Lo que El Viento Devolvió.
Por César du Saint-Simon.
I
Dentro del elevador que venía bajando por los pisos pares del edificio donde yo residía estaba una mujer joven que no llegaba a los treinta, quien, a pesar de tener un aspecto fresco y saludable, era tan blanca que se veía casi transparente. Tan flaca que su nariz era su mayor prominencia, ya que era absolutamente plana por delante y plana por detrás. Tan alta que tenía que bajar la cerviz para pasar por la puerta. Y tan tímida que, con su gorro de invierno calado hasta los lóbulos de las orejas, los brazos cruzados sobre su pecho e incrustada en un rincón de la cabina, devolvió mi saludo matinal apenas bajando la mirada.
- Hace mucho frío ¿eh? Le comenté, buscando no solo su respuesta sino para averiguarme a mí mismo qué era lo que tenía ese extraño ser que me sobresaltó el espíritu y soliviantó mis apetencias carnales.
- Ajuumm. Nariceó, cerrando los ojos y apretándolos.
- Vamos a ver cómo estará el viento allá abajo, ¡porqué a mi apartamento le está golpeando un huracán!
- Es un frente ciclónico. Tremoló su voz baja, casi imperceptible, estremeciéndose y mirando al suelo.
- Disculpe ¿Cómo dijo? Que no le entendí. Le tanteé con malicia para procurar que repitiese su comentario y levantase un poco la voz y, tal vez, la mirada.
Salió como gata liberada de un oscuro cajón y un sucio pensamiento -y alguna conjetura indecente- debió haber cruzado por las mentes de la pareja de ancianos que estaban esperando el ascensor en la planta baja puesto que, viéndola salir así desenfrenada, me lanzaron, de arriba abajo, una mirada de censura.
Vi como, cuando llegó afuera, el viento la arrastró hacia la baranda de la escalera e hizo un gran esfuerzo para bajar hasta la acera y perderse entre los transeúntes. Yo quedé lleno de curiosidad y un desasosiego erótico me recorrió el cuerpo y pulsó en mis partes venéreas.
Una inclemente tormenta cayó sobre la ciudad y sus habitantes nos impusimos un toque de queda, ya que las autoridades recomendaban salir solo en casos de extrema necesidad o urgencia. Me dispuse a bajar a una reunión de inquilinos para hacer un inventario de nuestras necesidades más apremiantes y procurar ayudarnos unos a los otros y así evitar tener que salir a buscar algo que algún vecino pudiese ceder o canjear a otro, minimizando así los riesgos de andar por esas calles mientras durase el mal tiempo.
- ¡Hola! ¿Cómo está? Salió tan apresurada ayer del elevador que no me dio tiempo a presentarme. Le dije con entusiasmo y alegría a la nerviosa gacela que vivía en alguna parte por encima mi y, mientras me sentaba a su derecha, le extendí mi mano y continué diciéndole: “Mucho gusto... mi nombre es César du Saint-Simon, vivo en el diez derecho y estoy a sus ordenes para cualquier cosa que necesite.”
- ¿Du Saint-Simon? Contestó preguntando y quitó la mirada. De seguido, poniendo cortésmente la punta de cuatro largos y delgados dedos enguantados en la mano que le extendí, agregó hablando atropelladamente pero con voz dulce y sensual: “A mí también me da mucho gusto conocerlo... Señor Saint-Simon. Soy Silvia Sofía Le Moulè” Y retiró el leve roce de aquella parte de su mano y la escondió en su axila.
