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Categoría: Lésbicos

Mi cuñada es un amor 2

AGUSTINA
Aceptándolo como un don o privilegio que se le otorgaba, vio acercarse la boca entreabierta de su cuñada y sus labios se separaron para recibir con avidez el beso de la mujer pero antes, fue la lengua, gruesa y carnosa la que se deslizó sobre los dientes, separándolos y buscando serpenteante la suya. Aquello enardeció a la jovencita y su lengua imitó a la de la mujer, trabándose en un largo combate en el que ambas cedían y ambas se agredían, intercambiando la espesura de las cálidas salivas.
Ya la baba excedía las bocas y se deslizaba por los mentones cuando los labios se unieron, absorbiéndose con la gula animal de lujuriosas anguilas. El cuarto se llenaba con los chasquidos de los besos ansiosos y los cuerpos se estregaban con embates de simulados coitos cuando la mujer mayor separó de sí a la muchacha y, quitándole el mínimo sostén, sometió sus pechos al voraz apetito de la boca. Al comenzar la chiquilina a gemir, se dejó caer de rodillas y deshaciendo el nudo que ataba el triángulito de tela, la despojó de él y su boca golosa buscó la entrepierna.
Automáticamente y como si fuera ya ducha en aquellos menesteres, Agustina separó las piernas flexionándolas y acuclillándose un poco, creando el espacio necesario para que la boca entera de su cuñada se apoderara del sexo. Como un áspid vicioso, la lengua vibrátil de deslizó presurosa por los labios de la vulva que, a ese contacto, se dilató mansamente dejando expuestos los retorcidos pliegues del interior. Pronto, los labios encerraron al capuchón del clítoris y mientras lo maceraban duramente, dos dedos penetraron verticalmente la vagina y aquel enloquecedor vaivén volvió a estremecer a la muchacha. Inconscientemente una de sus manos buscó suplantar la ferocidad de la boca en los senos, estrujándolos y retorciendo entre los dedos los pezones y la otra, acariciando la ondulada cabellera rojiza de su cuñada, la apretaba contra su sexo.
Satisfecha por la respuesta instintiva de la jovencita, Olga la hizo dar vuelta enfrentada a la cama, pidiéndole que se arrodillara en el borde y apoyara sus codos sobre el colchón. La grupa alzada de Agustina dejaba al descubierto el sexo, especialmente la entrada a la vagina y el ano. Estregando sus dedos en círculos sobre el clítoris, la lengua escarceó en el óvalo durante unos momentos y luego la boca entera se dedicó a succionar las crestas que, verticales, caían como las de un viejo gallo. Después y mientras la joven gemía profundamente, rogándole por más, la lengua se envaró y como una pequeña verga, se introdujo en el agujero de la vagina hasta que los labios hicieron contacto. Meneando lentamente la cabeza, el mojado miembro entró y salió repetidamente hasta que Olga lo retiró y trepando el corto trayecto del perineo, lo hizo incitar suavemente los fruncidos esfínteres del ano.
Agustina jamás había supuesto que aquel sitio al que consideraba lo más asqueroso de su cuerpo, fuera poseedor de tal sensibilidad y que el mero contacto con la lengua tremolante le provocara cosquillas de tan intenso placer. Sabedora de aquello, Olga introdujo dos dedos en la vagina y mientras los removía lentamente en el interior, la boca succionó el ano con malévola insistencia, hasta que, dilatados los esfínteres, cedieron paso para que la lengua penetrara mínimamente al recto.
La sensación era maravillosa y pronto Agustina comenzó a sentir esas cosquillas que se iniciaban en la zona lumbar, recorrían eléctricamente la columna clavándose en la nuca y esparciéndose por todo el cuerpo, prologaban el advenimiento del orgasmo. Eran tales las manifestaciones de contento que su cuñada la hizo trepar a la cama y, colocándola boca arriba, se instaló entre sus piernas encogidas, no sin antes tomar de la mesa uno de aquellos objetos.
Se trataba del más pequeño, el que parecía un obelisco formado por esferas de distinto tamaño. Mojándolo abundantemente con su saliva, Olga lo lubricó y comenzó a juguetear con la punta, que no alcanzaba los dos centímetros, a lo largo del sexo que estaba empapado por su saliva y los jugos naturales de la muchacha. El contacto de aquella bolita de tersa silicona incrementaba aun más la excitación de la joven y en su vientre comenzaban a generarse violentos espasmos y contracciones.
Cautamente, la mujer hizo penetrar a la esfera un par de centímetros y luego la retiró, para tras de unos instantes volver a introducirla, esta vez un poco más adentro. Teniendo en cuenta que era la primera vez que algo parecido a un pene penetraba las carnes vírgenes de la muchacha, con prudente delicadeza llenaba de saliva las esferas cuando salían y de esa manera, resbalando sobre ella y los jugos que lubricaban al canal vaginal, el consolador fue introduciéndose en la niña en su totalidad.
No bien la pequeña esfera de la punta separó los húmedos tejidos de la entrada a la vagina, algo distinto comenzó a gestarse en Agustina, provocándole emociones que los dedos de la mujer no. Era como si el cuerpo presintiera lo que sobrevendría, haciendo que los esfínteres se cerraran alrededor del eje que unía las esferas y, cuando Olga la retiró, se relajaron con su ausencia. Pero eso duró poco y la nueva invasión traía aparejada la presencia de una segunda esfera más grande que la anterior y así, en una lenta serie de penetraciones y extracciones, sus carnes fueron dilatándose y ciñéndose sucesivamente, cada vez con un poco más de tolerancia hasta sentir que todo el miembro estaba dentro suyo. La entrada a la vagina estaba ampliamente distendida por la esfera final que fácilmente superaba los cuatro centímetros y la punta flexible superaba sin dolor el cuello vaginal, rozando el endometrio.
Estupefacta por la facilidad con que la verga la penetraba y ante la absoluta falta de dolor, se tranquilizó y comenzó a disfrutar del lento ritmo con que Olga la sometía. Sintiendo como su garganta se cerraba ante el placer desconocido de la cópula y con el escozor infernal que atacaba su vejiga antes de la explosión líquida de sus eyaculaciones, con atávica complacencia impulsó su pelvis hacia delante, contribuyendo voluntaria y gozosamente a la violación.
