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"La luna de miel con su marido resulta un desastre, pero Selena encuentra cumplida recompensa durante el viaje de vuelta en tren."
Quizá no debería escribir lo que sigue, pero algo me empuja a hacerlo; los sentimientos y las emociones vividas se me han quedado en el interior, pegadas a la piel, pugnando por salir a través de los poros y propagarse a los cuatro vientos; por otra parte, no sería capaz de contar estas cosas a ninguna de mis amigas. Todo sucedió en una noche, y es curioso como sólo ciertos acontecimientos nos llevan a hacer un análisis de la forma en que discurre nuestra existencia, algo que yo jamás me paré a analizar, era como si las cosas vinieran ya rodadas de muy atrás y una las aceptara sin más. Por eso creo que debería ir un poco atrás antes de relatar lo ocurrido durante mi primer viaje en tren. Cuando tenía dieciséis años comencé a salir con un chico, Jaime, que ahora es mi marido; él tenía entonces diecinueve años, era uno de esos chicos del que se enamoran las colegialas a primera vista, alto, moreno y muy guapo. Yo le conocía desde hacía tiempo, de la parroquia, tanto sus padres como los míos frecuentan la parroquia, los suyos cantan ambos en el coro de la iglesia y también lo hace mi madre, pero nunca me había fijado en él de esa forma, es decir, nunca había sentido nada especial por él hasta que mis amigas comenzaron a comentar lo bueno que estaba, y fue entonces cuando empecé a interesarme, sin estar muy segura aún acerca de mis preferencias en lo que a hombres se refiere, empezó a gustarme sin más. Me ponía a su lado en misa, era muy religioso y no faltaba un solo domingo, lo saludaba muy sonriente, pero él no hacía sino responder al saludo y seguir su camino, era muy tímido y bastante retraído.
Un día al salir de misa me acerqué y le dije al oído: mis amigas están enamoradas de ti. Se me quedó mirando muy serio, luego me tomó de la mano, se apartó unos pasos y me dijo: a mí no me gustan tus amigas, me gustas tú. A partir de ese día comenzamos a salir y les dimos una gran alegría a los respectivos padres y madres.
Estuvimos saliendo casi cinco años y en todo ese tiempo no pasamos de los tímidos besos, algunos más o menos atornillados, y algún que otro toqueteo, sin que las cosas pasasen de ahí. Sería por nuestra formación religiosa o porque ninguno de los dos se atrevía a dar un paso más, el caso es que ambos teníamos asumido que otro tipo de relaciones sólo estaban permitidas dentro del matrimonio.
Bueno, sí ocurrió una vez, Jaime fue a buscarme un sábado por la tarde, yo estaba sola en casa ya que mis padres se habían ido al cine y mi hermano estaba jugando al fútbol. Cuando llamó al timbre yo salía justamente de la ducha, me puse la bata encima y fui a abrir; nos besamos nada más cerrar la puerta, luego fuimos al salón y nos besamos de nuevo; con el roce de los cuerpo se me soltó el cinto del albornoz y mis pechos se aplastaron contra su cuerpo, separados sólo por la tela de su camisa; mi muslo desnudo entre los suyos... Yo estaba muy excitada y me excité aún más al notar la dureza de su pene presionando en el bajo vientre. Comencé a desabotonarle la camisa, le solté el cinturón, luego los botones del pantalón, después la cremallera. Cuando vi el abultamiento en su calzoncillo me puse al límite; tomé su mano y lo conduje hasta mi habitación, mientras él se sujetaba el pantalón con la otra mano. Al lado de la cama volvimos a besarnos; Jaime me abrazaba fuerte, estaba excitado, un poco nervioso, torpe, el pantalón se le había escurrido piernas abajo y la presión de su pene era más fuerte. Intenté bajarle los calzoncillos, él se movió, se enredó en el pantalón y a punto estuvimos de caer los dos.
–Quítatelos, le dije, y mecánicamente obedeció.
