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Mi prima Carmen era hija de una prima hermana de mi madre, y contaba ya con casi veinticuatro años mientras yo era un “pipiolillo” de diecinueve más recién cumplidos que otra cosa. Ella era una mujerona rotunda, antes alta que baja, senos pelín pasados en su desarrollo y caderas-culito más merecedores de los términos “caderazas”, “culazo”… Y qué decir de sus piernas… De su “muslamen”… ¡Gloria bendita, vamos!...
Todas esas “virtudes” de su tremenda feminidad, de siempre habían sido por mí inapreciadas… Ya se sabe, cuando estás más que acostumbrado a ver a alguien desde tus más infantiles años, tus sensaciones hacia tal persona son asexuadas… Era mi prima, conocida desde que no alzaba un palmo del suelo, y no una chica, una mujer como cualquier otra… Y a ese desinterés no era poco lo que coadyuvaba la diferencia de edad, más de cinco años que de cuatro, con lo que mientras yo aún era un infante sólo interesado en hacer tratadas a más y mejor, ella ya había dejado atrás los “pinitos” en el arte de la seducción, aunque, de momento al menos, con escaso éxito para los básicos presupuestos de las féminas de la época: Lograr un novio “formal” que la llevara al altar… La verdad, los moscones no faltaron en su derredor, pero sus propósitos con ella no pasaban de lo de “Irse con ella a la era”… Y eso, a las señoritas de buen tono de por aquellos entonces, año 1959, en absoluto les interesaba, aunque luego el regodeo les fuera más que a un tonto un lapicero, pero todo ello dentro de un orden, el del “santo matrimonio”, con bendición del cura y Libro de Familia Católica previos
Así que, ¿cómo fue que un buen día empezara a ver a mi primita con ojos pecaminosos?... La causa fundamental estuvo en el carácter de mi primita, bravío donde los haya, lo que la hacía chocar con su papito día sí, día no, y el del medio a poco que se descuidaran. Vamos, que por cualquier nimiedad se las tenían más que tiesas papá e hija, resolviendo la nena la situación dando la “espantá” de su casa para venirse a la nuestra en busca de asilo a las paternas iras, que no eran, precisamente, “moco de pavo” cómo se las gastaba mi tío Arturo, marido de mi tía y médico del pueblo de toda la vida, pues el micer era un tanto señor de “Horca y Cuchillo” en su hogar, conti más, respecto a sus hijitas de su alma
Fue un día de Julio de ese año 1959, con mis diecinueve juveniles años estrenados menos de un mes antes, cuando se lió una de tales zapatiestas en casa de mis tíos, con lo que mi querida prima apareció por casa ya más después de cenar que antes, pidiendo cama y posada por dos o tres días, los suficientes para que a su papi, el tío Arturo, se le pasara el filial globo… En fin, que mamá la señaló habitación, previo “lanzamiento” de servidor de la misma, “deportado” al comedor por aquello de que los mocitos debemos, debíamos, al menos entonces, ser caballeros galantes con damas y damiselas… En fin, que tuve que entrar a la tal habitación para coger alguna que otra cosa, pijama, ropa para cambiarme por la mañana, útiles de afeitar y tal… Pero la cosa es que, para entonces, mi primita lucía ya camisón, y no hasta los pies, precisamente, permaneciendo sobre la cama, sentada a lo indio, sobre sus piernas cruzadas… En fin, que me ofreció una más que sabrosa visión de sus muslitos al natural…sus tetitas…o, más bien, sus tetazas… Eso sí, veladas éstas por tal camisón… Aunque, francamente, no se precisaban prodigios de imaginación para apreciar cuanto velaba la tenue tela …
En fin, que la mella que tales visiones hicieron en mi masculina condición fue para mí demoledora… Vamos, que desde tal noche, mi primita, para mí, perdió, irremisiblemente, el honesto halo familiar para pasar a ser mi más erotizante imagen femenina. Ella, por otra parte, era de lo más abierta, de lo más campechano que pudiera echarse uno a la cara, y ahí estuvo lo natural que aquella sonada noche estuvo conmigo, sin reparar en la semi desnudez que mostraba, hablándome más fresca que lechuga sin ser fresca, moral o modosamente hablando, su femenina condición
Pero es que esa franqueza, que en ella era algo así como connatural, me sirvió para acercármele más y más, cosa que, desde la mismísima mañana siguiente a cederle mi cuarto, fue mi gran anhelo… Me pirré por esas carnes más que perro por picatoste, y estar a su lado, “arrimarme” a ella, se me hizo irresistible… Por entonces, lo que más hacía la gente en los pueblos de España durante los candentes “idus”(1) estivales ibéricos era pasear en los atardeceres, mayormente por la calle Mayor, arriba y abajo, la por entonces también llamada “calle del roce”, y no por motivos eróticos, sino, simplemente, porque la tal calle estaba tan concurrida a la puesta del sol y hasta ya bien pasadas las diez de la noche, que resultaba difícil no rozarte con la demás gente.
