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Con aparente calma, casi como si practicara un estudiado strip-tease, María se desabrochó la camisa. Miró su reflejo en el espejo de su habitación y apenas se reconoció. A través del hueco de su camisa a medio abrir se vislumbraba una pequeña parte del sujetador. Apenas hacía diez años que aquella misma maniobra había sido capaz de producir una inmediata erección en su marido, cuando todavía eran novios.
Diez años...
Lentamente, sin dejar de mirar su propio cuerpo en el espejo, deslizó la camisa por sus hombros y la dejó caer al suelo. El sujetador que llevaba era blanco. Poco excitante pero muy cómodo. Conseguía elevar y mantener sus pechos a una altura envidiable. Pasó sus manos por la espalda y con un hábil movimiento de sus dedos, practicado miles de veces desde la primera vez que se puso sujetador a los trece años, lo desabrochó. Pero al contrario que otras veces no se lo quitó inmediatamente. Estudiando cada uno de los movimientos de sus ahora liberados senos, los observó mientras, libres ya de la presión del sujetador, caían un par de centímetros hacia abajo por efecto de la gravedad. Con un movimiento de hombros deslizó la prenda entre sus brazos y la dejó caer también al suelo. Se sorprendió a sí misma admirando sus propios pechos. No era el cuerpo firme y turgente de diez años atrás, pero no estaba tan mal a pesar de todo. Todavía conservaba el encanto de la media madurez que volvía locos a muchos hombres.
Su marido no merecía que liberara una sola lágrima más por él. Durante casi diez años apenas la había obsequiado media docena de orgasmos. El resto de las veces en que hacían el amor ella debía de fingirlos para acallar su ego masculino y hacerle creer que disfrutaba con el acto. Diez años durante los cuales su cuerpo se marchitaba poco a poco mientras nadie era capaz de admirarlo, de disfrutarlo, de adorarlo. Inconscientemente una de sus manos comenzó a acariciar sus pezones, que comenzaban a erguirse descaradamente ante el espejo. Apenas unos segundos después, la minifalda azul que tanto le gustaba a su marido caía inerte al suelo, descubriendo a la vista del espejo unas magníficas piernas cubiertas por el casi invisible tejido marrón de los pantis. No sabía porqué pero aquel día había decidido no ponerse bragas. La parte superior de los pantis, más oscura que el resto de la prenda, ocultaba al tiempo que mostraba el divino monte rojizo por el que algunos hombres hubieran matado si tal vez hubiese nacido en otra época, en la que las mujeres pelirrojas eran consideradas semidiosas por los heroicos caballeros andantes.
Mientras sus pezones seguían siendo acariciados sin cesar por una de sus manos, la otra se deslizó subversivamente hacia el interior de sus pantis hasta encontrar su enmarañado destino, iniciando un reiterado movimiento circular sobre él.
Siempre había oído decir a sus amigas que la masturbación es el recurso del ama de casa solitaria. Nunca lo había creído y por ello apenas lo practicaba. Pero durante los últimos tres días había sentido la necesidad de hacerlo al menos media docena de veces al día. Mientras uno de sus dedos abandonaba el ritual movimiento sobre su sexo para introducirse en lo que una de sus amigas llamaba sarcásticamente el "túnel del amor", todo pensamiento consciente fue abandonado en favor de la más delirante fantasía sexual que hubiera soñado nunca, en la cual ella y su hermana, vestidas, o más bien desnudas, con una lencería directamente surgida de las imágenes de la más aberrante película sadomasoquista que se pueda imaginar, se arrastraban a los pies de su cuñado mientras él decidía a cual de ellas iba a penetrar mientras utilizaba los pechos de la otra como almohadas para su cabeza.
