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La noche era cálida y el murmullo suave del viento tibio hurgaba entre los árboles, así como ella hurgaba caricias entre las sábanas. Recostada en la cama, con el control del televisor en la mano, Mariana estaba más que relajada, dispuesta a tener una sesión erótica en solitario. De su sexo humeaba excitación, y desde donde me encontraba bien sujeto, podía ver lo muy lubricada que estaba. Las escenas de la película eran muy morbosas. Esta mujer parecía estar sintiendo en carne propia el sexo que se desarrollaba desde el aparato de tv. Se revolvía entre las sábanas y sus manos no dejaban de frotar su clítoris. Empezaba a gemir más fuerte y casi chillaba al subir el ritmo de la masturbación. Del buró tomó la fotografía del amigo de Ricardo, la cual había robado de la habitación de su hijo.
La fotografía mostraba a un chico de veintitrés años en traje de baño, era apuesto realmente; estaba en la flor de la juventud. Posaba alegremente en la playa, en unas vacaciones que se tomaron Ricardo y él en Cancún. Mariana puso la foto sobre la almohada y se volteó para quedar boca abajo, de tal forma que pudiera mirar la foto de Alan, el susodicho amigo. El ver su rostro armonioso y cuerpo joven y vigoroso aceleró su pulso. Empezó a restregarse contra la cama y a acariciar su sexo con ambas manos. Su excitación crecía, tanto como afuera sucedía con la luna, pues se terminaba de redondear el aro lunático blanco.
La luna llena enarbolándose en el negro cielo con galanura, llenando de luz afrodisíaca a todos los seres vivientes. En Mariana esta luz lunar hacía de las suyas. La cama parecía un barco en alta mar bajo la tormenta, preso del movimiento agitado del agua embravecida. Estaba sudorosa, gimiendo violentamente los últimos momentos antes de alcanzar un esplendoroso orgasmo. Al fin sintió esa placidez enorme que no le cabía en todo el cuerpo, que nada más podría llenarla tanto. Terminó radiante.
Se quedó un buen rato recostada con una mirada luminosa, con la piel descansada y con su sexo aún humeante, después de la erupción aquélla. Imaginó otra vez al chico que la tenía enloquecida, recordó su sonrisa diáfana y su juventud tan ansiada. Pese a que se sentía bien anímicamente y su estado de salud era muy bueno, ella estaba pasando por una época nostálgica de la juventud. Empezaba a vislumbrar algunos hilos plateados en su cabellera hermosa, opacándola, restándole esplendor. En sus manos empezaban a brotar pequeñas pecas que le desagradaban, en algunas zonas de su rostro y cuerpo empezaban a delinearse franjas, es decir arrugas, producto de la atracción de la fuerza de gravedad.
En ese momento, la década que horas antes había dejado por ahí escondida le cayó encima. Recordó a su marido y lloró. Hubiese querido tenerlo por un momento para que la consolara, para que le dijera que aún le gustaba mucho y que la veía hermosa. Sin embargo, yacía ahí, sola, deseando a un joven que tenía la edad de su hijo; deseando ser joven y comenzar de nuevo… casarse y envejecer juntos. Así se quedó dormida. Afuera, en lo alto del firmamento, la luna aguardaría otro momento para volver con su embrujo, y ni Mariana escaparía de él.
Meses más adelante, un fin de semana, Ricardo y Alan regresaron ebrios de una fiesta. Habían estado con sus respectivas novias pero sin haber tenido sexo "gracias" a que tomaron de más. El más borracho era Ricardo, así que Alan, quien había bebido menos, decidió manejar y llevar a Ricardo hasta su casa. Mariana, desde la ventana de su habitación vio cómo se estacionaba el auto de su hijo y respiró tranquila. Del auto salieron los dos chicos caminando torpemente. Ella bajó a recibirlos en la sala. Alan no se veía tan borracho y ayudaba a Ricardo a caminar. Entraron en la casa y ella los recibió alegremente al verlos llegar, aunque ebrios, en buen estado.
Alan estaba menos ebrio, pero aún así estuvo disculpándose por el estado en el que llegaron. Los tres se sentaron en la sala y Ricardo se quedó dormido casi instantáneamente; entonces Alan trató de despedirse, pero Mariana le sugirió que se quedara a dormir por la hora de la madrugada. El amigo de su hijo iba a negarse, pero algo le impidió hacerlo: la madre de su mejor amigo se descuidó, y la bata que llevaba puesta se abrió cuando caminó por la sala en busca de algún cobertor para que se cubriera, ya que dormiría en un sofá; unas piernas muy bien torneadas, duras, brillantes y acariciables aparecieron ante él. Estaban hermosas, como si hubieran estado expuestas al sol, o si les hubiesen aplicado un aceite. Subió la mirada y pudo observar algo que era su fetiche: un liguero negro. Una punzada se le clavó en el bajo vientre y no quiso moverse de ahí.
Me sentí observado con mucho interés y presentí que después de la sesión masturbatoria de Mariana, algo muy excitante habría de pasar esa noche. Yo era un lunático, indudablemente… y había luna llena.
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