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El paisaje urbano se iba sucediendo a sus pasos y nuevas historias le surgían. Escuchó a un niño llorar y al instante su queja se ahogó con el pecho cálido de la madre. Creyó ver tras una ventana un hombre quieto y mirando al frente; un espectro al que sólo la noche permitía mirar al exterior. Un alma sin descanso que habitaba aquella sombría casa presa de la humedad y el abandono.
Sin tenerlo escrito en ninguna ruta, sus pasos se encaminaron a la carretera que atraviesa el pueblo, el lugar donde vivió de niño y donde ahora estaba la casa de Ana. Decidió pasar por la acera de enfrente. Desde allí se veía la casa completa. Un coche aparcado le sirvió de escaso parapeto para estar unos instantes mirando. Era como mirar el cofre de un tesoro. Entre aquellas paredes estaba la persona que más deseaba en este mundo. De repente, un destello opaco señaló el balcón que hay en el piso de arriba. Era el dormitorio. Pudo ver la silueta de Ana, tras las cortinas, cerrando los postigos para volver a dejar la casa completamente ciega. ¿Estaba sola? Este pensamiento le acompañaba cuando reanudó la marcha carretera arriba. ¿Cómo podría salir de la duda? Si llamaba por teléfono y estaba acompañada, se delataría enseguida. Un 50% es mucho riesgo. ¿Y si ocurriese algo en la calle que hiciera a todos los vecinos salir fuera? Demasiado aparatoso, además, él tendría que estar allí para ver quién salía. Recordó los tiempos en los que hacía travesuras. Entonces era capaz de poner en jaque a toda la vecindad llamando a las puertas de dos en dos con un hilo atado a los llamadores ¿Cómo cojones me vas a decir que han llamado a tu puerta si yo estoy aquí y no he visto a nadie? Aseguraba Ángela dirigiéndose a su vecina. o, aquella otra vez, que cambió las señales de tráfico que dejaron los trabajadores que arreglaban la carretera y desvió toda la circulación por la Cuesta de Pepino. Los camiones se veían literalmente negros hasta salvar el desnivel y luego se aventuraban por callejas estrechas dejando a su paso un rosario de santos que mejor no contar. ¡Aquellos eran planes! Casi siempre contaba con la inestimable colaboración de Alfonso Higueras, al que la risa producía un extraño comportamiento: se tiraba al suelo y sujetándose el vientre con las dos manos soltaba una carcajada sorda que al rato se convertía en una secuencia de carcajadas descontroladas.
De repente, reconfortado en aquellos recuerdos volvió sobre sus pasos y estuvo un rato de nuevo frente a la casa de Ana. Buscó en la basura una botella de detergente vacía. Un poco más abajo, junto al taller, no le fue difícil encontrar un buen trozo de alambre y una cuerda que cogió prestada de un Land Rover averiado junto al taller y con las puertas abiertas. Con la diminuta navaja de su cortaúñas, quitó el fondo de la botella y la cortó varias veces desde la boca hasta el final. Cuando hubo terminado, aquello parecía una brocha grande de tiras de plástico. Ató la boca de la botella a un extremo de la cuerda y el otro lo pasó por un ojal que había hecho en una punta del alambre. Esperó con los artes oculto hasta que el ventilador del aire acondicionado de la habitación de Ana se paró. ¡Ahora! Cruzó la carretera y pegó su espalda a la fachada de la casa para confundirse con la sombra de la fachada. Acompasó la respiración. Había calculado que el ventilador volvería a ponerse en marcha en unos tres minutos. Dio al alambre la forma de una gran curva y con bastante dificultad y sin hacer ruido, logró pasar el alambre por las barras de protección del ventilador. Una vez enhebrado en su destino, ya todo consistía en tirar del alambre y luego de la cuerda hasta que la botella quedase albergada en el interior de la máquina, junto a las hélices del ventilador. Tiró fuerte de la cuerda hasta romperla por donde la había atado para así no dejar rastro del sabotaje.
Volvió de nuevo a su escondite y esperó hasta que el ventilador volvió a ponerse en marcha. Efectivamente, cuando las aspas golpearon a gran velocidad el plástico, le pareció que todo a su alrededor se hundía. Diego agachó un poco la cabeza como temiendo que algo se le cayera encima. Me he pasado un poco en el volumen, dijo en voz baja. Al instante salió Ana atándose el cinturón el camisón. Muy nerviosa, pero preciosa. Miró el aparato y volvió a entrar para desconectalo. Afortunadamente aquél estrépito se hizo paulatinamente más silencioso hasta que definitivamente paró. Ana volvió a salir y contempló abatida las últimas vueltas de la máquina antes de volver a entrar en la habitación.
Está sola, ¡bien! Pensó saliendo de su escondite. Dejó que pasaran unos minutos, tomó el teléfono móvil y marcó el número que atesoraba en su memoria. El mismo que deseaba ver en la pantalla de móvil cada vez que este sonaba.
- ¿Por qué me llamas? Respondió Ana muy enojada, pero sin alzar la voz.
- He pensado que como estabas sola…
- ¿Y quién te ha dicho a ti que estoy sola?
- Un pajarillo.
- He pasado un susto de muerte. Estaba casi dormida y de repente se ha oído un ruido fuerte. Pensé que era un coche averiado que pasada por la carretera, pero cuando he salido al balcón he visto que era del aire y lo he quitado.
- Algo que se habrá atascado en la hélice.
- ¿No habrás sido capaz ?
- ¿Quieres que te lo cuente todo despacio? Su voz se volvió cálida.
- Sabes que no puede ser.
- Déjame solo esta noche, te necesito.