- No la había visto antes, es nueva en el bloque ¿verdad? (Asintió con la cabeza) ¿porqué le llama la atención mi apellido? (Se sonrojó y dio un leve suspiro) Mire, tengo en el horno una pierna de carnero asándose y voy a descorchar un buen vino tinto que es una lástima tomarlo solo. ¿Quiere acompañarme? Le invito a cenar y me cuenta cómo se siente aquí... (aceptó afirmando y mirándome brevemente con sus enormes ojos verdes) ¡Bien! Entonces la espero a las nueve ¿le parece bien? (Ahora negó) ¿a las diez? (Negó con más fuerza) ¿Antes entonces? (Movió afirmativamente) ¿a las ocho? (Afirmó vehementemente con una sacudida de su torso) ¡Hecho! A las ocho nos vemos en mi casa ¿de acuerdo?
- De ocho a... once. Puntualizó con voz cálida e intrigante.
- ¡Está bien! Como usted quiera. De ocho a... once. Le contesté tratando de remedar la calidez e intriga de su horario de cita.
Me despedí de mis vecinos poniendo a la orden mi despensa y me ofrecí para llevarle al apartamento de la ancianita “mente sucia” media docena de huevos que ella requería para sus desayunos y los de su marido, el otro “mente sucia”.
II
Con puntualidad inglesa tocó a la puerta. Aunque en el pasillo había baja temperatura, ella llevaba puesta solo una blusa de mangas de seda color Rosa Vieja que dejaban ver que no era tan “plana por delante” como me la imaginé la primera vez que la vi, ya que dos deleitables protuberancias del tamaño de unos limones se alzaban orgullosamente entre los pliegues que, estimulados por el frió, sus pezones se erguían con desfachatez hacia mi rostro. Un impecablemente bien planchado pantalón de lino azul oscuro con el cierre por atrás, que no detallaba sus largas piernas, ni ninguna “barriguita”, ni realzaba algún trasero, si encuadraba unas anchas caderas -el yunque de la creación- que denotaban que ya estaba parida. Unos zapatos negros de tiritas con tacón alto, la alzaban aún más por encima de mi cabeza y más aún por encima del quicio de la puerta. En su conjunto era elegante, sensual, exótica y me excitaba. Traía en sus manos un frasco de vidrio transparente, herméticamente cerrado y a medio llenar con una sustancia negra y viscosa, el cual me extendió ofreciéndomelo mientras bajaba su torso para entrar y bajaba un poco más para darme un beso de salutación en la mejilla.
- Es petróleo venezolano. Me dijo con desaprensión y sin ninguna clase de timidez, al tiempo que se adentraba con soltura en el recibidor.
- ¡Gracias! ¡Esto es lo que yo llamo un obsequio original! Bienvenida. Ponte cómoda y siéntete como en tu casa. Le dije añadiendo los convencionalismos de rigor de todo buen anfitrión.
- ¿Qué se le puede regalar a un Saint-Simon que éste ya no tenga? Preguntó a modo de comentario mientras pasaba al apartamento, caminando sensualmente, mientras miraba la decoración.
- Siéntate, ponte cómoda. Le ratifiqué señalándole el sofá.
- No creo que pueda ponerme cómoda. Para ponerme cómoda y sentirme como en mi casa tengo que desnudarme y... no estoy lista... todavía. Me soltó esa mientras se arrellanaba, como felina en su cesto, en el centro del mueble de cuero negro que lo imaginé haciendo total contraste con su blanca palidez.
- El estar vestido es la inminencia de la desnudez. Nuestros ancestros se vestían por necesidades climáticas, luego algún avispado hizo un buen trueque por una piel y allí comenzó una fabulosa industria. Le comenté como si tal cosa, para demostrarle que no me intimidaba y luego le ofrecí mientras me ponía la gabardina para salir a buscar la botella afuera: ¿Quieres Champaña? Está enfriándose en la terraza.
- Como tu quieras, pero yo no saldría a la terraza si fuese tu. Lo menos que te puede pasar es que quedes empapado, si antes no te parte un rayo o te lleva el viento. Ven, siéntate aquí a mi lado. Me recomendó mientras acariciada un cojín de piel de Oso Polar que estaba a su lado, lanzándome una mirada fatal.
