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Conocí a Claudia como la esposa del Roco, un miembro tardío del Faro.
El Roco amenizaba cada miércoles con sus historias de albañiles y obras públicas. Solía asistir a mi casa con su uniforme de obra, orgulloso de un trabajo que lo mantenía vivo. Era y sigue siendo, una de las personas más entrañables que han tocado el Faro. Alguno de esos miércoles nos relató sobre una obra (¿un puente quizá?, ¿un túnel?) que estaban haciendo al lado de una cárcel de mujeres.
Para suerte de todos los trabajadores de la construcción, las reclusas ideaban métodos para exponer sus teléfonos y horarios de visita conyugal; de esa forma los albañiles al terminar la semana laboral recibían doscientos pesos adicionales a su salario semanal y mantenían breves amoríos con las reclusas más hermosas del país.
El Roco nos confesó que nunca se permitió una de esas aventuras y que no se arrepentía de ello.
La primera vez que Claudia y yo nos vimos tuvimos una breve charla, nada fuera de lo común. Desarrollamos cierta confianza al estar rodeados de amigos comunes y nuestras propias parejas.
Recuerdo haber estado buscando un editor y usado ese pretexto para pedirle que me ayudara en mi búsqueda y con ello conseguir su correo. Claudia estudiaba letras y eso me acercaba naturalmente a ella. No tardé en compartirle mis cuentos; ahora pienso que en realidad (y por primera vez) no estaba usando mi escaso talento como coqueteo ni para crear complicidad sino para posicionarme, de forma inconsciente, como una figura que pudiera mirar hacia arriba.
Claudia es quizá la mujer más atractiva que he conocido.
Sus ojos abiertos, como platos, contagiaban una falsa inocencia. Alta y voluptuosa invitaba a jugar con los deseos oscuros que guardamos los humanos en nuestra composición química y mental. Algo se gestó en mí, como una plaga nociva que me impedía pensar con claridad, sobre todo cuando estaba en la cama con mi mujer. Entonces sí comencé con los coqueteos, con los correos sugerentes, con los textos eróticos. La bomba estalló tras un correo donde le pedía su opinión sobre una serie de textos. El correo dejaba leer estampas sobre cómo sería amar en distintos países:
“Podría amarte como francés: esperar a que me mires, a que me hagas una señal. Entonces, acercarme poco a poco y sin bañar. Dejarte el sujetador y las medias de red, decir en tu oído dulzuras nasales, sonidos de acordeón, salivas de loción. Podría pintarme la cabellera de verde, como Baudelaire y ponerla entre tus piernas mientras murmuro un verso de Verlaine, mientras mi lengua y tu clítoris son peces que se cuentan historias del Sena y la fuente de Saint Michelle.
Tus piernas serían el puente nuevo sobre el río; tus pupilas las vidrieras circulares de Notre Dame. Puedes llevarme, con un beso, a las alturas de Mont Martre; tirarme de cabeza, en un orgasmo, de la torre más tensa. Y luego dormir y no lavarnos y oler a sexo por meses. Comer una baggette con queso brie. Beber un tinto seco y un agua mineral. Separarnos en medio de una canción de Edith Piaff y llorar desquiciados sobre la banqueta.”
Nos citamos un jueves, lejos de nuestros ambientes, en un bar para adolescentes dipsómanos en los límites de Culiacán, que no es tan grande. Platicamos durante un par de horas sobre literatura y poesía. No hubo nunca, en aquella noche, coqueteos o miradas cómplices, ni siquiera un atisbo de que algo podía suceder; sin embargo, ahí estábamos, huyendo de nosotros mismos, tratando de encontrar el deseo del otro, como los ancianos enfebrecidos obsesionados con el oro que nunca van a hallar. Hacia el final de la noche el temblor en sus ojos, el delirio presente en forma de odio y miedo. Me pidió que no la buscara más, me rogó que la dejara en paz. Me explicó con ansia que ella no podía, lloró por la culpa de un pecado que no había cometido y hacia el final me dijo que el Roco y ella se habían separado. Sabía que la separación poco tenía que ver conmigo, pero la culpa y el sentimiento de traición se aferraron a mi lo suficiente para retraerme, para contener y dormir la obsesión con lo que no se tiene.