Yo dejé caer la bata y quedamos frente a frente completamente desnudos, era la primera vez que nos veíamos así. Nuevamente se juntaron nuestros cuerpos, las bocas unidas en un beso apasionado y su sexo presionando contra el bajo vientre; me puse de puntillas intentando acercarlo al mío que era ya un río de deseo, y sucedió que en cuanto la punta de su pene rozó mi vello púbico, comenzó a eyacular; yo recibía los dulcísimos borbotones que resbalaban muslos abajo, tal era mi apasionamiento que tuve también un amago de orgasmo y me pegué a su cuerpo como una lapa, presintiendo que aquello era el principio del grandísimo deleite que vendría a continuación. Pero se quedó en eso, en presentimiento, fue el principio y el final. Jaime permaneció mustio, la cabeza baja, el miembro ya flácido colgando. Sin levantar la cabeza, dijo al cabo de un rato: tenemos que casarnos.
Al día siguiente comenzaron los preparativos y a los tres meses estábamos casados. Fueron tres meses largos, esperando el momento de poder gozar sin cortapisas de su cuerpo. Para la noche de bodas habíamos reservado habitación en un hotel de la ciudad, pero nada sucedió, Jaime había bebido champán, después nos tomamos unos combinados en compañía de los amigos y cuando llegó la hora de ir a la cama estaba bastante cargado, no por haber bebido mucho, sino porque nunca bebía y no estaba acostumbrado ni a los pequeños excesos. Se echó vestido sobre la cama y ya no fue quien de levantarse, incluso tuve que desvestirlo. Esa noche casi lo agradecí, porque también yo estaba cansada y lo que más me apetecía era dormir. Al día siguiente emprendimos viaje a media mañana rumbo a Galicia; el hermano de Jaime trabaja en una agencia de viajes y se encargó de prepararnos el recorrido de luna de miel. Dormimos esa noche en Orense, Jaime estaba apático y mohíno, lo achaqué al cansancio del viaje. Pasamos la mañana del día siguiente viendo la ciudad y después de comer nos fuimos al hotel; yo me metí en la ducha, lo llamé para que se duchara conmigo y no obtuve respuesta; al volver a la habitación él estaba en calzoncillos sentado en la cama, me miró sonriente, dijo que estaba muy hermosa y mientras le daba las gracias me abalancé sobre él; le costó quitarse los calzoncillos, pero al fin lo hizo. Me tumbé en la cama presta a recibirlo; con cierta agitación se situó entre mis piernas, apoyándose en las manos, el cuerpo arqueado, recreándose en la contemplación de mis pechos. Mi excitación crecía por momentos, los pezones erectos rozaban el vello de su pecho, levantaba el pubis en busca del pene, presionaba con las manos en su espalda; poco a poco se fue dejando caer, despacio, con delicadeza apoyó su pecho en el mío aunque sin presionar; sentí la punta húmeda rozando los labios vaginales y una sacudida placentera recorrió todo mi cuerpo, ¡cómo deseaba engullir aquel miembro y que vaciara su carga en mi interior! Pero en vez de avanzar, retrocedió. Me arqueé con desesperación, en un intento de atraparlo, y justo cuando logré alcanzarlo recibí una descarga de semen. Después venía el abatimiento, yo rumiaba mi ardiente deseo y él sus frustraciones.
No pasa nada, le decía, nos falta rodaje, nos puede el nerviosismo. Jaime callaba.
