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Categoría: Maduras

Madura y viciosa en el tren de la costa

Aquel día me levanté flojo y no me sentía especialmente seguro de mi mismo. Me arrastré bostezando hasta el baño para realizar allí mis abluciones. Esquivé la ducha para ahuyentar el fantasma de la sequía y, tras quitarme las lagañas como un gato, me mojé el pelo peinándolo hacia atrás como un galán casposo de cine mudo. Esa visión tan masculina me animó algo y guiñé un ojo a la imagen del espejo, complacido con esa cara abotargada y sin afeitar, mientras embuchaba la verga en los pantalones más macarras que tenía en el armario.



A los cinco minutos ya estaba en la calle con la bolsa de mano y dirigiéndome a la estación. Crucé la plazoleta observando a las viejas espatarradas obscenamente en los bancos. Algunas ejercían en mí un efecto turbador, mostrando sus medias torpemente ajustadas a sus muslos blancos. ¿Esperaban a que la brisa aliviara sus ardores seniles o a que algún viejo de su quinta les hiciera una propuesta? «Algún día deberé encargarme de vosotras -pensé- pero hoy no tengo tiempo, reinas. Os bajaré del todo las medias, las bragas y os daré el gustazo merecido, el premio por haber llegado a tan viejas y lozanas sin que os fulmine el colesterol o la gripe». Saludé a esos encantos con la mano y ellas me contestaron con guiños y gestos que no iban dedicados a mi persona, claro está, sino a protegerse del sol matinal que les daba de lleno en la cara. Eran viudas, obvio, sus maridos habían fallecido de una sobredosis de morcillas de arroz o de una maratón de orgasmos a los 65 años tras celebrar el finiquito.



Llegué a la estación central entre tumultos. Era temporada alta y los andenes estaban abarrotados de turistas color gamba pelada, que se empujaban unos a otros peligrosamente cuando aparecía el tren. Ese era el momento perfecto para que los ladrones hurgaran en sus bolsas llenas con los típicos souvenirs: sevillanas de plástico y toreros afelpados; para robarles no tan dignas reliquias, sino las mastercards, visas, móviles, cámaras y pasaportes.



Fue en medio de esa algarabía que apareció ella, elegante, inmune al desespero histérico de los sableados que ya no podían bajarse del tren, so pena de perder el viaje y el importe del trayecto. Miraba a un lado y a otro, condescendiente, como quien hace una visita piadosa a una casa de locos o deficientes de baba. Me sonrió tiernamente mientras se agarraba a la barra para poder subirse.



-¿Me echa una mano, joven? -dijo, dirigiéndose a mí.



-Como no -contesté mientras me disponía a subirle el equipaje y empujaba con fuerza sus nalgas hacia arriba, ya que no veía forma más ortodoxa de introducirla en el vagón. Yo subí tras ella a codazos y apalancando rodilla de forma contundente cuando la megafonía daba el último aviso. El tren arrancó y quedamos los dos frente a frente, nuestros equipajes en el suelo, entre los pies. Atrapados en esa babel crispada, ella no cesaba de sonreír, mirándome desde un palmo más abajo.



-Muchas gracias, ha sido muy amable -dijo-. De no haber sido por usted, hubiese quedado en tierra.



-No hay de qué. Siempre hay un hueco en el tren para una señora guapa y elegante como usted -contesté, devolviéndole la sonrisa y guiñándole un ojo para abonar en su corazón la semilla de la lujuria-. Pasado S-----. quedará casi vacío. Cuando el tren deje la costa podremos sentarnos, ya verá.



-Espero que tenga usted razón -contestó tras dar un largo suspiro de cansancio y desviando la mirada.



Yo alcanzaba la barra del techo, pero ella no, a causa de su estatura, y oscilaba peligrosamente a cada sacudida del tren. También oscilaban sus tetas, dos preciosas peritas tras un vestido ligero empapado en sudor.



-Agárrese a mí o va caerse -dije.



-Gracias, muy amable -contestó, tomando delicadamente mi cintura con las manos. Cerré los ojos y me estremecí bajo las yemas de sus dedos, pensando: «No seas mala, por favor o te daré tu merecido por zorrita».



