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Cuando llega a su casa, ya es de noche. Se desprende con sumo cuidado de los tacones y el uniforme de trabajo, tras lo cual penetra en el oscuro dormitorio. Es una habitación pequeña, sofocante y sin apenas decoración. Casi todo el espacio lo ocupa la cama de su hijo, quien parece estar durmiendo. Pero una madre siempre sabe lo que sucede, y no tarda en percibir que el muchacho está inmerso en un llanto silencioso, aunque igualmente doloroso.
Han sido unos meses difíciles. El divorcio y la venta del hogar familiar, la marcha a otra ciudad, la novia que quedó atrás y los mejores amigos del mundo a cientos de kilómetros de distancia; demasiado para un chico, aunque sea uno tan maduro y responsable como su hijo. Una madre haría lo que fuera por devolver la sonrisa a su retoño, ¿pero cómo compensar la pérdida de los amigos, del amor y de las ilusiones de la juventud? Triste, sintiéndose inútil, se sienta en un borde de la cama y, con la mayor ternura del mundo, acaricia el rostro del muchacho, humedecido por las lágrimas. A cada suave caricia de los dedos maternos, la respiración del joven parece un poco menos agitada, hasta que finalmente parece que el sueño empieza a apoderarse de él.
Cuando ya está dormido, el deseo de protegerlo la embarga y se aferra a él en un abrazo protector. Aunque ya no es un adolescente, para ella sigue siendo su pequeño, y le gustaría poder calmar sus pesares, borrar de su mente esos últimos meses terribles, igual que cuando era un niño borraba sus lágrimas con un beso y una golosina.
Es entonces, cuando sus cuerpos están fundidos, cuando ella se da cuenta de que una elevación destaca entre las sábanas; es el sexo del muchacho, viril y poderoso, que amenaza con reventar los bóxers y escapar al aire libre.
Curiosa, la madre dirige su mano y toca con la punta de sus dedos aquel promontorio. Ante su tacto parece agitarse en un breve temblor. Sorprendida por el efecto, mueve su mano con más seguridad y concede una leve caricia, de tal modo que es ahora el cuerpo entero del chico el que parece vibrar. Llevada por una extraña decisión que empieza a forjarse en su interior, introduce la mano dentro del bóxer y aferra sus dedos alrededor de la masculinidad que se le ofrece con la misma confianza que una valquiria tendría al aferrar el mango de su espada; el gemido de su hijo, aún envuelto por el sueño, confirma las sospechas de ella.
El pobre muchacho lleva largas semanas sin tener contacto con ninguna chica. De hecho, ¿no será posible que parte de su tristeza se deba a su soledad, a no poder saciar las necesidades que todo joven siente a esa edad? No siente placer ni orgullo alguno al mover suavemente su mano sobre el sexo del muchacho, solo la determinación de aliviar su dolor, de ofrecerle el beso y la golosina que curen su dolor.
Tras unos segundos de suaves roces, la madre retira la mano con cierta brusquedad, despertando sin querer al muchacho.
–¿Mamá? –pregunta contemplando las sombras del dormitorio, sin saber dónde acaba el sueño y empieza la realidad.
Ella deja escapar de entre sus labios una buena cantidad de saliva sobre su mano, que en la oscura noche al joven le parece como una telaraña tejida con mil hilos de plata.
–Tranquilo, mi nene. Mamá sabe lo que hace –y acompaña esas palabras de un rápido movimiento con el que introduce su mano otra vez entre los bóxers de su hijo. Humedecida por la saliva, su mano se desliza con asombrosa facilidad sobre la ardiente virilidad del muchacho. Al mismo tiempo, sus brazos, agotados por un largo día en la tienda, parecen revitalizarse al contagiarse del calor que desprende aquel cuerpo.
–Mamá… –empieza a protestar el muchacho, agitado por lo que sucede.
–No pasa nada, nene –y con un efímero beso sobre los labios indica al muchacho que no es el momento de hablar.
Los dedos, mimosos, volcados en dar mil cuidados, recorren la piel del muchacho de arriba a abajo, deleitándolo unas veces con suaves caricias, enloqueciéndolo en otras ocasiones con rabiosas sacudidas. Como un volcán que amenazara con incendiar el mundo, su cuerpo se estremece y su garganta deja escapar un rugir que presagia la erupción. Cuando la mano materna eleva el ritmo, el placer envuelve el cuerpo del muchacho; cuando la cadencia se vuelve pausada, su respiración se entrecorta a modo de súplica, anunciando que la explosión parece retrasarse.
–¿Qué me haces, mamá? –logra decir finalmente, plenamente consciente de que no es un sueño lo que está llenándolo de gozo.
