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Categoría: Confesiones

Me separe, pero fue para conocer a la mujer de mis sueños

Me separe, estuve mal, pero me di cuenta que fue para conocer a la mujer de mis sueños, para conocer a la mujer que me daría lo que quiero.



Ante todo voy a presentarme: mi nombre en Alberto, tengo 32 años y vivo en Barcelona. Trabajo en una empresa como asesor financiero, compaginando este empleo con el de profesor no numerario en la Facultad de Empresariales.



En cuanto a mi vida sentimental se refiere, hecho por el cual narro este relato, os diré que estaba casado desde hacía dos años con una hermosa joven de 22 años, y a pesar de la diferencia de edad entre nosotros, creía estar completamente enamorado de ella, aunque últimamente las cosas no nos iban demasiado bien.



Para que conozcáis un poco más como llegué a casarme con una mujer tan joven, os diré que a Patricia, como se llama mi esposa, la conocí en la facultad donde daba clases de contabilidad de costes.



Siempre he intentado no mezclar el trabajo con relaciones sentimentales, y aunque Patricia,  asistente a una de las clases que yo impartía era una chica que no pasaba desapercibida, no le prestaba mayor atención salvo el ver en ella un rostro y cuerpo bonito.



Habría pasado como una más de mis alumnas, si no hubiera sido porque en su proyecto de final de curso me asignaron como su tutor. En esos momentos de tutoría fui conociéndola mejor  y después de varias entrevistas comenzamos a intimar, hasta que me dejé seducir de sus encantos y nuestra relación terminó en boda.



El primer año de matrimonio, nuestra ligazón de pareja fue sensacional, nos compenetrábamos maravillosamente tanto en el terreno sexual como en el sentimental. Era un autentico placer disfrutar de una mujer tan joven y tan bella.



Pasaban algunos meses del primer año de casados, cuando fui notando en Patricia un cambio sustancial, y si bien ella lo negaba, yo veía que difería notablemente de la relación que habíamos tenido. Sobre todo en lo que respecta al sexo. No existía por parte de ella ese ardiente deseo de poseerme que siempre había manifestado.



Nuestra conexión hasta entonces en la cama era espectacular, ella siempre tomaba la iniciativa. No se cansaba de entregarse con verdadero apasionamiento, dándome todo el placer que se puede uno imaginar. Por supuesto que yo también contribuía a que ella disfrutase al máximo en nuestra constante actividad sexual.



Una cosa si tenía en cuenta Patricia: aunque yo no usaba preservativo, ni a ella le gustaba, no dejaba en absoluto tomar pastillas anticonceptivas para no quedarse embarazada. En mi ánimo estaba el tener un hijo cuanto antes, pero ella decía que todavía era muy joven y que ya habría tiempo.



Volviendo al cambio que noté en Patricia, puedo decir que se produjo al cabo de unos pocos meses  que comenzó a trabajar en una empresa, a la cual pudo ingresar gracias a mi recomendación, ya que esa sociedad tenía una estrecha relación con la que yo trabajaba.



En principio estaba encantada y no paraba en agradecerme haberla conseguido ese trabajo, pero poco a poco nos fuimos distanciando y nuestras relaciones conyugales tan prolijas anteriormente, ahora dejaban mucho que desear. Ella aludía que necesitaba centrarse en su empleo y venía muy cansada.



Yo hasta cierto punto lo admitía. Tenía en cuenta que hoy en día hay mucha competencia y era necesario poner los cinco sentidos en el desempeño de nuestro cometido en el trabajo.



Así iban las cosas, hasta que un día me comentó que se tenía que desplazar a Alemania durante un mes, debía efectuar un reciclaje en la sede central de la empresa ubicada en Munich.



No me hizo mucha gracia, iba a comenzar el mes de  Junio y en ese mes se incrementaba mi trabajo. Entre el concerniente a la empresa y preparar los exámenes finales en la facultad, no me quedaba tiempo en absoluto para dedicarme a ninguna otra cosa. Le comenté si no lo podía posponer para otro mes. Además, pensé que era un viaje muy precipitado y me escamaba mucho, aunque esto no se lo llegué a decir, ni tampoco me preocupe en indagarlo.



Patricia me contestó que era una oportunidad única y no podía rechazar. Ante el mes que se me avecinaba, me comentó que no me tenía que preocupar porque estaría bien atendido. Tenía dispuesto que durante su ausencia vendría del pueblo su madre, la cual se ocuparía de atenderme en lo que me hiciera falta y de todas las labores domesticas. Bien podía buscar una asistenta, si hiciera falta, pero era contraria a meter en casa una persona extraña.



Me negué rotundamente. Solo faltaba que su madre viniese a nuestra casa para terminar de complicar nuestra actual situación de pareja. No tenía nada contra mi suegra, no nos veíamos demasiado y en el poco trato que habíamos tenido me pareció una mujer agradable, pero no me satisfacía en absoluto tenerla en casa durante un mes. No le di demasiada importancia porque pensé que su madre se negaría en redondo en venir. Tenía una pequeña fábrica de conservas y no creía que la abandonase durante un mes para venir a nuestra casa en calidad de sirvienta. Además, la relación que percibía entre madre e hija no era para echar cohetes. Patricia era muy suya y jamás daba su brazo a torcer ante cualquier discusión con su madre.



El caso es que llegó el día de su partida a Alemania y gracias a una nota que me dejó en la cocina, me enteré que su madre venía al día siguiente de su marcha y que por favor,  fuera a recogerla a la estación de autobuses. Llegaba a las siete de la tarde.



