Pasado el primer mes desde su incorporación como aspirante a ser admitida en una unidad femenina del Ejército y con el cuerpo aun lleno de magulladuras y raspones por la intensidad del entrenamiento, Luciana ha comprobado que realmente su cuerpo de deportista estaba condicionado para esos ejercicios que otras chicas han pasado penosamente.
Lo reducido del escuadrón, permite que el edificio en que viven cuente con cuartos compartidos por dos aspirantes y no como en otras unidades masculinas en los que son cientos en una misma cuadra. Ya a finales de febrero, el calor sigue apretando hasta pasada la medianoche y como no le ha sido imposible pegar un ojo, decide darse una ducha para recuperar en parte sus energías.
Escurriéndose silenciosamente del cuarto, entra a la parte de los servicios sanitarios que sí son comunes y, como en los clubes, se trata de un gran salón en el que hay una sección de lavabos, otra de retretes y en el fondo, tras una espacio de percheros y bancos donde cambiarse, un ambiente azulejado en el que existen hasta veinte duchas.
Entrando directamente a este último, cuelga su toallón en un perchero y se dirige a un rincón en el que ha comprobado, el agua, por alguna razón misteriosa, sale más fuerte y caliente. Luciana sabe que para combatir el calor, nada mejor que una ducha bien fuerte, para que de esa manera, al salir de la misma, la temperatura ambiente resulte más fresca.
Abriendo la canilla mezcladora, dosifica el agua hasta obtener una calidez que, sin quemarla, dilate y limpie todos sus poros. Gratificada por las agujas calientes, se deja estar bajo el agua durante unos minutos para después, apoyándose en los azulejos para no resbalar, pasar una perfumada pastilla de jabón por todo su cuerpo.
La cremosidad y el perfumen activan alguna glándula traviesa que pone en sus dedos ansias de acariciar la piel sobre esa pátina melosa y, casi como en un reflejo condicionado por los casi dos meses en que no ha sostenido relación sexual alguna, deja que sus yemas exploren las familiares formas de su cuerpo. Conoce hartamente la comba en que sus pechos plenos expresan su sólida firmeza, pero le da placer comprobarlo en un suave sobamiento como de un delicado ordeñe que la lleva indefectiblemente a rozar las aureolas, esos medallones un poco más oscuros que la piel y que, al excitarse, adquieren un subido tono amarronado y se hinchan para elevarse como otro pequeño seno en cuya punta se yergue el grueso y corto pezón.
Ella sabe que al rozarlos con la palma de las manos en forma circular, los pezones trasmiten a su zona lumbar un escozor que reconoce como el prólogo de una de aquellas calenturas que la ciegan y, conocedora de la tranquilidad del lugar, se da la oportunidad para tratar de calmarla. Ya no son las palmas, sino los dedos que sabiamente van estrujando las carnes para que luego las uñas se centren en el rascado a las aureolas y cuando estas se proyectan hinchadas, pulgar e índice son quienes se apoderan de los pezones para rotarlos entre sí para finalmente retorcerlos en un alucinante ir y venir.
El involuntario movimiento pélvico con el que remeda a un coito, hace a una de las manos deslizarse por el vientre hasta arribar al diminuto triángulo de vello púbico que parece indicar la ubicación del sexo. Sin abandonar la torsión de la mama a la que ha añadido el filo de las uñas hundiéndose en ella, el dedo mayor ubica al largo tubo carneo del clítoris y frotándolo suavemente, va logrando su endurecimiento para después introducirse entre los labios mayores y arribar al óvalo, que recorre en acariciantes toques.
El calor que surge desde el fondo del pecho ha resecado sus labios y la punta húmeda de la lengua los moja mientras los dientes se hincan sobre el inferior para reprimir los gemidos complacidos en tanto clava su cabeza contra la lisura de los azulejos. Los dedos soban y estrujan los frunces de los labios menores hasta que un dedo se lanza en ciega exploración hasta la entrada a la vagina y luego de estimularla en morosos círculos, se introduce en ella a la búsqueda de aquella protuberancia que, en la parte anterior gatilla su más hondo goce.
Inmersa en esa masturbación, se paraliza cuando cree escuchar pasos. Efectivamente, con ese eco propio de los grandes ámbitos vacíos, el característico sonido de los borceguíes se escucha a lo lejos y en el velo provocado por el vapor que la rodea, alcanza a divisar a una mujer quitándose la ropa militar para después atravesar el cuarto hacia el mismo rincón donde está ella.
Todavía conmovida y turbada por la interrumpida masturbación pero con el brasero del deseo aun ardiente en sus entrañas, simula seguir enjabonándose y comprueba que quien se dirige hacia ella para luego abrir la ducha contigua es la sargento Gorenko. Tras un breve saludo, la suboficial se para estática y con los ojos cerrados por la concentración, recibe al fuerte chorro de agua helada lavando sus sudores.
Con esa curiosidad característica de las mujeres pero sin ninguna intención ulterior, Luciana observa a su superior; sabe que esa mujer que promedia la treintena es procedente del Chaco y ha heredado de sus abuelos ucranianos ese cabello rubio platinado casi inexistente de tan corto.
Luciana, como la mayoría de las integrantes femeninas de las Fuerzas Armadas, también ha adoptado ese corte de cabello casi varonil que las distingue de la larga trenza propia de las mujeres policía pero, en tanto que el de ella rodea armoniosamente su cabeza para permitirle adoptar distintos peinados, el de la sargento, como un hirsuto cepillo, se asemeja más al de una antigua actriz llamada Brigitte Nielsen y en la nuca y costados desaparece por efecto de un reducidísimo rapado.
