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Encontré rápidamente el lugar y, afortunadamente, no tuve problemas para aparcar el coche. Sí los tuve para llegar a pie a la cafetería, pues había varias obras en la calle y la mayoría de los obreros, fuera cual fuera su edad, casi abuelos o adolescentes palilleros, me dedicaban alguna perla verbal. Aunque estaba segura que si yo o cualquier mujer le plantara los cojones allí mismo, si le dijeran, ‘venga, chulo, fóllame, ¿no quieres follarme? ¿no me vas a echar tres seguidos?’, se cagarían por las patas abajo.
Fue aminorando el ritmo con respecto me acercaba a la cafetería. Notaba que mi cuerpo sufría una reacción y era, ya no me sorprendía, mi excitación, que provocaba que mi vagina fuera todo lo contrario a un desierto. Notaba la humedad de la cercanía a Marco, si finalmente había acudido, mi cercanía a ese cuerpo de escándalo, a ese pollón por el que perder la cabeza, por ese chico intrigante que, podría haber participado en mil y un bukkakes, en mil y una sodomizaciones, pero que parecía educado.
Al llegar, lo vi. Estaba de espaldas, afortunadamente. Noté inmediatamente que mis pezones se erizaban e insinuaban su rugosa y gruesa forma bajo el vestido blanco. Vi que Marco tenía agachada la cabeza y que leí la prensa. Aún no había pedido nada. Llevaba tiempo esperando. Eran las 11.25. Quería que se impacientara. Sin embargo, no estaba intranquilo. Lo esperaba nervioso, mirando hacia los lados. Tenía tal seguridad en sí mismo…
Sin superar su altura, por la izquierda, llegué hasta su perfil a una distancia de 10 metros, lo que separaban el velador más alejado de la terraza de la puerta del bar. Sufrí un escalofrío. Era una escultura romana. No pude ver bien su cara, pero os confieso, queridos lectores, que me lo hubiera follado allí mismo, si hubiera podido. Mi cabeza se había ido.
Entré rápidamente en el bar y fui al servicio. A pesar de lo temprana de la hora, necesitaba un empujón. Pedí una copa de cognac, que ingerí en tres tragos, cada uno con un espasmo por lo fuerte del licor. Pagué y fui al servicio.
Allí comprobé el estado de mi pelo, de mi maquillaje, de mi escote (el cual bajé un centímetro más). Y certifiqué que mi coño había respondido a aquella visión. La humedad ya había traspasado al tanga.
Salí, decidida. Marco seguía leyendo el periódico. Me acerqué por detrás y con mis dos manos (me lavé las manos después de mi tocamiento en el servicio) le tapé suavemente los ojos. Rápidamente, subió la cabeza, sonrió y llevó sus palmas hacia mis manos. El roce de su piel contra la mía supuso otra nueva descarga emocional, sexual y física.
-Creía que ya no venías- dijo, a modo de saludo, mezclándolo con una sonrisa
-¿Quién soy?
-Mi queridísima Marta. No te conozco y ya eres inconfundible
Aquello fue un detalle de caballerosidad que me agradó sobremanera. Me apartó las manos y lentamente se dio la vuelta. Tenía un cuerpo esculpido. Era guapo. Muy guapo. Pero es que, además, la conjunción de su cara y su cuerpo tenían un acople perfecto. Como una escultura de Miguel Ángel. Sus ojos fueron a los míos. Yo esperaba que, tras aquella mirada, inspeccionara mis tetas, mi cuerpo, mi volumen.
-No lo tomes como un cumplido, pues no lo es, pero tienes unos ojos preciosos y eres guapísima.
-¡Ja, ja! ¿Ya empiezas a usar tus técnicas?-
-No son técnicas. Es la verdad. Mi impresión. No tengo que mentirle a nadie. Y menos a ti.
Aquel piropo me excitó aún más. Procedía de un jovencito poderoso en todos los sentidos. Y lo mejor es que yo sentía que no era galantería, sino que estaba lleno de sinceridad. Sin embargo, yo lo esperaba más lanzado, más caliente, más baboso. Aquello me gustó pero, incomprensiblemente, me decepción. Era muy muy correcto. Encajaba más con mi clase social, pero menos con lo que mi pasión estaba sintiendo.
-Siéntate Marta, por favor.
Marco llamó al camarero. Mostraba una exquisita serenidad y corrección, a pesar de su juventud. Coca cola para mí, café con leche condensada para él. Antes de relacionar la leche condensada con su miembro, comenzó a hablarme sobre el pueblo, sobre cómo habíamos llegado y de que estaba seguro de que me presentaría. Ahí me vi forzada a intervenir.
-Mira, Marco. Me pareces un chico muy correcto e incluso interesante de conocer, si yo no tuviera más de 20 años más que tú. Quiero dejarte un par de cosas claras. No estoy aquí para que me seduzcas, ni para que intentes llevarme a la cama. Y no estoy aquí porque tu miembro sea más o menos grande –mentí como una bellaca en las ‘tres cosas claras’.
-Marta, me sorprende una cosa. Desde el primer día no hablo de sexo, ni de mi pene. Eres tú la que habla sobre ello.