Llegamos al sector marítimo del trayecto, conformado por una sucesión de puentes y túneles sobre un acantilado al borde del mar. Los oídos se taponaban en los túneles; y en los puentes, el ruido metálico era ensordecedor. Instintivamente se apretó contra mí y yo la abracé, protegiéndola con la mano libre. Era una situación extraña pero excitante, como si estuviéramos en una atracción de feria. Me gustan las maduritas abundantes pero ella era frágil, casi con cuerpo de niña. A pesar de ello tenía su encanto. Nuestro sudor se mezclaba y la situación era crítica: mi verga vigorosa pegada a su barriga y sus peritas estrujadas contra mí. Enterró su cara en mi pecho respirando agitadamente, su vaho caliente en mi cuello. Pensé que quizá tuviera alguna fobia y fuera presa de un ataque de pánico o quizá de algo más grave, por eso tuve que realizar el diagnóstico muy a mi pesar. Deslicé la mano entre la pelvis de una belga y el muslo de un suizo hasta que alcancé su falda que levanté cauteloso -no saltó ninguna alarma-. Avancé por sus nalgas hasta llegar a su coño, que goteaba, lo acaricie con la yema de mis dedos y ella pareció abrirse -consintiendo-. Empecé a frotarme y a frotarla, suavemente, mi verga apretando su tripa mientras túneles y puentes formaban el decorado perfecto para un salvaje fornicio. Ella soltó un gemido de frustración cuando oyó: «Próxima parada: S-----»



-Mala suerte -dije para mí- por no decir «mecagoenlaleche».



En S-----, bajó mucha gente y en V-------, casi quedó vacío. Nos sentamos frente a frente, como si nada hubiera pasado. Ruborizada, sacó una revista que ojeaba nerviosa. Yo doblé mi chaqueta sobre la erección, observándola atentamente. Estaba en esa edad indefinida que sólo se alcanza con cirugía, donde algunas mujeres se sumergen en el limbo estético y se reinventan a si mismas una y otra vez como si fueran un plato de alta cocina... pero, ¿qué importaba eso? El pelo mechado de aspecto juvenil coronaba su cara inmaculada. Los labios tungentes, sus tetillas vibrantes, su piel tersa macerada en toneladas de aguacate, botox y colágeno eran testimonio de una lucha titánica contra el tiempo y eso merecía un premio. Por fin tomó la palabra:



-¿Ha visto? Con esa inseguridad tremenda no se puede viajar.



-Cierto -contesté. Eso está lleno de ladrones...



-Y violadores... -prosiguió, cruzando las piernas y subiéndose la costura de la falda hasta la ingle.



Cerré los ojos. Parecía que tenía ganas de jugar y yo iba a correrme de un momento a otro, quisiera o no. Aun no había superado el calentón de la plataforma y decidí ir al retrete para aliviarme y empezar de nuevo el día con la verga aflojada y correctamente en su sitio. Estaba justo al lado y lo desalojaba un viajero. Tras dedicarle una sonrisa a la madura, me introduje en el cuartito sin esperar a que ventilara el tufo. Arrugando la nariz, desbridé el rabo -¡qué alivio!- e intenté mear, pero era imposible porque el conducto estaba cerrado por la erección y si no descargaba la lechada no podría. Le solté un grumo de saliva pegajosa por la tensión acumulada. Empecé a darme con dureza cuando llamaron a la puerta.



-Está ocupado -grité jadeante.



-Quizá pueda coserle ese botón que se soltó... -dijo con su voz de mosquita muerta desde el otro lado.



Me dio un brinco el corazón, abrí la puerta y entró presurosa con su sonrisa inmutable.



-¿Qué quiere ahora? -y tras un corto silencio en el que no recibí respuesta, proseguí-: ¿Sabe que pienso de usted? Creo que es sólo una calientapollas -le dije mostrándole la erección de aspecto casi cianótico entre mis manos-. De todas formas, no creo que tenga ovarios de llegar hasta el final en un retrete pequeño y apestoso. Mejor búsquese un gigoló o un escort, como los llaman ahora, de esos con nombre de telenovela, que la tumbe sobre una cama de agua en hotel de lujo. Yo sólo soy un canalla putero...



Tras cierta incomodidad y sorpresa inicial por el mal talante que le mostré, perseveró diciendo:



-Puede que tenga algo de razón, pero eso es precisamente lo que me gusta de usted. Su contundencia, sinceridad y su aspecto de bruto salvaje... mmm... Su olor intenso a sudor y no a colonias y a perfumes superfluos... y en cuanto al espacio: más pequeño era el ascensor donde violaron a mi amiga Marisa. Lo hicieron tres jóvenes de su edad más o menos... qué horror, solo de pensarlo me estremezco... -decía frotando su espalda contra la puerta y mirándome con ojos insinuantes, como si el delito sexual, más que apenarla, la fascinara en extremo. Pasó el pestillo tras ella, prosiguiendo-: Es una pena que esté aquí dentro masturbándose y yo ahí fuera. Soy una mujer muy hembra y usted un hombre muy macho por lo que veo...