Olga veía con satisfacción como después de los primeros estremecimientos de prevención, la muchacha no sólo aceptaba la presencia de la verga en su sexo sino que ella misma se entregaba al coito con dichoso contento. Impulsando con mayor velocidad al falo, atrapó entre sus labios al irritado clítoris y, succionándolo apretadamente, lo martirizó con saña, estirándolo hasta el límite que marcaban los ayes de la chiquilina. La joven se aferraba a las sábanas en su desesperación por el placer inédito que la verga le provocaba y por la inminente llegada del orgasmo que, cuando se manifestó, la hizo gritar de alegría y sacudiéndose como azogada, expulsó el alivio líquido a través del miembro artificial.
Retrepando a lo largo del cuerpo conmovido, Olga alojó su boca sobre la de la joven que continuaba profiriendo hondos gemidos de satisfacción y que al sentir como los labios de la mujer, saturados del gusto de su propio sexo ceñían los suyos, se entregó al beso con desesperada angustia. Su cuñada se había propuesto acelerar el proceso de modificar moralmente a la joven y estaba decidida a sojuzgarla de manera total y absoluta. Apartando unos instantes su boca, dejó lugar para introducir en la de la muchacha buena parte del objeto fálico, preñado de las mucosas más profundas de la vagina.
Aquella no suponía cuanto ese sabor extraño extraído de sus propias entrañas iba a conmocionarla. Una tufarada de nuevas fragancias hirió su olfato y sus papilas transmitieron al cerebro un deleite como nunca había experimentado. Glotona, como si se tratara de una golosina, dio cobijo con la lengua al falo y los labios lo ciñeron adaptándose a sus diferentes volúmenes, degustando con fruición los jugos primigenios.
Dejándola asir la verga mientras la chupeteaba, Olga buscó de sobre la mesa otro de aquellos objetos y eligiendo al más largo, aquel cuya flexible plasticidad había impresionado a la joven, tornó a ubicarse entre sus piernas y dejando caer buena cantidad de saliva sobre el sexo que aun permanecía dilatado como una flor, introdujo lentamente la cabeza del consolador, que era sensiblemente más gruesa que la del anterior.
Similar en todo al glande de un pene, era ovalada y crecía hasta exhibir el reborde del surco inferior, detrás del cual, la verga adquiría un grosor uniforme de unos cuatro centímetros y cuya superficie era tan pulida como el cristal. A pesar de su elástica apariencia, su consistencia era parecida a la de un músculo en tensión y la mantenía rígida una estructura interna articulada como vértebras.
Embocando la punta del glande en la apertura vaginal, Olga presionó sin prisa ni pausa. Agustina sentía como a su paso las carnes eran separadas y esa fricción que no la hería pero ponía una pizca de sufrimiento en la piel que, a su vez, la elevaba a una cima del placer desconocida. El cuerpo respondió autónomamente a ese estímulo y sus caderas dieron un par de respingos proyectándose contra el falo que, ahora sí, la penetro hasta chocar con el cuello uterino.
Satisfecha con la respuesta de la jovencita, Olga se ubicó frente a ella con las piernas separadas e introduciendo la otra mitad de la verga en su sexo, se auto penetró con cortos remezones que la aproximaron al cuerpo de la muchacha y así, unidas por el falo, inició un lento ondular que hizo que aquel se removiera en el interior de ambas, llenándolas de contento. Olga asió a Agustina por los brazos, acercándola a sí hasta que los pechos se rozaron y las bocas se unieron en apasionados besos, tras lo cual, las dos se mantuvieron asidas por los brazos y sincronizaron el ondular de sus cuerpos de forma que la verga en el interior las estregara satisfactoriamente.
Lentamente, Olga fue dejándose caer hacia atrás y, haciendo que la muchacha se acuclillara encima de ella, la guió, incitándola a jinetear al miembro. Doblada de esa manera, la verga se deslizaba sobre la espesa capa lubricante de sus jugos de una forma que la crispaba, tanto por el dolor como por el goce que le proporcionaba y, apoyando las manos en las rodillas para mantener el equilibrio, inició un galope que la hacía sentir el falo rozando duramente contra las paredes del canal vaginal y a su cabeza que, traspasando la cervical, penetraba al útero y estregaba las mucosas del endometrio.
La jineteada había despertado los demonios en las entrañas de su cuñada la que, rugiendo como un animal, detuvo su impetuoso envión y, adoptando la posición del loto, le hizo colocar las piernas alrededor de su cuerpo y aferradas de ese modo, inició un lento hamacar de cuerpo que fue incrementándose en la medida en que la furia de la excitación las dominaba, hasta que, hamacándose sincronizadamente llegaron a tocar con sus espaldas las sábanas. Asidas por los brazos estirados y luciendo en sus caras amplias sonrisas de felicidad, se balancearon adelante y atrás en un infernal vaivén que las enloqueció y cuando el orgasmo las alcanzó, estallaron en gritos y carcajadas que evidenciaban la satisfacción de aquella cópula perversa.
Respirando anhelosamente con la boca abierta a la búsqueda de aire para los fatigados pulmones, Agustina permaneció tendida boca arriba, sintiendo que la mujer, cambiando de posición, aferraba al largo pene con la mano y, mientras su boca se deleitaba enjugando los líquidos que saturaban su sexo, seguía penetrándola con la verga, deslizándola sobre la capa que lubricaba la vagina hasta la misma apertura para luego introducirla hasta sentirla chocar en sus entrañas. Aquella continuidad del coito más el accionar de los labios y lengua de su cuñada sobre el clítoris, habían vuelto a encender los carbones que fogoneaban su excitación y, cuando Olga le pidió que tomara al falo entre sus manos y se masturbara con él, la obedeció con alegre presteza.
En tanto que su cuerpo ondulante iba al encuentro de la verga que ella impulsaba con las dos manos, a través de sus largas pestañas nubladas por el sudor y las lágrimas de felicidad, entrevió a su cuñada manipulando aquel arnés que tanto la intrigara. Con la habilidad que da la costumbre, Olga se colocó el arnés y el enorme príapo quedó expuesto en toda su magnífica dimensión. Su aspecto impresionó a la jovencita que, a pesar del tamaño del que aun agitaba en la vagina, sintió una pizca de temor ante el tremendo falo tal vez porque fuera tan similar a uno verdadero.
Con una sonrisa diabólica deformando su hermosa boca, Olga se acostó encima de ella y el calor de su cuerpo querido la reconfortó. Murmurando indecencias con respecto a lo que no tardaría en hacerle, la mujer volvió a encerrar su boca entre esos labios maleables y la lengua buscó con avaricia a la suya que, ansiosa por volver a encontrarse con su par, tremoló ávida contra ella. Susurrándose una extraña mezcla de palabras amorosas con las más groseras referencias sexuales, se entregaron a la hipnótica tarea de besarse con angurria durante un rato, tras el cual, Olga dejó a su boca deslizarse por el pecho ruboroso para alojarse sobre las granuladas aureolas a las que rascó con el filo de los dientes y luego, envolviendo al pezón entre los labios, succionarlo con ruda fruición y raerlo con los incisivos.
