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Lucio&Norma

Más que una amante, la secretaria de Lucio era una compinche que saciaba su perversidad entregándole mujeres a su jefe para que se satisficiera en ellas.
Norma era una muchacha a quien él veía ocasionalmente cuando venía a buscar a su empleada en las tardecitas. Cuando casi por gentileza y sin intención alguna le preguntó de quien se trataba, Bárbara se apresuró a contarle el infortunio de esa pariente política. Separada de su primo y con un hijo pequeño, no sólo carecía de recursos económicos y oportunidad de lograrlos, sino que la obligada abstinencia sexual que ya se prolongaba por dos años, había colocado en su piel una enfermedad nerviosa que se manifestaba en ronchas que no contribuían a hacerla más atractiva, ya que los hombres sospechaban de una enfermedad como la soriasis.
Obedeciendo a uno de esos impulsos que la caracterizaban y evidenciando que en su relación no influía el enamoramiento y sólo servía para dar satisfacción a sus lúbricas necesidades, le propuso con manifiesta malicia, ser el nexo entre ellos si es que accedía a aquietar las necesidades de la mujer.
En principio, él se negó de plano a mantener sexo con alguien a quien desconocía y que, además de otros problemas, podría contagiarle una enfermedad que no deseaba contraer ni llevar a su casa. Sin embargo, Bárbara parecía empecinada en que sometiera a la mujer e insistió en asegurarle que lo suyo no era una enfermedad sino una erupción que la continencia sexual y el estrés ponían en su piel y que, si no lo hacía, se estaría perdiendo gozar de una mujer salvajemente excitada de cuyas virtudes amatorias podía dar fe por haberlas disfrutado personalmente.
A pesar de esa revelación de que la incontinencia de la mujer la llevara a sostener relaciones lésbicas con ella, siguió poniéndole reparos a la “oferta”, porque pensaba que no era de hombre aprovecharse de esa necesidad, pero una tarde y cuando la muchacha llegó a buscar a su secretaria, se acercó con una excusa trivial para conocerla de cerca.
De unos veinticinco años y más o menos su misma estatura, se veía un tanto delgada pero las cosas estaban en el sitio debido; aunque no grandes, sus pechos aparentaban ser firmes y la cintura se estrechaba para destacar la amplitud de las caderas que sustentaban la redondez respetable de los glúteos bajo la fina tela de la falda.
Cuando con nerviosa timidez le estrechó la mano, pudo apreciar la profundidad de su histeria, ya que toda ella parecía vibrar como un diapasón por la intensidad de su crispación. Los delgados, blancos y fríos dedos trasmitían toda la angustia que la consumía y eso lo predispuso. Observó detenidamente su rostro largo y ovalado y concluyó que, sin los antiestéticos anteojos, sus facciones resultaban atractivas; la piel marfileña tenía esa transparencia propia de las rubias verdaderas y los ojos café claro escondían una temerosa angustia que no disimulaba el buen dibujo de los delgados labios ni el donaire de esa fina nariz levemente aguileña. Dando marco al conjunto, la cascada lacia de color bronce del largo cabello, brillaba con opacos reflejos dorados.
Sin ponerse en evidencia, la saludó amablemente y volvió a su despacho. Minutos antes de irse, Bárbara entró a la oficina y cerrando detrás de ella, le preguntó que le había parecido Norma. Todavía dubitativo por lo de aquella erupción que no había alcanzado a divisar externamente, admitió que la muchacha era bonita y que no estaría mal la idea de divertirse juntos un rato si no fuera por el hecho de que sólo era una madre solitaria y no una buscona, lo que le impedía aprovecharse de ella así como así.
Aparentemente Bárbara había especulado con que él manifestara aquel prurito, ya que le dijo que Norma, aun después de casada y con un hijo, nunca se había caracterizado por su austeridad sexual y que, precisamente su desbocada infidelidad la había separado de su primo; todo era cuestión de tiempo, si no era él, indefectiblemente caería en brazos del primero que se lo propusiera. Pensando por Lucio, se había adelantado a esa decisión y le había pedido a la muchacha que viniera preparada. Si él quería, podían encontrarse dos horas más tarde en un determinado bar de citas. El ver el entusiasmo de su propia amante porque poseyera a aquella mujer lo contagió y, entonces sí, picado por la curiosidad y el deseo, aceptó encontrarse con ellas en ese sitio.

A la hora convenida y después de haberse acicalado, se hizo presente en el bar y entabló con las muchachas una cordial conversación sobre cosas banales hasta que, en determinado momento, Bárbara miró su reloj y diciendo que llegaba tarde a una cita, se levantó apresuradamente para desaparecer. Ante la ida de su enlace, ambos se removieron un poco incómodos en sus asientos y, tanto como para ir entrando en confianza, él la invitó a bailar.
Una vez en la pista y apenas ciñó su cintura, se dio cuenta de que todas sus especulaciones habían sido inútiles; de la joven emanaba una fragancia singular que hirió agradablemente su olfato y el calor del cuerpo que se amoldaba con un calce perfecto al suyo le hizo ver lo vano de sus prejuicios. Estrechándola suavemente contra él, disfrutó de la cadencia con que se movían al compás de una música que ya no les importaba escuchar.