Me sentí desnuda. Me sentí desvirgada. Me sentí… confesada. Llevaba razón. Todo aquello estaba en mi cabeza, se lo había puesto encima de la mesa y él era ahora quien tenía la razón, por mucho que yo rectificara.
-No, verás- dije, nerviosa, intentando borrar de mi mente la majestuosidad de aquella polla que se ocultaba, semirrecta seguro, bajo aquellos pantalones chinos- Era para que lo supieras.
-Ya me lo dijiste ayer. No hacía falta que lo repitieras- afirmó, mostrándome una sonrisa perfecta, con blancos dientes, resplandecientes, en una boca lista para ser devorada. Intentaba no mirarle directamente a los labios, arojizados, carnosos.
Marco sabía cómo llevarme de un lado para otro. Y la conversación giró entorno a su carrera. Estudiaba derecho (quería ser abogado, como yo), de por qué vino a Sevilla y diversos temas banales. Estuve, en varios silencios, a punto de preguntarle si había participado en algún bukkake. Pero era retomar de nuevo el tema, y volver a dejar claro que aquel chico me excitaba. Pero no pude más.
-Bueno Marta…
-Marco, ¿tú has parti?...
Los dos hablamos a la vez. Él me cedió la palabra. Mi cara se enrojeció. Me moría de vergüenza. Marco había empezado a despedirse y yo, en cambio, quería saber si había participado en aquel derrame de semen.
-Dime, dime, guapa…-
-No, nada, nada-
-¿Si he participado? ¿En qué? ¿Qué quieres saber?
Si él no hubiera empezado a despedirse hubiera hecho aquella pregunta, desde luego. Pero ya no. Era demasiada ventaja para él. Le convencí de que era una tontería.
Fríamente, con serenidad, pidió la cuenta. Quiso pagar, pero lo hice yo.
-Tú eres un estudiante aún- argumenté
-Bueno, gracias. He pasado un rato muy agradable y me voy muy satisfecho de conocer a una señora tan guapa e interesante como tú-señaló.
-Pues lo mismo digo-
Creía que iba a proponerme una segunta cita. Pero él se levantó, me dirigió un "he de irme", me dio dos besos. Y se fue.
Hijo de puta. Hijo de la grandísima puta. Había sido todo lo correcto que el protocolo, que mis relaciones habituales, las públicas, exigían. Se había comportado como un caballero. Como un señor. Pero me dejó ofendida. ¿No le habría gustado? ¿Le parecería demasiado vieja? ¿No le gustarían los pechos grandes? ¿Mi vestimenta?
Lo cierto y verdad es que me dejó a mitad. Me dejó excitada. Me dejó con la miel en los labios. Me dejó… enganchada. Puedo asegurar que si me hubiera propuesto sexo antes de irse, lo hubiera devorado de pies a cabeza en cualquier hotel de aquel pueblo, olvidándome de todo, entregándome a su falo, a sus músculos, a su juventud, a su semen, a todo lo que él quisiera, sin negarme. Pero se fue.
Caliente, muy caliente, llegué de nuevo a Sevilla. No sabía que hacer. Notaba mi vagina fluctuando. Decidí cometer una locura. Compré un periódico sevillano y encontré lo que buscaba. "Tony. 26 cms. No te arrepentirás. Discreción. 90 euros". Marqué el teléfono de aquel gigoló, dispuesta a disfrutar de un profesional del sexo que calmara la tensión que llevaba acumulando, de la decepción de la actitud de Marco. Colgué cuando escuché su voz.
Seguía desconcertada. Paseando, vi uno de los pocos cines x que quedaban en la ciudad. ¿Por qué no? Pagué mi entrada y pasé. Podía sentarme en una de las filas y calmar mi sed haciéndome pasar por una mujer que cobra por hacer pajas y mamadas. ¿Cuánto cobraría? ¿10 euros? ¿15 euros? ¿Me lo tragaría? Estaba desbordada. Irreconocible. Marta, la señora que se relacionaba con lo mejor de Sevilla, cobrando por hacer pajas. Entré en la sala. Avancé, decidida. En la pantalla, una chica rubia, con medias y ligueros rojos, devoraba ferozmente la polla de un chico de color con unos músculos esculpidos mientras otra chica, más mayor, le comía el culo al hombre. Los cinco espectadores me miraron, sorprendidos. Y no me atreví.
Salí corriendo y me fui al servicio. Allí me masturbé de forma desesperada, bruscamente, desesperadamente, de pie, con el vestido subido, el tanga bajado, sacado por un pie, y mis tetas fuera. Amasando mi clítoris, llevándo al máximo el ritmo, no tardé ni tres minutos en correrme brutalmente, sacando la lengua al aire, la cabeza alzada, faltándome el aire.
Aún con la respiración entrecortada, tomé un trozo de papel, y limpié como pude los flujos que se habían desbordado de mi vagina. Me vestí de nuevo y salí lo más discretamente posible de aquel cine.
Llegué a casa e hice un almuerzo rápido mientras la misma pregunta martilleaba mi cabeza. ¿Marco, que es lo que no te ha gustado de mí?
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