–Te doy lo que necesitas –le informa ella– ¿Acaso no te gusta cómo mis manos te recorren?
–Pero no… –intenta protestar.
–¿Ya no es suave mi piel? –y acercando su cuello hacia el rostro del muchacho, le ofrece su aroma– ¿Ya no te gusta como huele tu madre?
El muchacho acerca sus labios hacia el cuello de ella y los recorre suavemente. Ella se aparta, le mira con condescendencia y le termina apremiando:
–¿Y bien?
–Eres... suave… Tus manos son muy suaves –reconoce.
–¿Y…? –se impacienta ella.
–Y hueles muy bien.
Ella acepta sus palabras y, a modo de recompensa, sus labios descienden y aterrizan sobre los de él. El contacto es suave, no hay presión, pero no pasa mucho hasta que la lengua del muchacho, rápida e indiscriminada, busca la de ella. Durante unos instantes que parecen una eternidad ambas órganos se rozan y comparten su humedad, aunque ella rápidamente la retira; el beso es agradable, pero amenaza con distraerla y hacerle perder el ritmo.
–Gracias, mamá –concede finalmente el chico.
–¿Por qué? –pregunta, sorprendida.
–Por quererme. Por hacerme...
El muchacho no llega a terminar la frase. Exultante por el cariño de su hijo, ella aprieta su sexo a la par que cuida de agitarlo a un ritmo frenético. El muchacho grita de puro éxtasis; nadie conoce mejor el delicado cuerpo de un muchacho que su propia madre. No obstante, temerosa de despertar a los vecinos, la mujer aferra la nuca del muchacho y dirige la cabeza de este hacia sus pechos. Al principio se encuentra con cierta resistencia, quizá fruto de la confusión, pero ella le clava las uñas y le hace abandonar toda resistencia, obligándole a hundir su rostro entre los generosos senos que le aguardan. Por un instante parece perdido, pero no pasa mucho tiempo hasta que sus labios logran rodear uno de los pezones, fundiéndose con él. Sus gemidos, ahora, quedan ahogados.
–¿Quieres acabar? –le pregunta ella mientras aumenta la velocidad de sus atenciones.
Separando con desgana los labios del pezón en el que estaban concentrados, él exclama:
–No, no, déjame acabar a mí… –y rápidamente explica la razón– ¡No quiero mancharte!
¿Acaso no es tierno cuando un muchacho se preocupa por su pobre madre?
–No seas crío y deja que mamá te ayude –le dice, tras lo cual le hace desprenderse de sus bóxers, dirigiendo su rostro ante la virilidad que el muchacho mantiene desplegada ante ella.
El sexo del muchacho roza sus labios. Su lengua, curiosa, escapa de entre los labios para captar el sabor de ese cálido cuerpo que tiene delante: sus gotas tempranas, como el rocío de la mañana a una flor, le resultan revitalizantes. La lengua de ella busca la enrojecida corona de su masculinidad, que recorre con esmero una vez la alcanza; las gotas de la esencia del muchacho son rápidamente absorbidas y sustituidas por la propia saliva de la madre.
El terremoto vuelve a iniciarse y todo el cuerpo del chico se agita con los temblores. El ruido que escapa de su garganta anuncia la erupción inminente. El sexo de él y los labios de ella parecen unidos ahora por una extraña alquimia que impide que se separen; hijo y madre reunidos de nuevo.
Él desea avisarla, pero aquella novia de recuerdo ahora borroso nunca le dejó explotar entre sus labios, por lo que finalmente se muerde los labios y se deleita en su silencio. Ella hace mucho que no recuerda el sabor de un hombre, y en lo más profundo de su ser ruega porque no la avise.
Es imposible contener más la explosión y la lava de su cuerpo, cálida y fuerte, se derrama sin control. Desprevenida, parte de aquel fuego baja por la garganta de ella; al principio la rechaza, pero él no parece querer separarse, y pronto comprende que es más fácil seguir absorbiendo el fuego de su hijo que intentar resistir el flujo que la embarga.
Agotado, el muchacho no es ni capaz de hablar. Su madre, limpiándose los labios, le ofrece un beso de buenas noches. Esta vez sí que es un beso largo y el muchacho tiene la oportunidad de compartir su propio sabor. En otras condiciones la idea misma le repugnaría, pero la boda de su madre se le antoja ahora como la más dulce de las frutas prohibidas. Cuando se retiran, sin apenas aire, el chico siente cómo su consciencia se desvanece mientras desciende al país de los sueños. Su rostro posee el aire de calma de quien duerme sin preocupación alguna.
Orgullosa de haber logrado traer paz a su hijo, vuelve a su cuarto, disfrutando secretamente el sabor de la esencia que aún nota en su boca.
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