Por lo demás, ese corte no desmerece los finos rasgos de su rostro pero contribuye a acrecentar la apariencia varonil de la militar. No es que sus maneras sean bruscas ni descomedidas, pero su estatura que debe sobrepasar el metro setenta y cinco y la fortaleza que irradia, hacen que, sin severidad ni autoritarismo, sus órdenes sean obedecidas al pie de la letra.
Sorprendida por el contraste que produce la desnudez, la muchacha comprueba que ese cuerpo que bajo el basto uniforme de campaña aparenta ser rudamente sólido, tiene sí la fortaleza de los atletas pero sus formas son armoniosamente gráciles. Lo musculoso se dejan adivinar bajo la piel como un recio entramado pero exteriormente esa pálida tez propia de las eslavas muestra una suavidad aterciopelada y sus formas son armoniosamente plenas; los pechos, muy similares a los suyos pero con esas rosadas aureolas de las rubias verdaderas, exhiben dos puntiagudos y casi blancos pezones, en tanto que el abdomen se hunde sin adiposidad alguna hasta el vértice de la entrepierna, desprovista totalmente de vello púbico, en tanto que los fuertes caderas sostienen la prominencia redondeada de los glúteos.
Súbitamente, se da cuenta de su descarado examen y, dándose vuelta, prosigue enjabonándose pero por los espejos consigue vislumbrar que la mujer ha salido de su quietud para comenzar a imitarla. A sólo dos pasos, ambas continúan con el baño pero ahora, al moverse en distintos ángulos, sus miradas se cruzan y es finalmente la sargento quien rompe el silencio con un ocioso comentario de cuanto bien hace una ducha en esos días y especialmente para ella que acaba de abandonar una guardia de doce horas.
Con el hielo ya roto entre superior y subordinada, se dejan llevar en concisos comentarios sobre la vida en el cuartel hasta que la mujer se interesa en las marcas que el duro entrenamiento ha dejado en su cuerpo, diciéndole que ella posee una crema que contribuirá a que los hematomas desaparezcan rápidamente. Interesada especialmente en la apariencia amoratada de un golpe que Luciana tiene en el omóplato, la mujer se aproxima a tantearlo y el roce de sus dedos fuertes pero suaves, provocan en el vientre aun activo de la muchacha un fuerte escozor.
El estremecimiento no pasa inadvertido para la chaqueña quien, sin prisa alguna, sigue deslizando los dedos por zonas que ya no están golpeadas pero que a su paso se conmueven en casi indetectables contracciones nerviosas. Luciana está como paralizada y aunque a sus veinticinco años no se cocina al primer hervor, siempre, tal vez desconfiando de sí misma, ha rehuido tener contacto físico alguno con mujeres.
Ahora, posiblemente en una alquimia natural, confluyen el calor climático con el que provee el agua hirviente y el que, merced a sus propias manipulaciones, cuece sus entrañas. Con tímida inmovilidad y emitiendo ya un leve jadeo irreprimible, deja hacer a la sargento para sentir como aquella recorre voluptuosa sus dedos sobre la piel lubricada por el agua y cuando finalmente ambas manos ciñen su cintura para aproximarla a ella y los rotundos senos rozan su cuerpo, un hondo suspiro escapa de su boca y el vientre se contrae sorpresiva y violentamente en un espasmo de deseo.
La chaqueña la supera en quince centímetros y Luciana siente como aquella aproxima la boca a su nuca al tiempo que las manos invaden al pecho para asir entre ellas los palpitantes senos. Todo eso opera mágicamente en la muchacha y como si un conjuro desatara sus músculos, se relaja blandamente contra el elástico cuerpo de la mujer quien, sin dejar de acariciarle los pechos, busca hacerla dar vuela la cabeza para hundir su boca en la suya.
Las ansias reprimidas de Luciana le hacen abrir los labios para no sólo permitir la entrada sino buscar también la lengua de la otra y, en tanto las dos se enfrascan en recíprocos besos, la mano aventurera de la chaqueña se pierde en el bajo vientre para recorrer perentoria la hendidura del sexo y hundir dos dedos acariciantes en la vagina. Ese contacto inflama los rescoldos que dejara encendidos en sus entrañas y ahora es ella la que se restriega lujuriosa contra el cuerpo espléndido de su superior.
Murmurándole lindezas al oído, la mujer se desprende de ella y tomándola de una mano, la guía hacia una puerta que se abre en el cuarto de los lavabos y que las lleva directamente al cuarto de la sargento cuando está de turno. En casi todos los cuarteles hay suboficiales que, por ser oriundos del interior y carecer de familia próxima, adoptan a ciertas dependencias como propias y Ana, dedicada cien por ciento a su vocación, ha hecho del cuarto su vivienda permanente, permitiéndole estar al tanto de todas las actividades de la unidad y la vez satisfacer sus necesidades sexuales con las aspirantes, dado su acceso directo tanto a los dormitorios como a los sanitarios.
Totalmente turbada, confundida y estremecida por la pasión despertada por la ucraniana, Luciana se encuentra dentro de un cuarto que no desdice su condición castrense; mezcla de dormitorio con despacho, contiene un escritorio con sus sillas, contra una pared un largo sillón y tras la división virtual de un armario metálico, una cama prolijamente armada.
La privacidad del cuarto parece haber exacerbado la excitación de la mujer y apenas cierra la puerta, toma entre sus brazos a la sí excitada pero a la vez aturdida Luciana para buscar su boca casi con desesperación. Las bellas facciones de la chaqueña alucinan la imaginación de la muchacha y alzando oferente su boca, experimenta el placer de sentir sus labios envueltos por los de esa dúctil boca e, inconscientemente, envía la lengua a trabarse en incruenta lucha con la otra.