En aquél pueblo albacetense, a la calle y plaza Mayor se añadía la llamada “Carretera Nueva” como zona del “roce”, del diario paseo vespertino del verano, una vía asfaltada que, partiendo del “Corralón”, una rotonda al aire libre, entonces menos que más ajardinada, punto más alto del pueblo sito detrás justo de la plaza Mayor y excelente balcón sobre la vega al pie del cerro montañoso cuya cima acoge al casco urbano de la población, baja hasta la carretera general Valencia-Jaen, por Albacete capital, donde los viajeros enderezan viaje hacia Madrid, con lo que se acorta rumbo Jaén/Andalucía al hacer el viaje en vehículo particular. También la gente bajaba por allí hasta la carretera general para frecuentar una especie de mesón, la “Venta del Águila Negra”. Por cierto, que este mesón también se conoció, por aquellos finales de los 50/inicios de los 60, por “Venta de Juan XXIII”, dado el gran parecido que su entonces dueño tenía con tal papa
Pues bien mi primita, como cada hijo de vecino, también paseaba la calle del “Roce” con sus amigas, como estaba mandado y ordenado, y yo me empecé a especializar en ajustarme a su vera en las andadas calle Mayor abajo, calle Mayor arriba; carretera Nueva abajo, carreta Nueva arriba… Al principio mi primita solía ir hacia el centro de las cuatro o cinco nenas alineadas de derecha a izquierda, izquierda a derecha, pero hete aquí que, confirme yo me hacía asiduo en eso de acompañarlas, mi prima, de golpe y porrascazo, una buena tarde basculó hasta colocarse en un extremo de la alineación, con lo que yo, gozoso hasta el tuétano, corrí a alinearme con ella
Fue el principio de una época, mes y algo, de vino y rosas para mí, engolfado en la proximidad del anhelo de mis anhelos… Pero es que la cosa no se quedó ahí, sino que las nenas, amigas de mi dulce tormento, colaboraron en que nuestra relación se hiciera bastante más íntima de lo que cabe esperar entre prima y primo, ya que, en menos que canta un gallo, tan pronto como yo hacía acto de presencia, aunándome a mi primita, ellas acuciaban el paso, dejándonos a los dos detrás, para que pudiéramos hablar a nuestras anchas… Vamos que, más o menos, pensaban que andábamos “pelando la pava”, como por aquellos entonces se denominaban las charlas entre enamorados más o menos novios…
Sí, yo me encontraba en la gloria con aquellas distinciones con que mi prima me regalaba, pero como no hay rosas sin espinas, el cachondeo que la gente se traía con nosotros era de verse… Y, lo que es peor, de sentirse… Los “amantes de Teruel, tonta ella, idiota él”, nos llamaban por lo de la diferencia de edad… El choteo llegaba al punto que mi primo y excelente amigo, Teodoro, hermano de la interfecta, comúnmente empezó a llamarme “cuñado”, cosa que me jorobaba hasta casi pelearme malamente con él. Y no porque no deseara llegar a tal grado de parentesco con el susodicho, que ya más lo anhelaba que lo quería, sino por el “piazo” recochineo que se traía conmigo… Y a qué decir de la “guasa” que se traían mis más amigos que primos Alberto y Vicente, los primicos hermanos de mi Carmen…
Pero ya la monda fue cuando mi madre, ni corta ni perezosa, se empezó a meter en mi vida, con lo de que a mí una chica tan mayor como Carmen no me convenía y, a más a más, a ella menos aún eso de andar tonteando conmigo, un “baby” a su lado, pues aquello la estaba comprometiendo, pues ya se sabe cómo eran, éramos los tíos de aquellos tiempos, cerriles en lo de ser uno, y no otro, el “desprecintador que desprecintare” a la nena, convertida ya en santa esposa, en la conyugal “noche de bodas”… Claro, que lo de que la santa esposa debía ser la “desprecintadora” del no tan casto marido, la verdad, era algo así como “pelillos a la mar”… Vamos de lo más baladí, pues ya se sabe, los tíos eran de lo más macho y también se sabe que, más o menos habitualmente, tienen que desfogar sus más que machísimos instintos…
Pero todas esas tribulaciones quedaban en “peccata minuta” cuando, al fin, estábamos juntitos, eso sí, entre multitudes, la causa de mis desvelos y yo… Así fue pasando el tiempo, lo que de Julio restaba y el mes de Agosto… El 26 de tal mes, día grande en el pueblo, pues era cuando la Virgen Patrona era traída de su ermita, a seis-ocho kilómetros, a su pueblo… Como tantísima otra gente, salimos al pie del camino de la Virgen a recibirla a su entrada al pueblo y, como la casi totalidad de esas gentes, seguimos a la Virgen patrona hasta la parroquia de la Trinidad, aledaña a la plaza Mayor, donde quedaría hasta su vuelta a la ermita…
Fue la primera vez que paseé con ella, solos los dos, carretera Nueva abajo, carretera Nueva arriba… Estaba esa noche por entero solitaria la carretera, con quién más, quién menos, en el pueblo, en las cercanías de la plaza, celebrando lo de la Virgen, cuando nosotros dos nos escabullimos hacia tales soledades… Paseábamos más en silencio que hablando, tomaditos de la mano, embriagadora novedad esa, jugueteando nuestras manos entrelazadas, acariciando mis dedos, mis uñas, la palma de su mano y sus dedos, sus uñas haciendo lo propio con la palma de mi mano; mirándonos de vez en cuando, más a hurtadillas que directamente a la cara… Fue lo único que entre nosotros pasó esa noche, pero lo suficiente para que quedara en los anales de mis más bellos recuerdos
Acabó Agosto y llegó Septiembre y su día 4, cuando comienzan las Ferias y Fiestas Mayores del lugar, y con ellas la “Pista” del casino, un recinto acotado, montado por los contractuales explotadores del Círculo de Labradores y Ganaderos de la localidad, nombre oficial de los casinos esparcidos por la hispana geografía, con licencia municipal para ocupar una pequeña plazuela sita a espaldas de la plaza, y a la que da la puerta trasera del casino. En tal sector urbano, acotado y aislado para la ocasión, los del local ponían una barra y un tabladillo, sembrando de mesas y sillas el espacio, excepto un alquitranado de la plazuela más o menos igualado, más o menos extenso, pista del baile nocturno de tales fechas, animado por el conjunto músico-vocal, cuarteto, quinteto o lo que fuera, que la “empresa” contrataba a tales efectos…
Y, como menos no podía ser, Carmen y yo estábamos allí, baila que te bailarás, abandonado casi todo recato en nuestras tan especiales relaciones… Yo alucinaba en colorines con aquella “jembra” (hembra, con la vocalización en “J” más o menos rotunda, de la “H” aspirada) entre mis brazos que se me “pegaba” cual lapa a la roca, estrellando cosa fina esos señores “pectorales” que se gastaba contra mi indefenso pecho… Y a qué decir de su pubis contra el mío… Y contra lo que, desde luego, no era mi pubis, sino algo muy distinto y bastante más noble de mi masculina anatomía… O su manita, acariciándome los pelillos de la nuca… Los pelos de punta, y a caldo lo que no son los pelos, me ponía cada noche entre las once y las tres de la madrugada, cuando la pista echaba el cierre definitivo hasta el día siguiente