Me acabó la paciencia y deseé que se callara de una vez. No vi otra salida que besarle los morros hasta atragantarla y, de paso, le saqué las peritas al aire. No sabía hasta que punto el botox y el colágeno eran tóxicos pero, aunque el primero tuviera mala prensa por encontrarse también en los botes de fabada caducada, me olvidé de ello y le enterré la lengua entera. Le acaricié los pezones y les propiné pellizcos y estrujones mientras me susurraba al oído:



-Tráteme como a una perra y llamáme «puta» muchas veces.....oh que vergüenza... que cosas digo a alguien que apenas conozco... creo que estoy enloqueciendo...



-Te voy reventar a pollazos, puta... -le dije para alagarla.



-Aishhh... gemía retorciéndose de gusto al oír la promesa mientras yo le bajaba las bragas y con el pie se las llevé hasta el suelo.



La agarré por la entrepierna y la alcé. Soltó un grito de susto mientras le ponía un pie sobre el retrete y otro en la repisa del lavabo. Lamentablemente, se dio con la cabeza en el techo, pero así quedó abierta, con un pie ligeramente más alto y su vulva a la altura de mi boca. Levantándole la falda y sin dejar de sujetarla, ataqué su coño caliente con lengua y suaves dentelladas. Chorreaba flujo mientras con una mano lo arrastraba hasta su ano y le metía un par de dedos para lubricarlo... cuanto más gemía y suspiraba, más le daba yo, hasta que le di unas buenas palmadas en el culo...



-Puta zorra -le dije- cálmate o van a mandar a los de seguridad...



-No puedo contenerme -contestó sollozando de gozo.



Tras un rato de laborioso trabajo defendiéndola del bamboleo del tren, la bajé del improvisado pedestal y, tras apoyar su culo en el canto del lavabo, le levanté las piernas. Tras tantear su coñito, se la metí hasta el fondo de su vagina lubricada dejando mi capullo a las puertas del útero. Quizá me pasé de raudo porque quedó con la boca muy abierta, ahogando un grito y mostrándome la rigurosa obra que su dentista había hecho con los brackets. Se la saqué y volví a meter con la misma decisión, así una y otra vez...



-Así... putita... asíííííí... grita todo lo que quieras pero con el silenciador puesto. Realmente estoy intentando meterte los huevos también... pero creo que deberás conformarte con sentirlos golpear en tu culito de puta...



Y así seguí dándole con brío aunque me inquietaba un poco verla trasmutada y ronroneando agónicamente, pero no podía parar de frotarme en esa vagina mojada y caliente que se ceñía a mi verga como un guante. Pensé en que podía hacer para sacarla de esa aparente inconsciencia, sin tener que extraer el cipote de su cuerpo, y recordé esas viejas películas en que se reanimaba al personal de forma políticamente incorrecta y no con desfibriladores... Le arreé un guantazo en la mejilla y salió del pasmo. Entonces arrancó en voces y con un vocabulario carretero nada adecuado a su imagen de princesa:



-¡Aaaaaayyyy que gusto por favor....aaaaaayyyy que placer del carajo y de todos los cojones juntos no me la saques por favor... aaaayyy no pares no por favor no hijo de p--aaaaa...!



Andaba pateando la chapa de la pared con sus zapatos de tacón mientras alguien movía frenéticamente la manecilla de la puerta.



-¡Está ocupado! -contesté, intentando superar a voces los gritos de la insertada convulsa.



Si quería encularla había que darse prisa. Le di la vuelta y, tras chorrearle saliva en el ano, la ensarté. Busqué nuestra imagen en el fondo del espejo, picado el azogue por los bordes. Yo tenía un aspecto desaliñado: las greñas pegajosas me caían sobre la frente y ella tenía un rictus de dolor en la cara. Su esfínter albergaba media verga y parecía que no iba a entrar más... pero qué coño!... ¿ no buscaba un canalla cabrón?... empujé la pelvis con un golpe seco mientras le tapaba la boca con la mano. Entró toda hasta el tope de los huevos. Ahogué su grito y se puso de puntillas con un temblor vibrante como si tuviese cagalera. La humedad bañó sus ojos y dos gruesos lagrimones bajaron por sus mejillas hasta mi mano. No sirvo para eso -lo juro- una mujer llorando me puede.



-Lo siento -le dije- no quería hacerle daño...