Esta vez y en tanto la mujer la estrecha entre sus brazos, Luciana lleva sus manos a acariciar la excitante tersura del cortísimo cabello y ambas sienten como sus pieles aun mojadas se pegan para que los senos se aplasten y restrieguen recíprocamente. El perverso duendecillo escondido en el fondo de su mente, siempre ha cuestionado ese rechazo que se auto impone con respecto a otras mujeres, seguramente porque conoce de su incapacidad para resistir ciertos impulsos de su cuerpo y mente que no maneja.
Ahora, está convencida de que él es quien ha trabajado en ella para provocarle la vocación de estar casi recluida en un lugar en el que las mujeres, dóciles, pero fuertes y vigorosas, no ocultan una sobrentendida inclinación a lo masculino. Desde lo más profundo de su vientre, siente crecer un calor nuevo y diferente, distinto y mejor a cualquiera que haya experimentado con hombres o dándose satisfacción a sí misma. Un burbujeo festivo corre por sus venas y los pájaros asustadizos en sus entrañas se debaten en inacabables rasguños de sus alas y garras a cada músculo del cuerpo.
Eufórica por descubrir cuanto placer alcanza tan sólo en el comienzo de aquella relación lésbica, se abraza fuertemente a la chaqueña al tiempo que le susurra su felicidad junto a una procaz manifestación sobre la necesidad que tiene de sentirla plenamente. Empujándola apenas hacia atrás, Ana la hace apoyarse contra el escritorio de madera para ir recostándola contra el tablero, tras lo cual le eleva las piernas y encogiéndoselas hasta que rozan sus pechos, le pide que las sostenga así.
Inclinándose sobre ella y en tanto soba suavemente los senos, lleva su boca a dar delicadas succiones a los pezones como si fuera una bebé sediento y, tal como Luciana sabe que sucede con las mujeres que amamantan, esa ccalentura contribuye a endurecer los músculos de los pechos y a poner una angustiante sensación en el fondo de la vagina que las madres disimulan pero que a ella la hace prorrumpir en mimosos reclamos por más.
Aparentemente la sargento está dispuesta a tomarse su tiempo y deja a la lengua recorrer morosa la tensa globosidad de los senos para luego, en tanto una mano soba y estruja amorosamente las carnes, volver a envolver entre los labios al grueso pezón, pero esta vez hay un acento de urgencia en la presión de las succiones y mientras la muchacha se retuerce lujuriosamente sobre el escritorio, los dientes colaboran con un delicado mosdisqueo juguetón que paulatinamente va incrementándose hasta que, al tiempo que los dedos retuercen sañudamente al otro, se clavan en la carne para tirar como si quisiera comprobar su elasticidad.
Luciana no puede creer lo que la está haciendo gozar la chaqueña y experimentando los primeros síntomas de lo que se traduce habitualmente en ella como una abundante eyaculación multiorgásmica y, ocasionalmente, en un verdadero orgasmo, le reclama a Ana que la haga acabar y esta, sin dejar de solazarse bucalmente en los senos, lleva su mano derecha a la entrepierna para hundir dos de sus dedos en la vagina e iniciar una deliciosa penetración en la que los dedos encorvados escarban el interior de la vagina en tanto la mujer le imprime a la muñeca un movimiento giratorio, con lo cual socava totalmente al sexo.
Paradójicamente, Luciana siente que la rubia mujer le está haciendo experimentar esas cosas como ningún hombre lograra hacerlo y no sólo en su columna y nuca se instala la aguda punta de un puñal, sino que su vientre parece bullir con calores y sensaciones nuevas mientras en su cabeza semejan estallar multiplicidad de fugaces luces rojizas. Ella sabe que eso constituye el preámbulo de uno de sus deseados pero infrecuentes orgasmos y, apoyando los muslos sobre los hombros de la ucraniana, se da impulso para que su sexo adquiera el ritmo que le propone la mano y en medio de ahogadas expresiones de júbilo, siente a los colmillos de los duendes tironear de sus músculos hasta hundirlos en el caldero del vientre para experimentar el alivio de los ríos internos al derramarse por la vagina y escurrir entre los dedos de su amante.
Comprensiva y cariñosamente, Ana continua por unos momentos con tiernos chupones a los senos mientras desparrama acariciante las espesas mucosas por el sexo, esperando que se aquieten la fuertes contracciones espasmódicas del vientre de Luciana.
Todavía sumida en la modorra que la invade siempre luego de un orgasmo, presume que aquello no ha terminado pero permanece sobre la mesa a la espera de lo que hará la mujer, la cual y aunque ella no es precisamente liviana, la levanta en sus fuertes brazos la llevarla hasta el largo diván y depositándola en él con infinito cuidado para que quede sentada y apoyada en el respaldo, se sienta a su lado para abrazarla en tanto busca la boca con la suya y manosea tiernamente los pechos todavía conmovidos.
Luciana no está acostumbrada a que después de acabar su pareja quiera reiniciar inmediatamente las acciones porque, habitualmente, después de su alivio, los hombres caen temporariamente en un profundo letargo. Claro, también comprende que Ana no ha tenido su orgasmo y además sabe que en las mujeres los tiempos son distintos y muchas necesitan tener otro acople inmediatamente detrás del primero para alcanzar plenamente su satisfacción.
En todo caso, Ana está haciendo maravillas con su boca y las manos en los senos han reavivado las ascuas del vientre y, dispuesta a hacer cuanto la mujer le proponga, se deja estar mientras responde a sus besos e instintivamente, busca con las manos la plenitud de esos senos hermosos. Las yemas de sus dedos desconocen todo lo que se refiera al contacto con la piel de otra mujer y, aunque ella no lo imaginaba, la tersura y el calor de los pechos trasmiten a su zona lumbar un nuevo cosquilleo que se traduce en la súbita sequedad de su garganta.
