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El sexto día amanecí con la pija más gorda y dura que nunca: todavía humeante como cañón recién disparado. Una aguda molestia, que iba desde la base del tronco hasta la cabeza, era la consecuencia de las incontables pajas con las que me había dado el gusto de homenajear al imponente orto de mi hermana. A pesar del dolor, volví a leer los mensajes de Vale y a olfatear su tanguita: eso no ayudó. Sólo después de una ducha fría pude afrontar con dignidad la salida familiar que teníamos planificada para esa jornada.
Salimos luego del desayuno. La mañana transcurrió entre visitas a interesantes lugares turísticos de la ciudad y culminó con el almuerzo en un bonito restaurante; por la tarde dominaron los divertidos paseos en el parque. En todo momento Vale se dirigió a mí de forma dulce e inocente, como la Vale que yo conocía, tan diferente a la otra, a la nueva, a la putona. Era increíble cómo podía ser tan puta cuando me enviaba esos sucios mensajes al celular y tan candorosa cuando me trataba en persona. Era inconcebible que primero me regalara una de sus tangas para que me pajeara hasta morir y luego me mirara a los ojos como si fuera la más inmaculada de todas las hermanas mayores.
Había dos posibilidades: la primera era que una personalidad alternativa (trastorno de identidad disociativo creo que le dicen) tomara el control de su mente en ciertos momentos. Su lascivo comportamiento podría ser una forma de liberar sus deseos reprimidos; esos que bien podrían emerger desde el interior de una esposa y madre aburrida de su honorable cotidianeidad. O quizá, sencillamente, se había vuelto puta muy a consciencia. ¿Estaría fingiendo ingenuidad delante de su esposo para que éste no advirtiera lo zorra que era? En cualquier caso, estábamos ante una mente verdaderamente siniestra. En cuanto a mí, me costaba sostenerle la mirada y traté de evitarla en todo momento.
Pasé toda la toda la tarde disfrutando de mi sobrino y eso me sirvió para despejar un poco mi agobio. Ver al pequeño Francisco corriendo en el parque, desbordante de inocente alegría, logró despojarme momentáneamente de mis pensamientos infernales: mi pija necesitaba un poco de paz. Sin embargo, yo sabía que los demonios ejecutores de mis dulces tormentos sólo estaban descansando; que pronto retornarían, y con más furia que antes.
Volvimos al caer la tarde y nos aprontamos para una cena especial: mi última cena en familia. Durante la velada, Ernesto mencionó el episodio de la noche anterior en la puerta del baño y el asombro que le causó mi reacción desesperada ante una urgencia fisiológica.
Miré a Vale por el rabillo del ojo y me pareció detectar una sonrisa maliciosa en su hermoso rostro. Intenté cambiar de tema rápidamente, pero mi cuñado insistió: aseguró que era cosa de familia pues a su dulce esposa solía ocurrirle lo mismo en algunas ocasiones. Finalizó su comentario con una carcajada.
En ese momento me atreví a mirar a mi hermana a los ojos por primera vez en todo el día. Ella me devolvió la mirada y me hizo un gesto de pucherito, inclinando levemente su cabeza hacia un costado y transformando su boca en una sensual trompita. Esto me calentó sobremanera.
Más tarde, cuando ya todos nos habíamos retirado a nuestras habitaciones, los demonios retornaron:
“Te gustó mi pucherito de trola, bb?
“Apuesto que sí… jajaja”
“Cuántas pajas llevás con mi tanguita?”
No puedo decir que no esperaba sus mensajes. No sólo los esperaba, sino que los deseaba. Respondí sin vacilar:
“Me encantó tu trompita sexy, hermanita. Y desde que me regalaste la tanguita no he parado de pajearme imaginándome cómo te queda”
Como era previsible, ella fue un poco más allá:
“Mmm… qué lindooo!... En quince minutos asomate a la puerta de mi cuarto, bb. Quiero que me veas cogiendo con Ernesto. Voy a estar pensando en vos”
Era increíble. ¡Quería que la espiara mientras cogía con su marido… pensando en mí! El morbo había escalado a nivel leyenda. Conté hasta 900 y me dirigí hacia el lugar de la cita. Lo hice con extremo sigilo. La puerta de la habitación estaba entreabierta –calculé que la putita había tomado la precaución de dejarla así para facilitarme las cosas–, y aunque la abertura no era del todo generosa como para permitirme ver con claridad lo que ocurría en la pieza, los sonidos provenientes del interior me dieron ostensibles señales de acción. Empujé lentamente la puerta hasta dejar una hendidura lo suficientemente pequeña como para no ser detectado pero lo suficientemente grande como para poder observar lo que estaba ocurriendo en el lecho matrimonial.