Todavía incrédula de la facilidad con que, tanto su mente como su cuerpo se habituaban a aquellas manifestaciones sexuales de la mujer que le abrían un nuevo mundo de sensaciones placenteras y ponían a sus fantasías un horizonte ilimitado, Agustina se retorcía por el goce y sus manos buscaban recompensar con sus caricias el afán que Olga ponía en someterla. Los dedos se hundieron en la mata de la ondulada cabellera e, imperceptible pero firmemente, fueron empujando la cabeza hacia abajo y, comprendiendo su mandato silencioso, la boca se hizo dueña de la hendedura longitudinal que se abría en el abdomen, sorbiendo y lamiendo el sudor acumulado sobre la ínfima pelusilla dorada.
Arribada al hueco del ombligo donde se había formado un diminuto lago salobre, la lengua escarceó en él hasta agotarlo y luego descendió la cuesta del bajo vientre para encontrarse con el ensortijado velloncito rubio, al que succionó, tirando de los pequeños cabellos. Después y al tiempo que la boca se apoderaba del irritado triángulo del clítoris, dos dedos penetraron la vagina, buscando el bulto que formaba en su cara anterior la inflamación del tejido poroso que, por detrás, envolvía a la uretra. La muchacha ya conocía de las mieles que aquel punto le proporcionaba y ansiosamente le murmuraba que insistiera restregándolo.
Cuando la joven comenzó a arquear su cuerpo e imprimió a su pelvis un suave ondular, Olga, se enderezó frente a ella y levantándole las piernas encogidas hasta que las rodillas quedaron sobre los hombros, le pidió que las sostuviera así, y, guiando con la mano al príapo, comenzó a penetrarla. El volumen de las anteriores vergas quedó reducido a una nada por el tamaño impresionante del falo que, mucho más grueso y rígido que los anteriores, era poseedor de arrugas y anfractuosidades que laceraban la lábil piel del canal vaginal. Mordiéndose los labios para reprimir el grito, soportó a pie firme la introducción del ariete que se detuvo cuando la cabeza llegó al abultamiento que habían excitado los dedos y allí, en corto vaivén se entretuvo unos momentos, haciendo que la niña, crispada por la expectativa, el sufrimiento y el goce, volviera a menear las caderas, incrementando el restregar de la verga.
Los gemidos de la muchacha se mezclaban con los bramidos furiosos de la mujer que con sus manos apretaba esa depresión que se produce debajo de la comba del vientre y antes del bulto del Monte de Venus, ejerciendo presión sobre la uretra y el consiguiente incremento de la callosidad interna. Exacerbada por la penetración a que sometía a su cuñadita e, inclinando el cuerpo hacia delante, introdujo totalmente el falo monstruoso, iniciando un cadencioso vaivén cuyo movimiento aliviaba a la niña al retirarse y la hería dolorosamente al penetrar pero esa misma dualidad era la que la sumía en una bienaventuranza lacerante que pareció hacerla estallar de placer cuando Olga reinició las succiones a sus senos, incrementando el ritmo de los enviones de su pelvis que chasqueaba ruidosamente contra las carnes de la muchacha.
Aquella posesión masculinizada había sacado de quicio a la muchacha que, soltando sus piernas para que quedaran enganchadas sobre los hombros de la mujer, afirmó las manos sobre la cama dándose envión para ir al encuentro de ese cuerpo vigoroso y de la verga que le producía sensaciones tan placenteras. Era un espectáculo maravilloso ver esos dos cuerpos hermosos, barnizados brillantemente por la transpiración, embistiéndose como dos bestias en celo y rugiendo como tales.
Totalmente desmandada, imbuida de la masculinidad que le otorgaba el fálico miembro y las emociones que la hacían disfrutar del coito como si realmente aquel tuviera sensibilidades que se transmitieran a su cuerpo a través del roce con su sexo, Olga salió por un momento de Agustina para ponerla de costado, haciéndole encoger una pierna contra el pecho y estirar la otra hacia arriba, apoyada sobre su hombro derecho.
En esa posición el sexo se mostraba abierto y dilatado, dejando ver la amplia entrada a la vagina y el rosado intenso del óvalo. Guiando nuevamente la verga con su mano, la restregó duramente contra las carnes inflamadas e hinchadas y, cuando la muchacha comenzó a gimotear, con aviesa lentitud, la penetró hasta que la charolada superficie del arnés y las agudas puntas de siliconas, chocaron contra la vulva. Abrazada a la pierna y haciendo palanca con ella, impulsó nuevamente a su cuerpo y el falo, como un émbolo demoníaco, comenzó a entrar y salir de la vagina. Extrayéndolo en su totalidad, la mujer observaba fascinada la dilatación de la vagina que le dejaba ver los rosados tejidos del interior y, recién cuando los esfínteres recuperaban su posición, lo volvía a introducir. Y así, una y otra, y otra vez, hasta que la muchacha comenzó a balbucear que estaba próxima a su orgasmo.
Como si aquello la disgustara porque ella aun estaba lejos de alcanzarlo, Olga la colocó de rodillas y, apoyándose en la región lumbar, prosiguió penetrándola desde atrás pero, abandonando su posición arrodillada, se acuclilló detrás de la muchacha y arqueando su cuerpo con un envión bestial, hizo que la verga golpeara rudamente al útero. Mordiendo las sábanas por el sufrimiento y las indecibles ganas de orinar insatisfechas que escocían en la vagina, de manera inconsciente, Agustina imprimía a su cuerpo un lerdo balanceo que la acoplaba al cadencioso ritmo con el que la mujer la poseía.
Los gemidos sofocados por la tela no hacían otra cosa que enardecer a la mujer que, asiéndola por las caderas, hacía que el vaivén de ambos cuerpos se hiciera alucinante. Apoyada solamente en su cabeza y hombros, la joven llevó las manos al sexo para estimular al clítoris mientras la pelvis de su cuñada se estrellaba sonoramente contra las nalgas, emitiendo chasquidos por los jugos vaginales que emanaban desde las entrañas de Agustina en un orgasmo que sumió a la niña en una placentera y circunstancial paz.