Los amigos, hermano y primos hermanos de ella, y mis más amigos que familia, Teodoro, Alberto y Vicente, haciéndome, bueno, haciéndonos, mil y una burlas con sus caras en visajes de lo más soez a veces, sin dejar a un lado las manitas en gestos claramente obscenos, juntando los deditos pulgar e índice de su mano izquierda en aro o redondel, pasando por él el dedo índice de la derecha, más tieso que un ajo, en claro remedo de la actividad sexual… A mí, cuando tal veía, se me llevaban los demonios, subiéndoseme la sangre a la cabeza de pura rabia… Con gusto habría saltado sobre ellos, liándome a mamporro limpio con todos y cada uno de ellos, pero Cortes me retenía diciéndome
Pero es que, que tal me dijera, tampoco me gustaba nada, pues si ellos para ella eran unos niñatos, yo, de su misma edad más o menos, qué demonio era… Pasaron los días 4 y 5 de tal manera y llegó el 6 con el mismo panorama en principio… Pero no sé qué le veía esa noche al amor de mis amores que me entontecía más que de costumbre… O, por llamar al pan, pan y al vino, vino, me excitaba bastante más que otras veces, las noches de los días 4 y 5, que ya es decir… Pero lo gordo fue cuando antes a la una de la madrugada que a las 0,30, me susurra al oído
Casi se me paraliza el corazón al escucharla… Me quedé de piedra… Pero al instante reaccioné. No dije nada, sólo la agarré de la mano y, más corriendo que deprisa, escopeteado, salí del recinto, con ella tras de mí; subimos escaleras arriba al vestíbulo del casino para al momento bajar a la plaza por la escalera principal… A paso de carga, como aquél que dice, corrimos hacia el “Corralón”, subiendo el repecho que forma el más que corto callejón que, desde la plaza, lleva hasta allí para, en llegando, torcer a la derecha, carretera abajo
Llegamos al “Corralón” cogidos de la mano, pero ya allí ella me enlazó por la cintura, haciendo yo al segundo lo propio… Caminábamos despacio, mirándonos…Sonriéndonos, hasta que Carmen, en la plena nocturna oscuridad, se detuvo y, echándome ambos brazos al cuello, selló mi boca con la suya… No sabíamos besar ni ella ni yo, pues experiencia, sencillamente, no existía… Era la primera vez en mi vida que unía mi boca a la de una mujer y ella ídem de lienzo respecto a un hombre, pero la pasión, el deseo, improvisó y Señor qué morreo que por finales nos dimos. Al rato, Carmen separó sus labios de los míos, mirándome con ojos chispeantes de lo que brillaban
Me pensé que eso se le pregunta a un muerto, pues no hay vivo que a tal proposición responda “No”. Los “Pizorros” son sendas formaciones rocosas de escasa altura que se alinean a ambos lados de la carretera, trepando hacia arriba por la derecha y bajando cuesta abajo por la izquierda, según se baja desde el “Corralón”. La roca es de pizarra, de ahí el nombre, “Pizorros”, escalando y descendiendo en paredes casi verticales, formando “terrazas” entre las paredes, uniendo la que corona por el exterior con la que asciende por el interior. Allá trepamos, buscando, mayormente ella, pues sabía mucho mejor que yo lo que buscaba en base a lo quería hiciéramos, cosa que yo ni a planteármelo, ni a pensarlo, me atrevía…
Por fin, soltó un “Aquí estaremos bien” cuando encontró una “terraza” algo menos angosta que las demás pero más limpia de piedrecitas, cosas abrasivas en general, y con bastante más hierba que las otras vistas, aunque también con hojarasca y maleza de monte bajo… Sin mediar palabra, se desabrochó la blusa de arriba abajo, soltando seguidamente el cierre del sujetador que en momentos fue a parar al suelo… Ni sé cómo pudo sacárselo, con la blusa puesta, las mangas en sus brazos… Misterio de la femenina agilidad y sus artes… Paréceme, creo recordar, que primero se sacó un tirante, deslizándolo por el brazo correspondiente, para seguidamente, a través del otro brazo, sacarse el “sujetatetas” completo, pero ya digo; en absoluto estoy seguro de ello, luego guárdome mucho de, taxativamente, afirmar tal cosa… Luego, se subió la falda y lo que se fue a freír espárragos fue la braga, que no tanga, prenda de la que por aquellos entonces ni idea se tenía… Braga, que tampoco braguita, y de lo más recatada; seguidamente, con la braga y mi concurso, dejamos limpito el suelo de la “terraza”, eliminando las chinas, piedrecitas y demás abrasivos que en ese lecho de tierra había… Hasta donde cabe, claro está, pues lecho de rosas, aquello, ni queriendo podía ser
Por fin, relativamente utilizable tal lecho de hierba, matojo y hojarasca, mi amado tormento, manteniendo la falda por la cintura y enteramente al aire los pudendos encantos de su femenina naturaleza, lo mismo lo de delante que lo de detrás, en la más desvergonzada de las formas, se tendió, boca arriba, en tal lecho, mientras decía
Yo alucinaba en colorines, no discerniendo muy bien si rodo aquello lo vivía o lo soñaba, pero, obediente, hice lo que se me demandaba, mandando a los tobillos pantalón y calzoncillo… Así, en tal guisa que podría resumirse diciendo que estaba en “pelota picada”, me acerqué a ella y me dejé caer sobre aquél cuerpo que para mí era de perdición… Y, curiosamente, todavía apenas si me lo creía…
Cortes me sonrió, pizpireta, coquetuela y no poco burlona
¡Dios de mi vida, y qué embriagadora que era mi adorada!… Mi amadísima primita… Estaba extasiado escuchándola…mirándola… Y aquellos senos, generosos odres repletos de las más increíbles dulzuras que en todo el Universo pudieran existir, me subyugaban hasta la locura… La locura del amor más inconmensurable…más inmarcesible… El beso que nos unió fue paradigma de la dulzura, la ternura que el amor puede despertar en nosotros, los seres humanos… Ese amor que sublima al Hombre elevándolo por encima de todas las mezquindades de la vida…de la Naturaleza biológica… El Amor por enunciado, definición y paradigma de lo más bello, lo más noble, lo más grande de la Creación, hablando, pensando en creyentes religiosos… Del Universo, si hablamos o pensamos como gnósticos pragmáticos, cientificoides…
Nuestros labios volvieron a separarse, pero las manos no cejaron en sus mutuas caricias, yo disfrutando de aquellos senos que me hechizaban… Que me volvían majareta…turulato… Y ella, atenta a honrar, agasajar lo más preciado y noble de mi masculina anatomía, para que ya pensara, y a todo ruedo, que en la Gloria Divina, en la Gloria de Dios, puede entrarse, puede estarse, aún vivo; aún e incluso, estando a un tiempo en este tantas veces asco de Mundo
Le negué con la cabeza
Su rostro, que ya mostraba una dulce sonrisa, se iluminó con luz que empalidecería al mismo sol… ¡A esas horas de la madrugada!... Me abrazó casi con frenesí, mientras me decía
Volvimos a besarnos, a abrazarnos aún más si ello cupiera… Que cupo, porque el amor, cuando de verdad se quiere, es inagotable…inacabable… Puede que no pudiéramos estrecharnos más de lo que estábamos, pues diría que tal cosa hubiera sido imposible, pero sí que se incrementó en ni se sabe cuántos enteros la pasión…la entrega mutua en ardoroso cariño… Ella, librándose de mis labios, musitó
Nos reímos los dos con ganas… Luego, serios, nos miramos… Volvimos a besarnos, como tomando fuerzas… O “carrerilla” para lo que, indefectiblemente, vendría en segundos… Me acomodé como estimé mejor sería entre ese glorioso arco de las femeninas piernas abiertas en su máxima extensión… Entre esos muslitos, que me traían loco… Y me apresté a penetrarla, con su colaboración, pues al momento de advertir mi maniobra, asentando bien sus pies en la tierra, elevó su pubis, y con él su prenda más dorada…más preciada, presta a ir al encuentro de ese miembro trocado en invasor ariete.