Vale estaba desnudita –en cuatro– sobre la cama. Mis ojos la contemplaron enteramente y confirmaron que estaban ante la hembra más hermosa y sensual que yo había visto en mi vida. Su culazo en pompa, bien redondo, parecía una obra de arte: un verdadero homenaje a la perfección. Mi afortunado cuñado, arrodillado detrás de ella, la embestía con ganas. Ella, con los ojos cerrados y bien aferrada al respaldo de la cama, arremetía su humanidad hacía atrás desbordante de energía, haciendo que su candente y húmeda concha se devorara con desesperación al pequeño pene de su marido. Pensé que ese culo merecía una buena pija y no el mísero pedacito de carne que le podía ofrecer mi microfalosómico cuñado. No obstante, ella parecía disfrutarlo.
Allí estaba la putita de mi hermana en acción. ¡Qué hermosura, por Dios! Su piel lucía suave, tersa, resplandeciente. Afiné mi oído y pude escuchar sus silentes jadeos, al igual que el chapoteo rítmico del choque genital. Aún recuerdo –como si lo estuviese viendo ahora mismo– el momento en que mi cuñado la tomó del pelo y se lo jaló con fuerza hacía atrás. Vale quedó con su rostro ligeramente apuntando hacia arriba producto del tirón. En esa posición, abrió su boca e hizo emerger una larga y rosada lengua, con la que primero ejecutó unos lujuriosos serpenteos al aire y luego se relamió varias veces sus gruesos y colorados labios.
Me calenté tanto que salí disparado por el corredor; lo hice al mismo tiempo que Ernesto anunciaba su culminación entre discretos gimoteos. Corriendo en puntas de pie, me dirigí velozmente hasta mi habitación, tranqué la puerta y me hice una paja monumental.
Rato después la perra volvió a escribirme, tras lo cual se suscitó el intercambio de mensajes que trascribo a continuación:
Vale: “Me espiaste, pendejo?”
Yo: “Por supuesto, hermanita. No sabés cómo me pusiste. Sos bien perra, cogés como una puta! Pensaste en mí?”
Vale: “Obvio, bb!!! Cerré mis ojos y pensé en vos todo el tiempo. Ayer soñé que estábamos desayunando y de pronto vos me agarrabas de los pelos, me ponías boca abajo sobre la mesa, me bajabas la calza, me arrancabas la tanga y me metías la pija en la cola delante de mi marido. Qué culeada que me dabas, por favoor! Por suerte Fran no aparecía en el sueño, si no nunca te hubieras animado, jiji”
Yo: “Por Dios, Vale, qué lindo sueño! Qué morbo!! Y qué hacía tu marido?”
Vale: “Al ver que yo empezaba a gozar como una yegua quedaba como pasmado. Entonces vos le decías: ‘lo siento cuñadito pero el culazo de tu mujer necesita una pija de verdad’. Luego yo le decía: ‘mirá y aprendé cómo se satisface a una hembra, boludo’, allí él sacaba su pijita y se pajeaba mirando cómo me hacías el orto, jiji”
Yo: “OMG!!! De verdad te gustaría que te diera unos cuantos pijazos en la cola en frente de tu marido, nena?”
Vale: “Me encantaría, bebé. No hay nada que me caliente más. Quiero ser tu putita y que él lo sepa, que sea su castigo por dejarme con ganas”
Yo: “Se quedó con muchas ganas mi putita?”
Vale: “Tu putita está que arde... Mandame una fotito de tu pija, porfi!!!”
