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Siempre había sido un fracasado. Durante toda su vida había tenido que aguantar las risas de sus amigos, de su familia, de su propia esposa, echándole en cara el que solo fuera un ayudante de psicología en la universidad. Ni siquiera había podido llegar a ser profesor. Pero a él no le importaba lo que dijeran los demás. A él no le gustaba enseñar. Lo suyo era la investigación; meterse durante todo el día en el laboratorio, realizar pruebas con los voluntarios, preparar ensayos, y soñar con realizar algún día un descubrimiento fabuloso que le mereciera el reconocimiento de sus colegas. Pero eso, para todo el mundo, y sobre todo para su mujer, era ser un fracasado. No se lo echaba en cara a todas horas, pero no podía esconderlo en los momentos en los que discutían. Ella siempre había soñado con una vida un poco mejor. No es que vivieran realmente mal. Su sueldo en la universidad y el trabajo de ella como secretaria les bastaba a ambos para vivir holgadamente, aunque sin lujos.
Pero todo aquello iba a cambiar a partir de aquella tarde. Las últimas pruebas que estaba realizando habían funcionado tal y como él esperaba. Su ansiado deseo de conseguir un gran descubrimiento iba a convertirse en una realidad. Llevaba ya varios años buscando una cura para el dolor, acallando las señales que el centro del dolor del cerebro envía a la consciencia. Para ello, había probado un montón de técnicas distintas, pero la que mejores resultados le había dado era la de los mensajes subliminales. Con ellos podía interferir dichas señales y convertirlas en sensaciones agradables, engañando así al centro del dolor. Había descubierto dos longitudes de onda distintas, una para los hombres y otra para las mujeres, con las que podía enviar mensajes directamente al subconsciente de unos y otros. Los mensajes eran obedecidos inmediatamente, haciendo que cualquier dolor del cuerpo o de la mente desapareciera al instante.
Pero había escondido algunos detalles a sus compañeros de investigación. Además de eliminar el dolor, su descubrimiento podía llegar mucho más lejos. También podía eliminar las inhibiciones y los prejuicios de cualquier persona. Y alterando un poco las longitudes de onda, podía controlar totalmente la voluntad del sujeto... o al menos eso era lo que demostraban las pocas pruebas que había podido realizar a espaldas de sus ayudantes. Largas noches en vela preparando cintas que luego experimentaba durante el día con los voluntarios que se prestaban a las pruebas. Pero al no poder disfrutar de la suficiente intimidad, jamás había podido probar realmente sus teorías.
Hasta aquella tarde, en la que, solo en el laboratorio, todos los experimentos funcionaron a la perfección. Las últimas pruebas se habían realizado con éxito, y decidió probar el verdadero alcance de sus teorías. Preparó una cinta especial, con algunos mensajes "poco normales", para probarlos con su propia esposa.
A pesar de que él estaba realmente enamorado de su mujer, había algunos detalles que le ponían furioso. Ella era una mujer realmente atractiva, llena de juventud y belleza. A sus 30 años parecía una jovencita de menos de 20. Su cuerpo era verdaderamente escultural. Sus pechos eran casi, y solamente casi, demasiado grandes para los gustos de la mayoría, pero a él le encantaban. Le gustaba sentirlos llenando sus manos, estrujarlos y notar su increíble maleabilidad entre sus dedos. Sus piernas eran largas y bien moldeadas, acostumbradas a llevar tacones durante la mayor parte del día a causa de su trabajo, en el que la imagen era algo esencial. Y sin embargo, nunca se vestía para él. Entre semana, cuando apenas se veían, era cuando solía vestir ropa medianamente elegante, acorde con la imagen que de ella se pretendía en su empresa, pero cuando llegaba a casa se quitaba inmediatamente los pantys y las faldas y se colocaba cualquier cosa con la que se sintiera cómoda. Y por mucho que él se lo pidiera, jamás usaba lencería sexy. La odiaba. La hacía sentir incomoda. Siempre daba la excusa de que ella no necesitaba ese tipo de ropa para ser atractiva, y que, o le gustaba tal como era, o no le gustaba. Era cierto que no necesitaba ese tipo de ropa, porque su cuerpo era increíblemente hermoso, pero a él le molestaba enormemente que ella no entendiera que a los hombres hay que sacarlos de la rutina de vez en cuando, y un poco de imaginación en la lencería puede hacer milagros en la libido de cualquier varón.
