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Tal vez, el hecho de no tener nada que hacer, me estaba perturbando. Encima, mi madre cada vez era más descuidada al hacer el aseo. Escuchaba música mientras ella fregaba el piso. No sé si lo hacía a propósito, pero se agachaba tanto, que me enseñaba el culo sin que yo hiciera nada para ello. Si se había propuesto volverme loco lo estaba consiguiendo. Los primeros días traté de ignorarla. Pero tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe.
Lo único cierto, es que mi madre era un bombón a sus casi 40 años. Marcela, era una hembra linda en verdad. No en balde mis amigos me decían un montón de pendejadas, respecto a sus encantos. Bastó la primera vez, que con descaro exhibió ante mi sus piernas. Pensé que se había tratado de un descuido. Pero no. Su actitud fue artera. Si quería ver el televisor tenía que sentarse junto a mí. Pero no lo hizo. Al momento, pretextando cualquier movimiento. Abría las piernas mostrándome sus pantaletas. Si tan solo la contemplación de sus piernas, me había puesto erecto. Pueden imaginar lo que aquello me provocó. Conocía ya todos los colores de sus pantaletas. Sus nalgas las conocía palmo a palmo. Redondas, carnosas y esa ranura que la partía en dos. Prácticamente uniéndose con la de su vagina.
Un día se agachó tanto, que alcancé a ver su abultada panocha y hasta los pelos que se escapaban de las pantaletas. Era ya en verdad imposible dejar de observarla. Lo peor de todo es que parece que ella lo hacía a propósito, hasta que un día estallé. Traía puestas unas pantaletas rosa pálido muy transparentes. Tanto, que su negra felpa resaltaba a varios metros. No pude más. Aventé a un lado mis audífonos y me paré detrás de ella.
—¡basta madre! Me has provocado tanto, que ya no hay más remedio. Voltea, mira nada mas como me tienes. Tengo la verga bien dura, y es por tu causa. Ponte lista. Quitate los calzones y abre bien las patas. Porque te voy a meter la verga hasta el fondo de tu puchota.
Por un momento pensé que se enojaría, y hasta unos madrazos me iba dar. Sin embargo, me desconcertó la forma en que miraba mi endurecida verga. Arrojó la escoba tan lejos como pudo, y se quitó la falda. Las pantaletas mostraban su felpudo oscuro como la noche. Enseguida, se quitó la blusa y sus pechos sin sostén saltaron desafiantes. Sin el más mínimo pudor, se quitó las pantaletas y me las arrojó a la cara.
—no piensas desnudarte pendejo.
Tenía a mi madre desnuda más pronto de lo que hubiera pensado.
—tengo dos años sin coger. Me he insinuado a mas no poder, y ahora que ya me tienes te quedas parado como un pendejo. Ya debías tenerme la verga bien ensartada.
Aquellas palabras me enardecieron. La tumbé sobre el sofá, me embarré la verga de saliva. Se la apunte en su orificio y se la sepulte de un madrazo. No tuve consideración con ella, me la cogí con toda violencia, la oí gritar, pensé que le dolía. Pero la muy puta aullaba de placer. Pobrecita, la verdad si andaba bien urgida. Tras de tres sambutidas mi madre se vino aullando como una perra. Su panocha escurría inundando sus nalgas. Mis huevos estaban también muy mojados. Pero mi verga aún no estaba satisfecha. Se la saqué y protestó. Pero me levanté y se la metí en la boca. Que rico mamaba mi madre, debo reconocerlo. Parecía un crío, era un beso el que mi madre le daba a mi verga. Hasta que la hizo estallar dentro de su boca. Me asombró ver como se tragó mi semen sin hacer gestos.
La relación, entre Marcela y yo cambió. Tanto, que no quería que le dijera mamá. Nos convertimos en cónyuges. Esa misma noche preguntó.
—¿dormimos en tu cuarto, o en él mío?
Fue una grata sorpresa. Sobre todo, porque Marcela, había tomado un baño y a pesar de no traer maquillaje, se veía muy linda y seductora. Se avecinaba un cambio en mi vida, y me negaba a ello. Acostumbraba andar todo andrajoso y no me bañaba. El aroma de mis pies era, insoportable. Pero al ver como Marcela se había bañado para mí. Le contesté que en su cuarto. Quería utilizar la misma cama donde papá se la había cogido tantas veces. No sé, se me hacía excitante ese hecho. Andaba de aquí para allá, mudando mis cosas a nuestra alcoba. Con más pena que convicción me metí a bañar. Tallé tan duro mis pies, que hasta rojos se pusieron. Lamentablemente, no logré quitarme el aroma, no todo como yo hubiera querido. Estaba muy excitado, pensando en la grata noche que me esperaba junto a Marcela. Sentí pena de haberla tratado como a una cualquiera. Pero ahora sería diferente. Me la iba a parchar con todo cariño. Con todo el cariño que le tenía por ser mi madre. Y ahora mucho más, por haberse convertido en el increíble depósito del líquido que arrojase mi verga.