Era la cuarta o la quinta vez en el mismo día que utilizaba a su cuñado como fantasía de su masturbación, y lo peor de todo era que los orgasmos que le habían tenido a él como protagonista habían sido los más increíbles de toda su vida. Sin importarle en lo más mínimo la relación de parentesco que les unía, siguió moviendo frenéticamente el dedo en el interior de su vagina hasta que las fuerzas le fallaron en las piernas y se vio obligada a caer arrodillada sobre la moqueta de la habitación, gimiendo sin cesar por el placer que aquel brusco movimiento había causado justo en el momento de la deseada explosión del orgasmo. Con entrecortados movimientos de la mano, apuró los últimos estertores de placer mientras su primer pensamiento consciente después del mareo orgásmico era para su cuñado.
Se quedó inmóvil en el suelo de la habitación durante al menos veinte minutos, recuperándose del esfuerzo e intentando alejar los antinaturales pensamientos que la habían venido asaltando durante los últimos tres días. Inexplicablemente su temperatura sexual se había multiplicado por mil desde el momento en que entró en la casa de su hermana, y el centro de todos sus deseos era su cuñado, al que, a pesar de no compartir las ideas del resto de su familia sobre él, nunca había tenido en excesiva estima. Era el marido de su hermana, y simplemente por ese hecho lo respetaba, o más bien lo soportaba. Pero jamás se le había ocurrido pensar en él como hombre, y ni por asomo había sentido la más mínima atracción por él. Pero cualquier intento de su sentido común por controlar de nuevo su vida era rápidamente acallado por un antinatural deseo que elevaba su libido hasta el infinito, donde siempre encontraba el rostro, y cada vez más a menudo el cuerpo, de su cuñado.
Se levantó con esfuerzo y volvió a mirarse en el espejo. Aún llevaba puestos los pantis y ni siquiera se había quitado los zapatos para masturbarse. El efecto elevador de los zapatos de tacón que esa mañana había decidido ponerse acentuaba la firmeza de sus pantorrillas y de sus muslos, que todavía clamaban la belleza que combatía fieramente el paso de los años. Elevó de nuevo su vista hacia sus pechos mientras utilizaba sus manos para elevarlos y apretarlos hacia el centro, formando el deseado canalillo por el que la mayoría de las mujeres suspiran y por el que los hombres pierden la cabeza. Elevó aún más su mirada y se encontró con sus propios ojos reflejados en el espejo. Ojos negros, profundos, capaces aún de expresar pasión. Algunos residuos de sus anteriores pensamientos volvieron a acosarla. Se alejó del espejo y se sentó en la cama mientras se deshacía de los zapatos con un rápido movimiento de los pies. Se quitó los pantis, y a pesar de que su primera intención era quitárselos rápida y cómodamente, mantuvo elevadas durante unos instantes cada una de sus piernas mientras lo hacía, acariciándolas y admirándose de la firmeza que aún conservaban.
Completamente desnuda se tumbó en la cama y se metió bajo las sábanas. Apagó la luz y se dispuso a dormir mientras sus pensamientos volvieron de nuevo a elevar su temperatura. Aún no habían transcurrido cinco minutos de su masturbación cuando escuchó ruidos procedentes de la habitación de su hermana. No tardó en darse cuenta de que estaban haciendo ruidosamente el amor, y que ella no intentaba disimular sus gemidos ni el inmenso placer que debía de estar sintiendo. Los vecinos no podían escucharla porque había comentado que la casa estaba insonorizada, y probablemente se había olvidado de que tenían una invitada en la habitación de al lado... o tal vez el placer era tan intenso que ni siquiera le importaba. ¿Que tenía aquel hombre que podía proporcionar tal clase de placer a una mujer? Los gemidos de su hermana entraban directamente a su cerebro haciéndola revivir todas las fantasías que había utilizado para masturbarse durante los últimos días.
Inconscientemente, su mano derecha se deslizó de nuevo por debajo de las sábanas hacia el monte de Venus.
Apenas dos minutos después alcanzaba el octavo orgasmo del día.
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