En tanto que la jovencita jadeaba, tratando de encontrar el aire que le permitiera respirar mejor entre la saliva que llenaba su boca dada la inclinación del cuerpo, encontraba placer en disfrutar de aquel martilleo con que Olga la sometía. La mujer, que había ralentado el bamboleo de su cuerpo, ahora la penetraba con tal exasperante lentitud que alienaba a la jovencita por la angustia que tanto goce ponía en su pecho. Dejando caer un chorro de espesa saliva sobre la hendedura entre los glúteos, Olga envió un dedo pulgar a resbalar en ella y con tierna solicitud lo enterró totalmente dentro del recto.
Aquello sacó de la somnolencia a la muchacha que, confundida por la facilidad con que los esfínteres de ese lugar al que ella ni tenía en cuenta como órgano sexual se distendían, encontró que la penetración, no más gruesa de lo que habitualmente defecaba, le proporcionaba una inefable sensación de contento. Contemplando la sonrisa complacida que distendía su boca, Olga continuó un rato con aquella doble intrusión que parecía gustar a la muchacha, hasta que, sin previo aviso, sacó la verga de la vagina pletórica de fragantes jugos y, apoyándola sobre el dilatado ano, fue enterrándola en la tripa.
Una cosa era el delgado dedo femenino y otra muy distinta la rígida consistencia de aquel falo monstruoso de más de cinco centímetros de grosor. Emitiendo un agudo grito de dolor, la muchacha se irguió apoyada en sus manos y el cuerpo realizó un instintivo movimiento de huida que su cuñada refrenó asiéndola férreamente de los hombros y en conjunción con los brazos que tiraron de ella hacia atrás, la verga se deslizó sin pausa hasta que las carnes de ambas mujeres chocaron ruidosamente.
Sintiendo como si una espada ardiente la atravesara de lado a lado, una miríada de fosforescentes luces multicolores estallaron en su mente simultáneamente con la penetración y el alarido se convirtió en una gorgoteante súplica a la mujer para que no le hiciera daño. Deteniendo el loco vaivén por unos instantes e inclinándose sobre ella, Olga dejó descansar sus senos sobre las espaldas conmovidas de la joven mientras le murmuraba tiernas palabras de amor y sus manos se apoderaron de los senos colgantes estrujándolos entre los dedos. Al cabo de ese momento de calma, los utilizó a manera de riendas para asirse en el reinicio de aquella cabalgata infernal.
Deslizando al falo sobre la humedad que lubricaba al recto, fue empujando cada vez un poco más la cabeza de Agustina para que aquella quedara aplastada sobre la cama y el ano, casi horizontal, resultaba propicio para que la verga, hábilmente manejada por la mujer acuclillada sobre la jovencita, la penetrara en ángulos distintos. Cuando Olga comenzó a menear las caderas en forma circular, la tripa pareció adquirir una elástica consistencia que enviaba mensajes de infernal dulzura a la mente de la muchacha que, ahogada por su propia saliva, gimoteaba e hipada ruidosamente, complacida por el martirio que le causaba la mujer.
La penetración se hizo cadenciosa y ambas mujeres se abandonaron al placer de someter y ser sometida, intercambiando anhelosas frases en las que manifestaban toda la dicha que mantener aquella cópula les provocaba. Sacando totalmente el miembro del ano, Olga alucinaba contemplando lo dilatado que quedaba, permitiéndole ver el rosado blancuzco de la tripa. Cuando los esfínteres se fueron cerrando, introdujo la verga en la vagina, proporcionándole dos o tres pequeños empujones y, retirándola, contempló extasiada como permanecía distendida en burda imitación a una boca formando un beso.
Nuevamente volvió a penetrar al ano y aquel proceso que ponía grititos jubilosos en la muchacha, se repitió hasta que Olga sintió arribar toda la potencia del orgasmo largamente contenido. Hincando los dedos en las ingles de Agustina, incrementó el flexionar de las piernas encogidas y proyectándose en un arco perfecto, mientras sentía como los ríos de sudor que corrían sobre la piel la excitaban, obtuvo el orgasmo y con un rugido, expulsó una eyaculación tan abundante como la de un hombre.
La intensidad de lo que su cuñada le había hecho sumió a Agustina en un profundo sopor que, transformado en sueño, la acogió generosamente hasta mediada la mañana siguiente. Habían pasado más de siete horas desde el último orgasmo pero todavía sentía en su interior el latir de las carnes tan rudamente sometidas. Era como un sordo pulsar que no le desagradaba, pues le hacía recordar los momentos más dichosos de la relación. Desperezándose aparatosamente, alegre de que la mujer que adoraba la hubiese hecho feliz como nunca nadie, se deslizó perezosamente de la cama y, metiéndose bajo la ducha, dejó que el agua se llevara consigo los ardores que aun poblaban sus zonas erógenas.
Con tanta naturalidad como si realmente fueran un matrimonio, las dos encararon las cosas cotidianas. Luego de almorzar, fueron a la playa y se dejaron estar en las cómodas reposeras al rayo del sol ardiente que, además de tostar su piel, parecía funcionar como una pila que recargara sus cuerpos de energía. Tras la vuelta al departamento, luego de cenar en un restaurante cercano e instaladas en el living, Olga fue instruyéndola en ciertos secretos de la sexualidad y culminaron la noche con una agradable sesión de sexo manual y oral que tuvo su momento culmine en un vigoroso coito, luego del cual se durmieron una en brazos de la otra.
En esa gozosa rutina transcurrieron tres semanas durante las que Olga se esmeró en educar sexualmente a la niña que ya había dejado de serlo para convertirse en toda una mujer. Utilizando su propio cuerpo como ejemplo, la fue imbuyendo de ciertos secretos a los que no mucha gente accedía, ya fuera por desidia, por rémoras culturales o por mandatos religiosos que lo prohibían. De esa manera, la muchacha fue comprendiendo el por qué de sus reacciones ante el mero roce a sus pechos. Que esos gránulos que ella poseía en abundancia en las aureolas estaban conectados directamente a glándulas que estimulaban su sensibilidad y que los pezones eran algunas de las partes de su cuerpo más susceptibles a la excitación.
Minuciosamente, Olga fue describiéndole la anatomía del sexo, comenzando por la parte exterior de la vulva que, sin estar excitada, era solo una leve comba en el vértice entre las piernas pero que, en consonancia con sus emociones, conseguía convertirse en una abultada meseta carnea de extrema sensibilidad. En ese estado, adquiría una hinchazón voluminosa, enrojecía ostensiblemente por la afluencia de sangre y sus labios externos o mayores, se dilataban para permitir el acceso al interior en donde campeaba el habitat rosado que contenía la apertura de la uretra por la cual orinaba y estaba rodeado por los retorcidos pliegues carnosos de los labios menores que, en cada mujer tenían características diferentes, desde unas pequeñas arrugas en una, hasta los que devenían en gruesas crestas que, al inflamarse, crecían desmesuradamente.
