DE MADRUGADA
Desde una esquina se observan los estragos del frío y de la noche.
Por esta calle camina una mujer no mayor de treinta años, con una sensualidad pródiga a lo largo de sus senos y caderas.
Una voz grave y afectada se escurre por su hombro abarcándole el oído, sacándola de su sopor. Un hombre de facciones lisas, pero duras, con las cejas pintadas en forma de antifaz, le habla secamente, sin distancia, tiene los dientes untados de rojo y la voz le sale plana, achatada, sin brillo.
El hombre viste una blusa verde botella de seda transparente, adornada con una gorguera roja, sus pantalones de seda satinada aprietan sus extremidades inferiores dibujando cada uno de sus músculos, sus caderas se balancean de un lado a otro de sus piernas. A pesar de la charla desabrida, el hombre no deja pasar oportunidad para dibujar en el aire ampulosos arcos con sus manos, contoneando a su vez el cuerpo y ladeando la cabeza.
Llegan a una casa alta, con puerta de madera desconchada; la mujer saca una llave de su bolso, la introduce en la cerradura mientras el hombre levanta la puerta de su quicio, luego la empujan con bastante esfuerzo, pasando a un oscuro corredor, mientras la puerta grande se cierra.
El hombre enciende un fósforo, rápidamente la mujer escoge otra llave, esta vez abren una puerta a la derecha, penetrando por ella cuando la llama del fósforo lanza su último estertor.
Instalados en la penumbra del cuarto, la mujer busca a tientas un interruptor, al accionario se ilumina el cuarto, que escasamente alberga dos camas de madera, un armario grande y despintado, tres sillas y un balde junto a la cama, presumiblemente de la mujer, pues encima se ve un vestido del mismo corte del que lleva puesto.
Todas las cosas del cuarto no parecen puestas o acomodadas, sino más bien tiradas y como olvidadas, despidiendo un olor a papel periódico mojado.
Desnudos, tendidos en sus camas, respiran juntos por primera vez, la mujer emite un quejido de infinita satisfacción. Un leve sollozo invade la habitación. Los labios del hombre tiemblan. El hombre trata de reprimir el sollozo; la mujer lo observa; está acostumbrada a sus lloriqueos, le sobrevienen cuando se enamora o lo conejea algún cacorro cabrón, pero esta vez parece diferente; tendido y desnudo, levemente sacudido por el espasmo del llanto da la impresión de un perro acosado por un dolor agudo y tormentoso.
Se incorpora de la cama y se acerca a la del hombre, le acaricia los cabellos, las mejillas y la barbilla, mira su pecho desnudo afeitado, su escroto amplio y su miembro suave y bien dotado, admira su cuerpo viril y pródigo, principal maldición de este hombre. Si al menos no fuera tan bien dotado seguramente viviría agradecido con la naturaleza, pero la naturaleza le había jugado una mala pasada, se había conjurado contra él, dotándolo de hercúleos hombros, fuerte y vital espalda y, sobre todo, se había reído de él proporcionándole una verga descomunal que le había echado a perder sus mejores amantes, por lo general, jovencitos orgullosos de poseer un cuerpo como de niña con una quiquita diminuta; claro que habría podido sacar partido de sus dotes con otros amantes, pero a él le gustaban así, como de mentiritas, como niñitas; en realidad lo asustaba el cuerpo de los hombres.
El hombre cogió los dedos de la mujer con gratitud, la miró con cariño, la mujer le devolvió una sonrisa como diciéndole no es nada, notó que sudaba, seguramente tenía los nervios alterados, la mujer dejó caer su mano hasta el escroto del hombre y delicadamente empezó a frotárselo sabía que esto lo calmaba, el hombre cerró los ojos para relajarse mejor, el temblor de su cuerpo cesó, su respiración se hizo más tranquila, la mujer comprendió que se calmaba, se tendió junto a él con delicadeza, el hombre le tomó una mano con infinito agradecimiento, permaneciendo en esa actitud largo rato.
¿Qué pasó esta noche?, Preguntó a boca de fusil la mujer. El hombre pareció desvanecerse, volvió a ser presa de su anterior agitación, la mujer no se dio por enterada, esperó la respuesta con sólida paciencia, estaba dispuesta a esperar allí una cantidad de tiempo impredecible más allá de la resistencia del hombre.
Vencido por la aguda firmeza de la mujer, se volvió hacia ella y con calculada sobriedad le dijo que había matado a Víctor.