Durante un rato se balancearon como para consolidar aquella fusión física que los amalgamaba en una sola pieza, hasta que la razón les dijo que ya estaba bien y, tácitamente, sin cruzar palabra, salieron del local para recorrer silenciosamente las dos cuadras que los separaban de la oficina. El sabía que aquella no era la más cómoda de las opciones, pero aun mantenía un cierto respeto por esa joven a quien no conocía y llevarla a un hotel alojamiento le parecía una grosería.
Encendiendo las luces estrictamente necesarias, la condujo hasta un juego de sillones que estaban en un rincón del despacho y, casi con timidez adolescente, se besaron suavemente en la boca. Una especie de química extraña como había experimentado pocas veces hacia una mujer invadió sus sentidos y, aparentemente, también los de la muchacha que, aunque no lo era en absoluto desde hacía mucho tiempo, se estremeció como una virgen medrosa y sus labios experimentados terminaron por borrar todo vestigio de tal impresión.
La situación y los besos parecían haber accionado un mecanismo liberador en la incontinencia de la muchacha quien, tras tan larga abstinencia, parecía dispuesta a recuperar el tiempo perdido en tan sólo unos minutos. Resollando fuertemente por la nariz y en medio de un confuso balbuceo de palabras ininteligibles que expresaban su mimoso contento, la delgada mujer se restregaba contra él mientras sus manos examinaban a tientas la ya abultada entrepierna.
Sin cesar de besarlo en medio de lambeteos y chupones desesperados, sus manos desprendieron hábilmente el cinturón y bajaron el cierre de la bragueta para que los dedos ávidos buscaran la amorcillada verga. Contagiado de su febril vehemencia, la desprendió de la remera y sus manos sobaron los senos por encima del corpiño hasta que encontraron en el frente el pequeño gancho que mantenía unidas las sedosas copas. Liberados de su prisión, los pechos se mostraron en toda su dimensión y como dos grandes peras cayeron colgantes sobre el pecho. Como en la mayoría de las rubias, las dilatadas aureolas eran intensamente rosadas y exhibían en el centro de su pulida superficie la puntiaguda carnosidad de los pezones.
Ese aspecto casi adolescente lo subyugó y su boca bajó a la búsqueda de aquellas delicias mientras sentía como la mano de ella estimulaba diestramente la verga en procura de convertirla en un verdadero falo. Sin incomodarla en esa función, fue reclinando su cuerpo hasta que estuvo acostada a lo largo del asiento y entonces, la boca descendió por el abdomen en tanto que las manos la despojaban de la falda hacia los pies y su vista se posaba golosa sobre la entrepierna.
Como obsesionado, avanzó hacia ella que, con la voluntariosa apertura instintiva de sus piernas, dejaba adivinar parte de la alfombrita dorada que cubría al sexo. Sin apartar los ojos de ese imán ni por un instante, se desnudó con presteza para hundir la cabeza entre las piernas y su boca buscó la vulva a través de la húmeda tela. Una tufarada de almizcle animal brotaba del anheloso sexo y, mientras ella imprimía un meneo reflejo a la pelvis, lamió la prenda y sus dedos restregaron la carne a través de ella.
Los dedos apartaron la bombacha y a su vista apareció una abultada comba enrojecida orlada por una corona de suave vello rubio. Acercando la boca, dejó que la lengua explorara tiernamente los bordes rojizos que mostraban una sequedad desértica, haciendo que Norma reaccionara a la caricia húmeda de la punta como si una corriente eléctrica la recorriera. Lentamente fueron cediendo para dejarla penetrar a su interior y entonces los dedos hicieron aparecer la maraña de tejidos arrepollados de los labios menores que estaban presididos por un corto pero grueso clítoris.
La mujer gemía quedamente y sus manos se cerraban como garras sobre la tela del tapizado mientras sacudía la cabeza de un lado al otro, restregándola contra el asiento. Lo intensamente rosado del interior y la negrura que paulatinamente iba aumentando en los bordes festoneados de los pliegues lo deslumbraron y, mientras su lengua tremolaba rápidamente contra ellos, los labios los apresaron para succionarlos apretadamente. Uno de sus dedos tanteó en las orillas de la entrada a la vagina y al comprobar su elástica dilatación, penetró las carnes que, en principio, se mostraban apretadas como si resistieran la intrusión pero, en la medida que el dedo ingresaba con un leve movimiento ondulatorio, fueron cediendo mansamente para permitirle iniciar un lento vaivén copulatorio que enardeció aun más a la mujer.
La boca ya se había hecho dueña del rosado clítoris y alternaba las intensas succiones con ágiles azotes de la lengua. Mientras su otra mano subía para estrujar un seno, la primera había encontrado una cadencia en la intrusión y progresivamente fue añadiendo dedos hasta que tres de ellos socavaban la irritada vagina de la joven que ahora había apoyado sus pies sobre el asiento y se daba impulso en arquear el cuerpo para elevarlo como buscando el alivio definitivo a su angustia.