Obedecí inmediatamente y fui hasta ella con el caminar un tanto ridículo para que no se me notase la erección que me estaba provocando. Hablamos poco con la boca, nuestro lenguaje gestual bastaba. Cuando ella paró de jugar con su copa y la cambió por mis cabellos, mi mano acarició su mentón constatando su lozanía y la atraje hacia mi boca. Y mis dedos juguetearon con los botones de su blusa. Abarqué con calidez un seno. Nunca antes había agarrado toda una teta con una sola mano... y estaba tan dura como mi pene. Se estremeció exquisitamente. Metió sus largos dedos entre mis cabellos y me atrajo hacia ella, hacia su pecho, como un cefalópodo engullendo a su presa, mientras inhalaba mucho aire y pasión, que exhaló con un placido gemido cuando lamí, con deleitable dilación, sus traslucidos y enhiestos pezones. La lasitud de sus largas y níveas piernas me permitió separárselas, haciéndole poca resistencia a mis manos entre sus muslos, hasta tener ante mi vista, bajo la prominencia del hueso pélvico, la cuca más delgada, nacarada y larga que yo haya visto en mi vida.
-Eres única y especial. Sí tuvieses un lunar por alguna parte, no serías tu. Le dije a ella, hablándole a su cuca con franca intimidad.
-¡No me mires así, que me da vergüenza! Me suplicó con una generosa sonrisa, al tiempo que dejaba caer una mano en sus entrepiernas.
-¡Es verdad! Tu cuerpo es tan terso y delicado y tu piel tan blanca que los lunares no tienen lugar en ti. Le aseveré mientras me reclinaba para besar la mano que se interponía en el acceso a sus intimidades.
Lamí y besé el níveo y extenso territorio de sus muslos, de su pubis, de los delgados y azulinos labios vaginales y saboreé sus insipientes jugos íntimos. Aspiré sus excitantes aromas y exhalaba lentamente frases cargadas de lujuria que la inflamaba. Su clítoris era, como toda ella, largo y delgado. Al apretarlo con mi lengua contra el paladar y succionarlo, le causó unos espasmos vaginales que mis dos dedos, introducidos en su túnel de amor, respondieron eufóricos hurgando hacia lo profundo de su caverna. Sus expresiones entrecortadas, sus quejidos y su mirada que no miraba, anunciaban que había liberado los últimos rastros de timidez que le quedaban. Estaba conmigo, pero estaba transportada a la cima del clímax. Chupé con más ahínco y mi mano que no la fornicaba buscó su boca y mis dedos fueron sorbidos, lamidos y aprovechados con avidez. Acariciándose sus pináculos mamarios y, exprimiéndolos con sacudidas orgásmicas, intensificó la ondulación de sus caderas y desde el interior de su vientre llegaron las convulsiones del sublime renacer en vida, del dolor que no sufre, del ardor que no quema. Con su feminidad al máximo y su indefensión totalmente expuesta, clamó por su vida, imploró que la llevase ha por más éxtasis y me juró sumisión absoluta. Continué sorbiéndola con fanática desesperación y gimoteaba al retorcerse sin control ni dirección. Me aferraba la cabeza aprisionándola con manos y piernas, y suplicaba piedad e interrupción del espléndido castigo que la acribillaba. Se encorvó. Se tensó más. Paró de respirar y me apretó con la fuerza del orgasmo que le venía. Una tórrida lamaza incolora, salobre, con un lejano olor a marisco manó de su fuente vaginal, impregnando mi rostro y la piel de Oso Polar donde había asentado sus grupas. Eran las once en punto. La cita para conocernos había concluido. Comenzaba el tiempo de los amantes.
