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Las Coloradas Capítulo 2

A medida en que pasaban los días, Hannah se adaptaba con una facilidad asombrosa a su doble papel de madre y amante. Durante el día, se distraía con las tareas de la casa, su esporádica tarea como manicurista en la peluquería, la atención de Sofía y aprendió sabiamente a manejar con discreción sus urgencias. Sólo cuando la ansiedad histérica la crispaba, impidiéndole concentrarse en otra cosa que no fuera su satisfacción, recurría a la masturbación o, si se encontraba de humor, a los magros servicios de Marco, pobre sustituto del coronel. Los vínculos del matrimonio habían mejorado y ahora se enzarzaban en largas conversaciones en las que se especulaba sobre el futuro o del transcurrir de la relación con Hassler, al cual iban lentamente asumiendo como a otro miembro familiar.
Hannah convirtió a Marco en el confidente ideal en el cual descargar la angustiosa incertidumbre de su ambivalente sensación de esposa, madre y prostituta, confesándole todas y cada una de las proezas amatorias que emprendía con el germano y lo que en ella provocaban y modificaban. Respondiendo a sus reclamos e indicaciones, Marco se había manifestado dueño de una habilidad insólita en los menesteres del sexo oral. Sus labios y lengua tenían una particular sensibilidad para detectar la ubicación de sus delicados puntos erógenos y los dedos, una agilidad incomparable para masturbar y penetrar, lo que hizo reflexionar a la polaca sobre cuáles hubieran sido sus verdaderas relaciones sexuales de haberlo puesto en práctica años antes. Como fuera la cosa, Hassler la compensaba de todo con su rigurosa rutina de los viernes, esmerándose en cada visita con la improvisación de posturas fantásticamente placenteras y dejando a Hannah tan satisfecha que, paradójicamente, ansiaba la próxima para experimentar más aun.
Pasando el tiempo, la situación en el pueblo discurría casi idealmente; los comercios prosperaban, el clima de tolerante coexistencia era armónico y el bienestar había aplacado algunos ánimos aun rebeldes. Meses después y como hongos, súbitamente, comenzaron a aparecer, los vientres abultados. Cada mujer en condiciones de procrear parecía no haberse resistido a los avances de los viriles alemanes; en todo caso, grandes o jóvenes, casadas, viudas y solteras, todas lucían con orgullo la prominencia de sus vientres, aun cuando muchas ignoraran quién era en realidad el progenitor.
En cambio Hannah, a pesar de la cantidad de esperma que Hassler había volcado en su útero, permanecía con su hermoso vientre chato y terso. Ignoraba que, para la fortuna de su actual situación, al momento del parto de Sofía, los médicos habían cometido un desaguisado con sus ovarios y, aun sin saberlo ellos mismos, la habían dejado estéril, cosa que ella debería haber sospechado dada la esporádica y escasa presencia de sus menstruaciones.
Hassler, hombre al fin y necesitado de cariño, también se había ido abriendo a la confidencia a favor del casi servil fervor con que la polaca lo agasajaba, pendiente de sus menores caprichos. Así supo que su nombre era Dieter y que le gustaba escucharlo cuando estaba en la intimidad. Próximo a cumplir cuarenta años, provenía de una vieja familia tradicional, con castillos y todo eso. Desde que había memoria, siempre algún miembro de la familia había estado vinculado al gobierno, monárquico o republicano, ocupando altos puesto en el Estado, especialmente como militares. En la actualidad, la fortuna familiar estaba concentrada en la industria pesada, con varias plantas sobre el Ruhr, algunas de las cuales manejaba su hermano gemelo Gunther, que era ingeniero.
Dieter era casado y tenía dos hijos varones en los que cifraba sus esperanzas de que fueran dignos herederos de los bienes familiares. Era felizmente ocurrente y le divertía contarle acerca del mundo absurdamente ficticio en que se movía su mujer, dedicada casi exclusivamente a la práctica de deportes considerados como elegantes y organizando con sus cultores, fastuosas fiestas en su residencia, en las que el mayor mérito de los asistentes eran la superficialidad y el snobismo.
El, por formación intelectual y castrense, era afecto a climas más recoletos pero no solemnes. Prefería la lectura de buenos novelistas y era asiduo concurrente a clubes de jazz, donde se solazaba con esa música que adoraba y era especialmente fanático de un pianista negro llamado Fats Waller, del que no se cansaba de escuchar sus discos en un gramófono a manivela que había conseguido y traído al cuarto. Sabía de memoria la letra de dos temas que cantaba continuamente; “ I’m gonna set right down and write myself a letter” y “ Two sleepy people”, al ritmo de los cuales y con infinita paciencia le había enseñado a bailarlos, conduciéndola estrechamente abrazada como si estuvieran en un distinguido salón.
