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Los Gorribar (1)

ME LLAMAN TOM, ABREVIATURA DE TOMÁS. Nací en Donosti, de padre vasco y madre catalana, tan catalana que incluso se llamaba Montserrat. Viví en San Sebastián los doce primeros años de mi vida, hasta el atentado que le costó la vida a mis padres y a mi hermana Edurne. Ahora vivo en Vigo con mis abuelos paternos.

Fue mi pobre hermana Edurne, quien empezó a llamarme Tom Berenger, pronunciando el apellido a la inglesa y transformándolo en esdrújulo y no agudo como en español. Fue una broma, porque, según decía, yo era una fotocopia del actor norteamericano Tom Berenger, incluso en el tipo y la manera de andar.

Pero lo que empezó en broma terminó en serio; hasta mi familia me llama Tomy. Me pusieron éste nombre por mi abuelo paterno que se llama Tomás: influyó el nombre, que
duda cabe, y el hecho de que mi segundo apellido sea Berenguer, con acento en la última vocal.
Unas Navidades, Edurne, me sorprendió regalándome un póster del actor. Este póster fue el que acabó por rebautizarme. El espejo también me dice que si, que Edurne tenía razón, pero soy donostiarra en vez de norteamericano y estudiante en vez de actor.

No fui yo sólo el agraciado con las bromas de mi pobre hermana Edurne, también a mi hermanita pequeña la llaman Sharon en vez de Estíbaliz. Aquel mismo año que Edurne me regaló el póster, obsequió con otro a mi hermanita; el de una joven actriz que comenzaba a ser conocida en España: se llamaba, y se llama, Sharon Stone y se parece a Estíbaliz como una gota de agua se parece a otra.

Total, que somos una familia desconocida de conocidísimos actores. Al revés que a mi, a mi hermana pequeña le encantó desde el primer momento que la llamasen Sharon.
Ahora ya me acostumbré, pero al principio, me subía por las paredes cada vez que me
llamaban Tomy. Creo que fueron estos enfados míos los que influyeron decisivamente en
que me quedara el dichoso diminutivo.

Me molestaba y mucho porque, coño, la Tomy, o Tomy-Gun, era una metralleta que utilizaban los gángsteres ítaloamericanos allá por los años veinte y treinta durante la vigencia de la ley seca norteamericana, y yo pensaba que sólo había un paso de que me llamaran Tomy a que llamaran Tomy-Gun. Por fortuna no ocurrió así y sólo me llaman Tomy, lo que ya es suficiente desgracia; aunque más desgracia es llamarse como un amigo que tuve en Teruel al que bautizaron con el nombre de Cojoncio, que ya fueron ganas de tocarle los cataplines a la criatura.

Aunque soy vasco, no teman, no soy de la ETA, al contrario, si pudiera los enviaría al otro barrio a todos, como ellos enviaron a mis padres y a mi hermana Edurne.

El atentado estaba preparado sólo para mi padre, por haberse negado a pagar el impuesto revolucionario cuando se hizo cargo de la Presidencia del Consejo de Administración de “Acerías y Fundiciones Gorribar S.A. del abuelo; éste ya le había advertido varias veces que aquella negativa acabaría mal.

La mala fortuna quiso que, aquel día, Montse, mi madre, en vez de coger el BMW que utilizaba normalmente, tomara un taxi para ir a un desfile de modas en el que estaba interesada. Para no ir sola se llevó a mi hermana Edurne con ella. No fueron en el BMW porque el salón donde se realizaba el desfile quedaba a un tiro de piedra del edificio del Consejo de Administración de las Industrias Gorribar donde mi padre las esperaba. Habían acordado al mediodía que pasarían a recogerlo para regresar a casa.
El Jaguar de mi padre quedó hecho añicos a causa de la explosión, estampándose contra la pared de una vieja fábrica, en un amasijo de hierros humeantes y retorcidos.

Murieron ocho personas: el chófer, el escolta, mi padre, mi madre, mi hermana y tres viandantes, otras once ingresaron en los hospitales heridas de mayor o menor gravedad. Los etarras odian a los maketos porque no son vascos, pero cuando les conviene, se cargan a unos igual que a los otros. Por lo menos los catalanes no se matan entre ellos, no exigen impuestos revolucionarios a sus industrias y no matan a los charnegos por no ser catalanes; ¡Me río yo de la patria vasca!