- Es lo que más me gustaría. Su voz se contagió de ternura. Pero no puede ser… podemos hablar un rato por teléfono.
- Estoy en la calle y tengo frío. Deja la puerta abierta y espérame.
- Nos van a coger.
- Tranquila, confía en mí. Esperaré hasta que me asegure que no me ve nadie.
- Estás loco.
- Loco por ti. Espérame unos minutos.
- Ten cuidado.
- Hasta ahora.
Volví de nuevo frente a tu casa, tras el coche que ya se había convertido en mi cuartel general. Serían las doce y a esa hora ya no se veía un alma. Las luces de las casas estaban todas apagadas. Mantenía mis sentidos en tensión, pendientes algo que delatara la presencia de alguna persona, pero no percibía nada. Estaba completamente solo. Apenas podía controlar los nervios, el corazón amenazaba ya con romperme el pecho cuando por fin me decidí. Conté hasta tres y en dos saltos, como una sombra en la propia noche, me filtré en tu casa por la puerta entreabierta. Una vez dentro, respiré más tranquilo. Al levantar los ojos vi que el cuerpo que más deseaba se me acercaba de puntillas, sin hacer ruido. En aquella penumbra, no podía ver con claridad tu cara. La luz de la cocina, a tus espaldas, me lo impedía. Sin embargo, adivinaba tu silueta.
Te abracé con ternura y firmeza a la vez. Mis manos se abrieron en tu espalda para ir fundiéndote contra mi pecho. Te notaba tensa, pero mis besos fueron relajándote. Cada poro de mi cuerpo sentía tu cercanía. Besé tu boca mientras te decía lo mucho que te quiero. Me bebí tu risa gota a gota. Mis manos se deslizaban en tu espalda hasta cogerte por las caderas y pegarte a mí apretando suavemente. Movía las caderas muy despacio, quería sentir la tierna redondez de tu pubis rozarse con mi pene. Mis dedos te apretaban y seguía besándote. Tenías los ojos cerrados y repetías mi nombre tan despacio, que a veces se quedaba pegado en tus labios, sin salir al aire. Adelanté una pierna hasta que se abrió paso entre las tuyas. Notaba la calidez de tus muslos apretando a la vez que tus caderas iniciaban un leve movimiento. Mi boca corría tu cuello en busca de los senos.
Nos acercamos al sofá y allí te recostaste. Un sujetador blanco separaba tus pechos de mi boca. Besé la tela hasta que los pezones se te marcaron redondos y duros como dos fresas. Los pellizqué con los labios mientras te desabrochaba el sujetador. Mi lengua te recorría. Cogía tus pechos con mis manos y me los llevaba a la boca para chuparlos y morderlos con mis labios, las manos me ayudaban a darte placer acariciando tus senos, tus costados y tu vientre.
Mi lengua rozaba tu vientre para notar sus leves contracciones. De nuevo se dirigió hacia tus pechos disfrutando de cada poro de tu piel hasta tropezar con un pezón. Lo dibujé con la lengua y lo chupé, llevaba mi lengua a lo más bajo de tu pecho para subir una y otra vez a la cima de fresa y morderla. Amasaba tus pechos. Poco a poco fui bajando por tu vientre que se elevaba para ofrecerme su parte inferior. Mis manos ya acariciaban el interior de tus piernas hasta llegar a rozar tu sexo.
Mi boca marcaba el delicioso camino de la parte interior de tus muslos, desde las rodillas hasta las ingles. Me acomodé de rodillas para el banquete y metí la cabeza entre tus piernas. Separé los labios con la lengua hasta que el clítoris me pidió que lo mamara. Mi boca frotaba tu abertura confundiéndose con ella. Una y otra vez te lamía. Intentaba penetrarte con la lengua. Con los ojos entreabiertos jadeabas y arqueabas la espalda para ofrecerte mejor. Mis dedos recorrían tus costados y tus pechos. Sujetabas mi cabeza para que no la apartara mientras tus quejidos eran cada vez más fuertes.
Te sentaste en el sofá y me pediste que me quedara de pie frente a ti. Pasaste las manos por mis muslos hasta llegar a mi erección. Poco a poco fuiste liberándome de la única prenda que me quedaba puesta. Notabas mi calidez en tu mano. La besaste muy despacio. Mientras la movías. Tu boca me fue llenando de caricias hasta que se endureció al límite. La mirabas fijamente Pasabas la lengua y los labios por su longitud. Luego, haciendo círculos con la boca alrededor del glande, la metiste dentro de tu boca. La chupabas, la rozabas en tus pezones, me mirabas y la volvías a la boca. No parabas de moverla. Estaba a punto de correrme.
Me senté a tu lado en el sofá y te tumbé echándome la espalda, te elevé un poco una pierna y la coloqué a lo largo de tu raja. Cuando bajaste la pierna quedó aprisionada y entonces comencé un lento movimiento de caderas al que enseguida te acoplaste. Notaba tu humedad.
- Hazlo ya.
Te tumbaste boca arriba y abriéndote las piernas, llevé la redondez roja de mi capullo a tu entrada que lo esperaba. Entré despacio, rozándote las entrañas mientras un guiño de placer se dibujaba en tu cara. Salía y entraba de aquel escondite cada vez más rápido. Tus jadeos y los míos iban aumentando. Tus pechos se balanceaban al ritmo de mis golpes. Contraías el vientre y gritabas hasta que quedaste rendida en un hondo quejido. Me derramé dentro de ti a borbotones, llenándote de una ternura cálida y espesa. Me derrumbé a tu lado y, abrazándote, quedamos mudos durante un buen rato.
(Continuará)
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