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"a noche no ofrece más distracciones, la jovencita a la que llevas a casa acaba convirtiéndose en la protagonista de una fantasía muy real. "
Me toca los cojones tener que dejar de hacerlo de manera literal, coger el coche a estas horas de la noche y cruzar media ciudad para devolver a su casa a Bea, la amiga de mi hijastra. Pero las madres han quedado en eso, así que a mi no me queda más remedio que resignarme, levantar el culo del sofá y bajar al garaje.
Hace ya más de cinco minutos que le he hecho una llamada perdida a Sandra, pero su amiga sigue sin aparecer por el portal. Dejo el coche en doble fila; espero y me fumo un cigarro. Vuelvo al coche y sigo esperando. Cuando se digna a aparecer lo hace sin decir palabra y sentándose en el puesto del copiloto.
- ¿Qué tal lo habéis pasado?- pregunto por decir algo.
- Sin más- contesta secamente. Podría seguir preguntándole, comentarle algo de la película que han estado viendo, podría comportarme como un buen padre y preguntarle por el chico con el que tontea mi hija, pero me resigno a veinte minutos de conducción nocturna en silencio.
En realidad el silencio dura poco, lo que tarda su teléfono en sonar. Bea rebusca en la mochilita que ha dejado sobre su regazo. No puedo evitar echar un vistazo, reconozco la imagen de perfil de Sandra en la aplicación de mensajería, me pregunto qué diablos tienen que decirse tres minutos después de haberse despedido. Centro la vista en la carretera mientras intuyo a mi derecha su rápido mover de pulgares entre risitas y el constante sonido de nuevos mensajes entrantes.
La amiga de mi hija vive en la otra punta de la ciudad. Conduzco tranquilo, el tráfico es prácticamente inexistente, la carretera no ofrece más estímulo que alguna rotonda y muchos semáforos en rojo con los que ralentizar las largas rectas de los barrios modernos. Beatriz sigue a mi lado sin prestar atención, la cabeza gacha, la vista fija en un teléfono móvil que no deja de chirriar. Debe tener la edad de mi hijastra, escasos dieciocho años; cuando conocí a su madre y Sandra entró en mi vida, ellas ya eran amigas. Lleva el pelo recogido en un moño alto, desordenado, apenas sujeto por una goma, tiene la tez blanquecina, con unas cuantas pecas sobre las mejillas, como si le hubieran resbalado desde la nariz, los labios entreabiertos de vez en cuando sueltan un amago de risa al leer los mensajes de su celular. Viste una camiseta blanca sin mangas, bastante ajustada, mi vista al perderse bajo los hombros no pudo comprobar el color de su sujetador, y unos shorts vaqueros que apenas se ven pues ha colocado una ligera mochila negra sobre sus muslos. ¿Si me atrae? Para no tener que responderme mi mente trata de pensar en otra cosa; cada vez que tengo que detener el coche mis dedos repiquetean el volante, saltan por el panel de control. Enciendo la radio, no quiero oír malas noticias, la música que encuentro no me gusta y el programa deportivo de la noche me cansa al minuto. Abro las ventanillas, pero la noche es calurosa y sin pizca de brisa, opto por encender el aire acondicionado. Claro que me atrae, el problema es que yo a ella no. Con mis cuarenta y ocho tacos, una polla que no es ninguna maravilla, la tripa y la calvicie, que son más que incipientes… además estas cosas solo ocurren en el porno. Subo un poco más el aire acondicionado para rebajar el calentón y río en el silencio. Bea deja por un instante de mirar su teléfono, y haciendo una mueca de extrañeza me mira por décimas de segundos.
Refrescar más y más el habitáculo con el aire acondicionado tiene unos resultados extraños; a ella le enfría aunque no dice nada, la piel de gallina en los muslos desnudos y los pezones marcándosele en la camiseta dan fe de ello, pero a mí no me baja el calentón, aunque tampoco digo nada. No digo nada aunque me gustaría. Me gustaría coger el teléfono que sostiene entre sus dedos, dejarlo delicadamente en el salpicadero, llevar sus manos a mi paquete y decirle: anda, juega con éste un rato. Y que ella obedeciera, claro. Y empezar a sentir sus caricias por encima de la ropa, hasta que sobre la marcha y mientras conduzco Bea me dirigiera una mirada cargada a partes iguales de deseo e inocencia antes de bajar la cremallera y sacar a la escasa luz del coche mi polla a medio desperezar. Y engañar al destino, y aminorar la marcha para asegurarme de encontrar el siguiente semáforo en rojo, y ahí inclinarla, mi mano sobre su hombro, animándola a que su boquita participe también de la fiesta. Claro que me gustaría…
Me gustaría enseñarla a mamar hasta la arcada, hasta que su garganta bañara en babas mi polla, que ya no puede crecer más. Me gustaría poder apartar una mano del volante, posarla en su nuca para acompasar sus cabeceos, variar el ritmo, llevarla hasta la lágrima, pero para eso yo debería tener otro coche y Beatriz saber de mi fantasía. Pero no, ella sigue atenta a su teléfono y sólo alterna alguna mirada al frente ahora que estamos más cerca de su casa. Afortunadamente en esta fantasía mando yo, y al poco Bea conoce el arte de chupar pollas como yo conozco estas calles idénticas y mal iluminadas por las que no he pasado nunca. El primer hueco que veo es el lugar idóneo para aparcar y con una palmada en su trasero invitarla a pasar al asiento de atrás. Cuando me reúno, lo primero que hago es sacar su camiseta, esperar que ella se suelte el sujetador y lanzarme a devorar la ternura de sus tetas de dieciocho primaveras. Sus pezones están duros como piedras, lo sé, he bajado la temperatura todo lo posible, añado este detalle a la fantasía y Bea se deshace cuando tiro de ellos suavemente agarrados entre mis dientes.