Poco a poco, el coronel traía más cosas personales y las veladas de los viernes se prolongaban cada vez más y no era precisamente por el sexo. Traía revistas ilustradas alemanas y disfrutaba haciendo jocosos comentarios sobre quiénes figuraban en ellas, a los que parecía conocer muy bien. En la mayoría de los casos, Hannah no entendía cabalmente las sutilezas de sus comentarios pero estaba contenta de compartir su bienestar, ya que él aparentaba sentirse cómodo y relajado, convirtiendo al cuarto en una especie de hogar. También le gustaba hablar de cine y, aunque Hannah sólo había visto y comprendido vagamente un par de películas en su vida, él se explayaba hablándole de un nuevo director, un tal Lang, quien junto a su mujer acaparaba los elogios de Hitler y habían producido un panfleto político maravilloso y execrable a la vez, llamado Metrópolis.
Ella asentía complaciente a las risueñas críticas y festejaba como una niña los arranques de humor del coronel. Implícitamente, los dos comprendían que su grado de empatía no era habitual, especialmente entre violador y sometida, pero ambos admitían ser adictos al sexo y habían encontrado en el otro a su alter-ego. Cuando por razones de servicio él dejaba de concurrir a la cita, esa dilación de una semana entre encuentro y encuentro exacerbaba sus sentidos, sus fantasías y sus ansiedades, con la resultante de que se entregaban con salvaje porfía y verdadera pasión amorosa y en algún momento, no de intento sino involuntariamente, alguno – o tal vez los dos – dejaba deslizar la palabra prohibida durante el acto sexual.
A los siete meses, a pesar del clima bélico de la región, el ambiente en el pueblo rozaba con lo festivo; era verano y junto con la bondad de las temperaturas las mujeres estaban nerviosamente alegres, alborotadas por la proximidad de los primeros partos. Los militares habían tomado en serio la responsabilidad y los médicos de la unidad, aunque no era su especialidad, se hicieron cargo de la salud de las parturientas, un poco preocupados por la simultaneidad con que se avizoraban los alumbramientos. Esas mujeres que, en la mayoría de los casos llevaban en el vientre el fruto de una violación, recibían de los invasores un trato mucho mejor que el que les hubieran dispensado sus maridos en circunstancias normales.
Cierta mañana en que el día se anunciaba como caluroso, Hassler le mandó mensaje por su asistente, diciéndole que esa noche festejarían su cumpleaños número cuarenta y que, vistiendo sus mejores dones y galas, se preparara para una celebración muy especial. La inocente candidez de Hannah no le permitiría suponer cuánto.
Con las primeras sombras, el asistente llevó al dormitorio un recipiente enorme lleno de hielo picado, acomodó en él cinco botellas de champán y, en un balde de plata una sexta que junto a varias copas del mismo metal depositó en la mesa, anunciándole que el coronel no demoraría más de dos horas en visitarla. Hannah se apresuró a servir la cena de Marco y Sofía, tras lo cual encerró a la niña en el tabuco y procedió a bañarse prolijamente, depilando sus piernas y axilas.
Accediendo a un deseo expreso de Dieter y evitando cuidadosamente no herirse, se rasuró absolutamente el sexo hasta eliminar todo vestigio de vello, aun en zonas cercanas al ano. Perfumó su cuerpo en aquellos sitios donde sabía que resultaban excitantes y se maquilló discretamente, vistiendo un maravilloso camisón de gasa negra que acababa de regalarle el alemán. Sentada en el borde de la cama, esperó nerviosamente hasta que escuchó los pasos fuertes de Hassler ascendiendo la escalera. Estaba llenando dos copas del fino espumante cuando Dieter abrió la puerta teatralmente.
La primera sorpresa fue que no venía solo, sino con un civil y la segunda, fue que este era el vivo retrato de su amante. Paralizada y con las dos copas estúpidamente tendidas en sus manos, sonriendo embarazada sin saber que hacer, escuchó como este le presentaba orgullosamente a su hermano gemelo. Reaccionando, dejó las copas sobre la mesa y tras estrechar calurosamente la mano de Gunther, sirvió otra mas y brindaron por la ocasión.
En medio de las risas y los abrazos, Hannah comprendió claramente pero con una mezcla de miedo y curiosidad, que el regalo para esa fecha especial que Dieter le hacía a su hermano, era ella misma. A pesar de su confusión, estaba fascinada por la similitud entre los gemelos que, si no los diferenciara la ropa, no sabría distinguir entre uno y otro. Ese deslumbramiento y el rápido efecto que ahora hacía el alcohol en su organismo cebado, la distendieron totalmente y pronto estaba bromeando y riendo a carcajadas con los hombres, quienes se ocuparon de que ella trasegara sin cesar el burbujeante vino.