Alguna maldición salió de mi garganta, pero no me quedaba otra opción que ir a buscarla. Esa mujer no tenía ninguna culpa de nuestras desavenencias conyugales. A saber que artimañas se había valido Patricia para que su madre abandonase el pueblo, al que estaba muy atada,  para venir a nuestro piso y hacer de chacha.



Ese día estuve muy ocupado y llegué a la estación de autobuses con veinte minutos de retraso. No pude llegar antes a causa de un importante asunto que no podía abandonar, y aunque intenté llegar a la hora requerida por Patricia, me fue imposible.



En información me dijeron que el autobús donde debería llegar la madre de Patricia, había llegado a su hora y que su estacionamiento era el anden once.



Me dirigí hacia el anden indicado y en ese apeadero distinguí a una señora de pié junto a una maleta. No cabía duda que era mi suegra. Era una mujer más bien tirando a alta, y su aspecto con esas vestimentas que nunca entendía a que se debía, era una clara muestra de no tratarse de otra persona. Llevaba puesto un vestido largo y amplio de una sola pieza, el cual impedía ver si su cuerpo albergaba alguna curvatura. En cuanto a su cabello, estaba de acorde a su vestimenta. Era de un bonito color pero lo llevaba recogido en un moño. Daba la sensación de ser una mujer que no cuidaba o no le importaba en absoluto su fisonomía y vestimenta.



Cuando llegué a su altura le di los dos besos de rigor en sus mejillas y ahí sí cambiaba su aspecto. Era de una piel fina y ese rostro además desprendía cierta belleza. El parecido con su hija era enorme o mejor dicho su hija tenía un enorme parecido a su madre. Rápidamente, antes que se diera cuenta de mi análisis, me dirigí a ella.



-Perdone señora Isabel  por la tardanza, pero me ha sido imposible llegar antes.



-No te preocupes Alberto, no tiene importancia. Pero por favor, no me des el tratamiento de señora que aunque no sea una jovencita tampoco soy tan mayor.



Pensé que quizá con otra apariencia parecería mucho más joven, pero con esa vestimenta y ese pelo recogido imponía cierto respeto. Dejé aparte mis observaciones y le dije:



-Bien, Isabel, cuando quieras nos vamos… ¿Es este todo tu equipaje? –señalé la maleta que estaba a su lado e hice mención para recogerla.



-Sí es todo lo que traigo, pero deja que la puedo llevar yo.



Me negué a que la cogiese y nos dirigimos a mi coche. Lo tenía aparcado en una calle cercana a la estación.



Ya dentro del vehiculo, poniendo rumbo hacia mi piso, rompí el silencio que llevábamos. La tenía tachada como una mujer prudente y su silencio lo denotaba.



-Siento que su hija le haya hecho venir. La verdad es  que en su ausencia me podía haberlas apañado sin necesidad de haberla molestado.



-No es ninguna molestia. Mi hija me dijo que era muy importante que viniese y aquí me tienes para poder ayudarte en lo que te haga falta. Además, me viene muy bien este cambio de aires, así me tomo un descanso del trajín que llevo en la conservera.



-Su hija creo que ha exagerado en lo de ayudarme. Creo que no le voy a molestar mucho porque prácticamente estoy casi todo el día ocupado, así que le quedará mucho tiempo libre para disfrutar de estos días en Barcelona.



-Ya veremos. Tu lo que necesitas es que estés centrado en lo tuyo y no preocuparte de otra cosa. No quiero que mi estancia te distraiga para nada de tus obligaciones.



Como decía, era una mujer discreta y eso lo fue manifestando a lo largo de los días que estuvo en casa. Apenas salía y aunque yo le animaba, me decía que como mejor se encontraba era en el piso leyendo algún libro de los que disponíamos.



Muy a pesar mío, tuve que reconocer que su compañía me resultaba tremendamente agradable. Me encantaba llegar a casa y ver como me esperaba para cenar juntos y disfrutar de las cenas tan apetecibles que preparaba.



Esos días fueron para mí de lo más relajante. Sobre todo después de la cena, en las que nos sentábamos en el sofá saboreando un café y manteniendo una tertulia de lo más variado. Nunca entrábamos en  lo privado, pero a mí me reconfortaba enormemente su conversación. Se notaba que leía mucho y tenía una cultura más que aceptable.



Fui descubriendo a una mujer completamente diferente a como la tenía valorada. Veía en ella una mujer excepcional, pero en ningún momento pasaba por mi  cabeza otro concepto  que el de admiración.



Podría ser que no despertase en mí otra tendencia el hecho de no cambiar ese aspecto recatado en su vestimenta. Siempre la veía envuelta en una serie de batas que lo único que las diferenciaba era el color, porque la hechura era prácticamente igual: tremendamente anchas y largas.



Una noche, después de que la estancia de Isabel en el piso llevaba algo más de tres semanas, me dijo:



-¿Mañana viernes dime si vendrás a casa a cenar y si es así, sobre que hora podrás estar?



-¿Porqué lo dices?



-Porque es mi cumpleaños y como entro en los 40 quiero preparar una cena especial para celebrarlos y preciso la hora para tenerla en su punto.



-¡Vaya! Felicidades anticipadas, pero de ninguna manera te voy a dejar preparar cena en tu cumpleaños. Mañana vamos a celebrarlo fuera de casa. Conozco un restaurante que no está muy lejos de aquí y te va ha encantar.



-Por mí no te molestes. No hace falta que salgamos a celebrarlo a un restaurante, lo podemos celebrar tranquilamente aquí.



-Bueno, Isabel, no se hable más. Mañana ponte elegante que lo vamos a celebrar a lo grande. No se cumplen 40 años todos los días y me gustaría que guardases un buen recuerdo de este aniversario.