Emocionada como un chiquilina, transforma las caricias en un cuidadoso sobar al tiempo que le murmura entre besos a la mujer que quiere poseer sus senos, pero la chaqueña tiene otros planes y, enderezándose para hacerla acostar a lo largo del asiento, se coloca sobre ella en forma invertida; Luciana es una ferviente practicante del sesenta y nueve y cree que la mujer va a ir directamente al grano, pero sin embargo, la rubia valkiria hace descender la cabeza sobre su pecho para reiniciar aquellos gratificantes recorridos de labios y lengua en los alrededores de las aureolas.
Ella comprende inmediatamente cuál es la idea y asiendo entre los dedos las oscilantes peras que cuelgan sobre su cara, imita a su amante; la sensibilidad de la lengua le dice que los rosáceos redondeles de las aureolas están cubiertos por abundantes gránulos sebáceos y el tremolar inexperto de su lengua la lleva a recorrerlas despaciosamente hasta que, los chupones que la sargento ejecuta en sus pezones, hacen que ella sea quien envuelva la puntiaguda mama para sorberla, primero con cuidado y luego, en su entusiasmo, con deleitado afán.
Nunca había imaginado cuanto placer podía producirle hacer eso y sabiendo que aquello es un círculo vicioso en el que el placer que recibe es proporcional al que se entrega a la otra persona y viceversa, con la idea fija de qué sucederá cuando llegue el momento de las entrepiernas, se sume en un alocado tiovivo de apretujones, caricias, besos, lamidas y mordidas hasta que percibe como Ana ha comenzado el descenso por el surco central de su abdomen.
La lengua de la mujer se escurre por la hondonada cubierta por ese finísimo vello imperceptible que tiene la piel femenina y los labios sorben tiernamente la saliva y el sudor acumulado en él, en tanto los dedos exploran las anfractuosidades musculosas del abdomen y el bajo vientre. Boca abajo, el torso de la chaqueña pierde esa apariencia de musculosa atleta y su comba hace a Luciana deslizar la boca acariciante por ella, detenerse a hurgar en el hueco del ombligo y, merced al movimiento descendente de Ana, acceder a esa zona que en ella cobija al oscuro vellón púbico y que en la sargento es una lisa explanada que deja ver, tras la invertida elevación del huesudo Monte de Venus, la abultada carnosidad de la vulva.
Su inexperiencia le dicta que se limite a imitar a la mujer y cuando aquella, al parecer remisa en acercar la boca, recorre acariciante los todavía humedecidos pliegues de su sexo, hace lo mismo para caer en la cuenta de que ese contacto le transmite las mismas sensaciones táctiles de cuando se masturba. Salvo el tamaño y la abundancia de los colgajos, el húmedo tacto le resulta similar y obedeciendo a un impulso irrefrenable, hunde sus dedos para rebuscar en el liso óvalo, detectar el agujero de la uretra y subir hasta el capuchón alzado del clítoris.
Finalmente y dando fin a esa exasperante espera, la lengua de Ana se decide y tras escarbar en el velloncito plumoso, escarcea sobre la protuberancia del clítoris para deslizarse decididamente a lo largo de todo el sexo. Excediendo a la vagina, tremola sobre el sensibilísimo perineo y luego estimula en húmedos embates el agujero del ano.
Las fornidas y torneadas columnas que son los muslos de la chaqueña, parecen incitar el deseo en Luciana quien, abrazándose a ellas, acerca la boca al sexo de una mujer por primera vez en su vida; a pesar de su calentura, la vista la impresiona un poco, porque en esa posición todo adquiere mayor dimensión y los labios mayores de esa vulva absolutamente falta de vello alguno, se muestran inflamados, rojizos y cada vez más parecidos a las dos capas de un alfajor gigante.
Ella conoce el sabor de su sexo a través de las felaciones que ha hecho a hombres después de que la penetraran, pero el aroma que exhala el de la mujer le está diciendo que este le resultará distinto. Los labios de Ana se han apoderado del clítoris y mientras lo succiona con verdadero fervor, estriega con los dedos y entre sí los labios menores de su vulva. Lo exquisito de esa caricia la excita de tal forma que, perdida ya toda repulsa, abre la boca y como una ventosa, la aplica al sexo de su amante.
En verdad, las fragancias y el sabor de esas carnes son absolutamente diferentes a las suyas y embelesaba por el dulzor que aflora tras la primera acritud, casi con desesperación, chupetea y succiona ávidamente todo el sexo y al sentir como los dedos de la sargento exploran la entrada a la vagina para introducirse en ella lentamente hasta que los nudillos los detienen, busca a tientas en la parte baja y, casi tímidamente pero con ferviente entusiasmo, mete a índice y mayor en el caldeado ámbito que la sorprende por su alta temperatura.
Ambas parecen haber alcanzado su nirvana y acomodándose suavemente hasta lograr un encastre perfecto, se dedican por largo rato a la inefable actividad de lamer, chupar y mordisquearse recíprocamente mientras los dedos se pierden en las profundidades de las vaginas, hurgando, escarbando, royendo, explorando y socavando las carnes con meneos y vaivenes cada vez más intensos hasta que en el paroxismo del placer, una y otra, casi a un tiempo, sueltan la impetuosa marea de sus líquidos internos para ir cayendo en mansos cariños en tanto de sus bocas brotan balbucientes expresiones de goce y pasión.
A pesar de no haber caído en la perezosa somnolencia habitual, Luciana cierra los ojos por unos momentos para luego entreabrirlos y ver difusamente como esa mujer que la ha hecho gozar de una forma tan vibrante e intensa como ningún hombre haya logrado jamás, busca algo en el cajón de una cómoda y acercándose, se inclina para besarla dulcemente en los labios a la par que le ruega mimosamente que ahora sea Luciana quien la complazca a ella.