Por la noche se duchó él primero mientras yo leía una revista. Cuando salió del baño entré yo. Salí desnuda y desde la puerta me quedé un momento observándolo, estaba también desnudo echado sobre la cama. Me tumbé a su lado, le di un beso en la mejilla y luego apoyé la cabeza en su pecho; con una mano le acariciaba la nuca y con la otra el costado, luego el muslo y, por fin me aventuré a tocarle el sexo que ya estaba completamente erecto; me parecía hermoso, me encantaba mirarlo, lo imaginaba dentro de mi boca y creía paladear el líquido pegajoso que manaba de la punta que yo taponaba con el dedo índice, mientras las palabras de Marta narrándome las sensaciones que había experimentado la primera vez que se lo hizo a su novio con la boca, se colaban en mi cerebro. Notaba la humedad entre las piernas y no sabía qué hacer, no me atrevía a masturbarlo pensando que quizá Jaime no lo aprobara, y por supuesto ni consideré la loca idea de llevármelo a la boca, pero tenía que hacer algo porque mi cuerpo era un volcán. Me situé encima y comencé a hablarle, a decirle que debíamos hacerlo con calma, que todas las cosas necesitan de un aprendizaje, que yo era muy torpe, que debía tener paciencia conmigo, que... ¡Qué delicioso me estaba resultando!, había introducido unos cuantos centímetros sin correrse, estaba en la gloria, me hervía la sangre; un poco más y si se corría, me correría con él. Aguanta un poquito más, decía para mí, casi sin moverme. Había llegado al himen, ¡ay, madre!, iba a perder mi virginidad tanto tiempo guardada. En aquel instante oí su jadear de animal al tiempo que los borbotones se estrellaban contra las paredes de mi vagina; mi ardor alcanzó el límite y presioné, logrando que aquel ardiente miembro me llenase por completo, sin dejar de bombear descargas de cálido semen que se mezclaban con los humores de mi sensacional corrida. Se me escapó un grito “aaaaahhhh”, “aaaayyyy”, “aaaaahhhh”, me corro, “aaaayyyy”... y Jaime se apresuró a tapar mi boca con la suya mientras me aplastaba los pechos contra su cuerpo y yo continuaba moviéndome, exprimiendo el placentero momento. Permanecimos un rato en aquella posición, deseando yo que aquel hechizo no se rompiera, esperando que el miembro recuperase la erección. Jaime no tuvo paciencia y se echó a un lado, en el movimiento aquel tesoro abandonó su cueva.
–Fue delicioso, dije mirándole, mientras él me contemplaba con cara de niño travieso. ¡Ha comenzado la luna de miel!, pensé.
Mis esperanzas pronto se truncaron. Todos los demás intentos acabaron llenándome el sexo y los muslos de semen, no era capaz ni de meter la punta antes de correrse. Alguna vez agarré su mano y la situé sobre mi coño, esperando que al menos me hiciera gozar con sus dedos, pero no sé si por pudor o por ignorancia, su mano permanecía inerte sobre mi empapado y anhelante sexo. Me mentía a mí misma diciéndome que todo era debido a su estado de ánimo y a la ansiedad que le había provocado la llamada de Joaquín, un compañero del banco, que le dijo que a la vuelta le esperaba una agradable sorpresa, que los rumores apuntaba a que sería el director de una nueva sucursal que iban a abrir en fechas próximas. Un día, después del enésimo intento fallido, se quedó mirando al techo y dijo: tendré que ir al médico. Yo procuraba restarle importancia, diciendo que cuando volviésemos a la vida normal todo iría bien, aunque pienso que sin mucha convicción.
Para colmo de males, el día que llegamos a La Coruña tuvimos un accidente con el coche, en un cruce nos empotramos literalmente en un camión de reparto de cerveza que salía marcha atrás. A nosotros no nos pasó nada, pero el coche quedó bastante dañado; se lo llevó la grúa a un taller y nos dijeron que tardarían por lo menos dos semanas en repararlo. Nos quedamos completamente desmoralizados y sin saber qué hacer.
–Casi mejor si nos vamos a casa, dije yo, ya volveremos a buscar el coche.
–¿Y qué hacemos, volvemos en taxi?, dijo Jaime como reflexionando en voz alta.
–No sé si me apetece ir en taxi, repuse.
–¿Y cómo quieres que vayamos?
–Podemos ir en tren, me hace ilusión, nunca me he montado en un tren.
Así lo hicimos. A las ocho de la tarde subimos a un tren que no era ninguna maravilla, pero al menos teníamos espacio para movernos; además, iba casi vacío y ocupamos un compartimento nosotros solos. Poco después se nos sumó otra persona, un hombre de mediana estatura, moreno, musculoso, bien parecido, de mirada cautivadora. Rondaría los cuarenta, portaba una mochila y se comportó muy educadamente; se sentó frente a nosotros, hizo algunas preguntas y luego comenzó a hablar de sí mismo, dijo que era médico, estaba divorciado y tenía un hijo de diez años que vivía con su ex mujer. También nos habló de cómo había descubierto los encantos de las poblaciones rurales de Galicia, que venía todos los años desde hacía no sé cuántos. Mi marido estaba mohíno y se limitaba a contemplar el paisaje mortecino a través de la ventanilla, y Roberto no callaba, tenía una voz agradable y ponía mucha atención cuando hablaba yo; también se le iban los ojos a mi escote y a mis piernas, que la minifalda dejaba ver con generosidad. No me desagradaban aquellas miradas, al contrario, por momentos me estaba poniendo cachonda. En un instante de silencio comencé a fantasear, pero Roberto rompió el hechizo.
