~~Inmediatamente después de salir por la puerta giratoria de aquel moderno hotel empecé a sudar. En la ciudad de Bangkok el bochorno es casi líquido, ¡eso cuando no es la época de los monzones y la humedad se transforma en lluvia torrencial! A este atributo de la ciudad, hay que sumar un segundo igualmente perturbador: su caos. O, siendo sincera, el caos visto desde los ojos de una turista occidental, como yo. Pero no tengo que reprocharme nada por ser turista, como parecía que pretendiera Eugenio, mi marido, cuando ponía pegas a la mayoría de visitas que yo le proponía con la excusa de que ver aquello era cosa de guiris. ¡Pues claro que era cosa de guiris; ¡a hacer de guiris precisamente habíamos venido nosotros! De modo que aquella tarde, por segundo día consecutivo, tomé la decisión de aventurarme sola por aquella exuberante ciudad mientras él se tumbaba en la cama haciendo zàping por los canales internacionales como preludio para empezar a roncar. Porque esta era otra: yo me hubiera quedado con él a hacer la siesta pero, por favor, aliñándola con algún preliminar tan caliente por lo menos como el día que hacía, ya me entendéis. Pero no, últimamente el señor se comportaba conmigo más frío que un cubito de hielo. Al darle el beso de despedida, probé un último intento acercando mis grandes pechos para que bailaran dentro de la holgada blusa a la altura de sus ojos, por si me devolvían a la vida mi maridito; pero el muy sinvergüenza me lo agradeció con un indisimulado bostezo. Creo que si en aquel momento hubiera decidido agarrarle el paquete con la mano no habría encontrado más que el trozo de tergal horroroso de aquellos pantaloncitos que se había comprado acompañado de su queridísima mamá . Por lo tanto, decidí emanciparme de un marido pitopáusico y enmadrado y salir a la calle, con una guía en una mano y un parasol en la otra, decidida a comerme la ciudad de Bangkok. No pretendía deambular a ciegas. En absoluo. Yo soy muy planificadora, de forma que el día antes había releído todas las guías y prospectos que llevábamos y había establecido el objeto de mi salida: Non Ri, el templo del surtidor divino, un exponente secundario de la arquitectura tai, pero que al leerlo enseguida había atraído mi atención por los monjes que lo habitaban, llamados igualmente del surtidor divino. De ellos se contaba que eran capaces de no cambiar su postura meditativa durante días y días, ni siquiera para comer. Se decía que ejercían un control absoluto sobre su cuerpo, como absoluta era también su indiferencia ante los placeres mundanos: según el autor de Rutas por el Bangkok oculto , saqueos, guerras, revoluciones, de todo había llegado hasta las salas de aquel templo sagrado sin que ni el más novel de sus monjes parpadeara un ojo. La verdad es que me picaba la curiosidad por conocer a esos hombres ¿acaso podía llamarles hombres? , tan capaces de controlar hasta las necesidades fisiológicas más elementales. Me imaginaba algunos aspectos de su mundana indiferencia; ¡Deben de ser como mi Eugenio! , me decía a mí misma, con sorna. En estas cavilaciones me encontraba cuando oí a un muchacho flacucho, un conductor de Tuk tuk, que no paraba de gritarme y gesticular. Aun cuando yo no entendía el siamés no cabía duda de lo que quería, que subiera a su mototaxi para recorrer la ciudad. Y eso hice. Me acomodé al Tuk tuk y el hombrecito puso la directa con un estrépito de mil demonios, supongo que para no desentonar con el bullicio general. Desde mi asiento veía la ciudad como una pantalla de cine: hombres y mujeres ajetreados, gritándose, empujándose arriba y abajo, coches, autobuses, motos, bicicletas, muchas bicicletas, y algunos Tuk tuk como el nuestro; edificios ultramodernos compartiendo acera con palafitos malsanos, grandes avenidas de cuyos extremos se ramificaban calles sombrías y sinuosas que desembocaban al mar. Al cabo de unos minutos, el trote del mototaxi me produjo un sueño dulzón. Me esforzaba por mantener los ojos abiertos; no se trataba ahora de imitar a mi maridito. Habría estado bien echarnos una siesta de las completas pero el muy soso. ; estaba claro que yo, lo que necesitaba, era un hombre de verdad. El templo de