-Acepto con una condición…,-no le dejé terminar.



-Mira, Isabel, no voy ha aceptar condiciones. Ya está bien de que no salgas de estas cuatro paredes, así que mañana a las nueve estate preparada porque tendré reservada una mesa en el restaurante para las nueve y media.



-Bueno, simplemente iba a decir que invito yo.



-Me parece bien tu gesto, pero este va ha ser el regalo que te haré en tu cumpleaños, que bien lo mereces.



El día siguiente estuve muy ocupado durante todo el día y no recordé la celebración de Isabel hasta el atardecer. Entonces me puse en movimiento. Reservé por teléfono mesa en el restaurante y pasé por una floristería para comprar un ramo de rosas.



Llegué a casa sobre las nueve menos cuarto y me llevé una sorpresa mayúscula, si me pinchan no me sale una gota de sangre. Encontré a Isabel con el pelo suelto en una media melena que le llegaba hasta el cuello, además del cambio de vestimenta. Vestía una blusa escotada por la que asomaba el nacimiento de sus pechos acompañada de una falda ceñida, dejando al descubierto unas piernas muy bien contorneadas.



“¡Madre mía!”. -dije para mí. Aquella visión era lo más deslumbrante que recordaba haber visto en una mujer. Su hija se quedaba corta ante lo espectacular de su madre. ¿Cómo podía ser que en el casi un mes que llevaba en casa ese cuerpo hubiese pasado tan desapercibido?



Creo que se dio cuenta de mi asombro y con una sonrisa encantadora y dándose un giro de 180º me dijo:



-Te parece bien como voy vestida o es demasiado atrevido.



No sabía que decirle porque todavía no me había repuesto de mi sorpresa. No se me ocurrió otra cosa que decirle:



-Déjame que te diga que estas guapísima y para mí será un honor ser tu acompañarte.



Quería darle una sorpresa con las rosas que llevaba  en la mano derecha escondida en mi espalda y mira por donde la sorpresa fue mía. Por lo visto había aprovechado el día en ir a algún salón de belleza y comprar ropa. No creo que la que llevaba en esos momentos hubiera salido de su maleta.



Reaccione como pude y le ofrecí el ramo de rosas dándole un beso en la mejilla deseándole feliz cumpleaños.



-Muchísimas gracias… Es el mejor regalo que me han hecho por mi cumpleaños. Eres un encanto. Déjame que te dé otro par de besos.



Se acercó a mí y me propinó dos sonoros besos en las mejillas. Aunque puedo decir que casi se acercaron a la comisura de mis labios. Me sorprendieron, pero tampoco había que darles mayor importancia, eran fruto de haberle obsequiado con el ramo de flores.



Necesitaba cambiarme para ir al restaurante ya que estaba sudado del trajín que había durante todo el día y dije a Isabel.



-Dame diez minutos y salimos rápidamente para el restaurante.



-Tomate el tiempo que necesites. No tengo ninguna prisa.



Me metí en la ducha y no podía apartar la imagen de Isabel de mi pensamiento. “Que tremenda mujer” -me dije. Pensé que era fantástica. Aparte de las cualidades como persona que poseía, encima tenía un cuerpo imponente. No me explicaba que una mujer como esa permaneciese todavía viuda. Bueno, tampoco sabía mucho de ella a nivel personal. Me propuse en la cena averiguar algo sobre su vida intima.



No tardamos mucho en estar dentro del restaurante y como imaginaba, a Isabel le encantó. Era un restaurante pequeño pero muy elegante, con un trato muy familiar y una cocina esplendida. El comedor constaba de diez mesas lo suficientemente espaciosas como para mantener cierta intimidad entre los comensales. Yo tenía cierta amistad con el dueño y al vernos, no tardó en colocarnos en la mesa que tenia reservada para nosotros.



Isabel estaba alucinada por el trato atento que nos dispensaba el dueño. Observaba como inmediatamente después de sentarnos nos llenaba la mesa con unos platitos de diversas exquisiteces, al mismo tiempo que descorchaba una botella de un rioja reserva que  le había solicitado.



-¿Y todo esto? –me preguntó Isabel al ver los platos de picapica que nos iban trayendo sin haber solicitado nada.



-Esto son los entremeses. Lo único que tienes que pedir es el segundo plato. Lo he dejado a tu elección.



-¡Pero sin con lo que nos están poniendo hay más que suficiente!



-No te preocupes que tenemos toda la noche por delante. Así que vete saboreando estas delicias, que hoy es tu día.



La cena fue trascurriendo de lo más entretenida. Isabel disfrutaba con cada uno de los platos. Le propuse beber vino y aceptó, aunque comentó que no acostumbraba hacerlo.



Cuando observé que se encontraba bastante animada me propuse sonsacarle algo de su vida privada y comencé a decirle:



-Perdona, Isabel, ¿me dejas que te haga una pregunta de tipo personal?



-No se lo que quieres saber de mí, pero pregunta lo que quieras. Ya veré si merece contestación –me dijo sin perder esa bella sonrisa que portaba desde que nos habíamos sentado a la mesa.



-No me contestes si no te apetece, pero me muero de curiosidad de saber el porqué una mujer como tú no ha vuelto a casarse de nuevo o no vive en pareja. Porque supongo que pretendientes no te faltarán.



-¡Vaya! ¿Esa es tu curiosidad?



Aunque cambió ese gesto sonriente, no aprecié que le molestaran mis palabras y continuó diciendo:



-Me lo han preguntado numerosas ocasiones  y se quedan con la pregunta. No suelo dar explicaciones a nadie en lo que respecta a mi vida privada…



Le corté para decirle:



-No me gustaría entrometerme en tu vida. Si no te apetece no me cuentes nada. Comprendo que la vida de cada uno es muy suya y no tiene, si no quiere, airearla.



