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Clara va hacia el cuarto de su marido “El Elegido”. Se había casado con él el día anterior, pero su primera noche juntos fue un desastre: El Elegido le había preguntado, mientras la penetraba por primera vez ¿Sentís el poder de dios?, pero Clara sólo sentía el miembro semiflácido del Elegido que entraba en ella y rompía su himen. De todas formas le dijo que sí lo sentía, pero enseguida se largó a llorar y arruinó la noche de bodas.
Ahora camina por el pasillo oscuro escoltada por uno de los fieles.
Está muy nerviosa, pero esta vez no piensa decepcionar a su marido. Muchas mujeres de la comunidad quisieran estar en su lugar, pero muy pocas eran las afortunadas que se desposaban con El Elegido. Debía agradecer a dios por ello, y debía portarse como una buena esposa, no importaba si El Elegido nunca alcanzaba una erección óptima, ni tampoco si la quería penetrar por esos otros orificios que no estaban hechos para el sexo. Así se lo había enseñado su madre cuando se enteró de que dios le había susurrado al Elegido el nombre de Clara. Aunque en las sagradas escrituras decía que esas prácticas estaban prohibidas, si se lo ordenaba el Elegido debía obedecerlo, porque él era la voluntad de dios.
El escolta golpea la puerta y cuando le dan la autorización, la abre y se hace a un lado para dejar pasar a Clara.
Una vez adentro de la habitación se encuentra con algo imprevisto: el Elegido está semi desnudo, usando sólo la ropa interior, y alrededor de la cama se encuentran cinco mujeres.
Son sus otras esposas, incluyendo su madre, Martina, quien fuera la primera mujer del Elegido. Todas están usando vestidos blancos, parecidos al que ella lleva puesto, con una leve transparencia que deja ver la forma de los pezones. Las mujeres inundan de belleza y juventud la habitación. Salvo Martina que ya tiene treinta y seis años, las demás tienen entre veinte y veintiséis.
Durante mucho tiempo Martina gozó de la exclusividad de compartir la cama con el hijo de dios. Luego de la muerte de su primer marido, el padre de Clara, pensó que jamás iba a poder volver a ser feliz, pero fue tocada por la gracia del señor, y fue a vivir a la mansión del Elegido, mientras Clara era cuidada por su abuela. Se siente muy agradecida con dios por la suerte que le tocó, por eso nunca se quejó ni se sintió celosa cuando el Elegido comenzó a casarse, cada dos años, con una jovencita de dieciocho años. Y mucho menos ahora, que la afortunada era su propia hija, a quien ahora podría ver todos los días y cuidar de cerca.
Le regaló una sonrisa cálida a su hija que entraba al cuarto dando pasos vacilantes. Parecía un ángel con ese vestido, y su piel, normalmente pálida, se había coloreado un poco producto de la vergüenza de verse expuesta frente al resto de las esposas. Pobrecita, pensó Martina, yo la ayudaré a sentirse cómoda.
— Acercate, no tengas miedo. — Dijo El Elegido, que estaba sentado sobre el colchón, como rey en su trono.
A pesar de contar con sólo treinta años, El Elegido ya tenía una barriga importante debido a la cerveza que tomaba a diario. Aun así, a clara le parecía atractivo, y no sólo porque era el hijo de dios: tenía los brazos gruesos y fuertes, como si hiciera ejercicio a diario, a pesar de que ella siempre lo veía sentado, impartiendo órdenes a los fieles de la comunidad; su piel tenía un color tostado que no había visto en otro ser jamás, y su rostro siempre tenía dibujado una sonrisa de dientes perfectos.
— Si amo — le respondió dando los últimos pasos hasta los pies de la cama.
— Esta vez vas a tener ayuda, no quiero que te asustes de nuevo. — dijo El Elegido, estirando la mano. — Vení a la cama, hoy vas a sentir el poder de dios. — Le prometió.
— Gra… gracias — Dijo clara, agachando la cabeza, corriéndose atrás un mechón de pelo invisible, para luego subirse a la cama y gatear hasta los brazos de su marido.
Temía no sentir el poder de dios nuevamente. ¿Qué haría si no percibía nada?, podría fingir, como la otra vez, diciendo que sí lo sentía, pero el Elegido se daría cuenta. Quería ser una buena esposa, quería sentir el poder de dios.
— Acostate — le ordenó él, dando media vuelta sobre el colchón, bajando de la cama. — ayúdenla chicas. — le ordenó a las demás mujeres.