Pero no era esa su mayor frustración con su mujer. A pesar de que su vida sexual era bastante buena, durante su juventud siempre había tenido una obsesión: su mayor fantasía sexual era que su mujer le practicara una felación. Y sin embargo, cuando se casó comprobó con estupor como su esposa se negaba en redondo a practicársela. Decía que le daba asco ponérsela en la boca. No tenía problemas en cogérsela con las manos, pero jamás consintió en masturbarle con la boca. A pesar de todo ello, jamás le fue infiel a su mujer. Y no era por amor, sino más bien por el miedo a que ella se enterara y le abandonara.
Fue por todos estos motivos por lo que trabajó con tanto ahínco en el experimento a partir del momento en que comenzó a entrever sus verdaderas posibilidades. Todos sus esfuerzos y teorías iban a ser puestos en práctica aquella noche. Llevaban algunos días enfadados. Más concretamente, era ella la que estaba aún enfadada. Habían vuelto a discutir sobre las mismas cosas que siempre. Aquellas discusiones se habían vuelto ya monótonas y aburridas, y siempre acababan igual: durante una semana, ella no le dejaba acercarse ni tocar su cuerpo, y mucho menos hacer el amor; apenas le dirigía la palabra, y poco a poco, la tormenta iba amainando y las cosas volvían a la normalidad. Y así hasta la siguiente discusión.
Llegó a casa alrededor de las 10 de la noche. Sabía ya de antemano lo que iba a encontrarse. Al igual que el resto de los días de esa semana, desde que discutieron, su esposa ya había cenado y estaba en el salón viendo la televisión. Nunca le esperaba para cenar cuando estaba enfadada. Se le acercó e intentó darle un beso, pero ella apartó la cara unos centímetros para ponérselo difícil. Llevaba puesto tan solo un albornoz. Se había duchado. Como el resto de la semana, David sabía que tendría que hacerse la cena, pero esta noche tal vez resultara algo distinta. Sonrió.
Sacó la primera cinta que había preparado y la colocó en el equipo de música. Al instante, su mujer le pidió que le quitara voz al estéreo, porque ella intentaba ver la televisión. David lo hizo, pero no lo apagó del todo. Una suave melodía escapaba por los altavoces del salón, aunque sin ser lo suficientemente alta como para molestar demasiado. Tranquilamente, se metió en el cuarto de baño para tomar una ducha.
Quince minutos después regresó al salón. Sonia ya no estaba allí. Suponiendo donde estaba exactamente, se acercó a la cocina y la encontró preparándole la cena. No una cena rápida y de cualquier forma, sino un buen plato de su comida favorita. A pesar de ello seguía sin sonreírle. Preparaba la comida con todo el cariño y esmero que podía, pero seguía enfadada. Así lo había preparado él. Los mensajes que había grabado en la cinta sugerían a Sonia que preparara el plato favorito de su marido lo mejor posible, pero sin insinuarle que le perdonara o que olvidara su enfado.
David sonrió de nuevo, El experimento estaba funcionando perfectamente. Todos los meses de trabajo encerrado en el laboratorio habían valido la pena. En apenas quince minutos había conseguido alterar en algunos aspectos la forma de pensar de su esposa, y por tanto, su voluntad.
Pero la noche no iba a acabar allí. Ni mucho menos. Ni la noche, ni la nueva vida que se abría ante ellos.
Sobre todo ante David.
Mientras Sonia acababa de preparar la cena, sacó la cinta del estéreo. La segunda cinta que había preparado iba a intentar solucionar algunas de las mayores frustraciones de su matrimonio. Apagó el televisor, subió el volumen del estéreo y enchufó el hilo musical en la cocina. Ella no protestó. Un segundo mensaje en la primera cinta le había sugerido que no protestara ninguna decisión de su marido.