Ese pubis era toda una maraña, una pelambre de vello púbico, rizado, suave, sedoso… Todavía por aquellos entonces las mujeres no se cuidaban “eso”… No se lo recortaban… Eran, todavía, naturales… Solo presentaban lo que Natura les había dado… Sin afeites, sin postizos… Yo busqué abrir camino entre aquella espesura…pero no pude…no supe… Ella entonces, riendo, me dijo
Me guio… No tenía ni idea, como yo, pero estaba en mejor situación que el menda lerenda, “u sédase” (o séase), yo, para localizar ese punto álgido, pues lo sentía arder, deseoso…deseosa ella de acoger en ese seno mi virilidad, luego localizar el sitio exacto le resultó más fácil que a mí… Y, por fin, la penetración se consumó… Cuando mi “cosota”, como ella “la” llamaba, desgarró su doncellez, destruyéndola para siempre, al momento me detuve, indeciso entre suspender la proeza o continuarla, dada la expresión dolorida que al instante veló su rostro, con aquellos labios contraídos de dolor y sus dientes mordiendo el labio inferior
Toqué fondo y volví a pararme… Volví a besarla, con micha más dulzura, mucha más ternura y cariño que erótica pasión, y, ni que decir tiene de pasión sexual que ni por el forro había en esa caricia…
Y cómo no iba a querer… Cómo no iba a satisfacer lo que mi reina, mi razón de vivir me pedía… Esperé hasta que ella me dijo
No fui yo quien empezó a moverse, sino ella, empujando sus caderas rítmicamente; yo, sólo hice que seguir ese ritmo que ella había iniciado… La visión de su rostro, contraído en rictus doloroso, me torturaba… Me rompía el alma… Pero aquello duró poco, pues en nada ella fue acelerando el ritmo con la respiración más y más ansiosa, mientras de sus labios surgían los primeros gemidos y jadeos de dicha… De placer…
¡Dios si me gustaba!... ¡Estaba en el planeta de los mil y un placeres!... ¡Qué mujer…qué hembra tenía debajo de mí!... ¡Cómo se movía, Señor y Dios mío!... ¡Cómo metía sus caderas, amándome, queriéndome!.. Era inenarrable… Acabamos… Acabamos casi a un tiempo los dos; en realidad, yo unos momentos antes que Carmen, pero la aguante hasta que, laxa, deshecha, como yo mismo, se dejó caer en el duro suelo, exhausta pero tremendamente dichosa, feliz, lo mismo que yo…Lo mismo de exhausto que ella… Lo mismo de dichoso y feliz que ella, tras satisfacer nuestro mutuo amor… Nuestro enorme deseo…
De momento, no pudimos hacer otra cosa que intentar recuperarnos del palizón que nos habíamos dado, yo a ella, ella a mí, para volver a los besos, a las caricias, tan pronto nuestra respiración, nuestros corazones, empezaron a recuperar algo su normalidad… ¡Benditos mis diecinueve años, que posibilitaron que en un santiamén mi “cosota” volviera a estar pidiendo guerra…y sin cuartel… Carmen se dio cuenta, enseguida la sintió “embravecida” a más no poder
Pero mis deseos, en tal momento, iban por otros derroteros
Los ojos de Carmen volvieron a chispear mientras se tornaban juguetones, pícaros, como si un lúdico diablillo bailoteara en ellos… Y el gesto de su rostro, de esa sonrisa suya tan arrebatadora, se puso a juego con sus ojos
De nuevo, me había abierto sus piernas…sus divinos muslitos ante mí, en todo cuanto de sí podían dar y yo me apliqué a lo que de ella más deseaba… Cortes, de nuevo, empezó a retorcerse…a vibrar de placer
No quise esperarme más… Estaba que ardía… Me puse en posición y Carmen, sin dudarlo, elevó el pubis hacia mí, saliéndome al encuentro, firmemente apoyada en sus pies…
Eran ya más de las cuatro de la madrugada cuando, más que desfondados ambos, dábamos fin a esa nuestra primera vez… ¿Cuántas veces nos amamos?... ¿Cuántas veces degustamos el frenesí del amor correspondido?... La verdad, no lo sé… Lo hacíamos, terminábamos exhaustos, nos reponíamos, nos besábamos y acariciábamos y vuelta a empezar un nuevo “round” del interminable combate… Y así, cuatro, puede que tres, cuatro… Hasta puede que seis… Hasta puede que más… ¡Qué sé yo!... Perdí…perdimos la noción de todo lo que no fuera entregarnos más y más… Parecía como si en ello, en amarnos, amarnos y vuelta a amarnos, nos fuera la vida con lo que nos aferrábamos a ello como nos aferraríamos a la vida si se nos fuera… Pero todo, alguna vez debe acabarse, y aquella locura de amor no fue excepción…
Pero es que también ese final fue casi el fin de mi vida… Habíamos llegado de vuelta al Corralón abrazándonos, besándonos, acariciándonos, con la blusa de Carmen aún desabrochada y sus senos al alcance de mis golosas manos que los amasaban, los manoseaban entre los suspiros y jadeos de ella, rendida a mí… Entregada a mí… Hasta que enfilamos la vuelta a la plaza… A la claridad de las farolas… A la vida normal y corriente… Entonces, ella se separó de mí; se abrochó la blusa, se la arregló, como también la falda, que yo ayudé a sacudirla de yerbajos, ramitas y otros vestigios de la “terraza” de “Los Pizorros”… Seguidamente, seria, muy seria… Con voz pausada, muy pausada, casi impersonal empezó a echarme por encima el balde de agua helada en firma de palabras
Yo no podía creerme aquello… Ese cambio tan radical…
Se calló, mirándome en silencio… La veía dolorida…Le costaba muchísimo decirme lo que me estaba diciendo… Eso lo veía en sus ojos…en su rostro… Me dio pena, pero mucha más rabia que pena… Rabia contra mí, porque, digámoslo sin ambages, me estaba soltando las verdades del barquero… Más verdad había en sus palabras que en el Evangelio, diría si no temiera ser irreverente
Carmen me envolvió en una mirada preñada de muchas cosas… Cariño, tristeza, desánimo…
La vi alejarse hacia la calle Mayor… La seguí con la vista hasta que desapareció en la calle… Me sentía vacío… Muerto mucho más que vivo… Sin fuerzas… Mejor dicho, sin razones, motivos por los que vivir… Sí; me sentía muerto en vida… Me giré en dirección opuesta a la llevada por ella, encarando el Corralón y la carretera Nueva y para allá, cansino, dirigí mis pasos. Bajé Carretera Nueva abajo hasta, medianamente, reconocer las alturas donde había amado al amor de mis amores; trepé peñascos arriba, dando vueltas y más vueltas buscando, casi a ciegas, el lugar que había sido mi lecho nupcial y, más que nada, de chiripa, lo encontré… Me senté allí, las piernas encogidas, rodeadas por mis brazos cerrados en el broche de mis manos entrelazadas, la espalda apoyada en la lítica pared… Y lloré… Lloré a lágrima viva, entre convulsiones de casi infinito dolor