III
Con el transcurso de los meses mi apartamento se convirtió en el cuartel general para de nuestras prácticas sicalípticas. En su morada, en el piso doce, no podíamos estar, ya que ella vivía con su hijo y su abuelita; Una vieja beata, taciturna y amargada, de la edad de un dinosaurio que, con su giba deambulando por todos los ambientes de la vivienda, veía el pecado en cada acto y en cada posesión de su nieta, amenazándola constantemente con la ira de un Dios intolerante y vengador, creado a su imagen y semejanza en los resquicios de su mente enferma. La aparente timidez de Silvia Sofía se derivaba de la perturbada actitud moralista de la vieja, la cual le provocaba una ira y frustración enormes, que se convertía en un ensimismamiento de su personalidad, que solo un tratamiento afectuoso y sexual, como el que yo le proporcionaba, la estabilizaba emocionalmente, dejando aflorar sus verdaderos rasgos existenciales en general y su ninfomanía en particular.
Cuando iba sorpresivamente a verme y caía sobre mí diciéndome una sarta de frases lascivas, lujuriosas e impúdicas, segregando libidinosas fenormonas y, con su furor uterino desatado e incontinente, significaba que había estado aguantando la perorata de la vieja. Entonces yo obraba sobre ella propinándole sucesivos vergajazos para que, a manera de “primeros auxilios” le llegase un orgasmo que la sosegase mientras que, ya “internada” en mi habitación, le daba un “tratamiento completo” que la compensaba y le permitía seguir con su rutina habitual.
Nuestros vínculos se fueron cimentando y nuestra relación sexual se tornó gratificante, terapéutica y... creativa.
Una vez, durante el invierno que siguió al que nos conocimos, inventamos jugar al “Gourmet”, que consistía en que, a quien le correspondiese de por vez, presentaría el menú de prácticas sexuales que desarrollaríamos en esa tanda. Así, por ejemplo, ella me presentó una minuta escrita en pergamino que decía esto:
Saint-Simon/Le Moulè
Restaurant
LE MENÚ
Entradas.
Exploración anatómica olfativa.
Felación profunda, arrodillada en posición de sumisión ante mi Señor.
Plato del día.
Penetración tradicional con doble orgasmo uterino
y eyaculación entre las glándulas mamarias.
Postres.
Degustación seminal.
Fricción de piernas con comunicación subliminal.
...Y disfrutamos mucho de ese menú.
Por mi parte otra vez le presenté la siguiente lista:
Saint-Simon/Le Moulè
Restaurant
LE MENÚ
Entradas.
Masturbación simultanea, mutua y conjunta apoyados en las plantas de los pies.
Chupe de tetas con sabor a limón.
Estimulación auditiva con procacidades, insolencias y groserías.
Plato Principal.
Penetración profunda exploratoria del punto”G”
con piernas sobre los hombros y contacto genital total.
Postres.
Vodka ruso, caviar y Champaña rosada.
Besos, caricias y amapuches.
Paladeó su profusa insalivación y se llevó una mano al hueso pélvico -donde debería estar el Monte de Venus- mientras leía la propuesta del día. Dejó caer el papel y se dirigió, dando largas zancadas, hasta la cocina de donde volvió con medio limón en su mano el cual se pasaba por todo su torso ya desnudo, aproximándose a mi con picaresca sensualidad y con la mirada fija en mi enhiesto leño. Se metió a la boca dos de sus largos dedos y luego los bajó a las entrepiernas, perdiéndose estos de mi vista tras la pantaleta. Yo escupí en la palma de mi mano y me puse frente a ella dándome lentos manotazos, rozando el glande con la tela y sintiendo el movimiento de su mano activada en su clítoris. Mi cara, a la altura de sus pechos, se restregó en su limonada libidinosa y atrapé con mi boca el sabor de unas tetas ácidas en su dulce y dura excitación. Empezamos a decirnos insultos bobos y las consabidas groserías, entretanto ella me daba un singular pajazo con la parte anterior de su amplia mano hacia mi pubis y levantaba una pierna, apoyándola en la mesita de vidrio al centro del salón, para facilitarme el acceso a su vulva. Me llamó Gay, Maricón e Impotente. Yo le dije Lesbiana, Puta Barata y Transvestista. Todo esto nos causaba hilaridad y desafiaba nuestro hedonismo. Pero cuando le dije: “Nieta-de-puta-cochina-siete-leches” Viró los ojos para atrás, poniendo la mirada en blanco y cayó de rodillas, aullando lastimeramente en un profundo orgasmo que la postró por varios minutos.