Hannah tenía la debilidad de embriagarse rápidamente, pero esto sólo le servía para liberarse de tensiones y temores sin hacerle perder el control de sus acciones y sensaciones. Cuando media hora después, Dieter la abrazó estrechamente para hacerle bailar “ Honeysuckle rose” que atronaba el ambiente, lo acompañó por un momento en sus giros pero, repentinamente, desasiéndose del abrazo lo tomó por la corbata y retrocediendo felinamente lo arrastró con ella hacia la cama sobre la que, arrodillándose, se quitó el camisón y mientras él desabotonaba la camisa, se abalanzó sobre los pantalones, desprendiéndoselos con urgencia.
Un poco descomedidamente, él la apartó y se desnudó solo, mientras ella, que esperaba con alegre nerviosismo su embestida, retrocedió pudorosamente hasta los grandes almohadones y allí, sí, se acostó a su lado acariciando excitado la roja melena, rozando apenas con los labios su boca golosa. Hannah lo tomó por la nuca y buscó imperiosamente sus labios con la sierpe tremolante de su lengua que se trabó en dura lid con la del amante, mezclando sus salivas ardientes. La mano de él se deslizó ágilmente por el cuerpo de la mujer que, totalmente en llamas se debatía con desesperación. Los dedos de Hassler sobaban, estrujaban y penetraban en cada rendija de las carnes temblorosas y ella también acarició y rasguñó al hombre, buscando con premura el miembro y los genitales. La atención del germano se centró en sus pechos, apretándolos fuertemente y pellizcando los pezones, para luego aplicar su boca a la tarea de chuponear y lamer los agitados senos, mordisqueándoles con suavidad.
Jadeante, Hannah acariciaba y presionaba contra sus senos la cabeza de Dieter cuando, entre sus piernas abiertas, detectó la presencia de otra boca que deslizándose por los muslos se alojaba finalmente en el sexo. Dos dedos colaboraron entreabriendo los labios ya inflamados de la vulva para que la punta de una carnosa y gruesa lengua rebuscara en la oquedad rosada, mientras los labios chupeteaban los ardorosos pliegues con cierta saña. Esas sensaciones eran totalmente nuevas para Hannah quien, roncando quedamente los alentaba a que aumentaran la intensidad del contacto. Sin dejar que la boca abandonara la vulva, Gunther la penetró con dos dedos, rascando suave pero firmemente el interior de la vagina.
Ante los incontrolados estremecimientos de Hannah, Dieter se sentó a horcajadas sobre su pecho y colocando el miembro entre los senos, los tomó entre sus manos presionándolos contra el pene, para comenzar a hamacarse, masturbándose con ellos. Hannah sentía como el falo, sin más lubricación que su sudor, frotaba fuertemente contra la piel, provocándole a Dieter una agresión que estimulaba su deseo. Ella había apoyado su mentón contra el pecho y estiraba la cabeza para intentar alcanzar la cabeza del pene con los labios pero, rozándola apenas, sólo su lengua alcanzaba a darle fuertes lambetazos a la verga.
Al parecer, Gunther era tan experto como su hermano y las sensaciones que despertaba en la polaca con los dedos y la lengua, la llevaron lentamente a la pérdida del control de sus actos. La pelvis comenzó a agitarse en espasmos que se transmitían al vientre y las piernas encogidas se alzaban con desesperación. El gemelo, viendo las ansias locas de Hannah, se enderezó y tomando su miembro con la mano, lo frotó vigorosamente contra el sexo de la mujer que, ahora sí, apoyada en sus piernas encogidas y flexionándolas, comenzó un vaivén con las caderas que se fue haciendo desesperado. Entonces, Gunther hundió hasta lo más hondo el pene endurecido, tanto o más grande que el de su hermano y la mujer lo sintió golpear dentro del útero con una fuerza como jamás había sentido. El tamaño del falo, su dureza, la rugosidad de su piel y el arte con que el alemán lo movía, enloquecieron a Hannah, quien desprendiendo los dedos de Dieter de los senos, liberó al pene para tomarlo entre sus manos y acercándolo a la boca, empezó a lamerlo, besarlo y chuparlo, introduciéndolo hasta el fondo de la garganta mientras lo presionaba prietamente entre los labios.
La situación inédita sacaba de quicio a la polaca, quien sentía su cuerpo sacudido por violentos estremecimientos y contracciones que no podía controlar, junto a oleadas alternativas de calor y frío que la inundaban y su cerebro, nublado de entendimiento, parecía querer explotar. Dieter la había aferrado por los cabellos y sacudía su cabeza, penetrando la boca como si fuera un sexo. En tanto que desasiendo su boca trabajosamente les suplicaba por que la penetraran más profundamente y eyacularan con rapidez, Hannah lanzaba estentóreos bramidos de satisfacción.