¡Era el colmo! ¡Cada vez estaba más puta! Me encantó. Sin pensarlo demasiado encendí la cámara de mi celular y tomé varias fotos de mi enfierrada verga. Luego observé las imágenes y no pude evitar sentirme orgulloso: mi herramienta lucía enorme y poderosa, erguida como un obelisco y surcada por gruesas venas; hinchada a punto de explotar; y es que le sobraban razones para hacerlo. Envié mis fotos y la conversación prosiguió:
Vale: “Qué pedazo de pija que tenés, pendejo hijo de puta! Igual que en mi sueño. Me mojé todita!!”
Yo: “Te gusta, bebé? Cuando quieras es tuya"
Vale: “Siii! La quiero toda para miiii!! Decime qué me harías, estoy re caliente!”
Yo: “Primero te llenaría de besitos esas nalgotas hermosas que tenés, y te lamería bien el ojete hasta hacerte temblar de calentura. Después te metería toda mi pija en la cola, como te gusta… y te llenaría de leche toda esa carita de ángel… ufff”
Vale: “Mmm… te gustaría que me tragara toda tu lechita?”
Yo: “Me encantaría, puta hermosa… te embadurnaría de leche de pies a cabeza”
Vale: “Ay, nene, qué chanchito que sos. Me gusta. Me hacés sentir muy putita!”
Tras ese último mensaje me llegó otro con una imagen adjunta. Era un primerísimo plano de ese orto precioso, musa de todas mis pajas:
“Quiero que te pajees con mi culazo y me mandes fotitos, amor. Quiero ver tu lechita derramada en mi honor”
De más está decir que accedí a su pedido; y en tiempo record. La imaginé con el culito para arriba posando para la selfie mientras su marido dormía a su lado y no pude hacer otra cosa más que agarrarme bien fuerte la verga y sacudírmela nuevamente hasta vaciarla por enésima vez. No habrían pasado dos minutos cuando ya le estaba enviando las fotos de mi caudalosa acabada, de mi verga chorreante y de su tanga lila bañada en semen. Su respuesta fue inmediata:
“Mmm… qué delicia, amor! Quiero ese vergón en mi cola. Quiero tu lechita en mi pecho y en mi boquita”
Urgente tomé mi celular y, con firme decisión, tipeé el siguiente texto:
“Vení a mi habitación ahora! Esta noche te voy a romper el orto, hermanita!!”
Pero no lo envié. Me acobardé a último momento: mi dedo pulgar repiqueteó a gran velocidad sobre la tecla de retroceso hasta no dejar ninguna huella del mensaje. Diez segundos más tarde lo escribí nuevamente y nuevamente lo borré. Estaba desesperado y confuso y demasiado caliente. Quería cogerme a mi hermana sin más demoras, pero no me animaba a dar el paso adelante hacia el abismo. Para colmo escuché pasos en el corredor y creí reconocer en ellos el andar de Ernesto. Este hecho dio impulso a mi definitivo paso hacia atrás.
Me fue imposible conciliar el sueño en mi última noche entre esas cuatro paredes: blanca prisión para mi lujuria. Sólo pensaba en cómo hacer para garcharme a Vale antes de mi inminente partida. ¿Y si no volvía a verla por otros dos años? Debía buscar la forma de deshacerme de mi cuñado, aunque fuera por un rato, y darle a mi hermana la cogida de su vida.
A la mañana siguiente me levanté cansado, ojeroso, con los ojos inyectados en sangre producto del mal dormir. Con mi verga implorante de carne fraterna bajé a desayunar. Vale estaba en la cocina con mi sobrino y –por supuesto– mi cuñado. Cuando lo vi tuve la triste certeza de que retornaría a casa sin hacerle el orto a la muy puta.
Partimos cerca del mediodía. Casi no hablé de camino a la estación. Aunque mi silencio bien se podría haber interpretado como típica tristeza de fin de vacaciones, me figuré que Vale sospechaba que mi desconsuelo era en realidad pura resignación. Ella lucía sonriente, radiante, como de costumbre.