-No, no, Alberto. No tengo ningún problema  en explicártelo. En este mes que llevamos juntos me has parecido una persona sensacional y creo que hemos cogido la suficiente confianza como para que nos conozcamos un poco más, aunque mi vida no creo que tenga mucho interés.



-Ya lo creo que tiene interés. Es tu vida y no hay cosa más importante que la vida de cada uno y para contrarrestar mi curiosidad, si tú deseas saber algo de mi no tienes más que preguntar.



-Eres de lo más amable Alberto, pero como tú has sido primero en preguntar, empezaré yo.



Antes de comenzar se tomó una copa de vino, me miró a los ojos como expresando que lo que iba a contar era como si fuese una confesión.



-Mira, Alberto. Me encuentro tan a gusto contigo y te he cogido tanta estima en este casi mes que llevamos juntos que incluso te diré que esto que te voy a contar casi ni lo sabe en toda su extensión, mi hija… Me casé excesivamente joven, apenas había cumplido dieciocho años con una persona bastante mayor. Más que por amor fue por insistencia de mis padres. Era un hombre que no era del pueblo y entró a formar parte como socio capitalista en la conservera que había comenzado a montar mi padre y le convenía tenerle cerca. Me lo metieron tanto por los ojos que al final accedí contraer matrimonio con él. Vine embarazada del viaje de novios y puedo decir que los primeros meses mi marido se comportó conmigo francamente bien. Me convirtió en mujer e hizo despertar en mí algo que desconocía. Pero poco duraron esos momentos dulces. No tardamos mucho en conocer una faceta de él que tanto yo como mis padres desconocíamos. No tenía ningún reparo en dejarme sola para salir y divertirse con una pandilla, que al igual que él, montaban unas juergas impresionantes, en las que incluían mujeres. Como puedes suponer no precisamente las suyas. Eso sí, efectuaban todas sus jaranas fuera de nuestro pueblo para guardar las apariencias.



Había cambiado ese semblante risueño y los ojos comenzaban a sonrojarse, así que le dije.



-No hace falta que continúes, comprendo tu antipatía por los hombres y ya está satisfecha mi curiosidad. Aunque te voy a decir que no hay que meter a todos los hombres en el mismo saco.



-Ya lo sé Alberto. Por ejemplo, tú eres una persona maravillosa.



-Bueno, bueno…, no te fíes que al principio, al igual que tu marido, todos somos buenos –dije para romper un poco el hielo, lo que hizo asomar su peculiar sonrisa.



Notaba que me estaba interesando Isabel más de la cuenta. Dejaba de ver en ella la madre de Patricia y se convertía en una mujer deseable que me estaba cautivando, pero había algo que debería respetar: “era mi suegra”. Dejé mis pensamientos para otro momento porque Isabel quería proseguir su relato.



-Si no te importa, Alberto, déjame que siga descargándome en ti. Me sienta bien contándotelo.



-Adelante, Isabel. Es una satisfacción para mí si te sirvo de algo.



-Eres un encanto.



En un acto espontáneo extendí mis manos y estreché las suyas. Ella no me las rechazo y me las apretó fuertemente.



Le iba a decir algo con nuestras manos unidas, pero tuvimos que separarlas al venir el camarero para solicitarnos que queríamos de segundo plato. Dejé que fuera ella la que decidiese y se decantó por pescado a la plancha.



Al marcharse el camarero, Isabel continuó:



-Bien, voy a terminar de contar mi historia de forma rápida porque si no va a parecer un serial por capítulos… Como te decía, mi vida se fue convirtiendo en un infierno. Tuve a Patricia y me volqué totalmente a ella. Su padre pasaba completamente de las dos y solo tenía tiempo para ir con sus amigotes y emborracharse. Mi vida al lado de él fue un autentico calvario, hasta que a los cinco años de casados tuvo un accidente de coche en una de sus correrías. Murieron dos personas y una de ellas fue él. Está mal decirlo, pero no sentí nada por su muerte. Fueron cinco años que no los deseo a nadie. Después de esto, no he querido saber nada con ningún hombre y como bien dices, si que he tenido algún moscardón que me ha ido detrás, pero se ha ido por donde ha venido. Una manera de haber conseguido que me dejaran en paz, es vestir de la forma que me has visto hasta hoy. Ya se que parezco una vieja, pero funciona, de esta forma los hombres pierden interés y me miran de otra manera. Cuando quiero, ya busco la manera de vestirme adecuadamente.



-¿Quieres decir que hoy te has vestido así por mí?



-Pues claro, no iba a dejar que te sintieras avergonzado de traerme a un restaurante con esas prendas de vieja.



-Desde luego a mí me has impresionado. Si alguno de tus admiradores te ve así no te los quitas…



Se cortó de nuevo nuestra conversación cuando vino el camarero con los segundos platos. Una vez se retiró, Isabel retomó la conversación.



-Mira Alberto, para terminar esta historia. Si supiera que iba a encontrar un hombre como tú, no me importaría arriesgarme a comenzar una nueva vida, pero como dudo encontrarlo, mejor sigo así.



-Ay Isabel, no me idealices tanto que no debo ser todo lo bueno en el matrimonio como tú crees.



-Venga ya. Patricia está loca por ti y me parece que os lleváis divinamente.



No sabía en ese momento si hacerla participe de mis desavenencias actuales con Patricia. Pero tampoco me parecía bien que estuviese equivocada en sus apreciaciones, así que le dije.