La opaca y tímida voz ya no ocupaba su garganta y una serie de roncos bramidos la suplantaba mientras proclamaba a voz en cuello el advenimiento de su orgasmo y suplicaba por la urgencia de esa eyaculación que, cuando llegó, se manifestó en unas sacudidas espasmódicas del cuerpo y la olorosa expulsión de los jugos saturaron su olfato con los efluvios de sus flatulencias.
Sabiendo por experiencia que las mujeres necesitan que el hombre continúe excitándolas después de la eyaculación para culminar el proceso orgásmico, siguió manipulando en la encharcada vagina mientras la boca besaba y la lengua lamía tenuemente al alzado clítoris. El cuerpo de Norma se había derrumbado, pero aun seguía convulsionado por los espasmos de las contracciones uterinas y la muchacha expresaba su contento en murmurados gorgoritos de satisfacción que hacían presumir su hondo cansancio.
Curioso por ver de qué se trataba aquella curiosa enfermedad epidérmica, recorrió el cuerpo latente con la mirada y sólo pudo observar dos pequeñas ronchas rosadas muy cerca de las caderas. Ante su asombro, la muchacha se quitó los anteojos e incorporándose ágilmente, lo empujó contra el respaldo del asiento para abalanzarse sobre la entrepierna y asir la verga semierecta, sobándola entre los dedos mientras su boca buscaba con angurria la masa fláccida para introducirla en ella.
Como si intentara devorarlo en un complicado ejercicio de masticación, atacaba al pene desde distintos ángulos y la lengua maceraba las carnes contra el paladar con sonoros chasquidos succionantes en tanto que la mano ejercía una pulsante presión para conseguir la erección definitiva. Cuando lo hubo conseguido, bajó a lo largo del tronco hacia los testículos y en tanto que los lamía y succionaba sorbiendo sus acres jugos, hizo que el índice y el pulgar de su mano formaran un aro que ciñó el surco protegido por el prepucio, realizando allí una combinación de roces en forma circular con lentas idas y venidas hasta la punta del glande.
Con denodado esfuerzo, fue incrementando la actividad hasta que el falo lució en todo su esplendor y entonces subió para introducirlo en la boca con voracidad de naufrago hasta el límite de lo insospechado. En tanto que la mano lo masturbaba sobre la espesa capa de saliva, la boca succionaba hasta el extremo de que sus mejillas se hundían profundamente por el esfuerzo. Ahora era el turno de Lucio para hacer que la pelvis se proyectara en rudos meneos en tanto que sus manos aferraban la dorada cabeza para penetrar la boca como si fuera un sexo y fue en ese momento que ella dejó de chuparlo para incorporarse y ahorcajándose sobre él, penetrarse hasta sentir como la velluda mata inguinal se estrellaba contra su sexo.
Arrodillada sobre el sillón, se asía con las manos a su cuello mientras hacía que el cuerpo se balanceara adelante y atrás para conseguir la penetración plena de la verga en su vagina. El aun no daba crédito de la calentura de esa mujer y enardecido, manoseaba y estrujaba entre sus dedos los bamboleantes senos colgantes en tanto que la pelvis se alzaba para hacer a la penetración profunda y total.
Norma manifestaba la alegría de tener un falo en su interior después de tanto tiempo en la espléndida sonrisa con que recibía los remezones y en las sibilantes exclamaciones que escapaban de su boca junto con hilos babosos de su perfumada saliva. Transformándose en una bestia dominante, salió decididamente de encima y colocándose de espaldas, con los pies apoyados firmemente en el piso, flexionó las piernas y guiando a la verga con la mano volvió a penetrarse, para iniciar esta vez un galope desenfrenado que hacía entrechocar sus carnes sonoramente contra la pelvis empapada por sus jugos.
Sus exclamaciones gozosas se entremezclaban con los ayes y las recias palabras con que se animaba a sí misma para sostener la fatigante violencia del galope y, ya casi en el paroxismo, llevó una de sus manos hacia la hendidura entre las nalgas buscando a tientas los rojizos frunces del ano para hundir dos de sus dedos en él, al tiempo que lo maldecía y pedía repetidamente que le entregara el calor de su leche.
El arreció la velocidad de la cópula pero de pronto ella se enderezó y volviendo a tomar entre sus dedos al falo impregnado de sus jugos, lo apoyó contra el ano para descender lentamente y someterse a sí misma a una profunda penetración. Bramando por esa mezcla de placer y sufrimiento, reinició el galope y esta vez sí, merced a la intensidad de su movimiento ondulatorio, proclamó el advenimiento de su satisfacción al tiempo que le exigía a los gritos que volcara el semen en su tripa. Cuando Lucio dejó escapar los espasmódicos chorros del esperma caliente dentro del recto, ella expresó su contento con agradecidas frases amorosas y, después de derrumbarse entre sus piernas, chupeteó y sorbió los últimos jugos del falo con exquisita ternura.
Datos del Relato
  • Categoría: Hetero
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