-Oh, no se preocupe. Después del dolor viene el placer, ya tengo la lección aprendida -contestó-. Sólo hay algo que me corta. Un hombre desaliñado con greñas en la cara me inhibe y no me pone en absoluto. Me gustaría verlo como lo vi antes de subir al tren, repeinado a lo chulazo y muy macho con todo el pelo hacia atrás. Es una fijación que tengo con los hombres.



-No se preocupe -contesté aliviado- ese punto fetichista puedo solucionarlo.



Saqué un pequeño peine del bolsillo trasero y lo mojé, después hice un cuenco con la mano bajo el agua del grifo y me empapé el pelo. Ella estaba extasiada con el ritual y su esfinter dilataba por momentos, cuando empecé a peinarme enloqueció y le dio por empujar el culo contra mí y así ensartarse ella sola.



-¡Que macho! -suspiró.



-¡Qué puta! -contesté.



A cada pasada de peine yo la enculaba hasta el fondo mientras mascaba mi propia saliva como si fuera chiclé y la miraba como si fuera un gusano terrero. Ella se deshacía de gusto diciendo entre dientes: «¡qué putero!» y yo le contestaba: «¡qué zorra!». Sin dejar de hincársela, me eché saliva en la palma de mi mano como si fuera fijador, para alisarlo del todo, y dando el trabajo por terminado. Ella me miraba enfrascada desde el fondo del espejo con la letanía machista en su boca que chorreaba lujuria, y yo le contestaba la obscenidad de turno con regularidad, con mis manos en sus tetas, pezones y coño... Un nuevo forcejeo en la puerta le desencadenó el orgasmo, gimiendo:



-¡Ahora salimos porfa... aaaayyyy qué gusto por favor qué gusto más grande... aquesí... aquesí... aquesííííííí que eso es para morirse por dios que no me quiten ese machote del culo ni que el tren descarrile y que me muera reventada por todos los pijotes del mundo!... -y añadió alguna más de esas sandeces que soltamos cuando nos corremos incontroladamente y perdemos la compostura mientras yo le frotaba su clítoris hasta el escocimiento, con los dedos



A la par, mis huevos recalentados bombearon la lechada con impulsos rápidos y vigorosos...:



-Puta...flop... puta... flop... puta... flop... puta... flop... masqueputaaaaaa... flop, flop, flop, flop, flop, flop, aaaaaghhhhhhhhhhhh... requeteputacabronahijadetumadresssssíííííííííííííí...



-¡Seguridad, abran por favor! -oímos junto con el forcejeo de la puerta.



-¡Un momento, coño! -contesté, exprimiéndome entero en ese culo tembloroso y llenando sus entrañas de semen caliente.



Recuperamos el resuello, la compostura y las prendas perdidas como pudimos, y ella, agarró sus bragas arrastradas por el suelo e inservibles. Las rasgó por la mitad y extrajo un hijo largo. Ante mi asombro, se agachó ante mí y lo prendió del botón de mi cintura. La puerta se abrió y ella tiró del hilo hasta su boca como si fuera a morderlo y preguntando al revisor y a un guardia de seguridad que lo acompañaba:



-¿Ocurre algo?



-Un pasajero nos avisó de una posible incidencia en el retrete... -contestó el revisor.



-Lo sentimos mucho, pero a mi hijo se le cayó el botón de los pantalones y no vimos sitio mejor donde coserlo... - Y tras poner su boca sobre mi bragueta para morderlo, preguntó entre dientes-: ¿Hemos cometido alguna infracción, señor revisor?



-Bueno... ejemm... en realidad no, sólo que desalojen el aseo tan pronto como puedan. Eso es de uso público y no para montar un taller de costura.



Volvimos a nuestros asientos. Nuestros equipajes seguían allí, intactos. En realidad no había tantos chorizos ni maleantes por el mundo, ni siquiera violadores. Lo que si abundaban eran los fornicadores compulsivos y embusteros como la madurita y mi persona. Se bajó dos paradas más tarde sin conocer yo su nombre. La vi alejarse con tristeza por el pasillo, sin bragas y encaramada a esos tacones imposibles con el nacarado blanco y seco de mi leche entre sus piernas. Recé para que la osteoporosis no le jugara una mala pasada. Giró levemente la cabeza antes de bajarse y me dedicó su sonrisa imperturbable. Yo le contesté como lo que era: un patán; con un guiño de ojo, una sonrisa y un apretón de huevos. Parecía complacida.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
  • Media: 5.5
  • Votos: 2
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