Acabó de preparar la cena y la sacó a la mesa. Su humor comenzaba a ser algo mejor. Incluso le sonrió. Al parecer, su enfado estaba siendo olvidado. Por decirlo de una forma más exacta, su orgullo y su ego estaban dejando paso a una cierta sumisión a la figura de su esposo. Era textualmente lo que él había programado al principio de la segunda cinta, la que estaba sonando en aquellos momentos. Mientras David comenzaba a degustar su comida favorita, Sonia se sentó junto a él en la mesa, iniciando una animada conversación sobre las anécdotas del día e incluso interesándose por su trabajo.
Cuando terminó la cena, ella se apresuró a quitar la mesa y fregar los platos. Tenía algo que hacer antes de acostarse y quería hacerlo pronto. David sabía exactamente lo que era, y por ello, con una insolente sonrisa, se preparó para irse pronto a la cama. Insertó una tercera cinta en el estéreo y enchufó el hilo musical del dormitorio
Pocos minutos después, Sonia entró en la habitación. Rebuscó entre los cajones del armario y se metió en el cuarto de baño.
Cuando volvió a la habitación, al cabo de un momento, se había convertido en otra mujer completamente distinta. Ya no llevaba puesto el insulso albornoz de ducha, sino una finísima bata de estilo oriental que David le había regalado muchos años atrás y que ella nunca utilizaba. Al igual que tampoco utilizaba lo que se adivinaba perfectamente por debajo de aquella bata: sus mejores medias de seda negras, un liguero, también regalo de David de sus tiempos de noviazgo, y un erótico conjunto negro de bragas y sujetador semitransparentes que jamás volvió a usar después de la noche de bodas. Los zapatos negros de tacón tan solo los utilizaba en contadas ocasiones por motivos laborales o de protocolo, pero nunca a petición de su marido. Sus magníficas curvas se insinuaban desafiantes por debajo de toda aquella excitante indumentaria, e incluso podía apreciar claramente sus pezones intentando exhibirse a través del sujetador y de la bata oriental.
David había provocado aquello mediante varias sugestiones en la cinta que seguía sonando por el hilo musical, pero no recordaba haber encontrado a su mujer tan excitante desde los primeros tiempos de su noviazgo. Se encontraba tan excitado como un colegial mirando a través del escote el sujetador de su profesora preferida.
Sonia se le acercaba con sugerentes movimientos de caderas, pasando sus manos sobre sus esplendorosas curvas, acariciándose, mirando fijamente a los ojos de su marido, adivinando lo que pasaba por su mente en aquellos momentos. No entendía porqué había sentido repentinamente aquellas irresistibles ganas de seducir a David, ni porqué había elegido concretamente aquella ropa, pero estaba demasiado excitada para pensar. Tan solo quería seducir a David de cualquier forma que estuviera a su alcance. Estaba dispuesta a hacer todo lo que él le pidiera, tan solo para conseguir excitarle tal y como ya lo estaba ella. Deseaba a su marido, quería desesperadamente hacer el amor con él, pero en lugar de meterse en la cama e iniciar ella el juego de caricias por debajo de las sábanas con el que siempre comenzaban sus escarceos amorosos, sentía la necesidad de excitarle, de provocarle, de seducirle. Había decidido romper la monotonía de su vida sexual después de 6 años de matrimonio. Se acercó poco a poco a la cama. Deslizó eróticamente la bata sobre sus hombros hasta que cayó al suelo, dejando a la vista su esplendoroso cuerpo, apenas cubierto de negro semitransparente en sus partes más íntimas. Podía leer en los ojos de su marido el efecto que le causaba. La ropa interior escondía tanto como mostraba. Era esa misma ambigüedad lo que excitaba a los hombres. La había visto desnuda cientos de veces, pero el erotismo provocado por la lencería sexy superaba con creces al de la desnudez sin imaginación. No es solo el cuerpo de la mujer lo que excita a los hombres, sino la ilusión, las fantasías que desata con solo mirarlo. El verdadero "punto G" del hombre es su imaginación. Lo había leído en cientos de las revistas femeninas que solía comprar, pero su orgullo feminista le había impedido nunca ponerlo en práctica. Siempre había pensado que debía gustarle a su marido tal y como era, y no por la ropa que llevara. Pero esa noche el orgullo quedaba enterrado bajo el irresistible peso de la pasión que la consumía. Subió a la cama y se tumbó encima de él, exponiendo completamente la mayor cantidad de partes eróticas posibles de su cuerpo para que su marido pudiera acariciarla plenamente. Deseaba tanto su propio placer como proporcionarle el máximo posible a él. De hecho, estaba convencida de que cualquier relación en la que él no disfrutara, tampoco podría satisfacerla a ella.