Todavía extrañada por ese ruego y en tanto se pregunta cómo deseará aquella que la contente, ve como la mujer se acomoda sobre su entrepierna para colocarle diestramente un elaborado arnés. En realidad es una especie de portaligas a cuyo frente cuelga una copilla plástica de la cual surge un consolador y que es ajustada contra su Monte de Venus por medio de dos delgadas cintas con velcro que rodean sus nalgas. Silenciosamente acepta la colocación del artefacto y entonces comprueba que el interior de la copilla semi rígida, está cubierto por algún tipo de puntas o verrugas que restriegan suavemente el clítoris y gran parte de la vulva pero dejando expuesta su vagina y ano.
Lo que más la sorprende es el aspecto y tamaño del miembro que, superando largamente los veinte centímetros y de un grosor extraordinario, tiene todo el aspecto de uno real; con una ovalada cabeza al final de la cual se ve la profundidad del surco, el tronco exhibe profusión de anfractuosidades y venas salientes mientras que en la base que lo une a la copilla, un círculo de largas puntas elásticas lo rodea por completo.
Todavía azorada, obedece el pedido de la mujer para que se mueva hacia el ángulo que forman el respaldo y el brazo del sillón y ahí descubre la finalidad de aquellas verrugas en el interior, ya que al menor movimiento del erecto falo, estas restriegan en forma placentera sus partes más sensibles. Convencida ya que Ana la está haciendo acceder a un mundo del que ignoraba todo y que promete proporcionarle goces si fin, se acomoda como le sugiere la chaqueña y entonces ve como aquella se acuclilla sobre el asiento, con un pie sobre los almohadones y el otro en el brazo del sillón.
Inclinándose sobre ella, la aferra por la nuca y con la ávida ternura de la primera vez, se sume en una ronda de besos que progresivamente van incrementado su voracidad y cuando finalmente es Luciana quien gime ansiosa entre los labios, alza el torso para poner al alcance de su boca golosa la mórbida masa de los pechos. Sin siquiera pensarlo, en un reflejo condicionado, abraza a la mujer y mientras acaricia sus espaldas, busca con la boca los vértices de aquellos senos que con su temblorosa agitación parecen eludirla juguetonamente y entonces, decidida a satisfacerse en ellos, las manos los apresan como a una presa esquiva para que la boca toda se cierre en una ventosa sobre las oscurecidas aureolas y siente en su interior la dura presencia del pezón.
Los dedos de Ana se hunden en los cortos mechones de su nuca mientras la aprieta contra sí al tiempo que le musita todo el placer que experimenta. El chupeteo a los espléndidos senos alucina a la muchacha y en una refunfuñante protesta manifiesta su disgusto cuando la chaqueña se endereza para privarla de esa delicia, pero observa como esta se ase al borde del respaldo y flexionando sus piernas, va bajando el cuerpo hasta que la dilatada vulva toma contacto con la punta del erguido falo.
En tanto su mirada lujuriosa se pierde en la de la aspirante, Ana desciende lentamente y en la medida que el grueso falo se hunde en la vagina, sus ojos se angustian e inconscientemente hunde sus dientes en el labio inferior en clara demostración de que, a pesar del goce que le proporciona, el paso del miembro la hace sufrir. A pesar de ello, no ceja hasta hacer que todo él desaparezca en su interior y en tanto las flexibles puntas de silicona se hunden placenteramente en las carnes del sexo, la monda vulva comprime la copilla.
Luciana no es ajena a aquel dolor-goce, ya que las elásticas verrugas interiores se hunden contra el clítoris y los labios menores y, cuando la mujer inicia un suave meneo de las caderas, siente como si realmente la verga fuera una extensión suya. Es tan real esa sensación que, con su cara iluminada por una sonrisa de felicidad y en tanto afirma sus manos en las nalgas de Ana, eleva la pelvis en una corta imitación a un coito.
Dándose cuenta de que la muchacha está gozándolo tanto como ella, Ana afirma mejor sus manos al respaldo y flexionando más las piernas disparejas, da comienzo a un enloquecedor galope en el que combina el movimiento de arriba abajo, con el de adelante y atrás y un vehemente movimiento circular como en una frenética danza oriental.
Tan enajenada como ella, Luciana siente como las puntas restriegan su sexo como nunca la haya hecho mano alguna; alzando el torso, busca con su boca los senos que zangolotean levitando al ritmo de la jineteada y en tanto chupetea ansiosamente las mamas, los dedos que se clavaban en las nalgas, buscan a tientas en la hendidura entre ellas para estimular rudamente el ano de la mujer.
La cópula se extiende por varios minutos hasta que la sargento, fatigada por el ímpetu que imprimiera a la cabalgata y rodando de lado sobre el asiento, se coloca de rodillas y, con la fantástica grupa alzada, le exige broncamente a la muchacha que la penetre de esa manera. Con su sexo ardiendo por la intensidad con que la mujer se estrellaba contra ella, Luciana se incorpora y aunque aquella posición primitiva no le es ajena, se siente un poco intimidada por tener que asumir una actitud tan masculina; sin embargo, la entrepierna no le arde solamente por la acción física de las puntas sino por la terrible excitación que siente y la vista oferente de ese sexo dilatado, palpitante y abierto como la boca de algún monstruo alienígena de la cual emanan fluidos gotosos, le hacen acercarse a las nalgas poderosas y, asiendo el mojado falo entre los dedos, lo conduce hasta la entrada a la vagina.