Y el momento de la despedida llegó. Luego de un eterno agradecimiento a mi cuñado, me encargué de llenar de besos y mimos al pequeño Francisquito. Guardé el último de mis abrazos para Vale. Ella lo retribuyó con efusividad: se la notaba completamente emocionada. La ternura de su abrazo dejó en evidencia, una vez más, aquel intrigante contraste entre ángel y demonio que aturdía mi mente. Ante esa dualidad, me hubiera encantado conocer en persona al ser demoníaco que me había vuelto loco de calentura con sus mensajes obscenos y sus atrevidos regalos, pero solamente en nuestro escondite secreto y virtual habíamos podido dar rienda suelta a nuestra pasión prohibida; fuera de él, la fastidiosa ubicuidad de mi cuñado había resultado un verdadero obstáculo para nuestros impúdicos propósitos. Yo estaba convencido de que ese era el único sostén de la fraudulenta fachada angelical de mi hermana, de sus aparentes alas blancas.
Pero no quería partir sin despedirme de mi otra hermana: la indecente, la puta incestuosa que me había calentado la pija en las narices mismas de su marido; y precisamente así era como iba a despedirme de la zorra: delante los mismísimos ojos de Ernesto. Entonces tomé mi celular y le envié el siguiente mensaje:
“Adiós putita hermosa, voy a volver a visitarte pronto y te voy a dar la culeada de tu vida. Pensá en cómo deshacerte del cornudo de tu marido”
Luego la observé con ansiosa curiosidad: quería ver a la puta solapada rompiendo su puritana coraza exterior y escribiendo la concupiscente respuesta; pero ella no tomó su teléfono. Su omisión no me sorprendió; después de todo, era lógico que lo tuviera en modo silencioso. Ya tendría tiempo para responderme más tarde, cuando estuviera fuera del rango visual de su inoportuno esposo.
Instantes antes de abordar el tren, rubriqué mi despedida con una última ronda de ceremoniales saludos. Allí me fundí en un último abrazo con mi querida Vale, lo que me sirvió de excusa para apartarla unos metros de su marido y susurrarle al oído:
–Te envié un mensaje.
Ella me miró algo sorprendida:
–¿Un mensaje? –me dijo.
Yo asentí con mi cabeza en forma temerosa, como presintiendo algo terrible. Ella me contestó con una blanca sonrisa:
–¡Ah!… Ernesto tiene mi cel...
Tras decirme esto, le pidió con urgencia el teléfono a su esposo. Éste caminó unos pasos y se lo entregó –no tuve el valor para mirarlo a los ojos, aunque su actitud indiferente me hizo suponer que no había visto el mensaje–. Completamente congelado, observé cómo mi hermana chequeaba la bandeja de entrada de su cel. Fueron unos segundos eternos hasta que ella volvió a hablarme con tono risueño, alternando su mirada entre la pantalla del celular, su marido y yo:
–Últimamente lo usa más que yo; lo tiene casi todo el tiempo. Yo le pregunto si es para controlarme; si tiene miedo que le mande mensajitos a algún amante, jaja. Pero, si es por mí, se lo regalo. Ya sabés de mi aversión a estos aparatitos, jiji.
Che, no tengo mensajes nuevos –me comentó luego, extrañada– quizá te equivocaste de contacto. ¿Qué me querías decir? Todavía estás acá, podés decírmelo personalmente –me dijo sonriendo.
Entonces giré lentamente mi cabeza hasta hacer contacto visual con Ernesto. Sus ojos me estaban esperando y, cuando se cruzaron con los míos, una sonrisa diabólica se dibujó en su rostro. Unos dientes que parecían afilados colmillos relucieron en la oscura claridad del mediodía. Yo, con unos ojos enormes que terminaban de comprenderlo todo, volví a mirar a mi hermana y le respondí con voz apagada:
–Nada importante… bobadas.
Completamente aturdido, agaché mi cabeza y corrí por el andén hasta la puerta de abordaje al tren. Una semana antes mi maleta me había perseguido a los saltos hasta recibir el cálido cobijo de mi familia, y en ese momento lo hacía en dirección opuesta, en busca del cobijo de una fría máquina de metal.
Por fin respiré aliviado: en cuestión de minutos estaría huyendo de aquel infierno a 250 kilómetros por hora. Sin mirar atrás.
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