Parecía una diosa. Era increíble como un poco de ropa podía cambiar a una mujer. La tenía encima de él, acariciándole y dejándose acariciar de todas las formas posibles. La mayoría de las veces, cuando hacían el amor, ella rechazaba las caricias en ciertas partes de su cuerpo. Tal vez por pudor o por falta de placer. Pero en esta ocasión le permitía poner sus manos donde quisiera. Era una sensación increíble el tacto de la seda de las medias, del terciopelo de algunas partes del sujetador y la propia suavidad de su piel. Se sentía a punto de estallar, y así era precisamente como estaba su pene. Ella lo notó. Lo cogió suavemente con la mano y comenzó a masturbarle. La música que salía del estéreo era suave y melodiosa, y los mensajes subliminales seguían fluyendo libremente hacia la mente de Sonia. David lo sabía, y suavemente la empujó por los hombros hasta que su cabeza estuvo a la altura de su órgano. Ella le miró a los ojos comprendiendo repentinamente cual era su deseo. A pesar de su excitación, dudó durante unos instantes. El rechazo que sentía por el sexo oral había sido muy intenso durante toda su vida, y aún seguía siéndolo. David temió durante un instante por el completo éxito del experimento. Tal vez había intentado ir demasiado deprisa con las sugestiones. Tal vez debería de haber ido plantándolas una a una en la mente de su mujer, sin saturarla demasiado la primera vez. Las dudas se agolpaban en su cabeza mientras la mano de Sonia seguía masturbándole. Sus ojos le miraban fijamente, como intentando leer su pensamiento.
Siempre había sentido un miedo irracional al sexo oral. Era más que asco. De pequeña, su madre, una ferviente católica, hablaba continuamente del pecado del sexo; lo despreciaba y se lo atribuía al demonio. Ella quedó muy marcada por aquello, y, aunque con el paso de los años aprendió que el sexo no tenía nada de pecado, había ciertas prácticas que se negaba a realizar. Odiaba mostrar su cuerpo completamente desnudo a su marido y nunca dejaba que se creyera dueño de él. Ponerse el pene en la boca, aparte del asco con el que había escondido sus temores desde la infancia, era algo que jamás había pensado que podría realizar.
Pero esa noche se sentía una mujer completamente distinta. Era como si alguien le estuviera susurrando continuamente en su cabeza que debía de chupársela, y que iba a disfrutar haciéndolo. Mirando a los excitados ojos de su marido, sabía que él lo deseaba. Buscó en su interior algún motivo por el que no pudiera llegar a hacerlo, pero no lo encontró. El deseo había reemplazado al miedo y al asco. Debía de hacer gozar a su marido de la forma que fuera, y aquello era lo que más placer podía proporcionarle. Sin parar de masturbarle con la mano, acercó su boca al miembro. No tenía ni idea de lo que debía hacer, pero algo le decía que pasar la lengua lentamente por la punta iba a darle mucho placer a su esposo.
Y no había nada en el mundo más importante que aquello en aquel momento.
David echó la cabeza hacia atrás. El primer contacto de la lengua de su mujer con su glande fue simplemente espectacular. Se notaba a raudales su falta de experiencia, pero lo compensaba con unas increíbles ganas de aprender. Se sentía el hombre más feliz del mundo. Su experimento había funcionado completamente, el enfado de su mujer había sido diluido en la sumisión, y al mismo tiempo, después de tantos años, su esposa le estaba practicando una grandiosa mamada.