En su afán por ser penetrada, Ana extiende las manos hacia atrás y abre invitadoramente las amplias cachas, pero ya en Luciana no habita temor alguno y sí unas ansias irrefrenables de poseer a su superior. Sólo la apabulla un poco el no saber hacerlo como debería en esa posición antinatural para una mujer y, flexionando un poco las rodillas, le imprime a su pelvis un lento empuje que va haciendo desaparecer el falo dentro de la chaqueña que, simultáneamente, proclama a la muchacha cuanta satisfacción le está dando al tiempo que la conmina a no cesar hasta que ella no se lo indique.
En la mente ya perturbada y confundida de esta, nada está más lejos que dejar de hacerlo y el hecho de sentir como en sus carnes se hinca el interior de la copilla, la pone frenética. Aferrando a la mujer por las caderas, hace que su cuerpo oscile adelante y atrás e, instintivamente, va encontrándole un ritmo a las penetraciones que a su vez incrementan las ansias que tiene ella por alcanzar su satisfacción. En realidad, no sabe realmente si eso es así, porque nunca ha tenido más de un orgasmo - y eso excepcionalmente - en cada relación, pero ahora es una sensación distinta la que experimenta y comprueba el por qué poseer a una mujer les otorga a los hombres esa actitud de omnipotencia.
Un sentimiento extraño de poder, de estar sometiendo y humillando por medio del falo a un ser que en ese momento se le entrega desvalidamente para su solaz, la hace figurarse todopoderosa y casi relamiéndose, hamaca su cuerpo cadenciosamente sobre el de Ana quien murmura apasionadas frases de contento y que, en un momento dado, despega el torso del asiento para alcanzar con su mano el consolador y apoyándolo contra su ano, le pide que la sodomice. Por un instante, Luciana queda como paralizada, no sabiendo qué hacer; ella misma nunca ha sido complaciente con su ano más que en tres oportunidades y aunque el sufrimiento ha sido menor al placer obtenido, ha sido remisa a practicarlo consuetudinariamente.
Pasando un brazo por sobre sus ancas, la chaqueña ha hundido los dedos en la vagina para desde allí arrastrar la abundante melosidad de sus mucosas hasta el ano que presenta a los ojos de Luciana su haz de esfínteres dilatados y barnizados por los jugos. Esta siente una súbita e imperiosa necesidad de hacer daño a la otra y, apretando la punta de la ovalada cabeza de siliconas contra la tripa, empuja con el sólo peso de su cuerpo y como si fuera resultado de un encantamiento, los esfínteres se dilatan complacientes para permitirle al falo penetrar hasta que la copilla y el aro de excrecencias se estrellan contra las nalgas.
La muchacha no puede dar crédito al placer sádico y perverso que forzar, menoscabar y humillar a Ana le provoca y, sacando fuerzas de donde ella misma no sospechaba tener, sodomiza en cruentos vaivenes al recto de la mujer que expresa en hondos bramidos su satisfacción por lo que está haciéndole al tiempo que anuncia la proximidad de su orgasmo. Aparentemente, el saber que con su sola penetración será capaz de hacer eyacular a una hembra tan curtida en esas lides como parece serlo su jefa, pone un propósito maléfico en Luciana y clavando groseramente sus dedos en la ingles de la mujer, la somete hasta que aquella estalla en agradecidas palabras de amor entre los gemidos ahogados de la satisfacción.
Sudorosa y agotada por el tremendo ejercicio, ella cae junto a la sargento y por un rato se pierde en las profundidades del sueño aunque en el fondo de su vientre titila el fulgor inapagable de su alivio postergado. Todavía adormilada, siente como la otra mujer, luego de haberla despojado del arnés, seca su cuerpo cariñosamente. Ella acepta ese tratamiento en medio de murmuradas palabras de mimosa complacencia y se sorprende cuando Ana la alza en sus brazos para llevarla a la cama.
Depositándola atravesada, con los glúteos justo sobre el borde y los pies descansando en el piso, se arrodilla frente a ella y levantándole las piernas abiertas, hace que las sostenga encogidas por los muslos. El escozor que arde en sus entrañas y, a pesar de no haber reaccionado totalmente, la hace obedecerla para gratificarse inmediatamente con la tibia frescura de lengua y labios de la mujer recorriendo los muslos.
Deambulando morosamente por las nalgas, se internan en el nacimiento de la hendidura y es la lengua la que, tremolando vigorosamente, estimula los fruncidos esfínteres anales para luego trepar sobre el perineo, alcanzar la entrada a la vagina a la que explora casi tímidamente y luego, empalada, subir a lo largo del sexo mientras dos dedos separan los labios mayores para que esta se deslice contra los frunces de los menores y arribe al arrugado capuchón del clítoris.
Cuando Luciana espera que la boca se apodere de la excrecencia, la lengua vibrante inicia el camino descendente hasta el ano y, desde allí, repite la maniobra tantas veces que es la misma muchacha quien le pide que no la torture más en esa espera que, aunque maravillosa, hace bullir aun más el caldero hirviente de su vientre. Contentándola, Ana hace que lengua, labios y dientes maceren fieramente al clítoris en tanto que, formando una tenaza con pulgar e índice, va introduciéndolos simultáneamente en la vagina y ano.
Nunca algo así le ha sucedido y no obstante, tal vez por el placer que le otorga la boca al someter al clítoris de esa forma, siente como el hábil movimiento de los dedos en la vagina y recto la elevan a un nivel de sensorialidad que jamás experimentara. Los dedos entrando y saliendo mientras se frotan entre sí a través de las delgadas paredes del intestino y la vagina, sumados a los mordiscos y fuertes tirones al clítoris, van sumiéndola en un estado de tan histérica desesperación que hacen decidir a su jefa que ya es suficiente de aquello.