Esa vorágine de sexo se prolongó todavía por un rato, hasta que Hannah sintió que, como en una erupción, una catarata de sensaciones se derramaba con el baño espermático de Gunther. Cuando aun no habían concluido los embates de su hermano, apretando su pene entre los dedos para evitar la prematura eyaculación, Dieter introdujo el glande en la boca de la mujer y entonces sí, al aflojar los dedos, una explosión del dulcemente almendrado semen estalló en la boca de Hannah que, semiahogada por la presión, se apresuró a tragar el ansiado líquido, sorbiendo hasta la última gota que hubiera quedado en la enrojecida testa.
Al cabo de un rato, Hannah se levantó de entre los hombres y se dirigió al pequeño lavabo para higienizarse. Tras hacerlo, ató coquetamente su larga melena en una cola de caballo y envolviéndose en una toalla volvió a la habitación. Dieter estaba junto a la cómoda sirviéndose otra copa de licor, mientras que su réplica yacía sobre los almohadones y Hannah, quien a pesar de recibir con entusiasmo goloso la eyaculación de los hombres no había llegado al orgasmo, sintió un irrefrenable impulso.
Subiéndose a la cama, se acomodó entre las piernas de Gunther. Abriéndolas, comenzó a besar y lamer con pasión los peludos muslos mientras sus manos acariciaban los genitales del hombre. La cabeza pronto llegó a la entrepierna y su boca buscó con avidez la rugosa piel de los testículos, mojados todavía por los humores de su vagina y restos de semen. Los labios y la lengua degustaron con deleite los intensamente olorosos jugos, lamiendo y sorbiendo con minuciosidad los genitales, en tanto que la mano se entretenía acariciando al macilento miembro. La boca toda inició un lento recorrido a lo largo del pene, humedeciéndolo con la lengua y abrazándolo con los labios, sorbiéndolo y dejando que el filo romo de sus dientes lo presionaran levemente. Cuando llegó al glande, lo introdujo entre ellos con un fuerte trabajo de succión, absorbiendo al falo casi en su totalidad.
Labios y lengua parecían tener alguna conexión mágica que los complementaba; los primeros comprimían y succionaban al húmedo tronco y la segunda, parecía querer expulsar al invasor, agrediéndolo con furiosos lenguetazos. El miembro iba adquiriendo mayor rigidez y despaciosamente llenaba la boca. Hannah chupaba cada vez con más fuerza y ya la mano la auxiliaba para completar la masturbación del hombre que, semiincorporado, acariciaba su cabeza.
Dieter se acercó con dos copas, alcanzándole una a su hermano y, tomando a Hannah por los cabellos, le echó la cabeza hacia atrás, haciéndole tragar a grandes sorbos la ardiente bebida de la otra. Con el licor chorreando por su pecho, la polaca sintió la explosión del alcohol que la obnubilaba. Cuando Dieter la soltó, se abalanzó ciegamente sobre el falo de su hermano y mientras lamía con jubilosa gula la cabeza, lo masturbó rudamente con las manos.
El coronel arrancó la toalla de un tirón y tomándola por las caderas, introdujo su pene ya endurecido en el sexo hasta que sus muslos golpearon contra las nalgas de Hannah. La fuerte penetración enardeció aun más a la polaca quien, con un rugido de satisfacción, arremetió con mayor fiereza contra la verga de Gunther, llevándola hasta el fondo de la garganta y retirándola lentamente mientras que con un movimiento giratorio de la cabeza lo mamaba con intensidad y al llegar al prepucio lo mordisqueaba, arrastrando los dientes sobre el sensibilizado glande.
Esa actitud prostibularia pareció enloquecer - ¿ tal vez de celos? – a Dieter, que arremetió furiosamente contra la vagina de la mujer, metiendo y volviendo a sacar el miembro por entero, observando con lascivia como el sexo pulsante de la mujer contraía sus músculos al salir el pene como para ofrecer mayor resistencia a la penetración y entonces redoblaba el ímpetu de la agresión. Hannah había alzado su grupa ofreciendo el esplendor de los glúteos a la cópula violenta, mientras el chas-chas de las carnes mojadas enajenaba a la mujer que meneaba sus caderas y aceleraba los frenéticos roces de sus manos contra la verga, en tanto que labios y lengua no se daban descanso lamiendo y chupando. De su boca brotaban estertorosos lamentos, mezcla de placer, dolor y satisfacción, manando por las comisuras de sus labios una espesa baba que chorreaba sobre el sexo del alemán, lubricándolo.
Sorpresivamente, Dieter sacó el falo del sexo y mojado por los abundantes jugos de la polaca, lo introdujo lentamente en el ano hasta que su cuerpo se aplastó contra el de ella. Hannah estalló en francos sollozos mientras se afanaba todavía más sobre el miembro hasta que, como de un surtidor y manando desde la cabeza, brotó el espeso semen fluyendo por los dedos de Hannah quien, ansiosamente lamía y sorbía con premura la descarga seminal, sintiendo como a su vez Dieter inundaba su recto de cálida esperma.