los monjes del surtidor divino debía quedar cerca, los monjes del surtidor divino, surtidor divino, divino, vino. . De pronto me sentí reavivada. Una ráfaga de aire fresco cosquilleó mi cuerpo. Bajé la cabeza y me vi vestida con una ropa que no recordaba haberme puesto antes de salir: una blusa escotadísima y semitransparente, y unas faldas que mis manos a duras penas lograron estirar hasta media rodilla. ¿Desde cuando yo iba tan extremada? La intuición de una presencia a mi lado hizo que levantara la cabeza enseguida para descubrir asustada que no era alguien en particular sino todo un gentío, decenas de ojos los que me escrutaban con voracidad. Hombres pero también mujeres, adultos pero también niños y niñas apuntaban sus ojos con lujuria, los unos a mis pechos, los otros subiendo muslos arriba. Volví a mirarme y entonces me di cuenta que, del movimiento del mototaxi, la blusa me había caído de un costado y exhibía la teta derecha, con el pezón bien erizado, no sé si por el aire fresco o de la excitación. Un instinto reflejo me llevó a bajar una mano y a meterla por la falda, no fuera caso que; ¡oh sí, lo era!, No llevaba bragas! ¿Cómo demonios había podido salir del hoel sin ponérmelas? Pero no tuve tiempos de pensarlo; manos grandes y manos pequeñas, manos delicadas y manos encallecidas me manoseaban por todas partes, ávidas de mi carne; los labios, el cuello, un pecho, el otro, la pierna, los muslos e, incluso, la entrepierna eran sitiados acariciándolos, sopesándolos, magreándolos, primero uno luego otro, conforme el movimiento del Tuk tuk, ahora inusualmente lento, me hacía pasar de unas manos a otras, poseída por todos sin que lo pudiera evitar. Mientras aquella multitud obscena empezaba a gemir, yo me iba abochornando toda, sentía humedecer mi coño y la cabeza me daba vueltas. Empecé a jadear, añadiéndome al coro de aquel obsceno ritual. De repente todo el mundo desapareció de mi vista, un frenazo brusco me hizo levantar la cabeza y entonces vi el templo ante mí. ¡Buff, salvada! Entré en el recinto sagrado sin mirar atrás a la lujuriosa muchedumbre. En la puerta, dos gigantescos elefantes de mármol parecían custodiar el edificio. Inmediatamente me encontré en un gran aposento únicamente bañado por una frágil claridad que penetraba por un lateral del techo. No había nadie. En un principio, el silencio era total; pero después de un instante percibí una especie de murmullo. Andé despacito en dirección a lo que parecía ser una fuente. Sí, exacto, justo lo que contaba la guía: estaba llegando a la fuente del templo. Según el librito de marras, se creía que el nombre del recinto y de los monjes procedía de aquel surtidor, aunque el autor insinuaba también una segunda teoría más maliciosa, otorgando a las palabras un sentido figurado. Y justo al llegar al pie de la fuente, detrás de ésta, lo vi. Era un monje, vestido con su característica túnica de color azafrán. Estaba sentado en posición de loto, inmóvil, como petrificado. Espontáneamente me salió un Y beg your pardon . Pero, claro está, fue una reacción completamente inútil. El individuo no se inmutó por mi presencia. Lentamente fui acercándome. En la semipenumbra en que se encontraba, me pareció un hombre de mediana edad, la cabeza rapada y una barbilla bajo los labios que le daba un aire burlón e interesante. Me agaché a su lado y le miré fijamente a los ojos, unos ojos preciosos, de color verde turquesa. Pero el monje estaba por Dios, no por los guiris. Se veía en seguida que la túnica ocultaba un cuerpo macizo, un pensamiento que me turbó teniendo en cuenta que aquel hombre debía dedicarse tan solo a la vida contemplativa. Con la impunidad que da mirar a alguien que no te ve, fui bajando la mirada por su cuerpo hierático hasta que la vista tropezó con su bulto. ¡Vaya sorpresa! Aquel monje tenía tensos todos los músculos, incluído aquél. De la túnica azafrán se erguía desafiante un Himalaya que parecía suplicar que la dejaran ver el cielo. Excitada como estaba todavía por el viaje con el Tuk tuk, no resistí la tentación de agacharme y acercar poquito a poco la mano hasta palpar ligeramente aquel pedazo de carne mientras le miraba a los ojos por si el