Era de día, más de las ocho de la mañana cuando desperté; en aquella madrugada, había, ppor fin, encontrado el sujetador y la braga que mi adorada dejara por allí, desperdigados, llevándome ambas prendas a mis labios para besarlas, henchido de veneración a ese ser más que querido, pero enteramente huérfano de bajeza en mi intención… Besé esas prendas ahíto de amor, de cariño, y busqué su recuerdo en ese lecho terroso que la había acogido, prácticamente desnuda, en su seno, tumbándome en él, arropado por ambas prendas íntimas de mi bien amada… Y así, me quedé dormido
Bajé por fin de aquellas alturas y, más muerto que vivo, emprendí el camino de regreso a casa, con mis dos tesoros de femenina lencería en los bolsillos. L abronca de mi padre fue de las que hacen época y a mi madre de pocas no le da el soponcio ante el estado en que aparecí, rasguños por cara, manos y brazos, un hombro de la americana desgarrado, como la camisa de manga corta, la corbata perdida, amén de desde los pelos a los pies, ropa incluida, todo embarrado de polvo, tierra, hojarasca, ramitas de matorral… Pero lo peor era mi rostro… Aparte presentar hirsuta barba a medio crecer, los ojos tremendamente hundidos además de rojos cual los del diablo, demudado, por no decir macilento… Los mandé a paseo pues era lo único que entonces me faltaba, la paterna filípica, y a punto estuve de llevarme un guantazo de mi padre, pero gracias a mi madre, que sostuvo en el aire la mano airada, la sangre no llegó al río
Me metí en mi cuarto, aquél donde, por vez primera, viera a mi primita con otros ojos, muy distintos a los que hasta entonces la mirara, y allí me encerré, sin querer salir en todo el día ni para comer, pues eran ya más de las siete cuando me digné en abandonar mi retiro, urgido por un hambre más que clara… Mi padre, para entonces, no estaba en casa, andando por el casino… O quién sabe dónde, pues en el pueblo poco había abierto, y no, desde luego, el casino, el bar de Mimi, llamado así por la tartamudez de su dueño, que decía llamarse Mi…Mi…Miguel, y que antes fuera el bar de Gálvez… Hasta la taberna de la Pura, un cuchitril hediondo por los vapores que allí reinaban, mezcla de sudor de humanidad vinazo ya agrio y puro vinagre, pero que servía muy buen vino y unas “tapas” de cocina, trozos de carne de cordero fritos con ajos y vino especialmente, o los cangrejos de río, que su hijo, manco de un brazo al segárselo una máquina en la fábrica donde en tiempos trabajara, pescaba con nasa o cangrejera en un río muy próximo, muy cangrejero, hasta que la pesca indiscriminada acabó con la especie, el Jardín, que daba nombre a lo que era más caserío que aldea, dadas sus seis u ocho casas bajas, antañonas, de una sola planta, con sus indispensables corral de gallinas y cochiquera de cerdos, plantado en la carretera general Valencia-Albacete-Jaén a diez o doce kilómetros, más o menos, del pueblo…
A ese día 7 de Septiembre, en la población se le llamaba “La Virgen Chica”, y era como la antesala de las Fiestas de la ermita o basílica de la Virgen patrona, el Santuario de Cortes; desde la mañana, los feriantes que montaran sus reales en el pueblo, los desmontaban para trasladarlos al Santuario, a Cortes, y montarlos allí para el siguiente día… Y los bares y tabernas del lugar, cerraban los establecimientos para trasladarse también al Santuario, montando mostradores, mesas, sillas y demás en barracas o barracones de madera, con techos y, las más de las veces, también paredes de lona, con lo que, hacia media tarde, había más pueblerinos en Cortes que en el pueblo. Aquello me vino bien, como anillo al dedo ese momentáneo despoblamiento para mantenerme encastillado en mi cuarto
Y si el día 7 no había ya tanta gente en el pueblo, el 8, hasta más media tarde que primera hora de la misma, estaba, literalmente, desierto, con todo el mundo de jolgorio y misa en la ermita… No creamos que Cortes es una simple iglesia en medio de la nada; ni mucho menos… Cortes es un recinto situado al nordeste del pueblo, sobre un cerro más bajo que el que ubica la población, que al sur-suroeste cae casi en picado sobre la vega pero hacia el norte se va uniendo dulcemente a la tierra llana en una suave cuesta abajo, que no es otra cosa que una carretera que, partiendo de la general, asciende hacia pueblos y aldeas serranos; a esa carretera se abre la entrada al recinto de Cortes dentro del recinto alberga el santuario o basílica de la Virgen, rodeado por un complejo de edificios cerrado en círculo; se sitúa Nada más pasar el arco de entrada, al frente, se abren las puertas de la iglesia y en su derredor se plantan los tenderetes de los feriantes y las barracas instaladas por bares y tabernas del pueblo, aunque algunos de estos establecimientos se ubican también en los bajos de los edificios circundantes
Pasaron los días 8, 9 y 10 y el 11 salimos todos hacia Madrid, hasta el siguiente año en principio… Claro, que no he dicho que en el pueblo no vivía, sino en Madrid, con mis padres y hermana, dos años menor que yo, yendo al pu4eblo sólo los veranos, de fines Junio al 10-12 de Septiembre… Yo seguía sin poder levantar cabeza, abatido, anonadado, con lo de mi prima Carmen, pues podía decirse que cada día, cada minuto, más bien, que pasaba, me prendaba más y más de ella… Una cosa, por fin, me había quedado clara: Si quería recuperarla, debía empezar por cambiar mi vida como quién sa vuelta a un guante… A un calcetín… Y empezar por encontrar un medio de vida propio; estable… Pero, ¿cómo, Señor, cómo?...