La angustia le atenazaba la garganta y en su bajo vientre explotaban intensas oleadas de calor mientras esas ganas incontinentes de orinar insatisfechas escocían su vejiga. Blandamente, los tres se deslizaron sobre la cama en un amasijo de brazos, piernas, manos, senos, genitales, labios y lenguas, prodigándose durante un rato estremecidos besos y caricias hasta que, relajados por la concreción se abandonaron al sueño.
Hannah despertó tiempo después y levantándose entre los dos guerreros exhaustos, se lavó profundamente y descansó un rato en el inodoro, colocando compresas de agua fría a sus pechos, ano y sexo, inflamados por la rudeza del coito. Refrescada y con el silencio nocturno como cómplice, se escurrió hasta la mesa. Tomando la botella de aguardiente la llevó a sus labios y en pequeños sorbos, como a ella le gustaba, fue trasegando sin pausa el quemante líquido que, como si fuera un elixir reparador fue recorriendo su cuerpo, despertando nuevamente esos deseos vehementes que, cada día más, la cegaban, llevándola a cometer todo tipo de locuras.
Tan absorta estaba en el deleite de la libación que no escuchó a Gunther cuando se levantó y avanzó goloso hacia su opulenta desnudez. Excitado por sus rotundas formas, el hombre rodeó con sus brazos la cintura de Hannah aplastando el tumefacto miembro contra sus nalgas y, hundiendo su boca en la nuca, la besó apasionadamente. Ella se estremeció por el contacto físico que la sacaba de su éxtasis y dejando de lado la botella que ya había cumplido con su cometido, cerró los ojos para tomar las manos del hombre entre las suyas, guiándolas hacia los senos, acompañando sus caricias y apretujones. Exhaló un sordo gemido cuando él tomó entre sus dedos los pezones, retorciéndolos, provocándole tan intenso goce a través del sufrimiento, que sintió como su sexo se inundaba por el flujo, en tanto que el hombre, sin dejar de someter al pezón, bajó la otra mano y la introdujo en su sexo, masturbándola.
Encendida por el alcohol y esa nueva pasión incontenible que los hombres habían despertado en ella, aferró con sus manos las del alemán y profundizó el estregar que irritaba placenteramente sus carnes. Sintiendo el endurecido falo presionando sus nalgas, se inclinó hacia delante para facilitar su penetración dentro de la hendedura y hamacándose a compás, ambos se sumergieron en un alucinante tiovivo de puro goce. Sin soltarla, Gunther colocó una silla frente a ella, le separó las piernas y alzó la izquierda hasta que el pie quedó sobre el asiento, indicándole que se inclinara y tomara del respaldo. Los senos de Hannah, colgando pendulares rozaban levemente el muslo y su sexo, ahora dilatado por la apertura de las piernas, esperaba el acople masculino.
El hombre tomó entre sus dedos al miembro y lo deslizó a lo largo del sexo, desde el mismo Monte de Venus hasta la fruncida apertura del ano. Ese lento restregar nublaba el entendimiento de Hannah, sorprendida por la capacidad sexual del germano el que, al cabo de un momento, cesó en su movimiento y penetró la vagina provocando un ronco bramido de contento en la mujer que comenzó a hamacarse lentamente, asida a los barrotes de la silla. Los cuerpos fueron encontrando un ritmo común, moviéndose al unísono en una danza enloquecedora que se manifestaba en los quejidos y rugidos que ambos no podían reprimir. En medio de ese torbellino de sexo, el alemán había penetrado el ano de la polaca con su dedo pulgar, removiéndolo con saña en la tripa.
Recostado en la cama, Dieter había despertado y observaba la escena casi con indiferencia pero finalmente se incorporó y acercándose a la pareja, palmeó cariñosamente a su hermano en la espalda, el cual le cedió su lugar y Dieter hundió por un par de veces su miembro en el sexo sólo para humedecerlo y luego socavó el ano hasta sentir que toda su majestuosa dimensión lo ocupaba. Moviéndose en lentos círculos, torturó el recto de la mujer, arrancándole sollozos en los que se mezclaban el dolor y el placer. Durante minutos sometió a Hannah a esa posesión, para ceder nuevamente su lugar al gemelo, quien volvió a penetrarla por la vagina y así se inició una ronda que los dos hermanos practicaron como un juego perverso con entusiasmo.
Se fueron alternando con vigor sin llegar a eyacular, pero logrando que Hannah con los órganos inflamados por la intensa fricción alcanzara sus eyaculaciones en medio de gritos, risas y súplicas. Entre los dos contribuían a sostener su posición pero ahora sus manos descansaban sobre el asiento, elevando aun más la grupa y ella sentía deslizarse por sus muslos los minúsculos ríos de sus abundantes jugos vaginales.
