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Hay una etapa de mi vida que recuerdo con cierto rencor. Aunque también tuvo su contraprestación.
Cuando estuve embarazada de mi hijo, la relación con mi pareja se vio seriamente afectada.
Ya os he mencionado que él es en cierta manera clasicista. Y yo añadiría que torpón, falto de detalles.
Cuando se empieza la gestación, a este tipo de personas parece que les entra como un miedo escénico a mantener relaciones sexuales. Y a medida que el embarazo se hace más notorio, pierden toda capacidad inventiva para poder seguir dándose placer mutuo entre ambos.
Bien, me sitúo ya después del parto. Y, por supuesto con hambre de hombre. Sí, así como suena.
Nuestra feminidad parece que se entesta en presentarnos a la sociedad como meras matronas, con los pechos hinchados para amamantar, y la libido descendida hasta el sótano.
Sin embargo, estoy segura que muchas de las que podáis leer esto, coincidiréis en que nos sucede justamente lo contrario.
Aquella mañana debía dirigirme a la capital. Y lógicamente me llevé a mi hijo conmigo. Cada cuatro horas pedía su ración, y el viaje me ocuparía bastante más.
No quería conducir, así que opté por coger un tren de cercanías. Quería disfrutar también del paseo, y hacerlo con tranquilidad. Estaba dispuesta a gastar todo el día si así fuese necesario.
Me encontraba ya en el andén, aguardando el convoy, y empecé a ver que el gentío era importante. Una avería en la línea se sumaba a la hora de máxima afluencia.
Cuando, por fin se detuvo el primer tren, comprobé un poco nerviosa que ya iba bastante lleno.
Una mujer que esperaba junto a mí, y un caballero atento, me ayudaron a subir el cochecito, con mi niño durmiendo en él, mientras la gente que ya llenaba la plataforma, hacían esfuerzos para dejarme el espacio suficiente. Tras el cochecito, yo. Y yo creo que centenares de personas más.
La gente se arremolinaba alrededor del cochecito, y yo extendía la mano, para destapar un poco a mi bebé. Hacía calor a pesar de la refrigeración.
Me había puesto una camiseta sin mangas. No encontré una blusa limpia acorde con mis deseos, y sabía que tendría que amamantar a mi chico. Pensé que bajarme el tirante sería fácil. Aun así, y para evitar esas absurdas miradas de reproche cuando una mujer amamanta a un niño en público, me coloqué una rebeca sobre los hombros, anudada al cuello, y que caía deportivamente sobre mi espalda. Una falda ibicenca remataba mi vestuario. Larga por debajo de la rodilla con generosidad. Aún tenía las piernas algo hinchadas. Pero me calcé unos buenos tacones. Eso sí, anchos, cómodos.
Para intentar no agobiarme empecé a fijarme en la gente que me rodeaba. Bueno, en los hombres.
El caballero que me había ayudado a subir el cochecito, se encontraba situado ahora enfrente de mí. Justo al otro lado. Maduro, (le calculé 45-50) vestía un traje de lino, con una camisa debajo, desabrochada en el cuello. Su cabello, perfectamente cuidado y peinado, lanzaba destellos plateados en sus sienes, pero conservaba una ligera rebeldía en sus pequeñas ondulaciones, que le daban un aire favorecedor en gran medida. Seguí el recorrido, lo confieso, deteniéndome también en alguna que otra joven que me daba cierta envidia. Con los cabellos sueltos, y perfumadas. Libres, sin niños, y muchos varones. Algunos con cierto aire descuidado. En ese tipo de trayectos, se ve de todo…
Cuando volví a mirar enfrente, mi atento caballero ya no estaba. Vaya, pensé, ya se habrá bajado. Y es que, en cada parada, era un revuelo de gente subiendo más que bajando. Además, el convoy iba más que lento. Me agobiaba. Y la presión ya era asfixiante. Afortunadamente habían subido el nivel del aire acondicionado.
La gente de atrás, me apretaba tanto, que sentía la barra del cochecito clavarse en mi estómago.
Me giré un poco para observar y pude ver de nuevo a “mi caballero” colocado justo detrás de mí. Se me escapó una sonrisa mirándole, y él me dirigió unas palabras:
-“Intentaré mantener un hueco para que respires”-
Le respondí de inmediato, sin pensar en cómo se podía tomar las palabras. Pero sin intencionalidad. No estaba en mi pensamiento nada de lo que iba a suceder.
-“Tranquilo, ya veo que cometí una torpeza utilizando precisamente hoy este medio de transporte”-
-“Nunca se sabe”- me respondió al tiempo que con una de sus manos se agarraba a una barra vertical cercana.
Me volví a mirar a mi hijo. Seguía dormido, a pesar del “calvario”. Menos mal.
Fue a partir de ese momento cuando empezó a suceder todo. Primero, mucha más presión en mi espalda. En mis nalgas… mmmm y un roce ya descarado. Que me hizo despertar un deseo.
¿Y si me dejara?
Movimientos seguros, acertados. La palma de una mano que solo la separaba de mis nalgas la fina tela de la falda. Seguido de un cierto movimiento de esos dedos extendidos, abrazando mis curvas traseras.
Me gustaba. Estaba más cerca su cuerpo, y su cara. Podía oler su perfume, varonil, elegante, y también los pliegues de sus dedos uniformemente sobre la tela de la falda, levantándola.
Uff, me estaba poniendo a cien, a mil casi ya me encontraba.
