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Marina estaba arrinconada en una esquina de la cocina de su casa. La rodeaban los dos hombres que había contratado para que le corten el pasto del patio del fondo. Olían a transpiración, tierra y pasto. Nunca imaginó que la dejadez de su marido la llevaría a esa situación. Hace rato le venía pidiendo que se encargue de cortar el pasto, pero el hombre siempre venia cansado del trabajo, y los fines de semana no movía un dedo para las tareas del hogar. Esa era una regla sagrada. Por eso, por la tarde. Cuando los dos hombres que la rodeaban tocaron el timbre, y con maquina en mano, ofrecieron sus servicios, ella los dejó pasar a pesar de no conocerlos ni tener referencias de ellos. Sabía que dejar ingresar a su propiedad a dos desconocidos podría ser peligroso, pero ¿que probabilidades había de que se trataran de un par de delincuentes. Por lo visto estuvieron trabajando toda la tarde en el barrio, por lo que supuso que no intentarían robarle justo a ella.
Mientras uno de los hombres deslizaba la mamo a través de su pierna se arrepintió de su error. Se trataba de un morocho con la piel quemada de tanto trabajar bajo el sol, o como diría su marido: Un negrito tilingo. Era difícil deducir su edad pero no tendría más de treinta. Fue él quien al terminar el trabajo entró insolentemente al interior de la casa sin golpear la puerta siquiera, para pedir un vaso de agua. Le dio miedo su presencia pero quiso pensar que solo se trataba de un maleducado. Mientras ella fue a la heladera, la penetró con su fuerte mirada lasciva, lo que la incomodo muchísimo. Entonces, el segundo hombre apareció en el umbral de la puerta. Ambos eran unos zaparrastrosos a quienes nunca se daría vuelta a mirar, pero ellos, por lo visto, se sentían con el poder de poseerla cuando quisiesen.
No hubo palabras de por medio. Los dos tipos simplemente se acercaron, lentamente, separándose entre sí, abarcando el mayor espacio posible, para evitar que huya. Parecían animales a punto de cazar a su presa. Mientras ella intentaba retroceder, se veía atrapada en un espacio cada vez más reducido.
Mientras sentía la mano tosca y rasposa sobre su piel suave, se arrepintió también de usar un vestido. Así le sería difícil evitar que la despojen de sus prendas. La tela roja estampada con flores blancas se arrugaba hacia arriba mientras la mano impetuosa avanzaba con impunidad. El miedo la había paralizado de tal manera que en ningún momento pensó en gritar. Ahora, mientras los dedos callosos levantaban la falda buscando su sexo, piensa que sería inútil. Los vecinos de la casas linderas se encontraban unos de vacaciones y otros trabajando. La cocina en donde estaban se encontraba al fondo, bastante lejos de la vereda, por lo que sería difícil hacerse oír antes de que la silenciaran de manera violenta. Por lo que optó por simplemente, bajar la cabeza y mirar a un punto indefinido con gesto de asco, mientras el tipo, ahora sí, escarbaba la vulva a través de la tela blanca de la bombacha.
Sintió frio entre las piernas teniendo la mano intrusa entre ellas. Las cerró por inercia, cosa que no sirvió más que para excitar aún más al tipo, que viendo resistencia, se puso más al palo de lo que ya estaba. Además, si bien su mano estaba apresada por las piernas, los dedos seguían escarbando con facilidad. De repente sintió que una fuerte mano le rodeaba el mentón y la obligaba a girar la cabeza. Era el segundo hombre. Casi se había olvidado de él. La obligó a mirarlo. Era aún más joven que su cómplice, bastante delgado. Los ojos verdes. Al igual que el otro, llevaba prendas desgastadas a las que apenas se podían diferenciar el color. Deslizó su mano por el cuello de Marina, apretándolo con fuerza. "Escuchame, ya sabes cómo va a terminar esto Te vas a portar bien". Susurró. Ella asintió con la cabeza. Entonces el segundo ultrajador recorrió su cuello y su rostro, sabía que a los hombres les gustaba su cara delicada de ojos grandes, casi tanto como sus bellas nalgas, pero se sorprendió de que su victimario se tomara el tiempo de tocarle con delicadeza la mejilla para ir luego a los labios y abrirlos, para humedecer el dedo, sin atravesar los dientes que ella mantenía cerrados, por ahora.
Tenía una mano suave, y la usaba con mucho tacto, no como el otro que ya tironeaba la bombacha hacia abajo. Sintió el tirón del elástico en sus nalgas, y mientras iba quedando desnuda supo que ya no había salvación.
El hombre delgado fue a por sus tetas, sin perder la delicadeza las masajeó por encima del vestido. El morocho se estaba arrodillando a su espalda, mientras el segundo, le corría despacio las hombreras del vestido, para luego sacárselo por arriba. Ahora, ya casi completamente desnuda, el morocho comenzó a darle chupones en las nalgas, mientras dirigía un áspero dedo entre sus piernas. Mientras tanto, el delgado le quitó el corpiño para lamerle el pezón. Ahí fue cuando su cuerpo comenzó a traicionarla, porque el tipo manejaba muy buen la lengua y los labios, y parecía adivinar en dónde tenía que tocar, y con que intensidad, y frecuencia, cuándo lamer y cuándo utilizar ambos labios para apretar. Entonces el pezón se endureció y las mamas se hincharon. El hombre largó un suspiro de placer cuando comprobó su éxito. De repente, su cuerpo se estremeció al sentir la embestida del dedo que hurgaba abajo. ¡Aay! Gritó, Aunque a esas alturas ya no estaba segura de si fue dolor lo único que sintió.