El Roco me había entregado su amistad y fue un miembro regular del Faro el tiempo que nos reunimos en aquel lugar. Habíamos compartido historias y mentiras, visiones personales de la vida, juegos, risas y problemas. El miércoles que el Roco nos platicó sobre su matrimonio fallido mi corazón se adormeció. Sentí el peso de mi traición cernirse sobre un rito sagrado, sobre la amistad de un grupo de hombres arrabaleros y cariñosos, como una tormenta de mierda sobre un estadio de niños mocosos. Encontré dolor en cada momento. Me carcomió la culpa, noche tras noche, mientras cogía violentamente con mi mujer, traicionada también.
Tras unos meses Claudia me volvió a buscar. Su relación estaba rota de forma irreparable y quería desahogarse conmigo. En mi inocencia accedí a vernos pensando que nuestro acercamiento era un asunto olvidado. Aquella noche terminamos fumando marihuana y cogiendo sin aforo. Me sorprendió la firmeza de sus nalgas y su forma de gemir. Había algo desesperado en su forma de coger, como si quisiera salvarnos de nosotros mismos. En el motel, después de formar un cuerpo, ella lloró en silencio.
A partir de ese día nos vimos una vez a la semana para repetir nuestro ritual. Semana tras semana nos dedicamos a descubrirnos, a conocernos, a coger con la mezcla exacta de miedo y confianza que hacen de los amantes un lugar común. Solíamos hablar y fumar mota tras terminar de coger.
Pasábamos horas desnudando nuestras cabezas, exponiendo nuestros miedos y frustraciones. Siempre la sentí pequeña en esos momentos, como una niña perdida. Yo comenzaba mi carrera como escritor y vivía sin apuros, ella batallaba con la soledad y los miedos de una mujer a los treinta años, si es que eso representa algún mal.
Nunca hablamos de nuestras parafilias, sólo comenzaron a brotar con la misma naturalidad con la que brotan los besos o las manos curiosas. Las cuerdas, los juguetes, la sumisión, el voyeurismo: todos componentes de juegos inocentes practicados más con la mente que con el cuerpo. Mi mujer, en casa, solía aceptar también esos juegos con la naturalidad del adulto responsable que se sabe atrevido; sin embargo, siempre me negó los juegos de roles de mamá y papá.
Acomodé a Claudia en cuatro, bajando su rostro hasta el colchón y levantando sus nalgas lo suficiente para poderla penetrar de pie. Dejé que mi rostro se perdiera entre sus nalgas mientras comencé a tocarme. Nada me excita más que pasar mi lengua por la línea que separa las nalgas, de principio a fin, como una paleta eterna y delicada. Mientras mis manos nalgueaban a Claudia comencé el monólogo habitual:
—dime que tan puta eres, ¿cómo se siente ser una cerda en celo?, dime que eres mi guarra y mi perra.
Claudia respondió al estímulo y comenzó a gotear.
Sabía que su padre la había abandonado cuando niños. El Roco me lo había confesado alguna noche mientras buscaba entender a su mujer explicándonos su comportamiento. Con frecuencia explicamos cosas a los demás buscando hallar nuestras propias verdades. ¿No es ese uno de los principios del psicoanálisis?
Metí el vibrador blanco en su dilatada vagina y me dediqué a abrirle la colita con mi lengua. Pude ver, desde una distancia infinita y a la vez muy corta, como babeaba y gemía, poseída por el momento. Introduje dos dedos en su ano sólo para mostrarle lo puta que era y lo fácil que era hacer que se corriera. Ya humillada le pregunté si quería vivir una experiencia nueva. Antes de que contestara subí la velocidad del vibrador e introduje una bala en su culito hinchado, puedo asegurar que estaba tan excitada que segregaba un líquido amarillento del ano. Ya con la bala y el vibrador estimulándola le vendé los ojos. Me senté frente a ella que se mantenía en cuatro y guie su boca a mi miembro punzante. Me mareé por la falta de sangre en la cabeza, pero me sentí obligado a continuar.