Levantándose, se tiende sobre la muchacha y en tanto esta recibe los besos degustando con fruición el sabor de su propio sexo, en esos movimientos convulsivos con que se restriegan la una contra la otra, comprueba que la mujer se ha colocado el arnés.
Alta, rubia y fuerte como una amazona, Ana distiende su hermoso rostro en una espléndida sonrisa en la que deja ver toda la lujuria que la habita y colocando las piernas de Luciana contra sus hombros, acerca la pelvis y el consolador se apoya en la entrada a la vagina. Ella ve la angustia de la incertidumbre reflejada en los ojos de la joven y en un moroso, casi cruel empuje, el falo va penetrándola con irritante lentitud en toda su extensión.
A pesar de haber sido su portadora, Luciana no imaginaba la real dimensión de la verga y, aunque en sus años de activa práctica del sexo no se ha privado de nada y ha conocido los disímiles miembros de más de veinte hombres, ninguno de ellos ha tenido el largo, grosor ni la rigidez de aquel.
Un sufrimiento jamás experimentado la paraliza mientras el avance de la verga destroza los delicados tejidos vaginales pero, cuando el portentoso tronco y una vez transpuesta la débil barrera de las cervicales, inicia un lento movimiento de retirada, siente como si todo el goce junto explotara dentro de ella y alentando groseramente a la ucraniana, ondula su cuerpo para que se proyecte contra el miembro.
Satisfecha por el voluntarismo denodado de la aspirante, la sargento se aferra a los muslos para darse impulso y de esa forma inicia una cópula de la que la muchacha ni hubiera jamás imaginado participar. Como si fuera una defensa natural del cuerpo, el útero expele el lubricante de espesas mucosas y cuando el falo comienza a deslizarse con cierta comodidad por el canal vaginal, toda la congratulación de la joven se expresa en sus roncos ayes y gemidos.
Cuando está convencida del goce de esa nueva amante, la sargento va inclinando su torso y con él encoge cada vez más las piernas de Luciana hasta que cuando se apodera con sus manos de los oscilantes senos para estrujarlos rudamente entre los dedos, las rodillas de esta casi rozan sus orejas. En esa posición y mientras mira extasiada las bellas facciones de la mujer, Luciana siente como la verga recorre elásticamente su vagina con una intensidad que ella no hubiera supuesto soportaría pero que excede placenteramente todo cuanto experimentara hasta ese momento.
Paulatinamente y en tanto sus pieles van cubriéndose de una fina pátina de sudor, sus bocas y narices parecen competir en la exhalación de cálidos vahos en medio de los agitados jadeos y ronquidos que el cansancio provocado por la cópula pone en sus pechos y entonces, enderezándose, Ana va colocándola de costado para que, con una pierna encogida y la otra estirada sobre sus hombros, el sexo quede totalmente expuesto a las penetraciones y al consiguiente estregar de las puntas en todo su derredor.
Verdaderamente, la mujer va haciendo ingresar a la joven a regiones que pasan de lo espantoso a lo sublime y cuando aquella cree que ha alcanzado el éxtasis y permanecerá en él hasta la obtención del orgasmo, la primera va más allá y el ciclo virtuosamente malsano se reinicia. Esa posición de lado le parece sensacional y es tal el frenesí que le provoca, que abraza la pierna encogida para poder roer y chupetear su rodilla mientras la mano busca autónomamente su entrepierna para estregar vigorosa al clítoris.
Luciana se extasía en ese cometido al tiempo que de su boca brotan groseras palabras por las que alienta a su amante a romperla toda en medio de repetidos asentimientos y esta cumple con sus reclamos; haciéndola colocar arrodillada boca abajo, le abre las piernas en un triángulo perfecto para luego penetrarla tan profundamente que las nalgas empapadas de jugos vaginales, chasquean ruidosamente por el choque con la charolada copilla plástica.
Casi arrepentida por haberla incitado a aquello, esa mezcla de dolor-goce la hace clavar los dedos en la tela de las sábanas e hincar los dientes en ellas pero ella no sabe que lo más terrible y sublime está por llegar. Después de cinco o seis remezones poderosos en esa posición, Ana saca el falo de la vagina y aun empapado por la abundancia de los jugos, lo estriega de arriba abajo en la hendidura para estimular los tejidos del ano.
Súbitamente, Luciana comprende la intención y aunque su recto no es virgen, la idea de soportar semejante cosa se le hace inimaginable y, en tanto trata de escurrirse de debajo de la sargento, le suplica que no la sodomice. Esta muestra verdaderamente por qué tiene ese grado y a la vez la fortaleza que esconde debajo de la aparente sedosidad de la piel. Repentinamente masculinizada, ase a la muchacha por los cortos cabellos para alzarle la cabeza y cuando esta lo hace, le cubre su boca con su ruda mano y tirándole el cuello hacia atrás como si fuera a desnucarla, le dice roncamente que el juego se juega a pleno o no se juega.
Apabullada por la brutal respuesta de la mujer se maldice por haber accedido a ese sexo antinatural que sólo podrá traerle problemas, pero a la vez atemorizada no sólo por la actitud de quien le ha proporcionado en esas horas los placeres más auténticamente intensos sino también por lo que le espere en el futuro si desaira a su superior, deja de sacudirse y comienza a vivir el momento más traumatizante de su vida.
Acentuando la presión al cuello hacia atrás, la mujer apoya la otra mano sobre su zona lumbar para obligarla a arquear la cintura hacia abajo a la vez que con ese movimiento eleva su grupa. Farfullando quedamente, le pide que no la lastime ni la hiera pero ante eso la chaqueña deja oír una socarrona risita al tiempo que le promete que, cuando acabe con ella, será la mujer más feliz del mundo y a la vez, la más agradecida.
