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Me llamo Matías y tengo 32 años. Desde que me casé puedo afirmar sin temor a equivocarme que la vida me ha sonreído, tengo una mujer maravillosa, preciosa y muy sensual, y dos hijos, de seis y cuatro años respectivamente, que son el sol que alumbra mis días. Vivo en un populoso barrio de la periferia de Madrid y trabajo como autónomo en el sector de la distribución de bebidas. Pues bien, todo esto he logrado mantenerlo a pesar de la historia que voy a contar, porque una cosa son las cuestiones físicas y otras, muy distintas, las sentimentales.
En el segundo piso de mi edificio, es decir, uno por encima del mío, vive una pareja de sesentones amigos de mis suegros. Por medio de ellos conseguimos comprarnos la vivienda ya que pertenecía a un pariente suyo que se trasladó por cuestiones laborales. Desde entonces tenemos muy buena relación, a pesar de las evidentes diferencias generacionales, y siempre que mis suegros nos visitan, ellos bajan a mi casa convirtiéndola en improvisado centro de reunión donde compartimos unos cafés y una buena conversación. A mí siempre me ha parecido que Sebastián, el marido de la pareja que tiene 64 años, es un tipo interesante, trabajador del sector bancario, de buen y fluido trato, elocuente, respetuoso y bien educado, es un hombre alto para su edad y siempre viste de americana. Mari, la mujer, tiene 68 años y es muy dicharachera y animosa, de educación menos cuidada, pero muy agradable al trato al igual que su marido. Tiene varios kilos de más que se manifiestan de manera evidente en su fisionomía y unos enormes pechos que caen hasta la zona media de su cuerpo por el efecto de la edad y de la gravedad. Su culo más que generoso es altruista, de unas dimensiones considerables y en cuanto a su estatura debe medir 1,60, centímetro arriba o abajo. Siempre lleva el pelo teñido de rubio con ese corte tan característico de la mujeres de su edad.
Como consecuencia de la relación que mencioné antes, he tenido ocasión de coincidir con ella en situaciones diversas así como con diferentes atuendos, tanto vestida de calle como provista de una especie de vestido de andar por casa bastante raído y de color azul. Con este último atuendo a veces no llevaba sujetador, esto se apreciaba de manera evidente, y no puedo negar que en más de una ocasión me sorprendí fijándome en sus pechos más tiempo del que sería correcto, llamado por la atención de unos pezones marcados en la tela de un calibre poco habitual. Después volvía la vista hacia mi mujer y el marcado contraste hacía que cualquier escenario libidinoso fuera ocupado por mi esposa de manera irremediable.
Una noche que Sebastián había viajado a su Zaragoza nata por motivos familiares, al parecer cosas de una herencia, Mari durmió en mi casa. Argumentó que le daba miedo quedarse sola en una casa tan grande y mi mujer accedió a hacerle un hueco en la habitación de invitados. Cuando llegué a casa me encontré con el plan cerrado y sin posibilidad de opinar, aunque lo cierto es que mi opinión hubiera sido positiva dada la confianza que teníamos con el matrimonio. Finalizada la cena y acostados los niños nos dispusimos a ver una película que ponían en la televisión. El protagonista era un afamado sex symbol cincuentón norteamericano que despertó rápidamente la admiración de mi esposa y de nuestra invitada. "Luego habrá que ver cómo la tiene" decía animada Mari. Mi esposa y yo reíamos sus gracias de buena gana. "El tamaño es lo de menos, lo importante es que funcione bien", respondía mi mujer. "Déjate, que un buen cacharro tiene las de ganar siempre, aunque es cierto, si no funciona..." Comentó Mari, y al decir esto se le notó algo de frustración. Mi mujer y yo no quisimos profundizar en su gesto por respeto, aunque imaginábamos de qué podría tratarse. Pasamos a otro tema y seguimos con la película después de cerrar la forzada conversación. Llegó la hora de irnos a la cama y nos deseamos buenas noches unos a otros sin más novedad, yéndonos cada uno a nuestras respectivas habitaciones.