Escogí la figura de Minerva porque también estaba loca. A pesar de ser completamente distintas compartían problemas vitales que las acercaban. Ambas separadas de sus parejas, sin figura paterna, con prejuicios incrustados en el chip que nos programan, pero con espacios huecos en los valores morales. Su figura me inspiró y me llevó a intentarlo sin miedo al fracaso.
Comencé mi monólogo tratando de mantener la voz en un mismo tono, consciente de que me sería imposible.
—No fuiste la primera —le dije quedito— La primera fue Minerva hace un par de años. Claudia bajó la intensidad, pero la inercia la mantuvo la excitación lo suficiente para dejarme continuar— Conocí a Minerva en la oficina que trabajé un tiempo. —le expliqué— Estaba obsesionada con el orden y la perfección. Organizaba hasta el último minuto de su día y cumplía cabalmente cada minuto programado en su calendario. Al inicio nos repudiamos, pero pronto comenzamos a charlar y nos dimos cuenta que ambos compartíamos cierta locura. Antes de que ella cambiara de trabajo la invité a comer y le confesé, sólo por morbo y por provocarla, que siempre me había atraído. Le dije que quería hacer con ella “actos indecentes” y que de antemano me perdonara porque quería conservar su amistad pero que me era necesario confesarme. Minerva —le dije a Claudia que continuaba chupando mi sexo erecto como si no me escuchara— desapareció después de esa comida y se mostró indignada por unas semanas. Un día cualquiera me buscó y me invitó a cenar, me dijo que quería platicar conmigo. Recuerdo que me buscó cerca de mi casa y que incluso saludó a mi mujer con cariño. Recuerdo haberla visto ansiosa mientras manejaba; sin que lo esperara entró en un motel y estacionó el auto. Ahí mismo decidió humillarse: se desnudó y se sentó sobre mi diciéndome que estaba lista para entregarse a mí, que quería que la poseyera de todas las formas, que la meara, que la cagara, que a partir de ese instante ella me pertenecía. Y así fue, ella fue mi primera puta. Cumplí con ella los deseos que hoy incluso me aburren; sin embargo, nuestra relación cambió con un juego. Alguna vez le di a Minerva dinero para que se comprara lencería pues le tenía preparada una sorpresa, tal como lo hice hoy contigo —le dije a Claudia—. Aquel día la puse en cuatro y le metí un vibrador en la vagina y uno en la colita y mientras me la mamaba, tal como tú lo haces ahora le expliqué que yo era su papito. La hice decirme que ella era mi niña linda y que nunca le diríamos a mami. La hice jurar que sería mi nena, mi niña, mi hija y que yo sería su papi. A partir de ese momento Minerva no me soltó.
Comencé a notar como Claudia se retorcía, anunciando otro orgasmo. Le pregunté entonces si le gustaba la verga de papi.
—Minerva —continué— se vestía como niña e incluso se peinaba con dos coletas para recibirme. Lo mismo me pedía que le comprara un helado que una tanga nueva que estrenaba masturbándose en mi presencia y preguntándome si a papi le gustaba ver a su niña tocarse. Hubo un momento en que Minerva no hacía otra cosa que mandarme fotos y pedirme permiso para hacer cuanta guarrada se le ocurriera. Fue tan mía que la compartí con todos mis amigos y la exhibí en público como mi niña putita. Era impresionante que una mujer tan recta y tan obsesionada con la perfección se permitiera tal humillación por cumplir una fantasía reprimida.
Claudia se quitó la venda y me miró sonriendo. Me preguntó si a papi le gustaba como la mamaba.
Continuamos nuestro juego por varios meses hasta que el invierno llegó a nuestra ciudad y las cosas comenzaron a enfriarse. El Roco intentó volver con Claudia quien le explicó, como si de una enfermedad se tratara, que ella estaba imposibilitada para comenzar de nuevo. Le dijo también que tenía un nuevo dueño, que era la perrita de alguien y que así estaba feliz, completa. El Roco ni siquiera se molestó. Nunca, nos confesó, se sintió mal con la respuesta de Claudia. Por otro lado, yo no pude soportar la culpa y las consecuencias de algo que para mí no era mucho más que un juego. La traición, como el perdón, es un acto individual.
Jamás olvidé a mi niña linda, ni la promesa de que nunca le diríamos nada a mami.
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