En la parte superior y casi como un órgano independiente, se veía la capucha de arrugados tejidos que protegían al clítoris, un verdadero pene femenino que al excitarse se erguía como uno masculino y poseía debajo de los tejidos, un glande más o menos notable que difería en todos los casos. Lo que la mayoría de la gente desconocía, era que, como un iceberg, el clítoris tenía una dimensión que iba mucho más allá de la mera exposición en la vulva, ya que desde allí se ramificaba una verdadera red de tejidos altamente sensibles que abarcaban todo el bajo vientre hasta casi el ombligo. La tan codiciada por los hombres entrada a la vagina no era en realidad tan sensible, pero sí el canal vaginal por el que se deslizaba el pene, especialmente en los tres o cuatro primeros centímetros posteriores a los esfínteres y en el fondo, separándola del útero, la cervix poseía dos aletas muy delicadas.
Aquello que pomposamente los sexólogos denominaban el Punto G y que era aquel bultito que la había llevado a los máximos niveles de excitación, no tenía en absoluto una ubicación fija ya que sólo se trataba de una consecuencia. Entre la vejiga y la vulva, la uretra estaba rodeada por un tejido esponjoso que, al excitarse la mujer se llenaba de sangre adquiriendo volumen y formaba en la cara anterior de la vagina aquella hinchazón que en ocasiones alcanzaba el tamaño de una nuez. Esa había sido la razón por la que ella presionara sobre su bajo vientre mientras la verga sometía al abultamiento a la fricción de la cabeza.
También conoció que la mayoría de las mujeres, más del setenta por ciento, tenían orgasmos clitoriales, razón por la que gozaban más con el sometimiento de ese órgano, ya fuera manual, oral o a través del roce de la verga durante el coito que con las penetraciones y sólo un reducido número de mujeres tenían orgasmos vaginales. Muchas mujeres creían que no tenían orgasmos y, en general, no sabían que los orgasmos se diferencian de la eyaculación, ya que esta es la manifestación física del alivio y el orgasmo, que puede ser múltiple, es una expansión sensorial del cerebro; se pueden eyacular fluidos vaginales sin obtener la satisfacción orgásmica e, inversamente, es posible alcanzar varios orgasmos sin tener expansiones líquidas
Con respecto a la penetración anal, desde siempre ha existido un tabú en las mujeres que la imaginan sucia, dolorosa e impropio de mujeres decentes, pero lo cierto era que, una vez que comprobaban la profundidad de las sensaciones placenteras que les proporciona, la mayoría las privilegian por sobre las vaginales; no es casual que los hombres que prueban ese tipo de sexo ya nunca más quieren renunciar a él.
Del mismo modo, le hizo comprender que la relación entre mujeres no se correspondía con una calificación malsana, sino como una exteriorización distinta de la sexualidad. Una relación circunstancial entre amigas o parientes en la que no necesariamente se llega a la intimidad extrema, era un alivio a las tensiones que ocasiona la abstinencia y sólo debería ser considerado como un acto solidario entre mujeres, ya que eso no les hacía perder su feminidad.
Esa circunstancia la diferenciaba de la homosexualidad masculina que era una agresión a la integridad masculina, ya que el acto de chupar un miembro a otro hombre o el permitir ser penetrado por el ano es completamente antinatural y una perdida de algo que nunca se vuelve a recuperar. En cambio la mujer, pasiva o activa, experimenta lo mismo que con un hombre, tanto con el sexo manual, oral o invasivo, sin perder un ápice de su feminidad. Lo que en los hombres es un cambio de roles, convirtiéndose unos en hembra de los otros, en las mujeres es un sustituto; fuera como fuera, la mujer continúa siendo una mujer y le es posible gozar tanto con hombres como con mujeres.
También era cierto y ella era un ejemplo, en que llegado un momento, se enamoraban de alguna en especial, lo que convertía a ese acto puramente sexual en una relación amorosa que, en muchos casos se prolonga en el tiempo y las protagonistas cruzan el umbral definitivamente; unas para asumir el rol dominante masculino y las otras el de sumisamente gozosas hembras. Ella solía sostener relaciones más o menos prolongadas con otras mujeres pero, simultáneamente, gustaba de acostarse con hombres y gozaba del sexo con Joaquín de la manera más profunda.
Agustina estaba en la edad justa como para disfrutar del sexo sin limitaciones de género y si hacía caso de sus consejos y enseñanzas, tenía asegurado su futuro sexual porque, al no ser dependiente de lo masculino, siempre le sería posible satisfacer sus necesidades más urgentes sin poner en juego su honor y buen nombre, ya que las mujeres no andan alardeando ante quien quiera escucharlas de su bisexualidad como hacen frecuentemente los hombres ante cualquier conquista femenina.
Además de estas enseñanzas anatómicas y de conducta, con los consoladores de que disponía le enseñó la conformación de un pene real, la mejor manera de excitarlo oral y manualmente y, finalmente, los más finos detalles del arte de la felación. Iniciándola con el más delgado, fue acostumbrando su boca y mandíbulas a la dilatación necesaria para efectuar eficaces succiones y aprendió a utilizar la lengua como elemento esencial para la excitación de los más insólitos rincones del miembro masculino.
A largas tardes de sol que revestían sus cuerpos de una tersa y dorada piel, seguían noches igualmente prolongadas en las cuales ejercitaron las posiciones más inverosímiles del Kamasutra y la otrora inocente muchachita, aprendió a disfrutar del hecho de someter cruelmente a otra mujer, logrando con aquello la obtención de tan intensos orgasmos como si ella misma fuera la penetrada. Por lo demás y, aun sin hacerlo evidente ante terceros, la relación se había hecho tan íntima y apacible como la de una buena pareja de viejos consortes.
Por las mañanas, Agustina gustaba de permanecer entre las sábanas aun fragantes de sus aromas naturales y, aspirándolos con fruición se dejaba estar plácidamente distendida hasta que Olga la despertaba con sus acostumbradas caricias y, antes del desayuno, disfrutaban de una saludable relación sexual.