hombre regresaba de su meditación. Pero no sucedió nada; bien, sí, una cosa, que fui aficionándome y mi mano no quería marchar. Acariciándola, descubrí la bragueta e introduje la mano. Tenía una polla caliente y gruesa y unos huevos gordos como si fueran a reventar. De repente decidí que quería ver aquella estaca de carne y la liberé por el agujero. Era preciosa: hinchada, rosada, inmensa. ¡Qué diferencia con la colita de mi Eugenio! Decidida, bajé la cabeza; quería lamer aquel caramelo. Abracé con los labios la punta del miembro y lentamente me lo fui tragando adentro, muy adentro. ¡Mmm! Ni que decir tiene que yo tenía la concha empapada. Mientras me comía aquel delicioso polo, me asaltó otra vez el temor de que aquel hombre santo regresara de su viaje místico. ¿Cómo no iba a darse cuenta de la mamada que le estaba haciendo? Me sobrevino un pronto de pudor, dejé su herramienta y me incorporé a cerciorarme que no hubiera vuelto en sí. Nada, estaba quieto igual que un buda. Nuevamente pensé en el soso de mi marido. Claro que entre los dos había una diferencia importante, más bien dicho, crucial: aquel monje tenía una polla de verdad y, encontrara él placer o no, la dejaba bien lista para mí. ¡Ya firmaría, yo, si a mi Eugenio no le importase que me pusiera encima para cabalgarlo mientras él, indiferente, hacía zàping! Se me presentaba, pues, una ocasión de oro. Y no la desaproveché. Me despojé de la blusa y los sostenes. Me desabroché la minifalda, que cayó al suelo, y habría ido directamente a meterme la verga si no hubiese sido porque, entonces, me encapriché por otra cosa. De pie tal como me encontraba, mi coño quedaba a la altura de su boca; no era que contara que el buda fuera a abrirla para lamerme, pero me daba no sé qué pensar en aterrizar mi vulva en su nariz, para que absorbiera mis aromas. Y esto hice. Yo no sé si él, en su estado, sentía el olor de coño; pero, para que os hagáis una idea de cómo estaba yo de caliente, os diré que yo sí que lo sentía. Estaba tan excitada que instintivamente refregué mi coño con su nariz, arriba, abajo, arriba, abajo. ¡Ostras! Pero quería una cosa más gorda dentro de mí. Me puse de cuclillas dándole el culo y le atrapé el miembro entre las nalgas. ¡Qué calentito! Moviendo las caderas, lo fuí encerrando en mi madriguera, que en aquellos momentos parecía un volcán en erupción. En otras circunstancias me lo habría metido lentamente para que no me lastimara, pero en aquel momento estaba tan excitada que quería la polla toda dentro inmediatamente. ¡Guauu! ¡Cómo la sentía! Fuera de mí, empecé a subir y bajar como un émbolo; arriba, abajo, arriba, abajo, más rápido, más rápido, sí, oh. , oh, ¡¡¡Dios mío, que me corro!!! Y todo fue mencionar la divinidad que entonces el volcán fue él: mientras me derretía como una loca invocando a la figura celestial, notaba como la leche de aquella polla me inundaba todo el coño. Nunca había notado una corrida como aquella. Aquello no era una polla humana, aquello era el surtidor de un auténtico Dios. La leche resbalaba por mis piernas, cuando me vino el segundo. Y aquella polla seguía todavía dura. ¡Aahh. todavía podría tener un tercero. ! Y entonces, no sé como, pero mientras tenía la polla dentro vi el monje ante mí, lo vi como pasaba de mirarme fijamente a guiñarme un ojo y a estallar en una risa cada vez más fuerte, ha, ha, ha, HA, HA, HA. Un instante después oí gritos en un idioma que no entendía, abrí los ojos y vi el hombrecito del Tuk tuk: Ma'am, please, Wake up! Finish, you understand? We have arrived! ¡Me había quedado sobada durante el viaje! Agobiada, di dos billetes de cien baths al chico y, sin esperar el cambio, me giré de espaldas ansiosa por ver al fin el templo. Pero del recinto sagrado y de los monjes no quedaba ni rastro; tan sólo había un descampado y, plantado en el medio, un cartel con la foto de la maqueta de un lujoso hotel, como el que nos alojábamos Eugenio y yo, y la frase, en siamés y también en inglés: We are building the Hotel Monks of Divine Jet . Inmóbil y recordando el sueño, sonreí por dentro; ¡al menos había descubierto a qué tipo de jet se referían!
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