-A ver Isabel, como te he dicho antes, todo el mundo no es tan bueno como parece y yo no debo ser una excepción. Últimamente Patricia y yo estamos pero que muy distanciados.



-No me lo creo –puso ojos de incredulidad, mientras yo se lo afirmaba con la cabeza-. ¡Pero si sois una pareja envidiable!… ¿Cuál es el motivo por el que os habéis alejado el uno del otro?



Le conté mis apreciaciones y ella replicó que debería tener paciencia con Patricia, dijo que era una chica caprichosa criada en la ausencia de un padre. La había  mimada demasiado y cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Continuó diciendo que ella también tenía sus desavenencias con su hija, pero en el fondo era una buena chica y no tardaríamos en conciliarnos. Terminó diciendo:



-Además sería muy tonta de dejarte escapar. Yo desde luego, sería lo último que haría.



Esto que oía era demasiado. Con tantos elogios que recibía de ella, más que sentirme orgulloso, me producía una excitación que iba más allá del agradecimiento.



Cada vez veía más en ella una mujer muy apetecible a la que solo me separaba una mesa.



Llegaron los postres y pedí una botella de cava para brindar con Isabel por su cumpleaños. Después de la segunda copa, ella desbordaba una alegría desbordante y yo no le iba a la zaga. Cualquier cosa que decíamos nos causaba una risa contagiosa. Había quedado atrás la conversación de nuestras desavenencias conyugales y hablábamos de cualquier otra cosa y no faltó, entre risas, cierto coqueteo entre ambos.



Terminamos nuestra velada en el restaurante y cuando  salíamos, Isabel me agarró del brazo y me dijo:



-Gracias Alberto por esta cena que me has obsequiado. No la olvidaré nunca –riéndose remarcó-: Sobre todo porque la bebida se me ha subido a la cabeza y se me traba la lengua.



-¿Quieres que cojamos un taxi que nos lleve a casa?



-No, no. Quiero que esta noche se alargue un poco más. Además no estamos lejos de tu casa y un paseo me irá muy bien.



-Continuamos paseando, ella agarrada a mi  brazo y yo de vez en cuando mirándola. Me entusiasmaba esa mujer. Me producía una sensación placentera estar junto a ella. No recordaba haberla experimentado con Patricia.



Cuando estábamos cerca de casa de desató una tormenta obligándonos a echar a correr. Caía el agua a cantaros. Me despojé de la chaqueta y la puse por encima de la cabeza de Isabel  hasta que nos pudimos refugiar en nuestro portal.



Dentro del piso Isabel exclamó:



-¡Vaya, cómo te has puesto!… Ven, déjame que te seque.



Me cogió de la mano y me llevó al baño. Cogió una toalla y me la pasó por la cabeza secándome el cabello. Después me dijo:



-Será mejor que te quites esta camisa, la tienes empapada.



Entonces no pude más. Estaba quitándome los botones y verla tan cerca de mí me atraía de tal manera que en un impulso mis labios se acercaron a los de ella y se unieron a los suyos en un fuerte beso.



No tardó ella en separarse de mí y se quedó mirándome fijamente a los ojos. Esperaba en esos momentos una recriminación, pero su reacción me dejó atónito.



-¡Qué demonios! –exclamo, e inmediatamente me abrazó a la vez que unió sus labios a los míos.



Fue un beso pasional en el que los dos nos entregamos ardientemente. Sus manos se apoyaban en mi cabeza y me apretaba mientras nuestras lenguas se abrían paso y se enlazaban en calidos y largos besos.



No pude por menos que cogerla en mis brazos y con nuestras bocas permaneciendo unidas la llevé a mi habitación.



La tendí en la cama y continuamos besándonos desenfrenadamente. Mi boca se separó de la de ella y continué besándola poco a poco por toda la cara bajando hasta su cuello. Me incorporé un poco y mis manos fueron a quitar los botones de su blusa mientras ella aprovechaba para quitar los que faltaban por desabrochar de mi camisa. Le retiré también el sujetador que apretaba su busto y florecieron dos hermosos pechos en los que destacaban unos pezones rígidos que enfocaban hacia el cielo. Nuestros cuerpos se unieron en un abrazo y nuestros labios se buscaron para fundirse en un nuevo beso. No tardó mi boca en desplazarse por su cuello para llegar a sus pechos turgentes y succionar sus pezones completamente erectos mientras ella me agarraba del pelo tirando fuertemente de él. Entre jadeos me decía: “tómalos, corazón…, son para ti”. Me estaba entrando tal fogosidad, que no pude por menos incorporarme e ir directamente a desprender de su cuerpo la falda que envolvía  parte de su cuerpo. Sin demora, también me desprendí de mi pantalón. Mi acaloramiento era tal que mi boca fue directamente hacia esa braguita de encaje que cubría su pubis. Se encontraba mojada, pero no por eso impidió que mis labios quedaran impregnados de esa humedad.



No tardé, con delicadeza,  desposeer de su cuerpo esa pequeña prenda y poner al descubierto su fascinante vulva adornada con un ligero vello. Se me antojaba de lo más apetecible. Separé sus piernas y mi boca se dirigió sin remiso hacia su monte de Venus, besando suavemente toda su zona genital. Mi lengua fue apartando el vello de sus  labios vaginales hasta que con verdadero ardor acaricié su clítoris. Notaba con claridad como se engrandecía al tomar contacto con mi lengua.



Isabel se encontraba totalmente excitada y el movimiento de su pubis provocaba que mi lengua se hundiese más en su vagina, llegando a producirse en Isabel tal orgasmo al cual se unió una segregación de flujo vaginal, yendo este a parar a mi boca. Su sabor ligeramente amargo me sabía a gloria.



