con respecto a aquel tema.



Viendo que no reaccionaba de modo alguno, pasó a preguntarme: "¿Te has masturbado alguna vez?". A lo cual respondí con un mayor enrojecimiento y silencio mientras me retorcía de vergüenza sobre mi asiento. Ella insistió: "¿No sabes lo que es una paja?". A mi mente vino aquel último año en el colegio durante el cual muchos de mis compañeros se reían cuando me preguntaban lo que era una paja y yo les respondía con esta simple respuesta: "Pues con lo que me tomo el batido". Habían aprendido una palabra nueva y quería reírse del que no la conocía, menudos payasos. Volviendo a mi relato, aquella señora apoyó su dorada cabeza sobre la palma de su mano derecha, con el brazo apoyado a su vez sobre el respaldo de la silla formando así un ángulo. Cruzó sus piernas, en las cuales me fijé no sin cierto pánico: un par perfecto, con las típicas medias negras que ligeramente permitían ver aquellas dos exuberante bellezas esculpidas por manos divinas, perdiéndose en un extremo por una falda no demasiado corta y en el otro en unos desgastados tacones negros.



Ante mi apariencia de "¿cómo salgo de esta?", ella actuó, dio el siguiente paso hacia mi actual obsesión, dispuesta a espabilarme de golpe y porrazo. Su mano izquierda, sin darme cuenta alguna pues encontrábame absorto en sus ojos color ámbar y en sus carnosos labios, se dirigió hasta mi entrepierna, posándome encima de la misma. Esto provocó que diera un respingo en mi asiento y me contrajera, asustado y a punto de salir huyendo de allí. Pero algo en mí reaccionó, algo en mí vio la oportunidad, era un sentimiento de "siempre has querido esto y ya lo tienes". Sin decir palabra alguna ella frotó muy suavemente, como si de una pluma blanca se tratase, mi sexo oculto bajo el pantalón vaquero y los calzoncillos navideños que me habían regalado en mi último cumpleaños.



Su mano se deslizaba con armonía, como la fina aguja de un gramófono surca las pistas de un vinilo, bajando y rozándome con la yema de sus dedos, y volviendo a subir electrizándome la piel con el roce de la punta de sus uñas. Sentía tanto placer que me parecía estar desnudo. Dándose cuenta de que no me había marchado y que no pensaba hacerlo, me dijo: "Quiero hacerte una cosa, algo que te gustará pero no saldrá de aquí", o eso creo recordar. Lo cierto es que me sentía levitar, carente de todo sentido excepto el del tacto, y este sentido se había concentrado exclusiva y únicamente en mi miembro viril.



Su experimentada mano, arrugada, adornada por anillos y uñas largas pintadas de un vivo rojo, pasó a frotarme empleando una mayor extensión de sí misma. Ahora toda la palma de aquella mano se frotaba dulcemente contra mi sexo de arriba abajo, con mayor fuerza. Mi cabeza parecía descolgarse de mi cuello al caer hacia atrás, luego la giré hacia ella que contemplaba cómo su mano provocaba una gran erección bajo mis ropas. Al darse cuenta de que la observaba gimoteante y lleno de placer, acercó sus labios a los míos y los sellamos apagando así mis gemidos. Su lengua se escurría por mi boca, parecía querer engullirme a la vez que, con su mano derecha, acariciaba mi cabeza haciendo que me despeinara.



Con los ojos cerrados pude notar cómo los dedos pulgar y corazón de su mano izquierda pellizcaban la cremallera de mi pantalón y la bajaban. He de confesar que hasta el frío roce de la cremallera abriéndose sobre mi verga me provocó un escalofrío de los más delicioso. Sin dejar de besarme su mano entró por la cremallera, deslizándose limpiamente hasta dentro, y prosiguió masturbándome sobre el calzoncillo que aún impedía que sintiese su piel pegada a la mía.



Esta escena duró tan sólo unos segundos, quizá llegase al minuto, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdos es cómo noté un fuerte pinchazo sobre la punta de mi capullo, y de cómo eyaculaba (aunque yo creía que me meaba) manchándome por completo. Al eyacular mis ojos se abrieron de golpe y mi boca se abrió tanto como consecuencia de la perplejidad que dejé de saborear la suya. Al fijarme rápidamente en lo que había hecho, pues quería ver si era efectivamente orina lo que había abandonado mi cuerpo, me di cuenta de que aquel líquido espeso y blanco abundaba y había traspasado el fino de tejido de mi calzoncillo, filtrándose a través de los diminutos huecos de la tela.



Me encontraba en una situación un tanto engorrosa, en la que no sabía qué hacer. Estaba todo manchado, temblando ante la nueva experiencia pero tremendamente a gusto. Ella me tomó de la mano y me llevó dentro de un cuartito de aquella sala, para allí sentarse en una parte del suelo superior al resto y accesible mediante tres escalones, con lo cual yo quedaba sentado como si de una silla o banco se tratase. Pensaba, entre la confusión que reinaba en mí, que me ayudaría a limpiarme de alguna forma para que aquello no se notara, y además me tranquilizaría. Lo que no me paré a pensar era lo que ella podía tener en mente.