Un utilitario pequeño y viejo como el mío no ofrece demasiado espacio cuando tienes una chiquilla montada sobre tus piernas, aunque sea sólo una fantasía, así que para acelerar las cosas sus pantaloncitos vaqueros desaparecen, y en su lugar lleva una mini falda negra que a veces Sandra le coge prestada a su madre. Pero no vamos a mezclar fantasías, digamos simplemente que lleva una falda que rápidamente se recoge y queda enrollada en su cintura. Entonces, cuando Bea comienza a restregarse contra mis muslos como una gatita en celo, me aseguro de que la tira de su tanga quede bien aprisionada entre sus labios, que se hunda ligeramente en el coño, hasta empaparse de los flujos que comienzan a mojarla. Luego basta con apartarla, calibrar la dureza golpeando débilmente sobre su clítoris para hacerla gemir y dejar que mi polla vaya desapareciendo poco a poco en su interior.
Me asombra la capacidad de mi mente de disociarse; por un lado es capaz de escuchar sus indicaciones, de reconocer el código de tráfico y por otro no deja de proyectarse en algún rincón de mi cerebro esa fantasía en la que Beatriz bota sobre mi polla con mis manos acompasando sus movimientos. Y es tan real sentir todas esas convulsiones de su coño y el hipnótico botar de sus pechos que me relamo y tengo que corregir la postura en el asiento para acomodar dentro del pantalón una polla que crece sólo con la imaginación. Cuando Bea se descontrola, y los movimientos de sus caderas se vuelven oscilantes y pendulares, y describen toda clase de órbitas con mi rabo como guía, y sus manos palpan el techo para no volver a golpearse la cabeza en un bote más alto y las ventanillas se llenan de vaho, Bea dice es aquí, y la escena en mi mente se queda en pause mientras me detengo en doble fila a apenas quince metros del portal. Ella se despide con un escueto adiós y gracias mientras los faros iluminan su trayecto. Su teléfono ha debido sonar de nuevo, se detiene, hurga en su mochila hasta dar con él y parada a medio camino entre el coche y su casa se planta a contestar. Eso me ofrece la perspectiva de su trasero, carnoso, rotundo, duro. Decido que será en él donde me corra cuando mi fantasía vuelva a ponerse en marcha.
Aprovecho que Bea ya no está sentada a mi lado para liberar a mi polla de la presión; suelto el botón del pantalón y ella sola, urgida por la necesidad de aire hace caer la cremallera. Cuando Beatriz echa a andar definitivamente yo entorno los ojos, pongo en marcha mi mente y me masturbo mientras la pienso con las rodillas apoyadas en el asiento trasero, los brazos sobre los reposacabezas, la falda levantada y sus pechos golpeando insistentemente contra el asiento al compás de mis embestidas. Yo estoy de pie a su espalda, las manos agarradas a sus caderas, follándola, guiado por un instinto cada vez más descontrolado, mi cuello se retuerce en la fantasía como mi polla se retuerce al compás de la paja que me hago en la soledad de mi coche. Siento que no voy a aguantar mucho, que cuando mi mente decida correrse sobre su culo será mi mano la que reciba la descarga de semen caliente. Revuelvo la guantera en busca de un paquete de pañuelos de papel. Entonces ocurre, cuando me incorporo compruebo que Bea ha dado media vuelta y viene hacia mí. No es mi imaginación, la fantasía se ha desvanecido por arte de magia en el momento culmen, realmente viene hacia mí. Ella camina hacia el coche y mi polla emerge tiesa y a punto de reventar. Trato de guardármela, pero está demasiado dura como para doblarse y someterse al cierre del pantalón, además no he soltado el cinturón de seguridad y los nervios complican los gestos. Veo una prenda de ropa caída a los pies del asiento de copiloto, mi mente aturullada es incapaz de atar cabos. La recojo y la coloco sobre mi regazo tapando las vergüenzas. Es de tacto suave pero pesa, lleva algo en los bolsillos, es fina pero oscura, no transparenta, lo compruebo en el momento justo que Beatriz golpea con los nudillos pidiendo que baje la ventanilla.
- ¿No habrás visto…? Ah, está aquí, gracias, ya pensaba que había perdido otra vez las llaves- dice, y cuando su mano tira débilmente de la ropa, el leve aleteo de la gasa sobre mi glande me hace explotar poniendo todo perdido.
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