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Las Coloradas Capítulo 11

Cuando desperté sintiendo el sordo palpitar de mis cavidades inflamadas, comprobé que era de día y estaba avanzada la mañana. Una notita de Germán en la mesa de noche, me explicaba que tenía una cita ineludible y que me tomara el día. Después de un largo baño de inmersión durante el que comprobé que sólo algunos raspones y moretones eran el resultado de tan maravillosa como ruda noche de sexo, me preparé un opíparo desayuno y volviendo al dormitorio, coloqué nuevas sábanas en la cama. Acurrucándome en su frescura, llamé a la oficina para pretextar una descompostura de último momento.
Recostada entre las lujosas sábanas, recapacité sobre la situación que se había dado la noche anterior. A pesar de toda la depravación del sexo que teníamos con mi marido, del sadomasoquismo a que me había hecho afecta, yo nunca había pensado en un cambio de parejas ni tener sexo múltiple y mucho menos hacerlo con Carolina. Por eso me asombraba de la naturalidad con que había aceptado todo, tal vez influida por un presentimiento de víctima trampeada cuando mi marido había anunciado el carácter particular de aquella cena.
También corroboraba que el sexo con hombres llenaba todas mis necesidades sexuales y me proporcionaba placer, pero confirmaba que el practicado con otra mujer, aunque fuera parcial e incompleto como sucediera con Carolina, era lo único que me provocaba mis más intensos y abundantes orgasmos. Efímera y circunstancial, esa relación de la noche anterior me marcaba el camino definitivo, íntimo y terrible pero ineludiblemente cierto. Yo había nacido al sexo de la mano de una mujer y tenía que asumir que las relaciones lesbianas eran las únicas que me hacían sentir plena y las disfrutaba como a ninguna otra cosa en la vida.
Desnuda bajo las sábanas, hice un rápido repaso a mi vida sexual, segura de que el desusado placer que obtenía con el sexo tenía raíces muy profundas, tal vez heredadas genéticamente. ¿Cómo era posible que tanto mi madre como yo fuéramos casi idénticamente parecidas a mi abuela, desde el color del cabello y la estatura, hasta los rasgos faciales y las generosas proporciones de nuestros cuerpos? ¿No estaba yo reproduciendo las necesidades físicas de mi abuela y, acaso no había ya vivido la mayoría de sus experiencias sexuales, igual que en su momento tal vez lo había hecho mi madre? ¿Era motivo de una predestinación familiar o étnica mi preferencia por las mujeres y no estaría a la búsqueda de ese amor presentido y definitivo como le había sucedido a Hannah con su Christina? ¿Por qué nunca había quedado embarazada a pesar de ser fértil y no haber tomado precauciones al momento de tener sexo? ¿Era realmente lesbiana o sólo me gustaban las mujeres tanto como los hombres y disfrutaba del sexo masculino a pesar de que mis mejores orgasmos los hubiera obtenido con mujeres?
En medio de la modorra, esas preguntas estuvieron todo el día rondando mi cabeza, imponiéndome la necesidad de definirme, ya que a mis treinta y cinco años, no había dado otro rumbo a mi vida que no fuera mi profesión, un casamiento que no resistía ningún análisis lógico y esa indefinición de mi sexualidad.
Pasaron los días, se sucedieron los meses, pero Germán no volvió a hacer mención de aquella noche y, como no teníamos otra relación con Lothar y Carolina más allá de las circunstanciales reuniones sociales donde nos encontrábamos, no hubo secuelas. Sin embargo, no pude dejar de notar que Germán evitaba ex profeso cualquier conversación que se relacionara con eso y hasta me pareció notar un cierto enojo celoso, como si mi actitud no sólo complaciente sino entusiasta para con Lothar le disgustara, reprochándose tal vez por haber tenido esa ocurrencia.
Por una u otra razón, nuestra relación parecía haber tenido un quiebre, un antes y un después. Si bien continuábamos siendo socios en la empresa, compartíamos el departamento y sosteníamos fugaces acoples sexuales, un algo indefiniblemente incomodo flotaba entre los dos. Germán conocía de mi heterogeneidad sexual anterior al matrimonio; mi iniciación y convivencia con Laura, la tormentosa relación con Román y hasta el frustrado amor que había sentido por María, pero tal vez la cruda experiencia de verme penetrada por otro hombre y observarme mientras yo me satisfacía con una mujer, le hubieran chocado. El vivir juntos ya parecía más parte de un convenio que del afecto y día a día nuestra relación se hacía más distante e indiferente.