Las manos de Isabel más que intentar separar mi cabeza, la impulsaba hacia su vulva, mientras entre jadeos exclamaba:



-¡Me estas matando Alberto!… ¡Me estas matando!… ¡Que placer tan inmenso!…



Aproveche ese momento para despojarme del slip y como si fuese un preso que salía en libertad,  mi pene saltó como un resorte.



Me alcé teniendo entre mis rodillas su cuerpo y me paré a contemplar esa magnifica figura que tenía ante mí. Su cuerpo deslumbrante era el de autentica diosa y lo tenía a mi disposición. Me acerqué a su boca y nuestros labios se unieron de nuevo con autentica furia. Fue un frenético beso en el que los dos apretábamos nuestras bocas como intentando absorbernos el uno al otro.



Una vez se separaron nuestros labios, los dos jadeábamos enormemente, y sin saber como, de mí boca salían estas palabras:



-Quiero hacerte mía Isabel…



-¡Ya me tienes Alberto, soy tuya! –respondió ella entre susurros.



Si los latidos de mi corazón estaban alterados, no podía decir menos de los de Isabel. Notaba sus palpitaciones como si fueran mías propias. Y sus magníficos y turgentes pechos, acompasaban sus jadeos.



No pude más. Mi pene buscó desesperadamente el orificio de su vagina. Una vez enfocado, logré neutralizar mis impulsos y fui introduciéndoselo con suma suavidad.



Isabel llevaría muchísimo tiempo que esa soberbia madriguera no hubiera sido invadida, pero no hubo ningún problema en desplazar mi miembro por todo su conducto vaginal. El flujo que desprendía su vulva ayudó a la total penetración de mi miembro y también Isabel contribuía contrayendo y dilatando sus músculos vaginales.



Mientras, nuestras bocas se buscaron. Más que besos, era una verdadera mordida de labios, mis manos apretaban su cabeza como si la fuese a estrecharla y sus uñas se clavaban en mi espalda con verdadero ahínco.



Tenía tal enardecimiento, que el desplazamiento de mi pene en su vagina se fue acelerando, mientras sus nalgas se alzaban como pidiendo que mi miembro se clavase en lo más hondo de su ser.



Dos gritos prolongados de placer se escucharon en la habitación. Al tremendo orgasmo de ella, se unió una torrencial descarga de semen de mí pene, perdiéndose en lo más hondo de su vagina.



Acabamos los dos extenuados y sudorosos extendidos a lo largo de la cama con nuestras respiraciones profundas. No tardó mucho Isabel en acercarse a mí y con voz entrecortada susurró:



-Me has hecho la mujer más feliz del mundo Alberto… ¡Eres maravilloso!



-¡Tú si que eres maravillosa! –le contesté.



Me dio un beso en los labios y continuó dándome besos por toda la cara. Siguió acariciando con sus labios todo mi cuerpo, hasta llegar a mi pene que en ese instante estaba algo flácido.



Se paró como no sabiendo como continuar y le animé a que siguiera. Ella  puso su boca en mi glande y ante esta caricia, mi pene se fue irguiendo majestuosamente para rendir pleitesía a esos lindos labios. Le ayudé a introducir todo el pene en su boca. Se notaba que era inexperta en estas lides, pero acompasando su cabeza con mis manos fue cogiendo el ritmo necesario para alcanzar mi miembro toda su plenitud.



Isabel se percató de tal circunstancia y antes de que produjera alguna descarga fuera, se irguió poniendo sus rodillas a ambos lados de mi bajo vientre y agarrado mi miembro lo apuntó a su vagina. Movimientos acompasados de su cuerpo hacían que mi pene sintiera todo su conducto vaginal. Era de locura lo que sentía. No pude por menos de desplazar mis manos a sus hermosos pechos. Los abarque como queriéndolos poseer y mis dedos fueron deslizándose suavemente por ellos encontrando sus ricos pezones que se manifestaban sublimemente erectos.



Mi respiración iba acelerándose, mientras, Isabel emitía unos gemidos de placer y unos jadeos, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás y se mordía los labios. Mis manos se trasladaron a sus nalgas tersas y duras, apretándolas fuertemente.



Era algo apoteósico. Me hacía vibrar de una forma brutal. Notaba que mi pene estaba llegando al punto de eyacular de nuevo y ayude a Isabel a incrementar sus movimientos empujando sus suaves y turgentes nalgas. Un nuevo orgasmo se produjo en Isabel acompañado de un fuerte gemido con un: ¡Sííííí…! No tardé ni un segundo en unirme a su voz con un prolongado: ¡Yaaaa…! Inundé de nuevo el interior de su vagina con tal fuerza, que se perdió en lo más fondo de su saco vaginal.



Isabel cayó encima de mí y nos fundimos en un abrazo y así nos mantuvimos. Nuestros cuerpos sudados y exhaustos apenas se movían, salvo aquellos en los que Isabel, recostada su cabeza en mi pecho, ejecutaba para darme pequeños besos en mi pecho y yo acompañándola efectuando lo mismo en su frente y en el cabello.



Parecíamos dos perfectos enamorados y en mí no había la más ligera duda de ser ella la mujer que deseaba tener como pareja. Algo me frenaba en trasmitírselo. En principio era mi suegra y quizás nos habíamos dejado llevar por esos magníficos momentos pasados durante la cena y cómo no, el alcohol algo habría influido en nuestro proceder. Mis pensamientos no dieron para más. El agotamiento era tal en nosotros que, en principio ella y después yo, quedamos profundamente dormidos.