Fue cuando se puso en cuclillas ante mí y me quitó los tenis, los pantalones y, finalmente los calzoncillos. Yo, en mi sana ignorancia, pensaba que todo aquel proceso era para ayudarme a "ocultar pruebas" de lo que acabábamos de hacer. Sacó de su bolso unos clínex o pañuelitos de papel y me los ofreció para que me limpiase. Los tomé y procedí a ello; pero cuando la vi darse la vuelta, quitarse la camisa botón a botón y desabrocharse el sujetador, el cual por cierto dejaba una suave marca de palidez con respecto al resto de la piel debido al ligero bronceado proporcionado por los rayos de Sol, fue cuando comencé a sentirme fuera de mí. Mientras me limpiaba mi ya flácida verga todo mi cuerpo volvió a tiritar de emoción. En seguida mi sexo volvió a erguirse y pude controlarme cuando pensé en lo afortunado que era, en lo maravilloso que era todo aquello. Quizá mi relato parezca totalmente inventado e irreal debido a que este tipo de situaciones raramente se dan, pero si bien pueden llegar a darse yo he sido de esos pocos que han tenido la inmensa fortuna de experimentarlo.



Al volverse sobre sí misma pude contemplar sus hermosos pechos con la marca del sujetador sobre ellos: colgantes, con la piel ligeramente arrugada entre ambos, las costillas un poco marcadas y los pezones de un tenue color marrón. Se aproximó hacia mí con una sonrisa que mezclaba sus perversos pensamientos sexuales con la comprensión de una profesora/tutora. Arrodillándose ante mí sin decir palabra, no hacía falta, apartó mis temblorosas manos para tomar con la suya mi sexo. Sus labios besaron la ahora húmeda punta de mi sexo con una ternura que me provocó cosquillas, tras lo cual la engulló y pude sentir por vez primera una boca que mamaba de mi sexo. Era algo delicioso poder sentir las paredes de su boca, sus labios rozando la piel de mi sexo, su lengua deslizándose caóticamente por toda la extensión de aquel trozo de carne, e incluso el suave y placentero roce de sus dientes.



Apoyé mis manos sobre el suelo, dejándome caer un poco hacia atrás y gimoteando de sumisión. En seguida ella se puso en pie, viendo que ya estaba "listo", y desabrochando su falda y dejándola caer pude ver su ropa interior y toda la extensión de sus hermosas piernas. El marco era fabuloso: unas largas piernas perfectamente cuidadas adornadas por unas morbosas medias negras de tacto sedoso y enloquecedor, unas braguitas color blanco con cierta transparencia. Pero lo mejor de todo fue cuando, inclinándose un poco, se bajó las braguitas y dejó libre su sexo. Lo tenía totalmente depilado, con algunas marcas de haberlo hecho recientemente, lo cual me hizo pensar más tarde si ella no lo tenía ya todo previamente planeado. Ayudándome a adquirir la postura adecuada fue sentándose sobre mí. Primero tomó mi sexo y acarició o restregó la punta del mismo contra el suyo, con lo que pude sentir el tierno tacto gomoso de aquel coño de tan magnífica manufactura. Inmediatamente y casi sin darme cuenta se lo fue introduciendo sin problema alguno, pues a pesar de que era grande (y aún no estaba totalmente desarrollado) su sexo era capaz de engullir cualquier cosa, ¡tan abierto estaba!.



Viendo que la postura era un tanto incómoda me dejé caer hacia atrás, tumbándome sobre el frío suelo. Ella apoyó sus manos en el suelo, mirándome fijamente: "Esto te va a gustar", me decía. Y con las rodillas flexionadas empezó a moverse de arriba abajo con un ritmo lento pero suculento. Su sexo ardía y los fluidos que despedía pringaban mi verga provocando a su vez un sonido que aún resuena en mi cabeza. El placer que sentí entonces es indescriptible, fue una mezcla de sensaciones. Mi verga era engullida por su sexo una y otra vez, sintiendo el suave tacto de su muy húmedo coño. Sólo el recuerdo hace que sienta ganas de autosatisfacerme.



Pronto ella comenzó a gemir también, con lo que sentí una doble emoción. Sus botes se hicieron más rápidos y menos pronunciados, moviendo sus caderas y contorsionándose. De pronto pasó de hacer unos movimientos verticales a quedarse sentada sobre mí y pasar de atrás hacia delante y viceversa, lo cual fue el culmen, hube de correrme, y dentro de ella además, sin ser consciente de posibles riesgos. Mas ella continuó haciendo que en el fondo de mi estómago sintiese cierta extraña sensación de vacío. Estaba agotado pero excitadísimo, sin embargo ella no parecía darse cuenta, seguía a lo suyo gritando cada vez más y más… hasta que finalmente se dejó caer sobre mi, jadeando, con la punta de sus pechos rozando el mío. Me besó y se levantó, con lo que pude ver cómo unos finos hilos de fluidos unían aún nuestros sexos.



Al final nos volvimos a vestir y nos marchamos. Tuvo la gentileza de llevarme en coche hasta cerca de mi casa, aprovechando para explicarme qué habíamos hecho y por qué debíamos de mantenerlo entre nosotros (cosa que vi obvia por instinto más que por conocimientos). Al dejarme me despidió saludándome a través de la ventanilla con aquella mano que minutos antes había estado masturbando, haciéndome una paja (ahora sabía lo que eras aquello), y me sentí glorioso.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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