Aquella mañana y un poco antes de lo que la luz del sol le hacía suponer, creyó sentir en el hueco que formaba su columna en el nacimiento de la zona lumbar, la aguda punta de una lengua húmeda y, despatarrándose mejor boca abajo, se dispuso a inaugurar el habitual goce del sexo matinal. La lengua tremolante descendió primero para introducirse en la hendedura que separaba las nalgas y allí sobrevoló, tenue como una mariposa, la oscuridad fruncida del ano y escarceó un poco sobre la entrada a la vagina, ya húmeda de sudor.
Gruñendo mimosa, hundió su cara en la almohada abandonándose al disfrute, sintiendo como toda ella se estremecía ante el camino sinuoso que trazaba la lengua ascendiendo por el centro de la espalda y el conocido escozor de la excitación creciendo en su bajo vientre. Cuando la lengua llegó a escarbar en los finos cabellos que nacían en la nuca, una mano fuerte y pesada la tomó por el hombro y dándola vuelta, una boca ruda se estrelló contra la suya. Abriendo sorprendida los ojos, era tal la proximidad de la cara del hombre que no pudo identificarla, pero luchando bravamente con sus extremidades, trató de desasirse del abrazo hasta que una voz familiar le reclamó tranquilidad.
Estupefacta y mientras el hombre se separaba de su cuerpo, manteniéndola aferrada por los hombros e inmovilizándola con el peso de su cuerpo, identificó la cara varonil de su hermano. Atónita, no atinaba a otra cosa que quedarse quieta, sintiendo en sus temblorosas carnes desnudas la fortaleza de aquel cuerpo vigoroso. Pidiéndole roncamente que lo dejara hacer, Joaquín volvió a estrujar sus labios y la lengua, dura y gruesa, penetró demandante en busca de la suya. Paralizada por la impresión, permaneció estática mientras su hermano succionaba apretadamente su boca en besos cada vez más apasionados. Lentamente y como obedeciendo al instinto, sus labios comenzaron a buscar la complementación con los masculinos y la lengua se atrevió a escaramucear tímidamente con la invasora.
Joaquín había soltado los hombros y las manos atenazaban prietamente sus senos, estrujándolos sin ninguna delicadeza. Tal vez fuera a causa de esa misma rudeza o por una inclinación atávica y natural hacia lo masculino, rodeó con sus brazos el cuello del hombre y ahora fue su boca la que se esmeró en el beso. Respirando afanosamente por las fosas nasales dilatadas, sintió como su hermano le separaba las piernas y, acomodándose mejor entre ellas, sin hesitar, la penetraba violentamente con su verga.
Su sexo ya estaba acostumbrado a soportar el tamaño desmesurado de los consoladores de Olga, pero aquella verga real, con una rigidez y textura distinta a las artificiales y un calor que ninguna de ellas poseía, la hizo respingar, sintiendo como, sin ser tan grande, laceraba la piel que aun no había sido suficientemente lubricada. Por un momento, pensó espantada que quien la estaba violando era su hermano pero inmediatamente cayó en la cuenta de que, a ese medio hermano no la unía ningún vínculo de afecto y, cediendo a sus impulsos, rodeó sus muslos con las piernas y arremetió decididamente contra él.
Joaquín la asía por las caderas y su pelvis golpeaba en fuertes embestidas contra su sexo. Con la cabeza echada hacia atrás enterrada entre las sábanas y su cuello tensado a punto de estallar mientras gemidos doloridos escapaban de su boca, Agustina se aferraba a la tela, casi rasgándola con las uñas. Aunque la cópula la satisfacía, no dejaba de sentirse sorprendida, tanto por la violación de su hermano como por su mansa complacencia pero se tranquilizó al ver junto a ella la hermosa cara de Olga.
Murmurando palabras cariñosas en las que le expresaba todo el amor que sentía por ella, su cuñada le prometía que entre los dos la llevarían a conocer un nuevo mundo de placeres al que muy pocas mujeres accedían, tras lo cual, comenzó a besarla con pasión pero sin violencia, introduciéndola al goce que la había acostumbrado. Las succiones se hicieron casi hipnóticas y en tanto se abandonaba en los brazos de su amante, sentía como su hermano había separado las piernas con que lo atenazaba y posesionándose de las rodillas, las sostenía tan abiertas como podía.
Apoyado solo en sus pies, Joaquín formaba un ángulo de increíble potencia y entonces, su cuerpo envarado en esa posición, inició un lento vaivén que llevaba a su verga a estrellarse en el fondo de las entrañas femeninas.
La sensación de aquella primera cópula con un hombre era terriblemente gozosa y Agustina no podía reprimir los quejumbrosos ayes que escapaban de su boca mientras que Olga, como si formara parte de un ensayado ballet, dejó de besarla y en tanto sus labios se posesionaban de un seno, una de sus manos comenzó a sobar y estrujar al otro. Concienzudamente, la lengua fustigaba la áspera superficie de la aureola y azotaba la carnosidad del pezón al tiempo tanto que los dedos índice y pulgar habían atrapado entre ellos la otra mama y la retorcían con una intensidad que la llevaba alternativamente del sufrimiento al goce delirante.
Era reconocida la atlética corpulencia de Joaquín, pero eso no la había hecho presuponer con cuanta intensidad podía llegar a penetrarla. El pene parecía haber adquirido una definitiva consistencia y volumen, lo que lo convertía en algo mucho mayor que los falos artificiales de su mujer. Afortunadamente, su útero había elaborado la cantidad de mucosas necesarias para la lubricación de la vagina y entonces, la verga se deslizaba como aceitada sobre las carnes para irrumpir más allá del cuello uterino. Aquello la llenada de dicha y, sintiendo golpear contra su rostro la oscilante masa de los pechos de su cuñada, los asió entre sus dedos y mientras los estrujaba con igual dureza que aquella, su boca la imitó en todo, succionando ávidamente los pezones.
La imagen que proporcionaba el trío era alucinante. El cuerpo poderoso del hombre, estirado tensamente como si estuviera haciendo flexiones, se movía en un lento vaivén mientras el falo penetraba el sexo de su hermana, cuyas piernas sostenidas abiertas y encogidas por sus manos eran llevadas cada vez un poco más hacia arriba y ese movimiento hacía que su grupa se despegara del colchón, ofreciendo el sexo indefenso al sometimiento del pene. Por el otro lado, la imagen se completaba mostrando los torsos invertidos de las dos mujeres cuyos pechos eran sometidos recíprocamente por manos y bocas.