Cuando entre a la recamara, Marcela se había puesto un minúsculo baby doll. Vestida de esa forma, hizo que mi corazón se acelerara. A mis 18 años, la excitación habita en la punta de la verga. Por lo menos en la mía sí. La sensual prenda transparente, revelaba sus pechos sin sostén. El largo de esta, apenas llegaba a su ombligo. De tal forma, que sus pantaletas quedaban al descubierto. Eran de satín negro, y parecían brillar más en el abultado triangulo de su exquisita intimidad. Como bien dijo mi madre, me quedé parado como un pendejo. Pero ella era como una revelación. Un sueño que jamás hubiera pensado fuese posible. ¿Debía acaso agradecer a mi padre haberse ido con otra mujer?
Pues se lo agradezco. Porque me dejó a su mujer, mas buena de lo que él pudiese apreciar. Por lo menos no podía apreciarla de la misma forma que yo. Porque él ya no la deseaba. Y yo si la deseaba con toda mi alma. Ese cuerpo ahora era mío. Qué bueno, que no le dio por darle las verijas a otro. Sus piernas firmes y carnosas, lisas y tentadoras, sentí ganas de besarlas. En este instante aprecié realmente la belleza de Marcela. Su cabello, sus ojos, sus pechos, sus piernas, su pubis, sus nalgas casi hacían saltar mis ojos de sus cuencas. Esas nalgas que tantas veces vi al agacharse, y que ahora se exhibían libres a mi contemplación, provocando en mí candentes deseos. Tímidamente me acosté y tapé con las sabanas. Esto parece ser que no le gustó a Marcela.
—¿qué pasa, no te me antojo cabron?
—por supuesto que si mamá.
—ya te dije que no soy tu mamá.
Por supuesto, ella deseaba no pensarlo. Ahora debía verme como alguien desconocido. Pero no dejé de sentir feo cuando me dijo que no era mi madre. Aquello pasó de inmediato. El deseo que ella me provocaba en ese instante, borró nuestros lazos sanguíneos.
—ven acá preciosa, ahora me vas a demostrar que tanto te gustó mi verga.
Marcela sé sentó al borde de la cama con una pierna al suelo y la otra apoyando su piecito en el colchón. Ella estaba dispuesta a matarme de deseo. Todo aquello nublaba mi mente. El fuego incandescente de mi deseo estaba por desbordarse. Su panocha, adornada con aquella prenda, loco me estaba volviendo. Aquella escena mostrándome su exquisito depósito me tenía la verga a punto de explotar. La jalé desesperado la tumbé de espalda sobre la cama y le despojé de su atractiva, pero inútil prenda, Marcela tenía la panocha más peluda que haya visto en mi vida, de pronto parecía carecer de hendidura. Tan negra, era la tupida felpa, escudo de su resquicio. Devoraba con mis ojos su adorado rincón. Pero era mucho mejor devorarla con mi boca. Así lo hice, hundí mi rostro entre su pelambre y segundos después mi boca tenía sus pelos mojados en su interior. Marcela gimió y agitó con fuerza su cintura. Abrió su compás y acomodó mi boca en la entrada de su vagina. Lo que sucedió en seguida me sorprendió. Marcela se vino en abundancia. Sus manos sujetaron con fuerza mi cabeza cortando mi respiración. Su jugo brotaba tan abundante que apenas tenía tiempo de tragarlo.
—meteme el dedo en el culo cabron.
Obedecí a su demanda y le traspasé el culo con mi dedo mayor. Enseguida, la acomodé en cuatro patas. Ella accedió sin protestar. La penetré por su vagina. Acababa de tener su clímax, y con ello había perdido sensibilidad, así que se la saqué decidido a perforarle el culo. Cuando Marcela sintió el piquete en el culo pregunto:
—¿qué haces?
—te voy hacer un sodomita.
—¡no espera! La tienes muy gorda.
—lo siento Marcela, pero te voy a dar por el culo quieras o no.
Mi verga ya luchaba por incrustarse en su puño de pliegues.
—vamos Marcela, relajate y afloja el ojete, que mi verga esta viscosa por tus jugos, y seguro se desliza sin problema.
Tras un suspiro de resignación, sentí como aflojó las nalgas y su recto se expandió. Aproveché ese instante y de un empujón logré clavarle la testa. Marcela se frunció un poco, pero yo ya estaba incrustado camino a su intestino. Me incliné, tomé sus globos y los froté con las palmas. Al instante Marcela se relajó confiada en mi nuevo afán, y entonces se lo atasqué hasta el fondo.
—aaay cabron me matas.
Permanecí quieto, pues apretó tan fuerte el culo que sentí que se me escurría la leche. El culo de mi madre, resulto muy estrecho para el grosor de mi verga. Pero la soportó. Esperé hasta sentir que aflojaba su tensión, y con ello recobrar el control de mi descarga. Comencé a bombear su rico agujerito, pero mi esfuerzo fue vano, y comencé a sentir que mi descarga era imposible detener. Inicie una serie de estocadas rápidas y profundas. Después de varios piquetes me derramé tan abundante como nunca lo había hecho. Me quedé quieto y Marcela se liberó de mi verga y saltó corriendo al baño. Minutos después regresó a la cama suspirando y quejándose.
—cabron, poquito más y me sacas la mierda. Siento bien abierto mi culo. Anda, ve y lavate la verga, que la debes tener embarrada de cagada.
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