Hernán había conseguido un empleo y a causa de su inexperiencia en un empleo formal, especialmente en el área comercial, su hermano lo invitó a cenar en su casa y, mientras lo hacían, fue poniéndolo al tanto de cómo era el negocio de las exportaciones, de las responsabilidades de cada nivel y un sinfín de consejos para que se manejara con solvencia.
Esa conversación se había extendido hasta más allá de la medianoche y como estaban en Florida, sin ningún transporte directo que lo arrimara a su casa, le dijo que se quedara a dormir en el living.
Tal vez por la incomodidad o por los nervios, Hernán tardó mucho en dormirse y cuando su hermano salió de la casa a las siete de la mañana para ir a su trabajo, sin despertarlo porque sabía que recién entraría a mediodía, él dormía a pierna suelta.
Nunca supo si algún ruido o su subconsciente lo hicieron despertar cerca de la diez y al ver la hora, saltó del improvisado lecho para juntar su ropa y subir de dos en dos la escalera que conducía al primer piso donde estaba el baño. Era tal el impulso que llevaba al entrar al pequeño vestíbulo donde desembocaban las puertas, que no pudo refrenar su carrera y tropezó violentamente con su cuñada que, envuelta en una toalla, salía del baño.
Aunque la conocía desde hacía más de tres años, esa muchacha apenas dos años mayor que él no le resultaba particularmente atractiva, salvo que como hombre no había podido ignorar la simpatía de su enorme boca ni lo sugestivo de su voz enronquecida, pero su cuerpo de sólidos pero pequeños senos y sus nalgas, tal vez demasiado prominentes, no encajaban en sus cánones de belleza.
Sin embargo, los seres humanos reaccionan de las formas más insólitas y absurdas ante sucesos extraordinarios. Su empellón la había lanzado al suelo contra un rincón y, despojada de la pequeña toalla por el golpe, yacía despatarrada debajo de él, absolutamente desnuda. De forma totalmente inconsciente y animal, sentir esa tibia piel aun mojada por el agua restregándose contra la suya, lo obnubiló.
Desembarazándose de la ropa que llevaba bajo el brazo y tomándole la cara entre sus manos, buscó ávidamente esa boca que se movía balbuciendo una excusa por estar de esa manera para sellarla con un beso. Aunque robusta, era más baja que él y su cuerpo flaco pero vigoroso, le imposibilitó todo movimiento evasivo.
Sorprendida por el beso, su boca no conseguía desasirse de sus labios y con piernas y brazos agitados trataba inútilmente de escapar pero el poco espacio y la cabeza encajada en el ángulo del zócalo se lo impedían. Condicionado por su edad y evaluando sólo el hecho de que era una mujer desnuda, la enajenación del muchacho era salvaje y apoyando el pecho contra los suyos mientras soportaba en espalda y hombros los rasguños desesperados de su cuñada, separó las piernas para presionar con las rodillas sus muslos abiertos y extraer del calzoncillo la verga que se había endurecido por la excitación. Dirigiéndola con los dedos, resbaló contra la espesa mata del vello púbico y buscando el agujero, la embocó trabajosamente en la vagina y empujó con tal violencia que ella gimió sordamente. Comprimiendo la pelvis contra su sexo, terminó por inmovilizarla y soltando las manos de su cabeza, se incorporó para alzarle las piernas cuanto pudo y apoyarlas en sus hombros.
Exacerbado hasta la violencia física por sus intentos de escapar, volvió a aferrarla por los cabellos con las dos manos y sin dejar de penetrarla, golpeó repetidamente su cabeza contra el piso de madera para atontarla y mientras le decía que su inútil forcejeo no iba a liberarla de la cópula, inició un fuerte y acompasado hamacar de las caderas, sintiendo como el falo se introducía totalmente en esa caverna de estrechos músculos y calores ardientes.
Como si hubiera comprendido que su resistencia ya era vana, la mujer fue cediendo en el rechazo físico y, mientras lo insultaba con un lenguaje impropio de una muchacha criada en un colegio de monjas, lo desafiaba a que, si era tan macho, la cogiera tanto como la amenazaba.
Instigado por ella y su incontinencia, le pegó dos o tres fuertes cachetazos que la hicieron voltear la cabeza y mientras se protegía el rostro surcado por lágrimas de dolor, atrapó entre sus manos las macizas peras de los senos para luego de hundir los dedos en la carne para estregarlas con rabiosa saña, la boca se apoderó de los pezones para succionarlos rudamente.
Sus bestiales penetraciones la sacudían por entero y, como si se hubiera resignado, le suplicaba llorando que no le dejara marcas ni la lastimara y menos que acabara dentro de ella. Convencido de que estaba entregada y que si bien no lo hacía voluntariamente tampoco seguiría con su intransigente forcejeo, la colocó de costado y haciéndole mantener encogida su pierna derecha, le alzó la izquierda y con la entrepierna así dilatada, volvió a penetrarla tan hondamente que un ronco bramido sollozante acompañaba a cada remezón.
Ya no gritaba ni insultaba pero por su rostro se deslizaban abundantes lágrimas de rebeldía y su pecho se abombaba por la intensidad de los sollozos. Lejos de ablandarlo, eso incrementó su afán de poseerla de una manera total en esa única vez y, acomodándola para que quedara arrodillada con todo el peso del cuerpo descansando sobre su hombro derecho y la cara aplastada dolorosamente contra el rincón, apoyó una mano contra la zona lumbar para bajarle el torso y los poderosos glúteos adquirieron carácter de ciclópeos; formidables, colosales, se erguían con toda su solidez y, fascinado, hundió nuevamente la verga en la vagina hasta que el calzoncillo se estrelló contra el humedecido sexo.
En esa posición la cópula era soberbia y, para su asombro, descubrió que los gemidos de su cuñada habían variado de tono para reflejar el inmenso placer que sentía en balbuceadas frases de júbilo, pero las nalgas espectaculares lo obsesionaban y separándolas con las dos manos, descubrió la maravilla de un ano grandioso, apretado y oscuro.
Sacando el pene del sexo, lo apretó contra él, y entonces ella cesó de gemir para suplicarle que no lo hiciera, que ni su mismo hermano consiguiera haberlo hecho después de dos años de matrimonio. Ávido por hacerlo suyo, empujó la cabeza ovalada cubierta por las espesas mucosas de la vagina y sí, era cierto; los esfínteres no cedían en lo más mínimo. Dándole el mismo tratamiento que a otras mujeres, presionó con el dedo pulgar en el haz musculoso y en medio de sus rugidos de dolor, este penetró hasta el nudillo.
Socavándola profundamente en lentos vaivenes a los que sumó un movimiento giratorio, fue consiguiendo su dilatación y entonces sí, volvió a intentarlo con la verga; a pesar de sus esfuerzos, los esfínteres cedían levemente a la presión pero el falo se doblegaba sin lograr entrar y sólo después de intentarlo cuatro o cinco veces, apuntalándola con el pulgar, consiguió que la ovalada cabeza penetrara la tripa hasta que, transpuesto el límite del prepucio, lentamente fue introduciéndose hasta que toda ella estuvo en el recto.
Los rugidos de su cuñada se habían convertido en bramidos y entonces le rogó para que acabara lo antes posible y terminara con ese martirio. Asiéndola por los hombros, se afirmó en las piernas acuclilladas e inició un lento, cadencioso y lerdo penetrar a la tripa, fue colocando en su boca inimaginables palabras de goce y, cuando sintió como su esperma estaba por estallar, sacó el falo para introducirlo en la vagina casi como una vindicta cruel, descargando en ella la abundancia del semen.