El atentado ocurrió hace seis años, cuando mi hermana Edurne tenía quince, yo doce, y mi hermana pequeña acababa de cumplir los siete. Aquella noche de la tragedia, mi abuelo, el hombre más ecuánime y flemático que haya conocido jamás, se ciscó cien veces en la madre que parió a los hijos de puta de los etarras. Así, con estas palabras. Por supuesto, delante de las cámaras se comportó como quien era, todo un señor.
A partir de la muerte de mis padres y mi hermana, la vida cambió radicalmente para nosotros. El abuelo vendió las Industrias a una multinacional inglesa, y se llevó el capital fuera de las vascongadas. iOjalá lo hubiera hecho antes!.

Desaparecimos de Donosti y de
Euskadi y no desaparecimos de España porque el abuelo tenía propiedades en Galicia y allí nos fuimos a vivir, concretamente a Vigo. Pero basta de digresiones. No es la historia de mi familia la que quiero contar, sino la mía.

La noche que ocurrió la desgracia hubo un revuelo terrible en mi casa, tanto, que Estíbaliz no quiso dormir sola en su cuarto. Armó una trifulca de aquí te espero. A toda costa quería dormir acompañada con alguien y era comprensible. El miedo, como la viruela, es terriblemente contagioso.

Los mayores, demasiado trastornados por la tragedia, decidieron no contrariarla; me la endilgaron a mí sin derecho a voto. Los abuelos pensaron que, a causa de todo lo ocurrido, la pobre niña podría despertarse a media noche sola y asustada. Bien mirado no les faltaba razón, porque todos estábamos que no nos llegaba la camisa al cuerpo.

Según creían, conmigo no se sentiría tan desamparada. Por lo visto, según ellos, a los doce años yo era ya más aguerrido y valiente que Rambo, sin imaginar que a mi no me sobraba ni un gramo de coraje, pero debieron suponer que, siendo tan alto y fuerte, ella se sentiría no sólo acompañada si no también protegida. De modo que, me gustara o no, tuve que cogerla de la mano y correr hasta mi habitación arrastrado por ella, antes de que se la llevara el hombre del saco.

Me hizo colocar el cerrojo de seguridad para que no pudiera entrar ni el hombre ni el saco y, una vez lo vio pasado, comenzó a desnudarse con una rapidez tal que, antes de darme cuenta, estaba delante de mí como el día en que nació y sin pizca de vergüenza. Yo tampoco me atreví a decirle nada.

Le pregunté si pensaba dormir sin camisón y me dijo, con unos ojos tan espantados que daban lástima, que no podía ponérselo porque lo tenía en su habitación y no quería ir a buscarlo. Tampoco quería quedarse sola.

-- Bueno - le dije - pues por lo menos vuelve a
ponerte las braguitas. No es muy correcto que una señorita como tú, duerma desnuda como una yegua.
Yo tampoco era muy fino ni elegante que digamos.

Tuve que reconocer que tenía un cuerpo de anuncio televisivo, en el cual ya se insinuaban las fabulosas curvas que más adelante harían girar la cabeza a los hombres al verla caminar por la calle. Se puso las braguitas mirándome con sus grandes y rasgados ojos verdes demasiado brillantes para mi gusto. Esperaba que no se pusiera a llorar, porque, entonces, yo no podría aguantar las lágrimas mucho tiempo más.

Se puso las braguitas parsimoniosamente, moviendo las caderas como si las braguitas fueran dos tallas más pequeñas de la que necesitaba. Se metió en la cama de un salto y se tapó hasta la coronilla, como toda niña que tiene miedo.

Cuando casi estaba desnudo poniéndome el pijama vi, por el espejo del armario, que me estaba mirando muy interesada. Al darse cuenta de que la miraba con el ceño fruncido, volvió a esconderse bajo las sábanas.