Cuado me desperté, vi que Isabel no se encontraba en la cama y rápidamente fui en su busca deseando darle los buenos días con un calido beso y agradecerle la imponente noche que me había obsequiado por su aniversario.



Mi sorpresa fue mayúscula cuando la encontré en su habitación, vestida con su indumentaria que había lucido durante todo el mes y metiendo toda su ropa en la maleta que había traído.



De mi boca en lugar de los buenos días salió:



-¿Qué haces, Isabel?



-Me voy a mi pueblo Alberto. Como comprenderás no me puedo quedar aquí ni una hora más. No sé lo que me pasó anoche. Supongo que influyó mucho el alcohol que bebimos. Perdí completamente la cabeza, pero esto no puede volver a suceder.



Me dejó de piedra. Era lo último que esperaba.



-Isabel, yo no me arrepiento de nada de lo que hicimos. Es más, te puedo decir que siento por ti algo que no  había llegado a sentir con ninguna otra mujer. Es verdad que nunca había llegado a gozar tanto con una mujer, pero aparte de esto, hay muchas más cosas en ti que no me gustaría perder.



-No me digas esas cosas Alberto que todavía me lo pones más difícil. Yo también sé, aunque me duela decirlo, que llegué a pasar la mejor noche de toda mi vida. Me llegué a sentir la mujer más feliz del mundo e hice y dije cosas que jamás me hubiera imaginado. Me gustas muchísimo Alberto, pero hay algo que no me puedo perdonar, tú eres el marido de mi hija y a ella te debes. Me siento muy sucia…, he traicionado a mi propia hija.



-Tu hija no hace falta que sepa esto que ha surgido entre nosotros. No dejes que estos momentos felices que hemos vivido se vayan de esta manera. Además, Patricia vuelve dentro de dos o tres días y querrá saludarte antes de irte. Por otra parte, a saber que me deparará con ella después de este viaje tan, digámoslo, sorprendente.



-No debo quedarme, sería incapaz de mirarla a la cara y en lo que respecta a vosotros, debéis llegar a limar vuestras desavenencias y llegar a entenderos.



Por mucho que insistí diciéndole lo mucho que representaba para mí, no conseguí que se quedara.



La acompañé con el coche hasta la estación de autobuses y aunque lo intenté por todos los medios no logré impedir que se marchara. Lo único que pude conseguir  a pie del autobús fue recibir dos besos de despedida, pero en las mejillas. Era evidente que se iba. Solamente me restaba repetir algo que ya estaba dicho.



-Isabel, en verdad lamento mucho  que te marches de este modo. Te vuelvo a repetir que siento por ti algo muy especial y me será muy difícil olvidarte.



Me dio la impresión de asomar en sus ojos unas lágrimas, pero ese instante duró poco. De forma repentina se acercó a mí para darme un beso en plena boca. Sin darme tiempo a reaccionar, se giró de inmediato y se metió en el autobús



Me quedé de pié como una estatua hasta que el autobús se perdió de mi vista.



En los días siguientes noté un vacío en casa que no lograba sobreponerme. Isabel se había adueñado totalmente de mí en ese casi mes que habíamos compartido.



Aparte de la paz que me había dado su compañía, su cuerpo me había proporcionado uno de los mayores placeres vividos hasta ese momento.



Mi mujer, Patricia, se retrasó un par de días más en regresar de Alemania, según la fecha que según ella tenía acordada. No se que me pasaba, pero no la echaba de menos, mi pensamiento se encontraba junto a Isabel.



Cuando apareció por casa, aparte de contar las excelencias de su estancia en Alemania, me sorprendió enormemente por el comentario que hizo después de  preguntar por su madre. Yo le explique que se había tenido que marchar porque le habían requerido en la conservera y no podía esperar más. Ella sin pedirme más explicaciones me dijo:



-Supongo que os habréis entendido bien. Los dos sois como almas gemelas.



No sabía a que venían esas palabras y le respondí:



-Pues la verdad es que me he encontrado muy a gusto con ella y ha sido un placer tenerla a mi lado.



-Ya sabía yo que os compenetraríais muy bien.



-¿Porqué lo dices?



-Por nada –respondió.



Me dejó con la palabra en la boca y comencé a pensar si no había sido una maniobra de ella el provocar este encuentro con su madre. No volvimos a efectuar ningún comentario más al respecto.



Pasó casi un mes y nuestra relación iba de mal en peor, hasta que un día me dijo que lo sentía mucho y aunque yo era una persona que quería, había conocido a otro hombre y deseaba emparejarse con él.



No me pilló de sorpresa. La persona con la que deseaba unirse era su jefe, su compañero de viaje a Alemania. Llegué a entender con claridad ese reciclaje tan importante en la sede central y el desinterés por mí desde hacía tiempo.



Le manifesté que lo mejor era divorciarnos, a lo que ella no puso ninguna objeción. Era lo que deseaba.



No tardamos mucho en hacer las diligencias oportunas para mover todo el papeleo ya que estábamos de mutuo acuerdo. Además, iba a comenzar el mes de Agosto, e Patricia quería dejarlo arreglado para irse con su nueva pareja de vacaciones.



No fue una ruptura traumática ya que para mí, Patricia había perdido todo el interés. Mi mente no dejaba de pensar en Isabel. El caso es que cuando nos despedimos amigablemente, me dijo:



-Siento Alberto que lo nuestro se halla acabado. Te he querido y has sido una buena pareja. Guardaré siempre un grato recuerdo de ti.



-Gracias Patricia. Espero que seas muy feliz con esa persona que has elegido.



-Tú también puedes ser muy feliz. Sabes muy bien donde puedes encontrar la persona adecuada.