Inmersos en ese tiovivo infernal, los tres disfrutaban intensamente de aquello y, cuando Olga dejó deslizar una de sus manos a lo largo del vientre para acariciar al clítoris, la muchacha creyó desfallecer de tan intenso goce. Su cuñada había comenzado a mordisquear delicadamente al sufrido pezón en tanto que sus dedos rascaban y se hincaban sobre el sexo. Imitándola con vehemencia, pronto Agustina sintió en su boca la acumulación de saliva que le indicaba su proximidad con el clímax y, cuando Olga inició un alucinante periplo de sus dedos que los llevaban desde el clítoris hasta bien adentro de la vagina, complementándose con la penetración de la verga, creyó enloquecer de dicha y en su vientre comenzaron las explosiones que derivarían en espasmos y contracciones indicándole la llegada del orgasmo.
Asida a los muslos de su cuñada, exteriorizaba su contento en una mezcla de sollozos y frases de asentimiento y cuando, finalmente, sintió derrumbarse los embalses de sus jugos internos, coincidentemente tuvo la experiencia inédita de recibir en sus entrañas el derrame seminal de su hermano, que se desparramó como un cálido bálsamo entremezclándose con las fragantes mucosas de su vientre.
Hundiéndose en el sopor de ese momentáneo paso a otra dimensión que conlleva cada orgasmo, sintió a Joaquín traqueteando por unos momentos en su vagina y luego, el dulce contacto de la boca de Olga jugueteando con su clítoris. Boqueando a la búsqueda de aire después de tan fatigosa sesión, abrió los ojos llorosos e incorporándose sobre los codos, parpadeando para despejarlos, alcanzó a ver como su cuñada se acomoda en el hueco que dejaban sus piernas abiertas. Uno de sus máximos deleites era contemplar aquel hermoso rostro querido cuando en sus facciones se dibujaban la lascivia y la perversión.
Encogiendo sus piernas y haciéndole apoyar los pies firmemente en la cama, alzó sus nalgas unos treinta centímetros y mientras le pedía que se conservara así, comenzó a deslizar su lengua tremolante a lo largo de los muslos transpirados, sorbiendo con fruición la fragante pátina y próxima al vértice, se regodeó con las chirleras de líquidos que escurrían desde la vagina conjugados con el semen de su marido. Joaquín, quien circunstancialmente había desaparecido de su vista, se arrodilló junto a ella y tomando su cabeza entre las manos, la aproximó a su entrepierna donde colgaba tumefacta la enrojecida verga.
Comprendiendo que había llegado el momento de poner en práctica las enseñanzas de su amante, tomó entre los dedos aquel colgajo con consistencia de morcilla y, acercándolo a la boca, deslizó la lengua a lo largo del tronco hasta arribar a los arrugados testículos. Un olor desconocido hirió su olfato pero fue esa acritud la que pareció excitarla y comenzar a degustar, en lento paladeo, esa mezcla de esperma y mucosas vaginales que lo cubría.
También Olga realizaba casi lo mismo en su sexo y la lengua, escarceando como un colibrí sobre la rojiza flor, picoteó en los ennegrecidos pliegues que, carnosos hasta la grosería, surgían desde el interior. Dilatando con los dedos al sexo, contempló fascinada la intensamente rosada superficie del óvalo y la lengua se dirigió sin demora a enjugar las gotas de semen y jugos que rezumaban desde la vagina, lentamente pero al parecer, inagotables.
Disfrutando de la caricia de su cuñada, asió entre los dedos la verga turgente y, acariciándola de arriba abajo, dejó que los labios sorbieran con fruición aquel néctar que parecía excitarla. A pesar de los reclamos de su hermano para que lo hiciera, existía una repulsa, un asco, que le impedía introducirla en su boca y continuó con los tremolantes viajes de la lengua a todo lo largo y los dedos que la encerraban iniciaron una prematura masturbación ya que el miembro permanece fláccido.
Entretanto, Olga había terminado de deglutir los líquidos que escapaban de la vagina y la lengua subía ahora en procura de las crestas carnosas, a las que fustigó rudamente preparándolas para que los labios las ciñeran y, succionándolas fuertemente, tiraran de ellas como si quisieran arrancarlas, despertando en la jovencita una salvaje emoción. Olvidada la repugnancia primigenia, abrió la boca e introdujo en ella la verga.
Tal vez fuera por su laxa consistencia o por lo agradable que le resultaba sentirla sobre la lengua, fue introduciéndola cada vez más hasta sentirla llenando su boca e, iniciando un suave movimiento de la cabeza combinado con el jugueteo de la lengua y la presión de los labios, consiguió que, lentamente, el miembro fuera cobrando volumen y cierta rigidez. Debería de existir en ella algún mecanismo secreto que le hacía dilatar las quijadas en la medida que la verga iba convirtiéndose en un falo, recuperando la categoría de monstruoso.
Su mano no alcanzaba a rodearlo por completo y, aun así, la boca se abría generosa para recibirlo tan profundamente que le ocasionaba nauseas pero eso mismo parecía incitarla a aumentar el chupeteo hasta que sus mejillas se hundían por la fuerza que ponía en hacerlo y el vaivén de la cabeza se incrementaba frenéticamente.
La boca de su cuñada se alojó sobre la carnosa prominencia del clítoris, al que lamió y chupeteó mientras movía su cabeza hacia los lados y, apresándolo entre los dientes, lo sacudía y zarandeaba con delicada insistencia. Observando la aplicación de la muchacha sobre el miembro de su marido y decidida a recompensarla con generosidad, Olga metió dos dedos en la vagina para conducirlos a restregar la protuberancia en la cara anterior.
Agotada por la succión, Agustina tomó al pene entre sus dedos y mientras observaba como Olga la chupaba con intensidad al tiempo que la penetraba con los dedos, comenzó a masturbarlo con bríos impetuosos consiguiendo que el miembro alcanzara su máxima expresión. Al parecer ese había sido el objetivo del matrimonio ya que, cambiando de posición, Joaquín se sentó apoyado en el respaldar de la cama y Olga la condujo para que quedara acuclillada sobre él. Haciéndole aferrar con las manos el respaldo, la guió para que, flexionando sus piernas, quedara directamente sobre el falo y, lentamente se penetrara con él hasta sentirlo totalmente dentro de ella.
Poniendo las manos en sus nalgas, Joaquín la fue induciendo para que iniciara un lerdo galope sobre el enhiesto pene. La tracción de sus brazos colaboraba para acentuar el ritmo de la cabalgata y la muchacha comenzó a emitir sonoros ayes de placer. Obtenida la cadencia de la jineteada, las manos del hombre abandonaron sus glúteos y se dedicaron a sobar sañudamente los senos oscilantes por el movimiento. Ella había practicado posiciones parecidas con Olga, pero jamás un consolador la había hecho alcanzar tal dimensión del goce.