Por entonces, encontrar trabajo no era problema… Dabas una patada al suelo, y llovían empleos… Pero ¿qué podía encontrar yo, sin experiencia, en mi primer trabajo?... Y no como quién dice, sino palmariamente… Empleo de aprendiz, lo mirara como lo mirase… Sueldos que si pasaban de 800 “pelas”/mes, podía darme con un canto en los dientes… En fin, que la cosa la veía más negra que boca de lobo y, para hacer de mí unas castañuelas de alegre, ni de coña… Volví, de inmediato, a salir de viaje con mi padre, pero malditas las ganas que tenía de hacer nada, aquejado de galopante nihilismo… A mí, hasta lo de mi prima, lo de vender, atender clientes, no se me había empezado a dar mal… Me gustaba y me las arreglaba bastante bien para sacarles pedido, pero en ese reemprender la profesión, las ilusiones se habían volado, con lo que a poca resistencia que encontrara en el cliente, me rilaba y, vergonzosamente, “abandonaba el campo al enemigo”… Y mi padre andaba conmigo que se subía por las paredes, convencido de que era un vago de siete suelas…
Entonces, cuando ya casi había tirado la toalla, decidido a tirarme a la cuneta del camino y dejarme morir, surgió un milagro que cambiaría mi vida en copernicano giro… Fue un día de Noviembre, ni entrado el mes, ni tampoco dejado de entrar, vamos, más cerca que lejos de su meridianeidad, en que mi padre me envió a la estación de Atocha a recoger unos bultos, vituallas, queso, vino y aceite de la tierra que nos enviaba un primo hermano mío desde Infantes, patria chica de mi padre, en el provinciano Ciudad Real, y que nos remitía por RENFE, en régimen de equipajes. Había ido con el coche, pues los bultos abundaban entre las dos arrobas de vino, más de 25 kilos, otros tantos de aceite y los dos in tres quesos…
Cargando estaba los bultos en el coche, asistido por el mozo de equipajes que hasta allí me los acarreara, cuando a mis espaldas oigo nombrarme por mi apellido; me volví hacia la voz y trabajo me costó reconocer en aquél oficial del Ejército a Adolfo, mi viejo compañero de pupitre y barrabasadas a Dios bendito que se nos pusiera por delante, allá por 1950, 51, 52 y parte del 53, hasta que, colgando 3º de Bachillerato, “Cuchillerato” que solíamos más bien decir, dejé el colegio de curas para irme al Seminario del que salí en Diciembre del 56, convencido ya, y sin lugar a duda alguna, de que yo era fraile de los de dos en celda… Y compartiendo cama, “s’il vou plaît”…
Yo, al ver a mi antiguo compañero de uniforme y luciendo una estrella de alférez, creí que acababa de salir de la academia de oficiales, la General Militar de Zaragoza primero y la de Infantería de Toledo después, pero no era así, sino que, simplemente, había ingresado voluntario, recluta, menos de un año antes; se hizo cabo durante el periodo de Instrucción y, ya cabo, tras jurar bandera, siguió la Escala de Complemento, ascendiendo sucesivamente, tras ininterrumpidos cursos de dos meses cada uno, a cabo primero, sargento y, finalmente, alférez; y con la perspectiva, desde ostentar tal empleo militar, a ser efectivo oficial del Ejército, y no provisional hasta cumplir los 34 años, pues siendo alférez de complemento se obviaba el requisito del Bachiller Superior, con su Reválida, para poderse presentar a las oposiciones de ingreso, amén de que, proviniendo de las Fuerzas Armadas, en activo, podía uno presentarse hasta cumplir los 27 de edad, no los 22 máximos si se hacía desde la calle… Y desde ascender a sargento, cuanto más a alférez, cobrando un sueldo decente
Vamos, la solución a mis problemas la vi al instante, con lo que, no bien llegué a casa, lo plantifiqué a mis padres: Me iría al Ejército, tan pronto pudiera, para seguir la carrera militar… Mi madre quedó como si acabara de oír campanas del Más Allá, vamos, sin saber si reír o llorar, pero mi padre, de quién esperaba una reacción a lo tigre de Bengala, acorralado además, se mostró de un tranquilo que tiraba para atrás, mirándome serio, pensativo, pero más tranquilo que un ocho… Al fin, habló
Yo le respondí que ahí estaba mi amigo, para demostrarlo… Pero él era más bien a lo Santo Tomás, que mientras no viera, palmariamente, las cosas, “mientras no metiera el dedo en la llaga”, no se las creía, con lo que a la mañana siguiente, más temprano que tarde, estábamos los dos en el Gobierno Militar de Madrid, buscando información fehaciente del asunto; y resultó que lo que Adolfo me dijera era algo así como Verdad Evangélica… Salimos del edificio, con mi padre, de nuevo, pensativo… Pero resultó que no echó a andar, sino que se quedó, vacilando, a la entrada del edificio, en plena calle al más helor que otra cosa de un Noviembre que estaba resultando más gélido Enero que el onceno mes del año… Por fin se puso en marcha, conmigo a su lado; seguía callado; seguía pensativo… A la vista, una cafetería y me ofreció pasar allí, a tomar un café
Entramos y nos sentamos a una mesa, encardando café con leche para los dos más una tostada de pan-pan, no de molde, con mantequilla y mermelada, para mí. Nos sirvieron lo pedido y mi padre me empezó a hablar, serio pero afable… Indudablemente interesado por mí
Y le expliqué todo… Todo lo pasado con mi prima Carmen… Hasta lo de los “Pizorros”… Y que era la única manera que veía para retenerla conmigo… Mi padre quedó más pensativo aún que antes estuviera
Pero, sorprendentemente, me comprendió, aunque su sensibilidad para explicarse mi empeño por mi amada prima, no pasara de lo que “Dos tetas tiran más que dos carretas”… Pero, la cosa fue que, a la mañana siguiente volvíamos a estar los dos en el Gobierno Militar, con el Libro de Familia para dar fe de su patria potestad sobre mí, a fin de formalizar mi voluntario alistamiento en el Ejército, firmando cuanto se le pidió firmase.
En Enero, nada más pasar las Navidades, mi incorporación al Regimiento de Infantería mecanizada “Asturias” nº31, en Alcalá de Henares, era un hecho; y mis galones de cabo al jurar bandera a inicios de Marzo. En Abril comenzó el curso de la escala de Complemento que me daría el galón de cabo 1º, y en Junio el que me haría sargento, con lo que tuve un sueldo mensual que no estaba del todo mal, pudiendo así contribuir al mantenimiento de la casa de mis padres. Al acabar ese mes de Junio se suspendió el curso hasta Septiembre, pues Julio y Agosto eran los meses que la gente se tomaba de vacaciones(2).