Su vida estaba completa.
Mientras la cabeza de su mujer realizaba cuantiosos movimientos alrededor de su pene, sus manos no cesaban de tocarla allá donde alcanzaban. Pero lo que más disfrutaba eran sus pechos. Por primera vez en toda su vida, ella permanecía en la cama con él, a punto de hacer el amor, vestida con lencería. El tacto de la seda y del terciopelo del sujetador le excitaba lo indecible. Había sacado uno de sus pechos y le acariciaba el enhiesto pezón con una mano, mientras con la otra le tocaba y estrujaba el otro pecho, aún cubierto por el sujetador. De cuando en cuando una mano se olvidaba de los pechos para pasearse por las piernas, también recubiertas de la transparente seda negra, y acababa tanteando y estrujando sin piedad su hermoso culo. Cuando ella notaba la mano de su marido en aquella parte, lo levantaba todo lo que podía para situarlo perfectamente a su alcance, aunque sin dejar en ningún momento de succionar su miembro.
A punto ya de correrse, miró a su mujer directamente a los ojos. Ella lo adivinó y apartó la boca para seguir con su misión utilizando la mano. Tenía mucha experiencia haciendo aquello. Al notar los primeros espasmos de placer, ralentizó los bruscos movimientos de muñeca, intentando armonizarlos con el placer de su marido. El semen fluía libremente sobre ambos, sin que ninguno de los dos sintiera el más mínimo reparo por aquello. Era un cambio agradable después de muchos años en los que Sonia sentía verdadera repulsión por el espeso líquido de su marido. No le importaba sentirlo dentro de su vagina, probablemente porque apenas lo notaba, pero su vista la llenaba de repulsión. En cambio ahora, había direccionado el pene a sus propios pechos. Sabía que la visión del esperma sobre ellos iba a agradar a David, y lo más importante en el mundo para ella era que él disfrutara.
David la miró mientras descansaba de su orgasmo. Había dejado su pene (no sin antes darle un cariñoso beso) y se había erguido en la cama, apoyada en sus rodillas. Se estaba acariciando mientras lo miraba. El cambio en su personalidad había sido espectacular. Su misión era darle placer a él, y a pesar de haberlo conseguido (y con una buena nota, por cierto) seguía intentando excitarle y agradarle. Pasaba sus manos por sus pechos, sin importarle que aún quedaran restos del orgasmo en ellos. Una de sus manos bajó hasta su sexo, se metió entre las bragas transparentes y comenzó a acariciarlo, mientras que la otra seguía jugando con su pezón. David solo podía mirar. Tan solo en sus más ocultas fantasías había imaginado a su mujer exhibirse ante él de aquella manera.
Exhausto por el mejor orgasmo de toda su vida, recordó que la cinta seguía sonando, y que aún quedaba una sugestión por cumplir. Eso era precisamente lo que Sonia estaba haciendo ahora. Nunca en toda su vida marital había podido convencerla para que se masturbara delante de él. Ella jamás lo había consentido. Y ahora mismo estaba allí, más desnuda que vestida con la suave lencería negra que llevaba, e intentando alcanzar un orgasmo solo con sus dedos mientras la única idea fija de su cabeza era excitar a su marido con su propio orgasmo.
Los movimientos de sus manos fueron aumentando paulatinamente, mientras que tan solo dejaba de mirar a los ojos de su marido en los momentos de máximo goce, cuando cerraba inconscientemente los suyos impulsada por el placer. Insertó los dedos en su sexo. Primero uno, después, poco a poco, otro, y otro más, hasta meterse cuatro. David recordó que en sus mejores encuentros, jamás había podido meterle más de dos dedos. La excitación debía de ser tremenda para que la vagina se hubiera relajado tanto. Su rostro reflejaba un placer extremo, hasta que con una serie de convulsiones rápidas, alcanzó el clímax en medio de ruidosos gemidos de placer. Agotada, se dejó caer sobre él, besándolo y guiando sus manos hasta su propio cuerpo para que siguiera acariciándola.
David no lo sabía, pero aquel había sido el primer orgasmo no fingido en la vida de Sonia.
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