Desasiendo sus manos del respaldo, su hermano la dio vuelta y le indicó que se apoyara en sus piernas encogidas para iniciar un hamacar del cuerpo, adelante y atrás. Al principio le costó encontrar el ritmo, pero cuando lo logró, se vio recompensada por los violentos remezones que Joaquín le imprimía a su pelvis y que incrementaban la fuerza del impacto en su vagina. Agustina había alcanzado largamente el orgasmo y se preguntaba de donde sacaba su hermano tanto vigor, cuando Olga reapareció en el cuarto portando en su entrepierna el arnés que tanto satisfacía a la jovencita.
Subiendo a la cama y parándose delante de ella, colocó entre sus labios la punta del consolador. En un acto reflejo por haberlo hecho tantas veces antes, la muchacha abrió la boca y absorbió la rígida consistencia del falo artificial. Para evitar que saliera de su boca, Olga minimizó el vaivén del cuerpo y entonces fue Joaquín el que incrementó sus embates. El deleite no podía ser mayor y Agustina resollaba sonoramente por las fosas nasales en su afán de no perder contacto con la verga que succionaba con tanto goce, cuando, lentamente, Olga fue dejándose caer hacia atrás para arrastrarla con ella, librándola de le penetración de su hermano
Acostada boca arriba, su cuñada abrió desmesuradamente las piernas convidándola a penetrarse con el falo. Tal como acostumbraba a hacerlo, se arrodilló ahorcajada sobre Olga y con cuidadosa precaución fue introduciéndolo en la vagina. No obstante su impresión anterior, el pene de Joaquín no superaba el tamaño del falo y su paso la hizo morderse los labios por el dolor que las excoriaciones le provocaban. Roncando suavemente, suspiró cuando sintió a la ovalada cabeza restregar el endometrio y, consciente de lo que deseaba, inició un perezoso hamacarse en el que la verga llegaba casi a punto de salir de su encierro para luego volver a lacerar la vagina.
Aferrada a su cuerpo, la mujer la atraía hacia ella y su boca se complacía, lamiendo y chupando los hinchados senos mientras ella apoyaba las manos sobre la cama a fin de impulsarse mejor. Durante un rato se movieron al unísono en tan placentera cópula, adelante y atrás, arriba y abajo, hasta que en un momento determinado, Agustina sintió detrás de ella la proximidad de su hermano.
El corpulento hombre se había acuclillado por encima de su grupa y, apoyando la cabeza de la verga sobre el ano, comenzó a penetrarlo muy lentamente. Ese tipo de sexo le encantaba a la muchacha, pero la sola idea de soportar dos vergas simultáneamente en su interior la espantó. Inició un pálido remedo de resistencia, pero aquello sólo sirvió para que los miembros la penetraran más profundamente, enardeciendo a sus amantes.
La sensación era extraña y dual; por una parte, las dos grandes vergas le hacían tener la sensación de ocupar todas sus entrañas ocasionándole un intenso sufrimiento pero a la vez, colocaba una pizca de gozosa perversidad en su pecho y sentía que su cuerpo se complacía por esa doble cópula. Asiendo por la revuelta melena a su cuñada, la hizo abandonar la succión de los senos para comenzar a besarla con angurrienta gula, mezclando sus alientos y salivas.
El arnés que portaba Olga tenía la particularidad de dejar al descubierto la entrada a la vagina y el ano. Conociendo aquello, Joaquín comenzó a alternar la penetración a su ano con la de la vagina de su mujer y esa intermitencia las enloqueció. Como si fuera un macho cabrío en celo, su hermano comenzó a cambiar y, tanto penetraba a Olga por la vagina como por el ano, poniendo especial énfasis cuando volvía a introducir la verga en el de Agustina.
La muchacha estaba tan desquiciada como el matrimonio y con su boca martirizaba no sólo la de su cuñada sino que sus dientes se clavaban impiadosos en el cuello de la mujer. Inopinadamente y tomándola por las axilas, el hombre la retiró de encima de Olga y, volteándola hacia sí, la hizo arrodillar sobre la mujer para esta introdujera al consolador en el ano. Apoyada de espaldas contra los pechos de Olga, esta sobaba nuevamente sus senos en tanto que sacudía la pelvis para penetrarla desde abajo y Joaquín acomodó sus piernas para acuclillarse sobre ambas mujeres, introduciendo la verga en el sexo oferente de su hermana.
Nuevamente los dos miembros ocupando su vientre le produjeron una sensación de ahogo que iba acompañada por las violentas convulsiones que sacudían al útero. Afirmándose en las manos echadas hacia atrás, levantó un poco el torso y eso le permitió menear la pelvis para incrementar aun más la penetración del falo de Joaquín y darle espacio a Olga para que acentuara los remezones con que la penetraba por el ano.
Ni en sus más alocadas fantasías la muchacha hubiera siquiera supuesto que el acto que estaban cometiendo fuera posible y muchísimo menos, que hacerlo la transportara a un estadio desconocido de exquisitas sensaciones en las que el dolor ocupaba un lugar de privilegio como desencadenante del placer.
El traqueteo del falo en el ano le provocaba tan histéricas reacciones, que era ella quien propiciaba con los sacudimientos de las caderas para que el roce fuera aun más profundo mientras su cuñada manoseaba rudamente sus senos y hundía las uñas en los pezones y las violentas arremetidas de su hermano al sexo, fueron convocando a los demonios que guerreaban encarnizadamente en el bajo vientre, colocando en la vejiga aquellas terribles ganas de orinar insatisfechas que precedían a sus eyaculaciones.
Echando violentamente la cabeza hacia atrás y mientras la sacudía de lado a lado, suplicándoles entre gemidos y suspiros a sus violadores que no cejaran en su afán y la hicieran alcanzar la dicha del orgasmo, notó que su hermano salía del sexo y, acercándose hacia ella, atraía su cabeza hacia delante y masturbándose con la otra mano, volcaba en su boca una tremenda cantidad de semen.
Sus papilas degustaron la pringosa melosidad del esperma y ese sabor nuevo, diferente, le encantó. Ciñendo sus labios alrededor de la verga, succionó desesperadamente para recibir y deglutir ansiosamente aquella cremosidad de vida, mientras Olga desaceleraba la violencia de la sodomía y, abrazándose fuertemente a su torso, le confirmaba amorosamente su bienvenida a aquel maravilloso mundo de sensaciones primitivamente placenteras en que transcurriría su vida futura.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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