–¿Os apetece tomar algo? Me voy a la cafetería, he comido pronto y tengo cierto gusanillo.
Le acompañamos. Pidió un bocadillo de jamón y una botella de vino crianza.
–Con un buen vino cualquier comida es aceptable, dijo. Pedir lo que queráis, coged unos vasos y vamos a sentarnos.
Cogimos sendos bocadillos y una botella de agua. Entre Roberto y mi marido apuraron la botella de vino. Jaime nunca bebía, pero basta que yo le había dicho que fuese a modo, que no estaba acostumbrado, para que él apurase su vaso a la vez que Roberto.
En cuanto regresamos al compartimento, yo me senté junto a la ventanilla, Jaime se echó cuan largo era con la cabeza en la otra punta del asiento y Roberto se sentó frente a mí; mientras éste seguía narrándome sus andanzas por las aldeas gallegas, mi marido se quedó dormido como un tronco. Yo no tenía ni pizca de sueño, las miradas furtivas del doctor seguían despertando mi líbido, máxime cuando se inclinaba taladrando mi blusa con la mirada, hablando bajito so pretexto de no molestar a mi marido. Comenzaba a sentirme incómoda y me pasé a su lado; gentilmente me cedió el lado de la ventanilla. Pasado un rato me pidió disculpas por la verborrea y me dijo que si quería echar una cabezada que lo hiciera.
–A mí me cuesta dormir sentado cuando viajo, dijo, sólo duermo de verdad acostado en la cama.
Después de un rato en silencio me quedé traspuesta y me fui sumergiendo en un sueño delicioso, creo que todas mis fantasías eróticas cobraron vida en el sueño y, como sucede casi siempre, cuando estaba en lo mejor desperté, aunque no bruscamente; a medida que iba recobrando la conciencia se me iba acelerando el corazón a la vez que sentía entre las piernas un constante fluir de deliciosos humores. Hice un análisis mental de la situación, debería haber saltado horrorizada, pero fui incapaz de mover un músculo: mi cabeza reposaba sobre el hombro de Roberto, mi mano izquierda sobre el generoso paquete que tiraba de ella como un imán y no tuve las fuerzas o la lucidez para retirarla; los hábiles dedos de su mano derecha se habían cobijado en mi vagina, se adentraban, retrocedían y masajeaban el clítoris, proporcionándome un inmenso placer. Ladeé ligeramente la cabeza, para observar si Jaime dormía; parecía sumido en un profundo sueño y yo me concentré sólo en el dulce placer que estaba sintiendo. Me oía jadear, intentaba ahogar los suspiros y no era capaz de conseguirlo; ladeaba la cabeza espiando a mi marido, y el temor por que pudiera despertarse parecía acrecentar mi ardor; estaba a punto de alcanzar el orgasmo, lo deseaba y a la vez temía que la explosión me delatase. Me levanté y apoyé la frente contra el cristal de la ventanilla, aquello no podía estar sucediendo. La mirada intentando penetrar en la oscuridad de la noche, el corazón golpeándome el pecho, la sangre caliente como un río de lava, sin poder pensar, el deseo arañándome por dentro. Las manos de Roberto gateaban ya por mis muslos sin dejarme ordenar los pensamientos y yo no era capaz de apartarme, le dejaba hacer, pidiendo mentalmente que se diera prisa, no había tiempo, Jaime podía despertar en cualquier momento. Aquellos dedos inquietos avanzaban lentamente, me flaqueaban las piernas. “Así, quítame las bragas, quiero sentir esos dedos dentro de mi sexo, haz que me corra”, estos pensamientos pasaban por mi mente y él pareció leerlos, me bajó las bragas, las liberó de los pies y se las guardó en el bolsillo. Luego se aplicó con ambas manos, con la izquierda me acariciaba las nalgas, humedecía los dedos en los efluvios vaginales y me acariciaba el esfínter, descubrí que eso me encantaba, aunque lo que de verdad me estaba proporcionando placer era su otra mano, introducía dos dedos hasta el fondo, retrocedía, avanzaba; se agachó y comenzó a besarme el muslo mientras con el pulgar masajeaba el clítoris; yo intentaba aguantar, sofocar los jadeos, pero el orgasmo fue inminente, pleno, el placer inundaba mi cuerpo, lo recorría como un terremoto. Volví la cabeza para observar a mi marido, continuaba durmiendo ajeno a todo, pero pienso que aunque despertara en aquel instante no haría nada por disimular lo que estaba sintiendo, no podría renunciar al placer tan intenso que aquel hombre, al que había conocido unas horas antes, me estaba proporcionando. Sus dedos continuaban moviéndose anegados en los flujos vaginales que parecían inagotables.