Se había aguantado muy serena durante todo el día, pero cuando casi estaba durmiéndome la sentí sollozar desconsoladamente y se me hizo un nudo en la garganta. Me giré hacia ella, abrazándola y besando sus mejillas arrasadas de lágrimas, intentando calmarla, pero sin saber muy bien qué hacer para lograrlo. Se aferró a mí como si de ello dependiera la salvación de su alma. Una de sus piernas se incrustó entre las mías, y puedo asegurarles que ya tenía unos muslos como para quitarle el sueño a un difunto.

No sé como lo hizo, pero al acercarse más, su rodilla me dio un leñazo en ese sitio tan sensible que ustedes imaginan, que vi todas las constelaciones del Zodíaco una por una. Claro que fue sin intención, era una criatura al fin y al cabo, pero no por eso fue menos doloroso. Aguanté el dolor como pude y el contacto de su muslo entre los míos, me ayudó a soportarlo bastante bien. Váyase lo uno por lo otro.

No le di importancia y, pasado el dolor, continué acariciándole la espalda y sorbiéndole las lágrimas. Poco a poco se fue calmando y terminó por quedarse dormida. Entonces, solo y dolorido, lloré en silencio durante mucho rato, hasta que el sueño se apiadó de mi congoja.

No sé cuanto tiempo dormí, debió de ser bastante porque la casa estaba totalmente
silenciosa. Me desperté sin saber por qué, pero notando que tenía una erección de caballo de remonta.

Incomprensiblemente, tenía el pantalón del pijama en las rodillas, pero no era eso lo peor, sino que, sobre la erección, se cerraba la mano de mi hermanita. Creí al principio que durante el sueño ella la había puesto allí con un movimiento inconsciente del brazo. Me extrañó lo del pantalón del pijama, porque era la primera vez que ocurría, pero cosas más difíciles han sucedido.

Estuve a punto de pegar un brinco al notar que la mano se movía, muy despacio, muy lentamente, pero recorría le erección de arriba abajo una y otra vez como si quisiera estar segura de su forma y tamaño. La dejé hacer porque su respiración me pareció tan suave y acompasada como si realmente estuviera durmiendo, o quizá estuviera soñando. Como iba yo a suponer...

No, no estaba durmiendo ni soñando, porque sentí como lo apretaba con fuerza estirando de la piel del prepucio hasta dejar al descubierto la roja cabeza del dios Príapo. Cuando sus dedos acariciaron la satinada piel del glande, tuve que hacer un violento esfuerzo para no saltar como una rana. Fingí que dormía porque no deseaba abochornarla riñiéndole por lo que estaba haciendo. Incluso me puse boca arriba, como en sueños, por ver mi me soltaba. Ni hablar, la mano siguió aferrada a su asidero, aunque se inmovilizó durante unos segundos. La dejé seguir pues no sabía que hacer, y, para no mentir y ser completamente honesto con ella, debo decir que tampoco me desagradaba. Como es natural, el sueño me abandonó.

Seguí inmóvil y ella continuó con sus manejos durante unos minutos. Por un tiempo temí tener un orgasmo sin poder evitarlo. Logré contenerme. Pero, de pronto, uno de sus muslos pasó por encima de los míos con toda suavidad, tanta que, a estar dormido, seguramente no lo hubiera notado.

Lo que sí noté fue que no llevaba bragas y estaba seguro de que se las había puesto antes de acostarse. Sin embargo, cuando medio se recostó sobre mí lo hizo con tal precisión que su pequeño sexo imberbe, de carnosos labios, quedó justo encima de Príapo. Notaba sobre él los gordezuelos labios de su infantil vulva desde el pubis hasta las nalgas por donde asomaba la congestionada cabeza del dios.

De nuevo tuve que contenerme y de nuevo la dejé hacer lo que quiso, permaneciendo inmóvil. La quería tanto y era tan bonita que hubiera sido un cafre reprendiéndola por su comportamiento. Por otra parte, me decía yo, quizá sea una reacción psíquica ante tanta desgracia, pues no por jovencita dejaba de sentir y comprender como todos los demás.

Me preguntaba también como era posible que una criatura como ella, con una carita y unos ojazos tan inocentes, tuviera tanta picardía; creo recordar que, por aquel entonces, empezaba primaria.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16216
  • Fecha: 16-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.09
  • Votos: 78
  • Envios: 0
  • Lecturas: 3270
  • Valoración:
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