Ellas se subieron a la cama, rodeándola. Su madre Martina la ayudó a sacarse el vestido, dejándola completamente desnuda: estaba perfecta, ella misma había ayudado a su niña a depilarse por completo y limpiarse bien por dentro, por si al Elegido le apetecía explorarla por lugares inusuales. Las tetas de su hija clara eran hermosas: grandes, de un tamaño apenas diferente entre una y otra, de una blancura que reflejaba la pureza de su alma, los pezones rosados, y algunos lunares rodeaban los pechos, sin romper la armónica belleza, sino por el contrario, acentuándola. Se sintió muy orgullosa de su hija, le dio un tierno beso en la frente.
Las otras mujeres comenzaron a acariciar el cuerpo de Clara, tal como se los había ordenado El Elegido horas antes. La mayoría lo hacía de manera titubeante. Tenían casi tanta vergüenza como Clara, además sabían que en la comunidad siempre fue considerado un grave pecado que mujeres tuviesen ese tipo de contacto físico entre sí. Pero también sabían que la palabra del elegido era la palabra de dios, él nunca se equivocaba, y si acaso en algún momento parecía estarlo, eso sólo significaba que era la propia realidad la que estaba errada. Por eso frotaban el cuerpo de Clara, torpemente, y a su pesar.
Por su parte Martina se limitaba a darle besos dulces en la mejilla y el cuello, quería que su niña se sienta bien, pero no pensaba cruzar cierto límite.
La única que estaba entusiasmada era Camila, una rubiecita de cara hermosa y cuerpo pequeño. A sus veinte años parecía incluso más joven que Clara, pero era la más sexual de las esposas. Disfrutaba de las penetraciones anales que le hacía El Elegido casi tanto como él mismo, le gustaba el sabor de la esencia que escupía de su miembro sagrado, y en las noches en que no era llamada a la alcoba del Elegido, exploraba su cuerpo hasta que sentía el poder de dios que la sacudía y la quemaba.
Como Camila conocía bien sus zonas sensibles, asumió que Clara las tenía en los mismos lugares que ella y recorría su mano suave por las partes erógenas de la nueva esposa. Frotaba las tetas grandes, acariciaba sus alrededores y entre ellas, y luego bajaba, despacio, hasta el muslo, para quedarse ahí un rato viendo el efecto que producía su tacto en los gestos de Clara, que confundida, ya estaba sintiéndose a gusto.
Camila disfrutaba mucho de tocar ese cuerpo femenino. En la comunidad no existía la palabra bisexualidad, pero Camila la estaba descubriendo.
— Muy bien Camila, estoy orgulloso de vos. — la felicitó El Elegido. — Chicas, imiten a Camila, ella sabe cómo se hace.
Entonces el montón de manos comenzó a perder la timidez y se desplazaban de un lado a otro, elevando la temperatura de Clara a cada movimiento que hacían. La joven esposa comenzaba a creer que ya estaba sintiendo el poder de dios: un calor extraño se apoderó de su sexo, y muchas de esas caricias, principalmente las que se concentraban en los muslos y los pechos, la hacían estremecer de manera deliciosa.
— ¿Estás bien mi vida? — preguntó Martina, que le acariciaba el cabello, generando un agradable masaje en la cabeza, y seguía dándole besitos tiernos en la cara y el cuello.
— Si mamita, siento un lindo calor.
— Muy bien mi amor, esa es mi nena.
Entonces sintió el cuerpo velludo posarse encima suyo, El Elegido le besó el ombligo y se dispuso a penetrarla.
Las mujeres seguían tocándola, esquivando el cuerpo de su amo. El Elegido apuntó su pene divino, y lo metió despacio, Clara lo sintió más duro que la última vez.
— ¿Sentís a dios Clarita? — le preguntó penetrándola por completo.
— Si amo. — respondió ella, mintiendo, porque no estaba segura de si aquella era la presencia de dios, y en todo caso no era producto del miembro que había entrado en ella.
El elegido apresó sus tetas y la embistió una y otra vez aferrado a ellas.
— Sentí a dios Clarita, sentí a dios, tomá, tomá, sentí a dios. — repetía él jadeante.