–“aaaaahhhh”, “aaaay”, “aaaaahhhh”, “aaaayyyy”... Para, por favor, no puedo más, musité, al tiempo que él me tendía un pañuelo para que mordiera y ahogara los jadeos y suspiros.
Retiró las manos, y yo no sabía si era eso lo que deseaba. Se levantó y me cogió de la mano, invitándome a seguirlo. Abrió con cuidado la puerta y volvió a cerrarla. Jaime dormía plácidamente, al parecer el vino le había hecho efecto. Avanzamos por el pasillo, miró un par de compartimentos, por si estaban vacíos, y continuó avanzando, yo lo seguía como sonámbula. Entramos en el lavabo y cerró la puerta. Se situó a mi espalda, me levantó la falda y al instante sentí su miembro como un hierro candente entre mis piernas; me incliné hacia delante, apoyando las manos en la cisterna del inodoro; mi sexo era un volcán en erupción.
La punta de aquel mástil se paseaba por los labios exteriores, los recorría adelante, atrás, presionaba el clítoris; como una lengua de fuego recorría la raja del culo y presionaba en el ano. Yo gritaba sin ningún pudor, invitándole a entrar.
–“Aaaaahhhh”, “aaaaahhhh”, “aaaayyyy”... No aguanto más, le dije, córrete dentro.
–Tranquila, dijo él, y volvió a demorarse en esos preámbulos que me volvían loca, pero temía que todo se quedara en eso, en preámbulos. Por un instante, como a traición se me coló en la memoria la narración de Marta y pensé en darme la vuelta y meter aquel capullo en la boca, chuparlo hasta que me la llenase de semen; no me dio tiempo, lo sentí deslizarse suavemente hasta el fondo de la vagina, llenándola en un acoplamiento perfecto. Mi orgasmo no se hizo esperar, “aaaaaaaaaahhhhaaaayyyy”, me corro, el grito pareció que rebotaba en todas las paredes antes de propagarse por el vagón; Roberto se detuvo un instante, como dándome tiempo a asimilarlo, y luego continuó moviéndose con lentitud, recreándose, mientras sus manos se aferraban a mis pechos y acrecentaban mi placer; mis orgasmos eran continuos, parecía nadar en un mar de placer. Poco a poco fue acelerando los movimientos y presionaba con fuerza, exigiéndose más, más...
–Córrete, grité.
–Sí, me corro, musitó, y yo sentí que me volvía loca y él no dejaba de moverse, de bombear el sabrosísimo líquido que me derretía las entrañas.
Cuando se salió se acercó al lavabo, humedeció el pañuelo y amorosamente, con suma delicadeza me limpió los muslos, volvió a mojarlo, lo escurrió y me limpió el coño.