Cuando sus piernas vacilaron temblorosas y los músculos parecían no aguantar más, los hombres la sentaron en la silla y poniéndose frente a ella, enlazados por la cintura, acercaron la boca de Hannah a los dos miembros chorreantes e inflamados. Ella abrió la boca y tomándolos entre sus manos, fue quitándoles todo vestigio de flujo con la lengua que penetró los suaves pliegues del prepucio y los labios solícitos envolvieron las irritadas carnes con un anillo de pulposa suavidad. Nunca hubiera imaginado que el saborear los jugos acidulados de su propio sexo iba a elevarla a tales planos de la excitación.
Perdido todo rastro de decencia, volteaba golosamente de un miembro al otro y succionándolos con fuerza, penetraba profundamente su boca. Esa alternancia fue acelerándose hasta que en el paroxismo, asió un miembro con cada mano y la boca pareció multiplicarse dando un par de chupadas a cada uno hasta que, en medio de los bramidos masculinos, el semen comenzó a brotar de los falos que ella había unido sobre su boca, enloqueciendo a Hannah, quien trataba de evitar que se derramara fuera, empalando con su lengua los grandes goterones. Los impetuosos chorros golpearon contra sus labios y excediéndolos salpicaron la cara, deslizándose por la barbilla y goteando cremosos sobre los senos.
Cuando los hombres acabaron sobre la boca abierta, Hannah yacía exánime en una especie de letargo o sopor y, semiahogada, dejaba escapar en medio de profundas arcadas un ronco, bajo y hondo gemido. Entre los dos recogieron las toallas húmedas utilizadas por la polaca y secaron con dedicada ternura su rostro del sudor, lágrimas y semen. Mientras Gunther lo hacía con el cuello y los senos, Dieter limpió prolijamente sus muslos, sexo y ano, tras lo cual la tomó en sus brazos y la depositó suavemente en el centro de la cama.
Sofía, quien creía haberlo visto todo a lo largo de esos meses, estaba fascinada por la fuerza y capacidad de los germanos pero aun se admiraba más por la resistencia y pasión que demostraba poseer su madre. Los dos hermanos se sentaron a la mesa y mientras tragaban el ardiente vodka como si fuera agua, hacían comentarios festivos sobre sus respectivas capacidades amatorias y la descomunal cooperación de la hermosísima Hannah. La niña volvía cabecear de sueño, cuando vio a Dieter levantarse de la mesa y parado junto a la cama, admirar a su madre que, desmadejada, se había acurrucado sobre los almohadones.
Despaciosamente, se tumbó junto a ella y desanudando la cinta que sujetaba la revuelta cola, extendió la hermosa melena sobre los cojines, creando un espléndido halo rojizo a las fuertes facciones de la mujer. Tomó su barbilla y con la parte interior de los labios rozó tiernamente los pulposos e hinchados de Hannah que, al dulce contacto, exhaló un suave y mimoso ronroneo. No estaba dormida ni inconsciente pero sí agotada y, aunque no tenía fuerzas ni para alzar los párpados, se sorprendió a sí misma al sentir que tan sólo ese roce, había vuelto a llenar de pájaros su vientre y se reavivaban los fuegos de sus deseos más recónditos.
El germano la fue cubriendo de pequeños y tiernos besos, al calor de los cuales la conmoción de sus entrañas se manifestó en el más dulce sentimiento amoroso y comenzó a responderle con una dulzura que jamás había sentido hacia ser alguno. La boca maleable de Hannah se convirtió en el vehículo de la más gozosa expresión de todas sus fibras. Ambos amantes comenzaron a jadear quedamente y la vaharada cálida de sus alientos mezclados los fue excitando. Dieter tomó uno de los pechos y con sus dedos, de pronto tan sutiles como una pluma, lo fue rozando y provocando aquellos cosquilleos que obligaban a Hannah a arquear la espalda con la urgencia del sexo. Los senos habían comenzado a hincharse y los pezones, erguidos, recibieron con real deleite el roce imperioso de los dedos que progresivamente fue incrementándose, hasta que tomándolo entre el pulgar e índice, inició una torturante rotación y sumándose, las uñas se clavaron en la carne, despertando en su sexo las primeras contracciones del deseo.
Tomando la cabeza del alemán con las manos, su boca se posesionó de la de él en un impulso loco; besaba, lamía, succionaba y mordía aquellos labios que tanto placer llevaban a su cuerpo y mientras él acentuaba el estrujamiento de los senos, fue empujando hacia ellos la boca exigente del hombre que se aposentó en los pechos, lamiéndolos y creando pequeños puntos cárdenos con sus chupones. La lengua exploró la extrañamente elevada aureola, rodeada de microscópicos gránulos delicadamente ásperos y, como la de una serpiente, atacó aviesamente los pezones. La lengua tremolante los excitaba y luego, los labios los envolvían mojándolos y dejando lugar a los dientes que roían la carne. En tanto que la boca enajenaba a Hannah, la mano derecha del hombre no había permanecido ociosa; recorriendo curiosa el vientre de Hannah rascó primero la rasurada vulva, creando sobre la lisa superficie un campo magnético que erizaba los poros.
