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Categoría: Confesiones

Las vecinas. Primer Relato. Laura y los azotes.

Hace un mes alcancé el medio siglo de edad. No soy el más guapo, ni el mejor deportista, pero me defiendo cuando las conversaciones se vuelven cultas. Mi relación con las mujeres es peculiar. Por un lado, mi timidez y falta de dotes para la seducción hacen que el éxito en el amor no sea algo común. Por otro lado, la imagen de seriedad y discreción que proyecto me convierten en un tipo útil, un hombre de confianza al que se le pueden pedir favores.

Vivo desde hace un año en el quinto piso de un edificio que cuenta con doce vecinos. Durante este tiempo me han ocurrido anécdotas de todo tipo, entre ellas, algunos episodios que se podrían catalogar, a mi modo de ver, de eróticos. Mi intención es relatar algunos. He aquí el primero.

Laura es la vecina del tercero, una chica joven que por aquel entonces comenzaba el segundo año de universidad. Un martes por la tarde vino a mi casa. Llevaba puestos pantalones de chándal azul marino, camiseta de media manga y zapatillas de andar por casa. Pese al atuendo informal, estaba muy guapa, se había maquillado con gusto para la ocasión, las gafas negras le conferían un toque entre intelectual y sexy y el corte de pelo era espléndido. Nos sentamos en la mesa del salón. Frente a sendas tazas de café me contó su historia. Los estudios no iban bien.

- No sé qué hacer. Necesito una motivación extra. - me dijo.

- Ya veo. Yo en principio no soy experto en ciencias. - respondí interpretando que quería clases.

- No, no. No se trata de eso. Sé cómo estudiar, pero soy una vaga y no me pongo. Mi novio en lugar de reprenderme se compadece y me anima. No hay nadie... no hay nadie que me ponga en mi sitio.

- Un psicólogo. - aventuré.

- No, ya lo intenté. Paso de ellos. No les hago ni caso.

- No sé... - sonreí sin doble intención. - no sé, como no sea que alguien te de unos azotes. - agregué.

La muchacha no dijo nada durante unos segundos. Sería posible que estuviese considerando mi comentario. Solo imaginar la posibilidad de golpear ese culete hizo que mi ritmo cardiaco aumentase y mi miembro, contagiado por la excitación, comenzase a palpitar.

- Puede ser. - dijo finalmente.

- ¿El qué? - pregunté.

- Lo de los azotes... sí, quizás sea lo que necesito... sería humillante, lo sé, pero a lo mejor es la solución. - respondió poniéndose colorada.

De nuevo el silencio. 

Mi vecina estaba absorta en sus pensamientos, entrelazando los dedos de las manos con nerviosismo.

- Usted me daría una azotaina. - dijo al fin.

- ¿Yo? - contesté tragando saliva.

- Sí tú. Creo que eres un... bueno, un tipo serio... Podría recurrir a Paula... pero, no sé... además tú eres un hombre... bueno con cierto atractivo y... y tiene que ser humillante para que funcione. 

- ¡Dí que sí! - imploró

- Esta bien. Pero esto es algo serio. Si tengo que calentarte el culo lo haré en condiciones.

- Vale, acepto... Un castigo de verdad. ¿Lo hacemos ahora?

- Ahora. - confirmé.

Retiré la silla, tomé asiento y Laura se tumbó sobre mis rodillas.

- Así no. - dije.

La muchacha se reincorporó confusa.

- Esto es un castigo de verdad. Luego necesito que te bajes los pantalones.

Las mejillas de Laura se ruborizaron violentamente. 

- Pero, pero me vas a ver el culo todo el tiempo.

- Eso tiene remedio... Si quieres lo hacemos mirándonos a los ojos. Pero eso sí, el trasero al aire.

Mi pene creció bajo los pantalones. Me levanté y fui al cuarto de baño en busca del instrumento de castigo.

- Eso es un cepillo de madera. - dijo al ver el instrumento.

- Sí, la posición que vamos a adoptar hace difícil el golpeo. 

La chica asintió y siguiendo mis indicaciones, se quitó los pantalones y las bragas y se sentó a horcajadas sobre mis rodillas. Su cara a escasos centímetros de la mía.

- Si quieres puedes abrazarme y apoyar la cabeza en mi hombro. - dije tratando de que adoptara una posición más natural.

La muchacha obedeció apoyando sus senos contra mi pecho. Le acaricié el cabello mientras aspiraba el aroma de su cuello. A continuación pase a ocuparme de sus nalgas, sobándolas durante unos instantes y controlando el impulso de introducir mis dedos en su sexo.

- ¡Preparada! - dije con tono serio

- Sí. - respondió la muchacha con voz humilde.

Sin más demora le golpeé en las nalgas con el cepillo. El correctivo, calculo, se prolongaría unos cinco minutos. Cuando se reincorporó, pude ver, brevemente, sus posaderas pintadas de rojo mientras se ponía las bragas.

- Gracias. - dijo al despedirse.

- De nada. - repliqué.

     Cerré la puerta y fui a mi habitación. Me desnudé de cintura para abajo, me senté en la cama y con la imagen de esos glúteos colorados todavía en la retina comencé a masturbarme. El semen no tardó en brotar acumulándose en el puño de la mano con la que sujetaba mi verga. Con cuidado de que no cayera al suelo me levanté rumbo al cuarto de baño. Allí deje caer el viscoso líquido acumulado, sacudí el pene, logrando que las gotas que no se decidían a salir se precipitaran en la taza, oriné y me lavé las manos.
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