Estuvo un buen rato atrapada entre esos dos cuerpos y la pared al lado de la heladera, siendo toqueteada y lamida en cada rincón de su cuerpo, cuando ellos, simultáneamente, sin perderla de vista, comenzaron a desnudarse.
El morocho tenía un físico que no se podría vislumbrar con toda su ropa puesta. Si bien no era muy grande. Tenía los músculos bien marcados, las abdominales planas y los brazos fuertes. El otro no tenía más músculos que los de su pene, el cual era bastante largo y delgado como su dueño. Sin embargo algo le llamó la atención. Ambos falos estaban erectos al cien por cien, no había señales de estar a punto de perder la dureza y ni siquiera se estaban tocando. Esto, que para otras mujeres sería lo más normal, para ella era una novedad, ya que hace mucho que su marido no tenía una erección óptima. Su miembro siempre estaba un poco fláccido y nunca duraba más de diez minutos. Por eso, a pesar de la violenta situación que estaba viviendo, mientras los dos violadores se le acervaban nuevamente, ya desnudos, no pudo sacar la vista de esos falos rígidos que se le arrimaban con impaciencia. Le costó muchísimo no manotear aquellos penes rectos, y palparlos, y acariciarlos para poder recordar lo que era una buena pija entre sus manos. Pero se contuvo, sabiendo que aquellos la obligarían a hacer eso y mucho más, por lo que no era necesario demostrar su necesidad.
Se vio incomoda en la posición en que estaba. Si la iban a poseer por la fuerza al menos disfrutaría lo más posible. “Vamos al cuarto” dijo. Los otros se miraron sorprendidos y rieron con complicidad. Sin embargo a ni uno se le ocurriría darle la oportunidad de escapar. Así que la tomaron uno de cada mano y mientras era acariciada incansablemente en las nalgas los guio hasta la habitación. La ventana daba al fondo y pudo ver el pasto recién cortado, muy prolijamente. “Viste que buen trabajo hicimos mamita”, dijo el morocho, que de un empujón la tiró a la cama. Esa violencia innecesaria, lejos de asustarla, la encendió mas. Los dos se subieron a la cama y se pusieron uno al lado del otro. El olor a sudor tierra y pasto ya no le parecía tan desagradable ahora que se mezclaba con el del sexo. El delgado le acaricio nuevamente la cara, pero ahora no se deslizaría hasta los labios sino que subiría, hasta la cabeza, corriéndole el pelo hacia atrás y una vez que llegó a la nuca, la empujo apenas hacia abajo sabiendo que no sería necesario mayores indicaciones. Efectivamente, marina entendió el gesto y se agachó para llevarse el falo oloroso a la boca. La transpiración hacía despedir un fuerte olor y su sabor era muy salado. Sintió el viscoso líquido preseminal con la lengua. Se lo trago para seguir chupando. Quería saber cuánto tiempo aguantaría si se la chupaba con pericia. Tenía el pene entre sus dos manos, pero enseguida, una de ellas fue separada por el morocho que la direccionó hacia su propia pija. Se puso a masturbarlo mientras seguía chupando la pija angosta y larga, tragándosela hasta tocar garganta, pero enseguida su pelo era tironeado por el otro que le metía su miembro sin preámbulos y jugaba adentro de su boca frotándose el glande con la parte interna de la piel de la mejilla. Luego, el otro arrimaba su falo, más respetuoso, y ella se lo tragaba ya con placer percibiendo la erección duradera de aquellas pijas. No necesitaba mirar el reloj para saber que aquellos crotos duraron más que su marido, porque la mandíbula ya le estaba doliendo de tanto abrir y cerrar. El flaco la agarro nuevamente del mentón, pero esta vez no lo miro a los ojos sino que miro la pija que se agitaba con sus masturbaciones ya que estaba a punto de acabar. No se animó a abrir la boca, aunque estuvo tentada, pero sí recibió la leche en su cara. El líquido salió en varios chorros muy potentes. Parecía que hace mucho guardaba ese semen especialmente para ella. Era muy abundante y caliente. Le agradó sentir esa calidez pegajosa en su piel. El otro no tardó en acabar. Pero este, antes de estallar, le daba pijazos fuertes en la cara. El cuidado que tuvo con el otro fue en vano porque este ordenó que abriera la boca. Ella obedeció sin chistar y se tragó toda la leche no sin antes saborearla. No recordaba que fuese tan rica, así que cuando el morocho terminó de eyacular, juntó con el dedo todo lo que había quedado en su cara y se lo tragó todo, sin dejar una gota. Hasta chuparse los dedos.
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