La vulva henchida de sangre había aumentado de volumen y toda su periferia lucía enrojecida. Los pliegues palpitantes de los labios mayores se abrían expuestos, mojados y oscurecidos en los bordes dejando entrever el contrastante rosado del interior. Cuando los dedos apenas los rozaron, el vientre se contrajo violentamente en una espasmódica convulsión y la mano penetró hasta el fondo de los húmedos pliegues con el dedo mayor restregando el tubo carneo del clítoris y, finalmente, se hundió en el cavernoso y rugoso hueco de la vagina.
Totalmente consciente, Hannah se acomodó y en tanto que abría las piernas encogidas, obligó al hombre a dejar de chupar los senos para alojar su cabeza en el sexo y la boca tomó posesión de la vulva con la misma violencia con que lo había hecho en los pechos. Los labios mortificaban los pliegues gruesos hasta la grosería, casi violeta por la acumulación de sangre y la lengua se adentró en la húmeda profundidad a la búsqueda del excitado músculo.
Hannah se aferró con las dos manos a los curvados barrotes del respaldar y su cuerpo tomó una rítmica cadencia con el suave balanceo de la pelvis, en tanto que la boca de Dieter iniciaba un moroso deambular entre el clítoris y el ano, acariciando con suavidad las excitadas carnes y sorbiendo los fragantes jugos vaginales que fluían de la polaca. Apretando los dientes hasta hacerlos rechinar y sacudiendo vehemente la cabeza, Hannah suplicaba que la poseyera. Entonces Dieter, acuclillado frente a ella, la tomó por las nalgas y elevándolas hasta la altura de su miembro, lentamente, la fue penetrando. La mujer, apoyada sólo en sus hombros y pies, sostuvo la posición arqueada y se impulsó hasta sentir el roce recio y profundo del pene trasponiendo el cuello uterino. Al principio con suave cadencia y luego con auténtico furor, los amantes iniciaron un hipnótico vaivén, perfectamente acoplados.
Las manos de él se hundían en los grandes glúteos para evitar la desunión de los cuerpos y ella empujaba vigorosamente para ahondar la penetración. Los senos de la mujer se sacudían arriba y abajo acompasando el ritmo del coito y de sus labios, resecos y agrietados por la fiebre escapaban estertores que conmovían su pecho mientras farfullaba una mezcla de súplicas y palabras soeces. Sus ojos veían todo a través de una bruma rojiza que oscurecía su mente y la sumergía en un pozo donde sólo eran perceptibles el bestial roce y las oleadas de placer que, lentamente, la llevaron a perder toda noción de la realidad y, precediendo a la invasión del caliente semen, sumar el derramamiento de sus propios fluidos, hundiéndose satisfecha en la negra y protectora capa de la inconsciencia que no tardaría en desvanecerse al sentir gotear sobre sus cuarteados labios la ardiente caricia del licor, deslizándose por la garganta sedienta para hacer explosión en su estómago. Golosamente, abrió la boca y encerró entre los labios al pico de la botella, sorbiendo y saboreando regocijada el líquido que la conducía a disfrutar de las más altas cumbres del placer.
Quien le sostenía la cabeza y mantenía la botella contra a su boca no era otro que Gunther quien, después de tomar él mismo varios tragos y en tanto que besaba a Hannah, la acostó sobre él presionando sus nalgas con las manos y restregando sexo contra sexo. El alcohol había despertado los demonios adormecidos de la polaca que besaba mordiente al gemelo y su cuerpo arreciaba contra el de él, como reclamándole por algo más consistente. Al sentir la dura verga del hombre contra su sexo, tomó el pene con su mano y sin hesitar lo embocó en la vagina, dejándose caer y penetrándose con él. El endurecido miembro pareció hender como una lanza la lacerada piel de la vagina de Hannah quien al sentir poderoso empuje no pudo reprimir un grito, mezcla de goce y dolor. Le costaba entender que el falo del hombre, a pesar de las sucesiva penetraciones y eyaculaciones, guardara tal grado de dureza y, sin poderse contener, flexionó sus piernas para elevarse y así iniciar un desenfrenado galope sobre Gunther que se acomodó a la rítmica jineteada, yendo al encuentro del sexo femenino cuando bajaba y retrocediendo cuando subía.