–Jamás había visto nada tan hermoso, dijo, después de besarlo. A continuación situó sobre la pila testículos y pene y comenzó a lavarse. Yo lo contemplé un instante, embobada, luego consideré que debía corresponder a sus atenciones y tomé el relevo, sujetaba con la mano izquierda y lavaba con la derecha. A la segunda pasada de mi mano por la punta comenzó a despertar, aquello me maravillaba, en un instante recobró toda la erección. Ni me paré a pensarlo, iba a realizar una de mis fantasías: me agaché, recorrí con los labios toda su longitud; hasta me sorprendí de estar haciendo sin ningún pudor aquello que jamás hubiese hecho con mi marido. Roberto se dio la vuelta y me dejó maniobrar, se me estremecía todo el cuerpo a medida que lo iba engullendo y el paladar se inundaba de extraños y deliciosos sabores; comencé a jugar al mete saca, apretando los labios, mientras la lengua se aplicaba a lametear el capullo; con la mano derecha lo sujetaba por la parte de atrás para que no me taponase la garganta y con la izquierda acariciaba los testículos. Roberto comenzó a emitir placenteros suspiros mientras con una mano me acariciaba la nuca y con la otra jugaba a retorcerme el pezón derecho; mi sexo era un torrente y unas corrientes de placer que nacían en la nuca y recorrían la espalda parecían explotar entre mis piernas. Los jadeos de Roberto iban a más y comenzó a mover las caderas, despacio pero con movimiento rítmico, adelante y atrás.
–Voy a correrme, dijo.
Y lejos de apartarme intensifiqué el masajeo con labios y lengua hasta recibir el ansiado premio. Se me llenó la boca, creo que tragué un poco y el resto se sobraba por las comisuras. Abandoné momentáneamente mi quehacer para escupir en el lavabo y de nuevo me aplique a succionar y lamer aquel enorme falo que poco a poco iba perdiendo consistencia. Al cabo de un rato Roberto me sujetó la cabeza con suma delicadeza y se apartó. Se limpió con un trozo de papel mientras yo me enjuagaba la boca y a continuación me besó apasionadamente.
–Eres un cielo, dijo, lo más hermoso que me ha sucedido jamás.
Continuaba recorriendo cada rincón de mi boca con su lengua; luego el cuello, las orejas; a continuación comenzó a desabotonarme la blusa mientras labios y lengua recorrían cada centímetro del espacio abierto. Notaba los pechos duros y los pezones erectos, ansiosos por recibir las caricias de aquella boca golosa que me estaba transportando a un mundo desconocido. Sólo ansiaba que sus manos, que se entretenían recorriendo los muslos, llegasen a la entrepierna y regarlas con el flujo de otro orgasmo inminente. Roberto se situó detrás, sin dejar de acariciarme los pechos.
–No te muevas, dijo. A continuación se sentó en el suelo, dándome la espalda, me separó las piernas con ambas manos y metió la cabeza entre ellas. Sus labios se pegaron al muslo mientras la lengua correteaba haciendo vibrar todo mi cuerpo.
–“Cómeme el coño”, dije para mí, y como si adivinara mis deseos, eso fue lo que hizo, recorrió los labios exteriores con la lengua, luego me la enterró hasta el fondo, haciéndome gritar de placer, a continuación comenzó a chupar el clítoris. La corrida fue monumental, sentía que el cuerpo se me vaciaba, pero él seguía enterrando su lengua en mi agujero, en un mete saca incansable hasta llevarme a la cima del clímax; tenía la sensación de ser incapaz de soportar aquello un segundo más y, sin embargo, presionaba en su cabeza con ambas manos intentando que la lengua llegara más adentro. Me temblaban las piernas, creo que estaba a punto de desfallecer y presioné en su cabeza para apartarlo; lo hizo lentamente, me besaba los muslos, volvía a chupar el clítoris, a meter la lengua.
–Ya no puedo más, dije, y él se incorporó, si situó por detrás y me agarró los pechos con ambas manos, se encorvó y noté su mástil duro y húmedo resbalando por mis muslos, abajo, arriba...
–No, más no, por favor, Jaime va a despertarse, tengo que volver.
–Está bien dijo, tranquilízate.
Mojó el pañuelo, lo escurrió y me limpió la entrepierna concienzudamente. Estaría contemplando tu cuerpo horas enteras, decía mientras me limpiaba. A continuación se limpió el pene, duro como una piedra otra vez, me besó en la frente, luego en los labios; nos vestimos y tomándome de la mano abrió la puerta.
