Aquel invierno conocí a Lina. En realidad se llamaba Catalina, pero el nombre era demasiado largo y Lina resultaba más bonito y cómodo. Tenía tres años más que yo. También tenía mi estatura; nada del otro mundo. Unas trenzas muy largas, unos ojos muy negros y una piel muy morena. Cuando salíamos de la escuela yo la acompañaba hasta su casa, a un kilómetro largo de la mía. Yo era muy amable con ella porque me gustaba, de ahí las caminatas que me zampaba todos los días para acompañarla.
Hija de labriegos, cuando regresaba a casa después de la escuela, tenía que sacar las vacas a pastar en los prados cercanos hasta que oscurecía. También yo, con mi cartera de los libros colgada del hombro, la acompañaba muchas veces. Nos sentábamos en los ribazos mirando como las vacas comían la hierba caminando lentamente y haciendo sonar las esquilas. Cuando se alejaban demasiado, ella y yo nos levantábamos y volvíamos a sentarnos más cerca de los animales porque, entretenidos con nuestros juegos no era la primera vez que las perdíamos de vista y luego nos tocaba correr porque la carretera pasaba cerca y teníamos que vigilar que no la cruzaran. Aunque me asaran a fuego lento serían incapaz de recordar de qué puñetas hablábamos mientras vigilábamos las vacas.
Aquella tarde, sin que recuerde la razón, se me ocurrió tirarle de una de sus trenzas. Como respuesta ella me tiró del pelo tumbándose de espaldas en la hierba y arrastrándome sobre su cuerpo. Ni siquiera recuerdo como me encontré de pronto metiendo la mano bajo su vestido hasta alcanzar su sexo sobre sus bragas. Se quedó quieta, mirándome fijamente y sin decir palabra. Yo tampoco hablé ni hice movimiento alguno. Sólo notaba en mi mano el calor y los abultaditos labios de su coñito. Siguió tirándome del pelo y yo le apreté el sexo sobre el tejido un par de veces. Tampoco esta vez dijo nada, pero noté su mano sobando mi miembro sobre el pantalón varias veces. Notó como se ponía duro y sus dedos lo apretaron sobre el tejido y, cada vez que lo hacía, yo se lo apretaba también.
Nos besamos con los labios cerrados, mientras nos acariciábamos mutuamente. No me impidió que metiera la mano bajo las bragas. Mis dedos se hundieron en su carne tierna y húmeda acariciándola de arriba abajo. La vi cerrar los ojos, pero sentí su mano desabrochándome los botones de la bragueta para sacar el garrote y acariciarlo entero. Recuerdo que susurró mientras lo acariciaba:
— ¡Caray, es bonito!
No dije nada porque estaba intentando bajarle las bragas pero me daba tan poca maña que si ella no me hubiera ayudado aún estaría intentándolo. El miembro quedó aprisionado entre sus muslos, con la congestionada cabeza rozando el sexo pero sin saber en donde tenía que meterlo. Por más que lo apretaba contra su carne no conseguía más que hacerlo resbalar hasta sus nalgas. Cuando se cansó de esperar a que adivinara por donde entraba, lo cogió con dos dedos, separó un poco más los muslos y me susurró al oído:
— Empuja ahora, pero no me hagas daño.
Ya estaba tan encalabrinado que tampoco le contesté. Empujé y la roja cabeza se hundió en su humedad. Vi que hacía un gesto de dolor frunciendo las cejas, pero yo seguí empujando pues quería meterlo entero y cuanto antes. Cuando estaba a la mitad, más o menos, me pidió que parara porque le hacía daño. A mi no me lo parecía, porque yo sólo sentía que entraba muy apretado pero ningún dolor. Sin embargo, me detuve para besarla. Seguía con los ojos cerrados y las cejas fruncidas, como si de verdad le estuviera haciendo daño. Estuve encima de ella mucho rato, con la verga dentro de su apretado estuche hasta la mitad, esperando a que dejara de dolerle. Al cabo de un tiempo, como no decía nada ni abría los ojos, seguí apretando y el inflamado mástil se hundió un poco más.
De nuevo me hizo parar antes de metérselo todo dentro. Y de nuevo estuvimos quietos en esa posición bastante tiempo.