Mi mujer se durmió rápidamente. Yo en cambio tenía algunas preocupaciones por motivos laborales y tardé en conciliar el sueño. Sería la una y media cuando me levanté para ir al servicio que se encontraba en el pasillo de la casa. Para llegar hasta allí debía pasar por delante de la habitación de invitados donde se encontraba durmiendo Mari, así que hice el menor ruido posible con el ánimo de no perturbar su sueño. Cuando pasé por delante de la estancia, la puerta estaba cerrada, pero escuché unos ligeros ruidos de somier y lo que me pareció algún jadeo entrecortado e intermitente. No podía ser. Debía estar oyendo cosas extrañas por el cansancio acumulado. Pegué la oreja a la puerta y pude comprobar como efectivamente del interior provenían gemidos ahogados y un sonido acompasado de los muelles del somier. Preso del morbo habitual en los seres humanos, me desplacé hasta un patio interior del cual teníamos usufructo, que daba directamente a la ventana interior de la habitación en la que se encontraba Mari. La ventana estaba provista de cortinas, pero justo en la unión entre ellas quedaba un hueco de algunos centímetros por el que pude asomarme amparado por la oscuridad de la noche. Lo que vi me dejó helado. Allí estaba Mari, esa mujer de 68 años, vestida sólo con ropa interior, completamente espatarrada, con su mano derecha metida en sus bragas y la izquierda por debajo de su culo alcanzado, pensé, su vagina. Haciendo movimientos rítmicos con ambas manos y retorciéndose de placer en nuestra cama de invitados. Efectivamente, Mari se estaba haciendo una paja en nuestra casa.
Pensé por un momento en recriminarle su actitud aduciendo que su comportamiento no sería el más adecuado para mis hijos si estos, por algún motivo, se levantaban de la cama y contemplaban semejante espectáculo. Sin embargo, y sin saber muy bien por qué, mi mano se trasladó como si tuviese vida propia a mi entrepierna, me la saqué y comencé a masturbarme aún a riesgo de que me viera algún vecino. Veía el bulto que formaba la mano de Mari dentro de sus bragas mientras refregaba su veterano clítoris. A través del sujetador se podía apreciar como sus pezones se marcaban hasta parecer querer romper la tela de la prenda. Cachondo como estaba, con mi polla dura en la mano, pensé en entrar allí y metérsela sin mayores contemplaciones. Sin embargo, en un momento de lucidez decidí deleitarme con la situación y continuar con la masturbación que me mantenía ocupado y con aquel show inesperado. Poco más duró, en un minuto o dos Mari comenzó a retorcerse y acabó corriéndose, debía llevar más tiempo del que pensaba con la faena. En el fragor de la observación de su mano pajeándose y de sus tetas, no había admirado el resto de su cuerpo. Mientras seguía tocándome me fijé en sus gruesas piernas y en su barriga, que aparentaba ser blanda y se veía boyante. Ahora ella se estaba tocando los senos en un intento de prolongar el placer. Bajé la mirada hacia su entrepierna y pude observar como su clítoris, aún excitado, marcaba un considerable bulto en sus bragas. Esto me excitó e incrementé el ritmo de los movimientos de mi mano. Pero aún me excite más con una perversión que no conocía en mi persona. Pude ver en la mesilla un vaso de agua con una dentadura postiza, y pensando en cómo sería la felación de una boca desdentada me corrí disparando mi semen contra el suelo del patio. Inmediatamente pensé que era un pervertido y que mañana habría de levantarme temprano para limpiar aquello. Me atormenté pensando qué hubiera pasado de ser descubierto.
Me fui a la cama avergonzado, sin atreverme a tocar a mi esposa.
2ª parte próximamente según aceptación. Un saludo a los lectores y lectoras.
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