Ese mes de Julio estuve de servicio en el cuartel, tomándome Agosto de vacaciones. Vacilé hasta el último momento en ir, no ir al pueblo, pero por finales no quise aparecer por allí; sabía que, respecto a Carmen, no había novedades, seguía soltera y sin compromiso, y yo sabía que si iba sería para intentar arrimarme de nuevo a ella; y qué le iba a decir: “Mira, soy cabo 1º, al acabar Septiembre, sargento, y en Noviembre alférez… Y, alguna vez, ingresaré en la General Militar de Zaragoza, haciéndome así teniente efectivo del Ejército, Escala Activa, Grupo Mando de Armas”… Y lo mismo me respondía: “Ahora cuéntame otro cuento, que el de la lechera ya me lo sé”… No; yo tenía que llegar allá con mi estrella de alférez, por lo menos…
No fui pues, pasando Agosto en Madrid, para reiniciar curso en la segunda semana de Septiembre. En fin, que al empezar Octubre de 1960 ya era sargento y el primero de Diciembre, alférez, lo que también suponía disponer de un sueldo mensual; no muy alto, pero que a mí me parecía una pasada de “pasta”… Pude, desde entonces, dejar un dinero mensual en casa para alegría y el orgullo de mi madre, pero para mi padre fue una hemorragia de satisfacción ver a su hijo con la cabeza más que sentada, hecho, como él decía, “hombre de provecho”
Pero desde entonces también sucedió que, si antes me quejaba de disciplina, con lo que me encontré cuando, con mi estrella de seis puntas, me pusieron al mando de una sección de fusileros mecanizados, fue la repera en bicicleta… ¡Qué tutes que me arreaba el capitán de la compañía!... Demoledores en exigencia… Menos mal que la gente me respondía a modo y manera cuando les llamaba a rebato: “Quero que todo quisque arrime, de verdad, el hombro”, les decía, y vaya si lo “arrimaban”… Claro, que yo tuve siempre muy en cuenta lo que las Ordenanzas Militares disponían en cuanto al ejercicio del mando “El superior debe ser firme en el mando, pero graciable en lo que pueda”…
Y sí, siempre fui “graciable” en lo que podía, sin ser arbitrario, menos aún, tirano… Severo, exigente, pero con respeto a quienes, al fin y al cabo, vestían el mismo uniforme que yo, aunque no les adornara galón o estrella alguna… Era el uniforme de la Patria, y eso siempre entendí que debía respetarse, nunca vejarse o humillarlo, como, desgraciadamente, otros oficiales entendían… En Marzo llegó, en el Diario Oficial, la convocatoria para las oposiciones de ingreso a la Academia General Militar, la A.G.M, de Zaragoza para fines de Junio de ese 1961. Y sucedió que pasé el corte… La verdad es que mi padre me ayudó bastante; él tenía un conocido, que no amigo, militar; un sargento destinado en el entonces Ministerio del Ejército, hoy Cuartel General del Ejército, junto a Cibeles, en la calle de Alcalá y este hombre le proporcionó los temarios de la última convocatoria a la A.G.M., temarios con los que yo me fui al Asturias 31, con lo que para cuando presenté la instancia de admisión a examen llevaba meses estudiando un temario que, sin demasiadas variaciones, fue el aplicado a la convocatoria 1961
Estaba ya de vuelta en el Regimiento cuando el capitán de la compañía vino a darme la noticia
Ese año las vacaciones las tomé en Julio… Aunque no fueron, finalmente, vacaciones… Bueno, Julio sí, pero cuando iba a despedirme hasta Agosto me encontré con que había llegado la orden de mi cese en el Regimiento, quedando adscrito a la A.G.M. desde ya, como quién dice, aunque con licencia para presentarme hasta el 1 de Septiembre, en que empezaría el curso. Y con mi “corazón en bandolera”, como después cantaría el belga Adamo, salí hacia el pueblo cuando lo hicieron mis padres y hermana… Llegamos a fines ya de la tarde, las siete, más de las siete, lo más seguro, con la calle del “roce” ya más que concurrida, con lo que teníamos que parar a cada momento, pues, angosta la vía, los viandantes te cortaban el paso aquí y dentro de unos metros también, teniendo que esperar a que la gente se clareara para poder seguir hasta casa
Cuando llegamos por fin a la puerta de nuestra morada allí, un antiguo casón, enorme, pero de tiempo repartido en tres viviendas, con común portal a la calle, de pesada y centenaria puerta labrada en cuarterones, al viejo estilo castellano. Yo, que iba de copiloto, insté a mi padre, que venía al volante, a que se bajara y se metiera dentro, a descansar de la “jartá” (hartada) de volante y me dejara que yo aparcara el auto en la plaza… Pero lo cierto es que yo lampaba por verla a ella… Por decirla
La encontré nada más aparcar en la plaza. Estaba en la terraza que el casino monta cada verano en la lonja a la que se abre la entrada principal del círculo, y a la que también se abre el bar “La Cueva”, más taberna que bar pero que goza de gran predicamento en el pueblo… No pocas hemos agarrado allí mis primos, amigos y yo, mano a mano… Estaba sentada a una mesa con un grupo de personas más… No me vieron llegar, por lo que de mi presencia no se percataron hasta que estuve ya allí mismo, junto a ellos
Dije a modo de saludo; todos alzaron los rostros hacia mí; conocía a casi toda esa gente, lo que no significa que fueran amigos… Algunas de las chicas, eran amigas de ella, de Carmen, a las que conocía mejor… hasta en cierto modo, podría decirse que amigas… Otros eran matrimonios, mayores incluso que Carmen y sus amigas… Gente de respeto, podríamos decir… Chicos, muchachos del pueblo, más treintañeros que veinteañeros, a todas luces emparejados con las amigas y menos amigas de Carmen que allí se sentaban
Todos respondieron a mi saludo, con lo de “Hola Julio, hombre… ¿Cuándo has llegado?” y demás, pero yo dolo tenía ojos y atención para ella, para mi Carmen… Qué idiotas podemos a veces ser los hombres, no percibir en ese momento la mirada de fastidio que me dirigió y en la que luego recaí… Se levantó para darme un beso en la mejilla, al que correspondí en la misma forma, aunque no fuera allí donde deseaba besarla. Se volvió al instante hacia una especie de ente de sangre fría que a su lado se sentaba
Me arrean entonces un patadón en plenas partes pudendas y más dolorido no quedo… ¡Con que al final había pasado!... Lo miré, y si antes me pareció un reptil cualquiera, ahora se me asemejó a una serpiente babosa, vil y traicionera… Pero aguanté el tipo, y estreché la mano que me tendía
“Mala puñalá te den, hijo de siete padres… Hijo de setenta padres”… Me dije para mí, pero de mis labios salió un
Me marché con la muerte en el alma, y aquella noche pesqué el que seguramente fue el gran “trancazo”, de mi vida, “an ca” la Pura, como por allí se dice por “icir” “en casa de la Pura”, sentado en corro con mis primos Alberto, Vicente, Teodoro y mis amigos Paco, conocido como “el del Gorrero”, por la tienda que su padre tenía, casi frente por frente con nuestra casa, y Félix, “El de las Moreras”… Como no podía ser de otra forma, mi primo Alberto y yo, a coro, más que a voz en grito y hasta enronquecer, nos “marcamos” el “Vino Amago” de Rafael Farina, el gitano salmantino: “Vino amargo es el que bebo, por culpa de una mujer, porque dentro de mí llevo, la amargura de un querer”
Todavía aguanté allí, en el pueblo trece o catorce días, aguantándome las ganas den patear al Pedrito y llamarla puta a ella hasta que se me secara la boca cuando les veía paseando o sentados en cualquier sitio… El casino, la confitería, el bar de Mimi… Pero no lo hoce; antes bien, y al contrario, les saludaba amablemente y tal, aunque ni una palabra de más se me ocurriera cruzar con ellos en todos esos días… Y, a la vejez viruelas, quise volver a salir de viaje con mi padre.