Cuando llegamos a la puerta del compartimento asomé la cabeza y miré a través del cristal, temía que Jaime se hubiera despertado y sospechara algo. Continuaba durmiendo ajeno a todo, emitiendo leves ronquidos. Permanecimos en el pasillo, un poco apartados de la puerta. Roberto me abrazó y me besó en la boca apasionadamente, luego sus manos comenzaron a recorrer mi cuerpo mientras me besaba el cuello, chupaba los lóbulos de las orejas y susurraba palabras encendidas en mi oído; sus manos fueron descendiendo, primero hasta los pechos, luego a los muslos, recorriéndolos de abajo arriba; sus dedos exploraron después los alrededores del monte de Venus, rozaban los labios exteriores; por fin el dedo corazón se fue introduciendo lentamente en la vagina, la otra mano sobándome las nalgas, masajeando el esfínter; los dedos bajaban en busca de lubricación y volvían a masajear, jugando a introducirse sin acabar de hacerlo. Por un instante pensé que si me propusiera tomarme por detrás, no me opondría, es más, creo que lo estaba deseando.
–Estás empapadita, mi amor, susurró en mi oído. “Cómo no voy a estarlo, si en cuanto me tocas mi cuerpo es un torrente”, pensé.
–Por favor, no sigas, vas hacer que me corra de nuevo.
–Eso quiero, decía él, acariciarte hasta el límite y luego comer este delicioso coño hasta llenarme la boca con los flujos de tu corrida.
–No, aquí no, por favor, susurré. En cuanto acabé de pronunciar esas palabras, ya me empujaba él pasillo adelante, sin dejar de acariciar mi cuerpo.
Entramos nuevamente al baño y Roberto cerró la puerta con el cerrojo. Me desabotonó la blusa y se dedicó a mis pechos un buen rato, encerrando los erectos pezones entre sus labios mientras la punta de la lengua pasaba y repasaba haciéndome estremecer con cada caricia. Se situó a mi espalda y, mientras me besaba el cuello y las orejas, susurrando palabras ininteligibles, se soltó el pantalón y bajó el calzoncillo, luego me levantó la falda y al instante sentí la presión de su miembro entre las nalgas. “Me lo va a hacer por detrás”, pensé con una mezcla de ansia y de temor. “Si no lo hace despacio me va a desgarrar”, pensaba, aunque no me atrevía a insinuar nada, ya que en el fondo lo deseaba.
Después de ponerme a cien con los besos en el cuello, en las orejas, de meterme la lengua en la boca de medio lado, acariciarme los pechos y restregarme el miembro por entre las nalgas y los muslos, se sentó sobre la tapa del inodoro, sujetándome las caderas con ambas manos y luego presionó para que me diera la vuelta; quedé frente a él, con las piernas abiertas por fuera de las suyas, viendo como la punta de aquel capullo enhiesto apuntaba al epicentro de mis deseos.
Roberto presionó ligeramente en mis caderas hacia abajo y yo me fui dejando caer con la parsimonia que la presión de sus fuertes manos imponía. La embocadura fue perfecta y la acusé con un estremecimiento y un anhelante suspiro; quería ensartarme completamente en aquel mástil ardiente, pero Roberto me obligó a una penetración lenta y sumamente gozosa. Por fin llegamos al perfecto acoplamiento y yo sólo ansiaba ya llegar al éxtasis; comencé a moverme alocadamente, esperando sentir su semen cálido y abundante golpeándome el fondo del sexo; pero pronto frenó mis impulsos, me abrazó fuertemente, impidiéndome cualquier movimiento mientras me susurraba al oído: “tranquila, no te muevas”. No me resultaba fácil seguir sus indicaciones, pero obedecí, de pronto me sentí atrapada, envuelta por el abrazo, los susurros, las caricias, y su miembro duro, palpitante llenándome el sexo; era una sensación de gozo supremo, como cuando se acerca a la boca una copa de dulcísimo licor y refrenas el impulso de tragarlo, lo mantienes en contacto con los labios y la punta de la lengua y dejas que poco a poco inunde el paladar y luego el cuerpo todo hasta sentirlo correr por la sangre.