Estaba esperando a que me dejara continuar cuando comenzó a lloviznar. Fue como si le hubiera entrado la prisa de repente. De golpe y porrazo me atenaza por las nalgas con las manos, levanta el culo y se lo hunde hasta la cepa con toda facilidad. Cuando sentí su carne húmeda y tibia contra la mía y todo mi congestionado miembro hundido en su calor la saliva me salía por la comisura de los labios. Mi placer aumentó tan rápidamente como rápidamente comenzó a llover a cántaros.
Me gustaba mucho lo que estaba haciendo, me gustaba a rabiar y hubiera continuado bajo la torrencial lluvia hasta el día del juicio, pero ella no pensaba lo mismo. Con una fuerza inusitada me quitó de encima de un empujón, se levantó como un rayo y antes de que yo me hubiera levantado ya se había puesto las bragas y salía disparada a guarecerse bajo los árboles. La seguí corriendo tras ella. Intenté seguir, aunque fuera de pie, pero ya no quiso saber nada más de aquel juego tan estupendo.
Cuando escampó un poco se llevó las vacas a la cuadra y me dijo que me marchara a mi casa que no era necesario que la acompañara.
En realidad nuestra amistad duró sólo hasta aquella tarde. Después no quiso que la acompañara más y terminó por no saludarme. No quiso darme ninguna explicación. No quería volver a salir conmigo, eso era todo. La verdad es que no entendía el motivo de su enfado.
Estaba muy sorprendido por su actitud y por más que me devanaba los sesos intentando averiguar en qué la había molestado, no lograba encontrar ninguno que lo justificara. Yo no fui el culpable de que se pusiera a llover en tan crítico momento, ¿o sí? Vamos creo que no, porque yo no era Júpiter Tonante.
Pasó mucho tiempo, o por lo menos en aquel entonces a mí me pareció que habían sido años. Ahora comprendo que sólo habían sido unos meses, los que van del invierno a la primavera. Tuvo que ser así porque fue la primera tarde en que salí a buscar nidos. No por los huevos, sino porque deseaba criar un jilguero y la única manera de conseguirlo era encontrando un nido donde hubiera una cría bastante crecida.
Después de mucho caminar encontré uno en un roble, aunque estaba bastante alto. Después de observarlo durante un tiempo, comprendí que tenía crías aunque no podía saber su tamaño. Tuve que trepar hasta las primeras ramas, las más difíciles de alcanzar, arañándome todas las pantorrillas. Después, de rama en rama, me fue bastante fácil alcanzar el nido. Tenía tres crías y eran demasiado pequeñas. No valía la pena tocarlas y me dispuse a bajar, pero me detuve en seco porque desde mi atalaya, vi las vacas de Lina pastando a menos de cien metros del árbol donde me había encaramado.
Me extrañó no verla a ella y eché una mirada por todo el contorno y, entonces, la vi. Ya lo creo que la vi. Estaba tumbada en uno de los ribazos al lado de un mocetón al que no conocía pero que me pareció suficientemente mayor como para ser su padre. Se dejaba acariciar la entrepierna mientras ella acariciaba el congestionado miembro del hombre en la misma forma en que me lo había hecho a mí.
Me quedé mirándolos durante un rato. Vi como le subía las faldas, como le quitaba las bragas sin necesidad de que ella le ayudara, pues la levantaba con la misma facilidad que yo levantaría un papel del suelo. Y vi también, como le hundía la gran verga en el vientre sin que protestara ni hiciera gesto alguno de dolor. Cuando comenzó a moverse y vi que sacaba y metía el congestionado miembro dentro de su cuerpo cada vez con mayor rapidez, creí entender por qué Lina se había enfadado conmigo. No podía ser otra cosa. Yo no sabía lo que tenía que hacer y ella no estaba dispuesta a perder el tiempo enseñando a un aprendiz. Por fuerza había sido mi inexperiencia la que motivó que no quisiera salir más conmigo, porque la verga del hombre no era mucho mayor que la mía.
No supe comprender entonces que lo que ella quería sentir dentro de su cuerpo no era el tamaño del pene que la penetraba, sino la maestría del manejo. A mi me faltaba mucho para llegar a la Fórmula 1. Aquella fue otra de mis múltiples ocasiones perdidas.