Al reanimarse y volver en sí, de inmediato desplegó sus largas y desenvueltas piernas, las elevó y las abrió pornográficamente mostrándome desvergonzadamente las otrora “vergüenzas” de sus intimidades, y me incitaba, moviendo en círculos sus caderas, a que mi ciclópea erección se insertase en su apremiado vientre. Totalmente enardecido y con la sangre en burbujas, apoyé mis manos y rodillas sobre la alfombra hasta ponerme en posición de carnívoro al acecho. Me le aproximé calculadoramente y en el momento oportuno salté sobre ella lanzando mis manos a la cavidad de sus rodillas, empujándole las piernas hasta el pecho, levantando así más sus ancas y exponiendo total e irremediablente su vulva a la aniquilación. Le metí todo el palo, directo al fondo, sin escalas. Mi glande topó con su útero, mi pubis se estrelló contra su hueso pélvico y mis testículos chocaron entre sus glúteos. Me miró desde allá abajo con sorpresa y regodeo. Con varios empellones le revolví las entrañas que le querían salir por la boca. Se ahogaba. Quería decirme algo pero mi penetración la atoraba y apenas podía asentir con su cabeza. Silvia Sofía se agarró las piernas y las atrajo más para sí, con lo cual pude pasar mis manos por todo su cuerpo con lujurioso señorío. Agarrándole las caderas y, batiéndoselas de lado a lado, regulé su movimiento. Su piel estaba roja, sus labios azules, y moradas las areolas de sus tumefactos pezones. Aguantaba la zurribanda con gozoso estoicismo chupando sus labios con los ojos cerrados, hasta que, abrazándome con las piernas, se retorció y se rió desquiciadamente, y unos seísmos involuntarios se apoderaron de ella y estalló en llanto, era el llanto de cuando la parieron. Su orgasmo me alcanzó, electrizándome y turbando mi conciencia, y mi descarga seminal se mezcló con sus viscosos jugos vaginales. Me tumbé al lado de ella, desfallecido, sin decirnos nada, sin hacernos nada. Al poco rato mi siempre fiel Ama de Llaves nos sirvió, allí mismo, unos vasitos de vodka ruso helado y nos dispuso caviar y Champaña rosada. Cuando pudimos hablar, no necesitábamos hablarnos. Con nuestros besos y caricias nos agradecíamos mutuamente el momento que vivíamos. Y una apacible somnolencia se apoderó de nosotros mientras el invierno se adentraba.
IV
Aquella tarde la tempestad estaba en su apogeo. Nos hallábamos en un toque de queda impuesto por las autoridades, ya que los fuertes vientos hacían volar cualquier cosa que no estuviese anclada o que no pesase varias toneladas.
En nuestro juego de “El Gourmet” me correspondía a mi presentar el menú del día. Entusiasmada como una chiquilla en las vísperas de Navidad, esperaba con excitación el momento de descubrir el plan que yo le tenía, pero, primero, yo la estaba alborotando con adivinanzas y varios Martinis. “¿Cuántos orificios naturales tienes en tu cuerpo?” Le pregunté cual animador de concurso de televisión. Los contó rápidamente y me contestó correctamente. “¿Y para qué sirven?” Le indague con picardía. Me respondió que dos son para oír, dos para oler, la boca para besarme y mamar mi méntula, otro para orinar, otro para defecar... “y éste para recibirte con pasión todas las veces que quieras y guardar toda tu leche” dijo, y complementó la frase abriendo sus piernas y mostrándome el introito. Le dije que estaba en un error y que hoy íbamos a corregirlo. De seguido le extendí “La Carta”.