Me besaba en la boca, me chupaba los pezones y yo suspiraba de placer; con el brazo izquierdo me mantenía abrazada, impidiendo mis inconscientes impulsos; me estaba debatiendo en el límite justo antes del orgasmo, un estado sumamente placentero, pero inconscientemente pretendía llegar a la plenitud; con la mano derecha comenzó a masajearme el esfínter, empapaba los dedos en los flujos vaginales y acariciaba aquella zona sin desmayo y me gustaba, me volvían loca esas caricias mientras sus labios se aplicaban a mis pezones; intrudujo la yema del dedo corazón y lo acusé con un grito de placer, “aaaaaaaaaaahhhh”..., Roberto me apretó más fuerte contra sí, volvió a lubricar el dedo y lo fue introduciendo hasta la mitad, mientras yo me deshacía en un orgasmo bestial. Entonces me sujetó con ambas manos las nalgas y se incorporó; a punto estuvo de perder el equilibrio porque los pantalones se le enredaban en los pies, pero consiguió mantenerse dando unas cuantas vueltas en derredor, mientras yo chillaba como una loca, “aaaaaaaaaaahhhh”, “aaaaaaaaaaahhhh”..., porque tenía la sensación de que si me callaba iba a perder el sentido. Al fin me apoyó contra la barra de la ventanilla que me servía de semiasiento y comenzó a embestir con furia mientras sus labios seguían pegados a uno de mis pezones. Estaba al borde de mis fuerzas y casi le supliqué: “córrete, por favor, ya no aguanto más”, y eso fue como una orden, a cada descarga sentía yo como si una onda de placer que nacía en ese punto se expandiera hasta alcanzar todos los rincones de mi cuerpo. Luego apoyó la espalda contra el tabique y me mantuvo prendida a su cuerpo un buen rato, como si nos resultara difícil deshacer el hechizo. Repitió la ceremonia de limpiarme con el pañuelo humedecido, luego se limpió él, nos vestimos y después de un apasionado beso tiré de su mano hacia la puerta, porque presentía que si seguíamos allí un minuto más volveríamos a enzarzarnos. Avanzamos por el pasillo, casi a la par, justo estábamos dos compartimentos antes del nuestro cuando veo asomar la cabeza de Tomás; la sorpresa hizo que me detuviera y un ligero temblor me recorrió el cuerpo.
–Finge que estás mareada, me dijo Roberto muy bajito, a la vez que él me sujetaba por un brazo.
La interpretación debió de ser buena, porque Tomás se apresuró a socorrerme.
–No es nada, dijo Roberto: un mareo, seguramente provocado por algo que le sentó mal, pero ha devuelto y espero que dentro de un rato ya se encuentre mejor.
–Me tiembla todo el cuerpo, dije yo poniendo cara de asco, no sé que ha podido pasarme. Y gracias al doctor, por no despertarte salí sola para ir al servicio, y si no es por él que se dio cuenta de que no estaba bien, me habría caído en medio del pasillo cuan larga soy.
–Vamos a esperar un rato y si no se siente mejor le daré una pastilla, siempre llevo algún remedio conmigo, apuntilló Roberto.
Comenzaba a clarear la noche, poco a poco se iban disipando las sombras y me quedé ensimismada viendo nacer el paisaje. “Un amanecer precioso”, dije.
–Sí, contestó Roberto. Estoy llegando a mi destino, me quedan aún cuatro días de vacaciones y voy a pasar dos con mi hermana pequeña, con su marido y su hijo, que además es mi ahijado. Viven en Miranda y, aunque parezca mentira, estando tan cerca nos vemos sólo de tarde en tarde.
Sacó una tarjeta y se la tendió a mi marido “si hay algo que pueda hacer por vosotros, no dudéis en llamarme, y si no hay nada que pueda hacer, me llamáis igualmente y tomamos un café”. Jaime hizo lo propio, le dio una tarjeta del banco y le dijo más o menos lo mismo. Cuando se la iba a guardar le dije: “le apuntaré el teléfono de casa, por si llama un fin de semana”. Apunté el número en el reverso y escribí debajo: “No tardes en llamar, Selena”. Ni siquiera le había dicho mi nombre.
El tren perdía velocidad, tomó su mochila, le estrechó la mano a Tomás y me besó en la mejilla. Salió al pasillo y me quedé mirándolo embobada. Pienso que si en aquel momento tendiera su mano hacia mí, lo seguiría como una autómata.
–Adiós. En cuanto duermas un poco te repondrás completamente, dijo dirigiéndose a mí, si no te sientes mejor, vete al médico. Al decirlo se palpó el bolsillo, entonces recordé que llevaba allí un recuerdo mío y me sentí casi desnuda. Creo que sonreí sin darme cuenta.
Cindy
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