El contacto de su piel sobre mis nalgas, me hizo acercarme todavía más a él, clavarme en su mano, y sentir como sus dedos, hurgaban con maestría entre mis piernas.
Las separé un poco, para facilitar si cabe la entrada. Estaba muy excitada. Un hombre me estaba buscando, hurgando en medio de la multitud. Me tocaba. Y me gustaba. Lo quería. Me hacía sentir mujer, y deseada. Volaron todos mis pensamientos críticos con respecto a mi físico. Seguro que a un hombre así no le faltaban oportunidades, y me había escogido a mí. Entre todas aquellas mujeres que también llenaban la plataforma. Jóvenes, menos jóvenes, altas, morenas y rubias, me había escogido a mí. Y me excitaba.
Fue entonces cuando, al sentir su otra mano abriéndose paso por debajo de la rebeca, hacia mi axila, e iniciar el intento de entrar por el hueco del generoso tirante en busca de mi pecho, que entendí que se había soltado de la barra. Pero no miré hacia atrás. Al contrario, apretaba mis muslos para sentir como sus dedos me hurgaban con pericia todo el sexo. Hasta me parecía oír el chasquido tan excitante que se produce cuando te hurgan con el coño empapado.
Llevaba un sujetador de amamanto. Sí, de esos que llevan una tapeta delantera, justo delante del pezón, cerrada con un clip, para facilitar el poder amamantar al bebé. Y el clip ya estaba desabrochado. Me trabajaba con increíble destreza…
Bajé mi mirada hacia allí, para comprobar que su mano quedaba oculta con las mangas anudadas de la rebeca sobre mi cuello. Aunque no me hubiese importado que me vieran...al contrario, más me excitaba. Pero quería evitar cualquier comentario que diese al traste con lo que me estaba haciendo. Él me hacía, y yo me dejaba.
Así que, con una mano, ladeé un poco más la rebeca, para cubrir más zona de ese lado.
Aprobó mi complicidad apretando suavemente con dos de sus dedos mi pezón, para seguir dibujando círculos sobre él, llevándome al límite.
Su respiración también había cambiado, y sentía como su boca abierta ligeramente, y pegada a mi oreja, soltaba cortos y frecuentes jadeos que me enervaban todavía más.
La noté, ardiente y desnuda en la otra nalga. Me la restregaba y estaba dura, muy dura. Mientras que me devoraba con sus dedos mi clítoris hinchado.
Me dejé llevar. Como pude saqué un pañuelo de mi bolso. Y al hacerlo todavía me clavé más su miembro en mi nalga, al arquear mi torso. Disimuladamente hice un gesto como secándome la nariz. Sentía mi cara roja, y mi sexo a punto de estallar.
Solté una mano del cochecito, mientras con la otra lo agarraba con todas mis fuerzas, intentado liberar parte de mi excitación a través de cerrar los dedos sobre el metal de la barra. Me clavé hasta las uñas…
Bajé el brazo, y busqué con la mano abierta aquella maravilla de miembro. Lo masturbé con fuerza, con rabia, apretándolo contra mi nalga, cuando lo sabía libre de piel, toda bajada.
Sucedió todo con una velocidad vertiginosa. Me sentí acabar, apreté mis muslos, y me abandoné a los temblores de un largo orgasmo. Creo que temblé entera. Y sentí un chorro caliente de semen en el centro de mis nalgas. En varias sacudidas, seguidas, mermando en su intensidad, pero deliciosamente perversas.
Cuando retiró su mano de mi pecho y la sentí descender alrededor de mi cuerpo, le tendí la mano abierta con el pañuelo.
Sentí como limpiaba mis nalgas y la entrada de mi culo, con una delicadeza inusitada.
Entonces acerté a mirar el panel donde se anunciaba la siguiente parada. Diosss, era ya mi destino.
Me giré y mirándole a los ojos le dije, lo confieso, un tanto turbada:
-“Tengo que bajar en la próxima”-
Me sonreía. Le miré de arriba abajo. No sé cómo lo había hecho, pero ya estaba totalmente compuesto en su aspecto personal. La bragueta perfectamente abrochada.
-“No te preocupes. Yo te ayudo a bajar el cochecito. ¡Por favor, señores, dejen pasar!”- dijo a los que llenaban el poco espacio que quedaba hasta la puerta.
Otra vez la gente que colaboró gentilmente a bajar el cochecito. Pero yo solo le veía a él, que bajó hasta el andén para cogerlo de las manos que se lo entregaban. Bajé deprisa, nerviosa, satisfecha, mojada en mi más íntima propiedad.
El caballero se volvió a subir con rapidez. Seguía trayecto al parecer. Pero en esos escasos segundos en los que nos cruzamos, le dije en voz baja:
-“No sabes el favor que me has hecho. Te lo agradezco. Me he vuelto a sentir mujer deseada”-
-“Un placer, te lo aseguro”- me respondió antes de que se cerrasen las puertas.
La ventaja de vestirse con una falda ibicenca es que la puedes girar sobre tu cintura sin problema. Me sentía de repente púdica y virginal, y temía que alguna mancha delatase mi aventura.
Nada, inmaculada.
Al salir a la calle, y antes de dirigirme hacia el lugar donde debía acudir, me paré en un banco a darle de mamar a mi niño, que ya se había despertado con el traqueteo de la bajada del tren. Y allí pude saborear mi última sorpresa
Al abrir el bolso, para buscar unas toallitas, me encontré un pañuelo. Un pañuelo cuidadosamente doblado, empapado aún con su semen. Y ese olor tan característico que me excitó de nuevo…
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