Ella no disfrutaba de aquella penetración, menos aun cuando percibió que el miembro se ablandaba, pero Camila le sacó un gemido cuando presionó su pezón con los labios, una vez que El Elegido lo había soltado. Las otras la miraron extrañadas, El Elegido les dijo que sólo usen las manos. Aunque tampoco había dicho que no hicieran otra cosa, y viendo que el amo no decía nada, sino que seguía entrando y saliendo, con el torso del cuerpo erguido, imitaron a Camila, quien por lo visto era la experta del grupo en esas cuestiones.
Las lenguas húmedas se hicieron lugar en el espacio que había entre los dos cuerpos, y un montón de besos recorrieron el cuerpo blanco de Clara. Los sentía por todas partes, la llenaban de ese calor extraño que había comenzado a sentir de hacer rato, pero eran cada vez más agradables. Le gustaba particularmente los que le daban en las tetas.
— Sí, ahí, ahí chicas. — decía largando gemidos.
El Elegido, convencido de ser el responsable del placer de su nueva esposa, arremetía con más fuerza, como queriendo incrementar el goce de Clara.
Pero ella estaba embriagada por los besos de las mujeres. Apretaba con fuerza la mano de la madre, quien la sostenía como a una mujer que sufría al dar a luz, pero Clara estaba lejos de estar sufriendo, su cuerpo era una hoguera humana.
Camila metió varios dedos en su boca, y cuando los sacó, llenos de saliva, los llevó abajo, en medio de la pelvis de los amantes que seguían copulando. Entonces Clara descubrió su botón secreto.
Camila comenzó a masajearlo, haciendo formas circulares sobre él. Clara sintió que aquel calor placentero se incrementaba por diez mientras recibía los masajes.
— Mami, estoy sintiendo a dios, ahí viene. — le dijo a Martina, orgullosa de sí misma. Y cuando vio la teta hinchada de su madre, que parecía querer escapar del vestido, estiró su mano, casi por inercia, y lo apretó, haciéndolo como le gustaba que le hicieran a ella.
Martina se ruborizó.
— No Clarita, a mí no. — dijo con indulgencia, sacándose la mano de encima.
— Dale la teta a la nena. — le ordenó el elegido.
Martina no se esperaba eso, pero la palabra del Elegido era la palabra de dios, y si él se lo ordenaba, no era pecado. Además quería que su hija conozca el poder de dios y haría lo necesario para que lo consiga. Corrió el hombro del vestido a un lado, dejando una teta desnuda. Clara seguía sumergida en el éxtasis de las caricias, principalmente las de Clara, que seguía concentrada en ese punto sensible de su sexo, vio la teta desnuda, esperándola, se estiró para manotearla, y una vez que la tuvo en su mano, la tiró un poco hacia ella, para que su madre se acercara. Martina se inclinó para que su niña la agarre con mayor comodidad, pero Clara se la llevó a los labios y comenzó a mamarla tal como lo había hecho cientos de veces cuando era un bebé.
Martina se protegió en ese recuerdo, y le acarició la cabeza imaginando que todavía era su beba tomando de su leche.
Clara disfrutaba, con inocencia, del sabor de la teta materna, mientras percibía que su cuerpo ya no iba a aguantar mucho más tiempo aquel fuego que la quemaba por dentro.
— Estoy sintiendo a dios mamita. — le dijo a Martina, interrumpiendo su mamada. — Estoy segura mami, este es el poder de dios, se siente muy lindo, pero mi cuerpo no lo soporta, tengo que largarlo para afuera.
— Si Clarita, largalo, largalo todo, no te lo quedes adentro. — Intervino el Elegido, que sin que Clara se haya dado cuenta ya había acabado y descansaba a un costado.
Sin embargo, Camila seguía, tenaz, masajeándola, haciendo movimientos cada vez más rápidos, lamiéndola, ante la mirada sorprendida de las mujeres, y la mirada de aprobación del amo.
— Si, voy a largar el poder de dios, no lo soporto más. — jadeaba Clara, todavía aferrada a las tetas de su madre. — aaahah, que calor, aaaaahhhhh. — y el cuerpo se retorció e hizo movimientos involuntarios, hasta que el calor se fue apagando de a poco.
Luego de esa noche Clara fue una buena esposa. Pocas veces se encontraba con las otras mujeres en la habitación del Elegido, y menos con Martina, aquella fue una situación excepcional.
Cuando no era llamada para pasar la noche con su esposo, se encerraba en el cuarto de Camila, después de todo, no era justo que sólo puedan sentir el poder de dios cuando su amo lo disponía.
Fin.
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