La mujer asumió la relajada posición del recuerdo, invitó a Víctor a su cuarto, que también era el de la madre, y juntos brincaron en la cama, lucharon con las almohadas y en el colmo de la audacia, bajaron al recinto tétrico y oscuro que había debajo. Víctor la llevaba de la mano, el pasadizo no era de fiar, podían ser asaltados en cualquier momento. Llegados al pie de un despeñadero, decidieron retroceder porque un hedor inmundo lo invadía todo, era un olor destructor, el enemigo maligno había tomado la forma del olor para asfixiarlos, escaparon rápidamente, en la huída voltearon el despeñadero y los orines de la madre corrieron por el recinto oscuro, como si una presa infernal hubiera estallado. Libres del macabro recinto, ascendieron a la luz, riendo de la burla hecha a su enemigo.
Desde ese día descubrieron la vulnerabilidad del maligno, se le podían reír en la cara, así que muchas veces bajaron a sus dominios haciendo de las suyas, cagando y miando en su territorio, afrentándolo en su propio terreno hasta el día en que reuniendo todo su poder encarnó en el cuerpo de la madre, proporcionándoles la mayor paliza de su vida con el pretexto de la higiene, la buena educación y en nombre de una buena crianza. La marca del enemigo quedó grabada en forma de ronchas rojas en las piernas y a lo largo de las costillas. Comprendiendo su error, actuaron con más cautela desde ese día. En realidad, pasaron algunos meses antes de bajar al territorio oscuro y desconocido.
Hasta que un día bajaron, ya no se acordaban de la forma del enemigo maligno, sin embargo, un sentimiento de peligro, de tentación, los envolvía.
La sensación de lo desconocido los empujaba; se miraron para comunicarse mutuos recuerdos. De pronto, el maldito, vengativo y cruel, se tomó el cuerpo de Víctor, la agarró por la cintura y le metió la mano por entre las piernas, sus incipientes y tiernos capullos fueron horadados por los dedos de Víctor, no Víctor su hermano, sino Víctor el maligno, quien ahora le alzaba el vestido, le arrancaba los calzones y se la acomodaba justo en el medio.
Ella forcejeó, quiso defenderse, pero el maldito era poderoso, su fuerza aumentaba con el impulso de su respiración acezante, una lengua de fuego se le metió por la boca apretándole la garganta, entonces ya no pensó más en Víctor, ni en el maligno, ni en ella, sólo sintió algo duro que la penetraba, que la rompía, hasta aullar de felicidad, deslizándola por olas de colores aún desconocidos por ella, partiéndola en dos, rompiéndole los vestidos para que sus pezones tiernos y vibrantes fueran lamidos, mordisqueados, sintió una corriente eléctrica proveniente del centro de la espalda, hundiéndola en infinitas jerarquías de abismos, perdió la noción del tiempo y, cuando la recuperó, comprendió que nunca más volvería a vivir aquellas sensaciones, entendió el triunfo del maligno, vislumbró el futuro y asumió su condena: Buscaría inútilmente aquellas sensaciones primigenias qué ahora se habían ido para siempre.
Después de tantos años de ser medida por los hombres, su recuerdo se había refundido, su historia personal había desaparecido, sólo había quedado un rescoldo donde ella, un Víctor y este hombre desnudo que tenía a su lado, se debatían para sobrevivir.
Miró al hombre como si lo reconociera por primera vez, como algo nuevo; ahora comprendía su llanto; sí, él también había sido atacado por el maligno, se fijó en sus facciones, nunca le había preocupado su edad, era un hombre joven, pensó que tendría veinte años, hacía seis años poco más o menos que lo conocía, Víctor se lo había presentado, mejor sería decir que se lo había dejado a cargo para que ella se deshiciera de él como mejor le pareciera, pero el muchacho le simpatizó, así que lo dejó vivir con ella. Como un relámpago pasó por su mente el recuerdo de la confesión del muchacho, esa noche no le prestó atención, pero ahora comprendía toda la dimensión del hecho. Víctor había sido el primer hombre del joven que en ese entonces era casi un niño, lo miró con fraternal inclinación y comprendió que el hombre había recibido también la condena del maligno, comprendió que tenía ante sí a un alma hermana, por primera vez sintió un afecto limpio, honesto, se inclinó y lo besó en la frente, con infinita bondad y comprensión, intuyó que podría ser el único en quien podría confiar, pensó que tal vez ya no se sentiría sola nunca más.