Con esa soltura que da la práctica, dejar caer sobre el falo y la parte superior de la hendidura una abundante cantidad de saliva y entonces, silenciándola con la mordaza de la mano, empuja suavemente y sus esfínteres parecen estrecharse más ante el miembro invasor.
Tratándola groseramente de prostituta zagüanera por la instintiva negativa, retira por un momento la cabeza de la verga y sin previo aviso, aprieta sobre el oscuro haz un vigoroso dedo pulgar que, con tal lubricación, se desliza dentro de la tripa hasta que la mano le impide ir más allá. Luciana se estremece ante esa penetración pero respira aliviada porque ese grosor le es soportable y, cuando Ana comienza a mover al dedo no sólo en un calmoso vaivén sino que lo dobla y gira dentro del recto, experimenta una sensación olvidada desde la época de su última sodomización, tres años atrás.
Al pequeño dolor por la distensión muscular, se agrega una inaguantable gana de defecar pero ella sabe que esa es una reacción normal del organismo y, verdaderamente, el placer acompaña al mínimo coito del dedo. Notando su relajación pero sabiendo lo que continua, la mujer afirma la mano sobre su boca y con la otra guía la cabeza del falo contra los ahora relajados tejidos para que el glande oval vaya introduciéndose entre ellos.
La penetración de los primeros centímetros no marca diferencia y, a pesar del dolor, la muchacha aguanta estoicamente pero el progreso del tránsito coloca en su boca un alarido que es sofocado por la mano de la ucraniana. El dolor es pavorosamente inaguantable y a Luciana le parece que es hendida por una afilada espada que la atraviesa desde el mismo ano hasta escarbar con la punta en su cabeza. El bronco bramido excede la mordaza y en el cuarto resuenan los gemidos que van atenuando su intensidad conforme la verga penetra más y más en la tripa.
Sus diez años de experiencia sexual le han enseñado empíricamente que el placer siempre llega de la mano del dolor pero lo que el falo descomunal esta haciendo en el recto va más allá de todo lo experimentado. Una luz alucinante refulge rojiza en su cerebro y llega un momento en que el goce avanza sobre el sufrimiento, pero le es difícil discernir dónde comienza el uno o dónde termina el otro o si, simultáneamente, los dos la hacen experimentar tales emociones. La gruesa verga la ha penetrado por completo y gracias al impulso de Ana, las flexibles puntas de siliconas que la rodean, estimulan gratamente no solo al ano sino también al sensibilísimo perineo.
El inicio del movimiento inverso no le aporta ningún alivio y sí, le origina sollozos que se funden con complacidas risitas de alegría y de sus ojos, vaya Dios a saber respondiendo a cuál sentimiento, fluyen lágrimas que se deslizan hasta la comisura de los labios y que ella absorbe con deleitada fruición por el mismo origen de lo que las provoca.
Ya Ana está a la búsqueda de alcanzar un cierto ritmo e, impensadamente, es Luciana quien da a su cuerpo un leve balanceo que se acopla con el de la mujer y de su boca ya liberada, escapan palabras y frases que no hacen sino alabar y ensalzar a quien la esta haciendo disfrutar de tal manera.
Al observar como su subalterna goza con lo que le está haciendo, la sargento sube un pie sobre la cama y con la flexión de esa pierna, encuentra un movimiento de tal soltura que pronto encuentra su cadencia y aferrando a Luciana por las ingles, incrementa la profundidad y velocidad del acople. Realmente y tal como se lo prometiera, la chaqueña la ha introducido a un universo sensorial que la enloquece de placer y sintiendo como por todo su cuerpo se expanden calores, fríos, sudores, estremecimientos y escozores sin fin, menea frenética sus caderas al tiempo que, involuntariamente pero con ávida premura, una de sus manos se dirige a la entrepierna para estimularla con enardecida violencia mientras le suplica a la mujer que la conduzca a su más satisfactoria eyaculación.
En su demencial extravío, Ana ha decidido que ya es hora de encarar la recta final y después de pasar alrededor del cuello de la muchacha una larga bufanda de seda, la utiliza como rienda para darse ímpetu en las penetraciones y ante el placer enloquecido de la muchacha, comienza a alternarlas entre el sexo y el ano.
Luciana cree desmayar de tanto goce y sintiendo que en sus entrañas se gesta uno de aquellos anhelados orgasmos, lo proclama de viva voz y entonces la mujer, ase en sus manos cada punta de la bufanda para tirar de ellas, con lo que provoca una lenta asfixia en la joven que, sin embargo y ansiosa por probar aquella práctica oriental de la que a oído hablar maravillas, pone todo el peso de su cuerpo al servicio del estrangulamiento y mientras por su cuerpo se multiplican las explosiones luminosas que prologan su satisfacción, el traqueteo de la verga en su sexo y ano, más la progresiva falta de oxígeno, la conducen a experimentar la más sublime sensación de eufórica alegría al tiempo que en su mente estalla una luz de incandescente fulgor y, cuando ya cree estar al límite de su resistencia sin respirar, Ana suelta de improviso la chalina y la vigorosa entrada de aire fresco a sus pulmones ardientes, la conduce al más violento orgasmo de su vida.
Derrumbándose con ella en la cama pero sin sacar el falo de su sexo, la sargento la abraza desde atrás y juntas se mecen en un ralentado coito que finalmente las sume en la pequeña muerte del orgasmo.
Cuando el cielo va adquiriendo esa apariencia acerada del alba, Luciana se mete debajo de las sábanas de su cama a la espera que minutos después, el toque de diana le anuncie el inicio de otro día que, sin embargo, ya no tendrá la expectativa de su rutinario no hacer nada sino que supone la promesa de otra noche inigualable con Ana.