Saint-Simon/Le Moulè
Restraurant
Le Menú
Entradas.
Estimulación simultanea del ano y del clítoris.
Beso negro.
Plato Principal.
Penetración anal con lubricación de cera aromática.
Postre.
Crema analgésica con hielo.
Me miró con desaprobación y asco mientras negaba con la cabeza y rasgaba el papel.
- No. No quiero. Dijo tajantemente. Y se fue a un rincón de la habitación y asumió la misma posición que tenía en la cabina del ascensor cuando la conocí, solo que ahora estaba en pantaletas.
- ¿No quieres un besito en el sieso? Le pregunté mimándola. Y agregué: “Sí te duele aunque sea un poquito, yo paro ¿de acuerdo?” Le dije para tratar de convencerla mientras le sobaba con delicadeza las nalgas y le daba besitos en el cuello.
- ¡¡¡Siii!!! ¡Con lo impetuoso que tu eres, no vas a parar nada!, Además, eso no es para eso. Dijo taxativamente y comentó: “Mi abuela me lo había advertido: que todos los hombres quieren más de lo que la naturaleza les permite, que son todos unos enfermos y unos desgraciados...”
- ¡¿Qué va a saber la vieja de eso?! Le interrumpí.
- ¡Mi abuela era una puta famosa en sus tiempos! Chilló con la cara descompuesta.
- (¡!) Entonces ella sabe que es muy placentero... comenté buscando ganar un tanto.
- ¡No! ¡No quiero ser como ella! Estalló y, mientras se ponía la gabardina, agregó: “Me voy para el infierno primero, con mi culo virgen, antes de dártelo y ser como mi abuela”. Y corrió fuera de la habitación.
La busqué en las otras habitaciones creyendo que se había escondido como parte del juego. Nada. Bajé al segundo nivel. Mi Ama de Llaves tampoco la había visto. Escuché que la furia del viento se había adueñado del nivel principal y cuando llegué hasta allá el ventanal de la terraza estaba abierto y Silvia Sofía luchaba, agarrada de la baranda, para que el ciclón no se la llevase. La inclemencia del temporal me golpeó contra una pared y me derribó. Con todas mis fuerzas me arrastré trabajosamente hacia ella. Estaba a centímetros de alcanzarla cuando la flaca y larguirucha mujer me miró y se soltó, dejándose volar al vacío.
Vi con angustia e impotencia cómo el viento se la llevó. La despiadada naturaleza la arremolinó por los aires y, rugiendo con ella en sus entrañas, le prolongaba así, cruelmente, sus últimos momentos de vida. Mi Ama de Llaves me haló por una pierna y me gritó que ya era muy tarde, que me resguardase, que también yo podría salir volando. Pero yo seguía allí, atónito, viendo como su frágil cuerpo, vapuleado en el torbellino, se iba hacia arriba. ¡Que horror, que forma de morir!
Una vaguada repentina silenció el rugido del huracán y el viento cambió de dirección y la basura que volaba por los aires también. Era el fin, Silvia Sofía y su gabardina amarilla venían cayendo, dando vueltas sobre sí mismas, en caída diagonal contra el edificio. Se estrelló sobre la terraza, contra la pared del piso once y continuó cayendo. Cuando pasó frente a mi, una ráfaga de viento la estrelló esta vez contra mi cuerpo, tumbándome aparatosamente con ella arriba. Estaba inconsciente pero viva. El viento me la devolvió.
Mientras esperábamos a los paramédicos, mi Ama de Llaves le daba los primeros auxilios y Silvia Sofía volvió en sí. Entonces, hablándome con dificultad y pesadumbre me dijo: “Fui al infierno y regresé de él (tosió dolorosamente) con mi culo virgen. Ahora es tuyo. (Volvió a toser mientras se volteaba de espaldas) Pártemelo ya, antes que me muera así, como está ahora.”
FIN