Me sentó bien estar de viaje esas semanas, entre seis y siete. Fue bonito volver a ver a clientes que yo ya había empezado a conocer y saberles “explotar”… Resultó, además, que aunque llevaba ya más tiempo alejado de todo eso, catálogos de artículos y demás, que en tiempos estuve trabajándolos, todo, todo, lo recordaba más de “pe a pa” que otra cosa; la cerrajería de UCEM, Unión Cerrajera de Mondragón, con sus cerraduras y picaportes, esas de llave de pezón, macizas, o huecas, con y sin borjas; las que se metían en el bolsillo y a uno, el aire no se lo llevaba ni en broma, de lo que pesaban,71, 101, 45, 47…y las análogas a estas dos, las 55 y 57, ya de llave plana…sus cerrojos, el 454 etc, pernios, bisagras… O la herramienta Bellota, sus azadas, azadones y azadillas, rastrillos, paletas y llanas de albañil, martillos, alcotanas… En fin, todo lo que era el muestrario, la cartera de ferretería que mi padre llevaba
Pero es que, él, mi padre, estaba conmigo más orondo que chupillas… ¡Anda y que no presumía de hijo militar, que mandaba ni se sabe… Hasta jefe de más tanques que pelos tenía en la cabeza, aunque, pobre de mí… ¡Ni uno!... Sí, estaba en un Regimiento de carros de combate, pero al mando de una sección de fusileros del batallón mecanizado del Regimiento, no en sus batallones de carros
Llegó el 25 de Agosto y mi padre, que ni mus decía de volver al pueblo para al siguiente día recibir a la Virgen, lo cierto es que lo veía, desde algún que otro día anterior, mustio, como alma en pena… Y, como para mí no era secreto lo que le aquejaba, no estar en el pueblo cuando llegara a él la Virgen, cuando terminamos de comer, en el casino, tomando café y la copa de brandy con que me acostumbré a acompañarlo, le pasé el brazo por los hombros diciéndole
Con la boca chica quiso rebatirme, pero uno, que ya llevaba su “mili” encima, entre bromas y besitos en sus mejillas, tiré de él hasta el hotel; tomé allí su maleta y se la puse en el coche, empujándole casi a él dentro… Se marchó y yo en la madrugada rumbo Madrid y en días, estaba en Zaragoza, impaciente por vestir de nuevo uniforme militar, el de alférez-cadete de la Academia General Militar… Transcurrió aquél año en la A.G.M. de Zaragoza y el siguiente en Toledo, en la Academia de Infantería, al cabo del cual lucí las dos estrellas de teniente… Pero, como ya se sabe, que sin espinas rosas no hay, las mías fueron el destino que me cupo en suerte, ponerme al frente de una sección de las Tropas Nómadas del Sahara…
Todo un mundo africano en medio del desierto… Para empezar, el emblema de las unidades, la media luna, cuernos arriba, coronada por una estrella de cinco puntas, todo ello en dorado y sobre fondo azul… Las espaldas cubiertas por el sulham, un manto, en mi caso de color azul… Los fuertes, de almenadas murallas y torreones de medieval apariencia… Los camellos, no solo en las caravanas o aduares indígenas, sino que es también el “vehículo” de no pocos efectivos de nuestras unidades… Los aduares, campamentos indígenas, de grandes tiendas, como pabellones, donde habitan familias completas…y ojo lo que por allí es una familia, que puede incluir esposas e hijos de los hijos varones del patriarca…
Ese primer destino fue un lazo que me unió al norte africano por casi doce años, entre los territorios del Sahara e Ifni, con dos años en Ceuta y uno en Tenerife. En todos los casos, casi todos cuando menos, en unidades acorazadas de Infantería, pero no de carros de combate. Entonces, tras ya dieciséis años de servicio desde que “sentara plaza”, como antes se decía, en el Asturias 31, regresé a la península, a Madrid, con una estrella de ocho puntas en la bocamanga, evidencia de mi más que reciente ascenso a comandante. Vine destinado al Regimiento Infantería Acorazada “Alcázar de Toledo” nº 61, en “El Goloso”, a uno sus dos batallones de carros cuyo mando asumiría
Llevaría siete u ocho meses en Madrid cuando precisé ver, por asuntos que al caso poco importan, al director de la sucursal madrileña de mi banco allá, en Ceuta, último destino anterior. Pregunté pues por D. Fulano y se me dijo que tan buen señor ya no estaba allí, pero que el nuevo director, con gusto, me recibiría, y a ver qué narices tenía yo que oponer a tal cambio en la dirección del banco, por lo que me quedé allí, esperando paciente que el nuevo buen señor me recibiera, cosa que sucedió escasos minutos después, los que la pizpireta secretaria tardó en salir del despacho de Dirección
Entré descuidado pero me quedé de piedra tan pronto traspuse el umbral del despacho, pues ante mí, al otro lado de la mesa de director, estaba, ni más ni menos, que Carmen… Mi adorada primita… Pero es que si yo me había quedado sin sangre en las vena, a todas luces ella no tenía más leucocitos en sus vías circulatorias
Tartamudeaba como colegial ante supervedette. Carmen se levantó y vino hacia mí; yo quise darle la mano, pero ella me besó en ambas mejillas
Yo había recuperado mi aplomo tras la sorpresa d encontrármela allí
Poco más dio de sí ese primer contacto entre nosotros después de tantos años…catorce si no me equivoco, pasando Carmen, enseguida, a adoptar bis profesional cuando volvió a su asiento tras la mesa, al tiempo que me invitaba a sentarme yo también
Tratamos el asunto que allí me llevara y, dando todo por concluido cuando tal asunto quedó zanjado, felizmente, por cierto, me levantaba parame de ella, cuando mi primita me dice
Pues claro que podía perderlos, de manera que, ventajillas de ser jefe, Carmen se tomó libre un tiempo para salir conmigo a una cafetería-cervecería próxima. Nos sentamos en una mesa con sendas cervezas y un poco para picar, un plato de paella que no se lo saltaba un gitano hambriento, recién hecha y la mar de sabrosa. Empezamos a hablar de nimiedades, fruslerías intrascendentes, ese tipo de conversación un tanto forzada cuando, o bien nada tienes que decir, o bien tienes que decir muchas cosas, pero no sabes ni cómo decirlas…ni cómo empezar a hablar de lo que, en verdad, quieres… Así iban transcurriendo unos minutos miserablemente perdidos, hasta que ella dio el giro necesario a la conversación, soltando un inocente
Sonreí mucho más triste que alegremente
Callamos los dos durante un rato, bebiendo nuestras cervezas y “picando” en la paella… Y fui yo el que siguió con el tema que, más que ciertamente, a ambos más nos interesaba
Quien entonces puso sonrisa tristona fue ella, Carmen
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