Hannah estaba fuera de sí, con una mano estimulaba al clítoris y con la otra estrujaba prietamente sus senos que se sacudían, subiendo y bajando dolorosamente al compás del vaivén. Por su cuerpo estremecido se escurrían verdaderos y diminutos ríos de transpiración que confluían inevitablemente hacia su sexo y ano, en tanto que de su garganta surgían roncos bramidos de placer. Gunther estiró sus manos y asiendo los senos de la mujer la atrajo hacia él; sobándolos y retorciendo los pezones intensamente, invadió su boca con la lengua vibrátil. Con los ojos en blanco, Hannah pestañeaba fuertemente para mantener la consciencia y respiraba entrecortadamente, ahogada por la saliva; no creía poder resistir mucho más tanto placer, cuando Dieter, que se había acomodado entre las piernas de su hermano, lentamente, poco a poco, fue penetrándola por el ano.
Sorprendida, la mujer abrió desorbitadamente los ojos y la boca ensayó un rictus de alarido que jamás se concretó. Las dos grandes vergas llenaban sus entrañas y, aunque su presencia simultanea le resultada extraña, no le era incómoda ni ingrata, todo lo contrario; la contradanza que ambos miembros ejecutaban en su interior elevaba sus sensaciones a niveles del goce que nunca ni siquiera hubiera imaginado poseer y mucho menos disfrutar. Los cuerpos de los tres amantes parecían cargados de una energía, una carga de magnetismo que metía miedo.
Desorbitados, fuera de sí, bañados de transpiración y jugos corporales, se enfrascaban en una recia batalla casi destructiva, en la que la pasión se mezclaba con el sadismo; los hombres maltrataban la carne de la mujer como si quisieran destrozarla, machacando, rasguñando, sobando y estrujándola en brutales torcimientos y la mujer, a través de su cuerpo castigado, de entrañas desgarradas y piel herida de tanto manoseo, encontraba un placer masoquista que la llevaba a la alienación y a la lujuria más abyecta.
Apoyada en un codo y mientras chupeteaba con fruición las tetillas de Gunther, llevaba su mano al sexo para, tras estregar enérgicamente al clítoris, penetrar la vagina, incrementando con sus dedos la presión intolerable de la verga y, lentamente, sintió escurrir entre los dedos sus humores vaginales. Su mente ya había perdido todo control de tiempo y espacio y sólo sus terminales nerviosas la llevaban a sentir y disfrutar con el acoplamiento que, con su orgasmo, no había concluido.
Entre los dos tomaron el pelele plástico que era ahora Hannah y tras darla vuelta, Gunther la penetró por el ano y despaciosamente se fue echando hacia atrás. Después de acomodar los pies de la polaca tan atrás como le fue posible, tomó sus hombros y la recostó contra su pecho. El roce despiadado hizo que Hannah se mantuviera arqueada e instintivamente se apoyó en los brazos estirados, posibilitando que Gunther comenzara con un corto movimiento ascendente y descendiente.
Dieter, de frente a sus piernas abiertas, se colocó semi acuclillado sobre su cuerpo y los labios se posesionaron de su boca acezante mientras las manos estrujaban duramente los irritados senos. Luego, la boca bajó por el cuello sorbiendo golosamente la piel sudorosa, se entretuvo lamiendo y chupando los pechos mientras sus dedos escarbaban los doloridos labios de la vulva. Finalmente, Hassler tomó su miembro y lo hundió en la cavidad que latía oferente. Nuevamente los dos miembros se encontraron en el interior de la mujer que sólo dejaba escapar débiles gemidos enronquecidos, al sentir como los dos grandes falos flagelaban sus entrañas, tan juntos que la débil pared membranosa parecía no existir. Cuando al cabo de un rato los hombres eyacularon, Gunther en el recto y Dieter bañando su sexo, Hannah ya estaba lejos de todo rastro de conciencia y ni se enteró cuando dejaron de penetrarla, abandonándola convulsionada sobre la maraña de sábanas.
El tormentoso encuentro sexual había durado cinco horas, durante las cuales Sofía había permanecido con los ojos prendidos a la apertura que le permitía observar todo. En esos meses los acoples de su madre con el coronel y sus solitarias masturbaciones transitaban ya el terreno de lo habitual, pero la presencia de otro hombre despertó su curiosidad y aunque las horas se le hicieron largas y pesadas, como los amantes, había descansado entre cópula y copula. Acostada boca abajo y con la barbilla apoyada en las manos, la niña se admiraba de la fuerte musculatura y los vigorosos penes de los germanos que parecían inagotables. Pero quien ocupaba un capítulo especial de su respeto era su madre. A Sofía le costaba conciliar la imagen de esa mujer de mirada limpia y luminosa, sonrisa espléndida, gestos cariñosos, suaves y dulces, con la de aquella que, a la menor ingesta de alcohol, se convertía en una satánica máquina de sexo, aceptando y proponiendo las situaciones más inicuas y perversas, agotándose en la laceración de sus propias carnes con un placer aberrante y una satisfacción tan enorme. Con los párpados vencidos por el sueño, la niña se arrebujó mimosamente abrigada entre los cobertores, orgullosa de la belleza de su madre y de la firme determinación que la hacía comportarse de esa manera.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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