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Desnuda, frente al espejo, observaba despacio cada rincón de su cuerpo. Había aprendido a quererse. La redondez de sus caderas, los muslos gruesos, el respingón trasero y su vientre un poco abultado mostraban impúdicamente las huellas del tiempo. Cerca de los cuarenta, y cumplidos los deseos de maternidad, sus vivencias se leían nítidamente en su piel.
Pero había marcas mucho más profundas, señales invisibles del alma que habían conseguido crear una nueva mujer. La misma que escondía un renovado espíritu de aventura perdido años atrás, ya no ocultaba las ganas de lanzarse al aprendizaje de todo aquello que le aportara satisfacción, y la llevara hacia un nuevo nirvana sexual.
Encendió la luz de la mesilla para empezar su ritual íntimo de lujuria, que la condujese al sendero de la excitación. Y así, mostrarse incandescente cuando Alberto llegara.
Sus dedos empezaron a resbalar por la piel recorriendo lentamente cada poro, erizándola y encendiendo sus irrefrenables deseos por ser amada. Se cogió los pechos con ambas manos y pellizcó suavemente los pezones; su cuerpo, automatizado, humedeció su sexo en el acto. Seguía mirándose en el espejo con celo de orgasmo, sin complejos, sin traumas; amándolo tal y como era. Siguió acariciando su vientre, repasando los recuerdos de la maternidad, sonriendo al hacerlo… Su marido siempre besaba tiernamente sus marcas, haciéndolas hermosas.
Continuó explorando aquello que conocía tan bien; masajeó sus caderas y, fuertemente, se apretó las nalgas. El anhelo del orgasmo la poseía. Presionaba y soltaba sus glúteos, bordeando el clímax y refrenando sus ansias por ser embestida…
Lidia abrió la caja. El arca escondida en el fondo de su armario guardaba el santo grial de los juegos que, tiempo atrás, resucitaron su conyugal vida sexual. Su mente se inflamó de recuerdos, y su cuerpo ardió en deseo; apetitos secretos de volver a sentir a su marido entrar desde atrás, sensaciones solo definibles con aullidos.
Apartando toda la artillería vibrante, sacó lo que sus sueños pedían; el plug anal de los mil orgasmos, el pequeño compañero de traviesas aventuras y placeres que nunca se atrevieron a gozar, hasta que los tabúes casi congelaron su vida marital.
Cerró los ojos y lo introdujo suavemente, a la vez que rozaba ligeramente su clítoris con las yemas de los dedos. La percepción de plenitud la poseía, y la transportaba a los momentos en que Alberto la embestía sin piedad. Era algo animal, casi instintivo. Tuvo que aminorar el ritmo porque solo el recuerdo de su aliento la conducía al orgasmo. Rememoraba todas las palabras sucias que le susurraba cuando lo hacían, las palabras que ella le pedía, y sus dedos instantáneamente se aceleraban, en círculos cada vez más amplios, a cada instante más húmedos…
Miró el reloj de la pared. En diez minutos empezaría el juego. El estómago se anudó.
Por fin, escuchó la puerta. El familiar ruido de las llaves al guardarlas en el cajón, y un ligero carraspeo. Quieta, conteniendo la respiración, podía oír los latidos de su corazón acelerarse. La puerta de la habitación se abrió muy lentamente; él la miró y sonrió. En ese momento, un pudor adolescente invadió sus mejillas, sonrojándolas por completo.
–Me enloqueces. Me muero por saborearte –dijo Alberto con el aliento entrecortado, desanudando su corbata y soltando el primer botón de su camisa.
Se acercó y, sin quitarse el resto de la ropa, se tumbó a su lado. Empezó a besarla muy despacio; frente, nariz y barbilla. Fue bajando lentamente con la lengua por sus hombros y se detuvo en sus pechos. Ella gimió y cerró los ojos. Alberto alternaba la lengua y los dientes, con pellizcos suaves en sus pezones. El cuerpo de Lidia era ya una tahona de descontrolada pasión; sus dedos presionaban el clítoris y, entreabriendo la boca, condujo la vista hacia su marido. Por un instante, Alberto frenó el delirio desatado sobre sus senos, para entender que aquella mirada le estaba rogando tacto.
Deslizó sus largos dedos y rozó su ano. Notó que llevaba el plug, tal y como se lo había pedido, y cómo la humedad resbalaba por las piernas y empezaba a empapar las sábanas. Su miembro reaccionaba a marchas forzadas, luchando por ser liberado del encorsetado pantalón. Pero el juego de hoy requería contener a la bestia
Bajó hacia su clítoris. Ella apartó rápidamente la mano. Alberto acercó la boca a su vulva y la saboreó sin reparo; se había convertido en un adicto al perfume de su mujer.
Con los dedos separó los labios con ternura, e inició el ritual oral.
El clítoris brotó insultante, en el acto, dispuesto para ser adorado por su lengua; un pincel con el que pintaba obras maestras, efímeramente eternas. El lienzo mostraba la geometría del placer y desencadenaba ovaciones; círculos abstractos y agudos gemidos. Y los labios cubrieron sus labios, y la mano de Alberto movía el resorte del gozo anal, mientras la vulva de Lidia se ofrecía exultante.
Los dedos de Alberto encontraban la tensión de los tejidos; la desazón de Lidia se hallaba en un punto de no retorno, en ese angustiosamente placentero descenso sin frenos, al que una madre solo se deja llevar por quien no la va a frenar.
–Como pares, ¡te mato! –gritó Lidia, amando el arte de su marido.
Con la frenética yema del anular entrando en su vagina, el aliento condensando su vulva y la lengua electrizando su clítoris, Alberto tiró del plug sacándolo de un solo golpe.
Lidia se convirtió en miles de espasmos y convulsos chillidos jadeantes. El orgasmo había golpeado con más fuerza que nunca antes. Y, como un boxeador sobre la lona, Lidia pidió que el combate terminase por K.O. técnico.
Segundos después, abrió los ojos y le observó sonreír. Aún con el aliento acelerado y la voz entrecortada, le preguntó: ¿Qué me has hecho?
Él se levantó despacio de la cama y le dijo:
–Me debes una, morena.
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