La conversación no dio para más, pero me dejó otra vez sorprendido. ¿Se refería a su madre cuando manifestó que sabía donde encontrar la persona que me pudiera hacer feliz? No me cabía duda de que algo distinto había notado en mí en los sucesivos días, después de su regreso de Alemania.



Las mujeres tienen ese sexto sentido que les hace apreciar algo que para los hombres pasa inadvertido.



La verdad es que no me lo pudo poner mejor. Comenzaba el mes de Agosto y yo también tenía vacaciones, así que no perdí ni un momento para ir en busca de Isabel.



Me personé en su pueblo lo antes que pude y allí estaba llamando a su puerta. Salió ella a recibirme y se quedó paralizada al verme. Reaccionó enseguida y me preguntó:



-¿Y Patricia?



-Vengo yo solo.



-¿Y eso?



-Si me dejas entrar, te lo explico.



Deduje que su hija no le había contado nuestra separación, ni su nuevo amorío.



Entré en su casa y observé en Isabel un estado  de intranquilidad, al parecer, producto de personarme solo en su casa. Estaba completamente nerviosa y no sabía donde dirigirse, hasta que le dije:



-Quieres dejar de moverte y sentarte.



Sin llegar a sentarse me preguntó:



-¿Cómo es eso de que vengas solo?… ¿Qué te ha traído por aquí?



-Vengo a por ti Isabel. Si tú no me rechazas.



-¡Estás loco!…, no juegues conmigo…, dime de una vez donde está Patricia.



Le explique mi separación con Patricia y sin dejarme  contarle la causa aludió:



-¡Dios mío, qué es lo que he hecho! Esto ha sido todo por mi culpa.



Le calmé y le pedí que nos sentáramos. Pude llegar a explicarle que la decisión la había tomado su hija, ya que había encontrado a otro hombre, y en su vida yo ya no entraba.



Se quedó inmóvil y le dejé un buen rato para que asimilara la idea. Hasta que poniéndose las manos sobre la cara, exclamó:



-¡Esta hija mía…! ¡Ahora lo voy entendiendo!



-¿Se puede saber que vas entendiendo? – pregunté.



-Mejor te lo explico a ver si tú sacas la misma conclusión. Hace pocos días me llamó por teléfono y noté algo raro en sus palabras.  Al preguntarse si se encontraba bien o le pasaba algo, se limitó a responderme que no me preocupara por ella. Dijo que todo le iba bien y que ya me pondría al corriente de algo nuevo. Esperaba que antes sucediera algo que  a mí me hiciera dichosa y con eso me dejó.



Pues sí, estaba claro. Estaba en lo cierto cuando pensé en las palabras dichas por Patricia en su despedida. Ella estaba convencida que algo fuerte nos unía a su madre y a mí y no estaba equivocada. Me abalancé hacia Isabel abrazándola y mis labios buscaron los de ella para unirse en un apasionado beso. No se opuso a mi exaltado proceder, después agarré sus manos y le dije con voz ceremoniosa:



-Eres maravillosa y quiero hacerte dichosa el resto de nuestras vidas, si tú no me rechazas.



-Yo también te he dicho siempre que eres maravilloso, pero no creo que hayas pensado lo suficiente en eso que me deseas. En primer lugar tengo más edad que tú y sobre todo, debes tener en cuenta, y eso no se me va de la cabeza, el haber sido el marido de mi hija.



-Mira, Isabel, lo tengo más que pensado. Eres la mujer de mis sueños y por nada del mundo quiero perderte. En cuanto a esas pegas, ¿qué quieres que te diga? Lo de la edad, mira por donde nuestra diferencia es menor que la que tengo yo respecto a Patricia y en lo que respecta el haber sido el marido de tu hija, ya no nos vincula nada. Además, como bien has entendido sus palabras, ella aprueba el que nos unamos. Así que somos libres para decidir nuestro futuro. Y para terminar: te quiero con locura y espero con ansiedad me aceptes y pongas con mayúsculas un “SÍ, QUIERO” en tu boca,



Una sonrisa apareció en su rostro y de inmediato me dio un tierno beso, para después decirme:



-Si te quiero, Alberto… No sabes cuanto.



Se levantó me cogió de la mano y me invitó a seguirla.



-Quiero que verdaderamente me demuestres hasta que punto me quieres.



Me brindaba el poder desahogarme de ese sufrimiento que me estaba causando ante  la incertidumbre de no poseerla más.



Disfrutamos y gozamos de nuestros cuerpos hasta que quedamos extenuados. Me encontraba en la gloria. Isabel estaba dichosa y no dejaba de pronunciar las palabras “te amo…, te amo…, te amo…”.



En un momento ella se  incorporó un poco y en susurros me dijo:



-Tengo que decir una cosa que no se si te gustará.



-Si es para decirme que te arrepientes porque hay un motivo que te ha hecho perder la cabeza, será mejor que no me lo digas.



-Mira que eres tonto. Lo que quiero es que no te arrepientas tú. Pero tampoco quiero que te condicione lo que voy a decirte.



-No me tengas en ascuas, ¿que es lo que me quieres decir?



-Tengo pendiente el ir al ginecólogo, pero creo que hay algo dentro de mi vientre que nos pertenece. Tengo todos los síntomas de que estoy embarazada.



-¡Qué me dices! –exclamé en voz alta, creyendo ella que con el tono de voz que había emitido, era algo que no quería.



-¿No lo deseas…?



Me abracé a ella con locura y la colmé a besos.



Acababa de darme la mayor alegría que podía imaginar. Llegar a ser padre y ella ser la madre de nuestro hijo.



En verdad, era la mujer de mis sueños


Datos del Relato
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 9
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