Había transcurrido más de un año de esa ambigua y confusa relación matrimonial, cuando una abogada amiga me pidió un favor. Se iba a radicar en los Estados Unidos donde había sido contratada por un prestigioso buffet de Nueva York y aunque la empresa le había alquilado un departamento, ella debería encargarse de la decoración, adaptándose, además, a su nuevo trabajo y a la ciudad.
Como era viuda y tenía una hija a punto de cumplir los quince años de la cual yo era madrina y a la que conocía desde que era bebé, me pidió que la hospedara hasta que ella se hubiera acomodado.
Para no viajar sola, hizo coincidir su vuelo con el que tomaría Germán que viajaba a Estados Unidos para refrendar convenios con empresas similares a la suya. El día de la partida fue toda una confusión en el hall del edificio, entremezclándose las valijas de los viajeros con las que entraba Paula, mi ahijada. Pasados los nervios, los abrazos y los llantos de la despedida, las dos nos quedamos viendo como desaparecía el auto que transportaba a su madre y mi marido y luego subimos al departamento.
A mi edad, nunca había tenido experiencia con chicos y menos con una joven adolescente de la cual no podía suponer sus reacciones. Durante la cena, tuve que llevar el peso de la conversación ante su inapetencia y apesadumbrada tristeza, explicándole pacientemente que la separación de su madre sería por pocos días y que no había motivos para que se afligiera de tal modo.
Para ver si cambiaba de talante, le indiqué que tomara un baño y que luego se acostara en la habitación de huéspedes que había preparado para ella. Cuando terminé de levantar la mesa y acomodar la cocina, me sumergí en la tibieza protectora de la bañera en la que permanecí largo rato, tratando de descifrar como debería manejarme con la jovencita en esos pocos días. Me apliqué aceites humectantes sobre la piel mojada y envolviéndome en una toalla me dirigí a mi dormitorio.
Al pasar por el cuarto de Paula, escuché sollozos apagados a través de la puerta entreabierta. Espié discretamente por la apertura y la vi sentada en el borde de la cama, con la cara cubierta por las manos y los brazos apoyados en las rodillas. El llanto sacudía convulsivamente sus espaldas y era tal la congoja que transmitían sus sollozos que no pude menos que entrar al cuarto y, sentándome a su lado, pasar mi brazo izquierdo sobre sus hombros, estrechándola cariñosamente mientras la consolaba con palabras de afecto.
Colgándose prácticamente de mí, se abrazó apretadamente hundiendo su cabeza en el hueco de mi cuello. Me inspiró tal ternura que, alzándola de su posición, la senté en mi falda como cuando sólo era una beba, acunándola suavemente. Pronto, los sollozos fueron amainando y, aunque todavía hipaba, aflojó su tenaz abrazo al cuello.
Cuando con una punta de la toalla sequé las lágrimas del rostro, pude ver en la intensidad de su mirada clavada suplicante en la mía, no ya la pena o el dolor, sino la anhelante angustia del deseo. Confundida, desvié la vista de esa criatura a la que prometiera proteger ante la pila bautismal y traté de acostarla, pero al pasar mis manos bajo sus piernas para levantarme, volvió a estrechar mi cuello con sus manos y, revolviéndose, aplastó golosamente su boca infantil entreabierta sobre la mía.

Mi decisión flaqueaba, dudando entre la respuesta primitiva de mis instintos y mi responsabilidad como mujer adulta a cargo de esa niña a la que había jurado cuidar como su madre. Ella había puesto en juego a su lengua inexperta que penetró trémula mi boca, buscando con desesperación a la mía. Yo sentía el calor de su cuerpo y en mis manos la tersura de los muslos e involuntariamente, como un acto reflejo, mi boca se apoderó de la suya y mis labios y lengua guiaron sapientes a los de ella.
Entretanto, mi mano derecha se había deslizado por los delgados muslos acariciándolos con la urgencia que le prestaba el deseo loco que se estaba instalando en mi sexo, eliminando con el fuego de su brasero todo vestigio de prudencia.
Extremadamente suave, su piel incitaba a mi mano que, rápidamente se atrevió a llegar hasta el vértice de las piernas que ella había ido separando para encontrarse con la primera sorpresa; el sexo, velludo y humedecido, sin bombacha u otro impedimento que los obstaculizara estaba expuesto a la curiosidad de mis dedos. A pesar de toda mi experiencia, ese contacto me obnubiló. Temblando como una hoja, me sentía repitiendo como en un ritual aquello que Laura hiciera conmigo hacía más de veinte años y el hueco insondable que se hizo en mi estómago, se fue poblando con un leve roce de mariposas que rápidamente se convirtió en el violento aletear de pájaros espantados que destrozaban con sus garras mis entrañas.
Sin dejar de besarme tan desesperada como inexpertamente, la niña fue aflojando la toalla para dejar mi torso al descubierto. Por un momento separó su cara de la mía, mirando con ojos alucinados el temblor de mis senos. Tomó y sobó suavemente el izquierdo con su mano y luego inclinó la cabeza para que su boca se apoderara del pezón, lamiendo y succionándolo innecesariamente fuerte.
El oscuro demonio encerrado en mi mente pervertida por tantos años de sexo salvajemente desquiciado, salió de su cubil y mi mano derecha se movió con la instintiva habilidad del conocimiento, con los dedos acariciando los labios apretados de la vulva que a su contacto se dilataron complacientes.
El simple tacto me asombró por la abundancia de gruesos pliegues que poblaban su interior y el tamaño desusado del clítoris que, aun sin estimulación, aparecía como un carnoso dedo meñique. Perdido todo sentido de la mesura, deshaciéndola del pequeño camisón poco más grande que una camiseta, la acosté en la cama y tendiéndome a su lado comencé a acariciarla con frenesí.
Mi boca tomó posesión de la suya y encerrándola entre los labios, comenzó con un lento proceso de succión y mordisqueo, mientras mi lengua se perdía vibrátil en las profundidades de la boca, presionando con rudeza sus labios que, prematuramente rendidos, se prestaban gustosos al roce violento, respondiendo con sumisión. En tanto que mi mano derecha la sujetaba férreamente por la nuca para aumentar la presión de la succión, mi otra mano acarició sus senos, mayores de lo que a simple vista parecían.
Extasiada por la tersura de la piel, sobé delicadamente las carnes firmes del pecho y haciéndome eco de sus gemidos, tomé entre mis dedos índice y pulgar al pezón. Tras excitarlo con pequeños pellizcos, comencé a estregarlo entre ellos en suave rotación que conforme aumentaba la presión, fue convirtiéndose en retorcimiento y presumiendo su goce por la manera en que envaraba el cuerpo, fui hundiendo en él el filo de mis uñas. Sus gemidos derivaron a histéricos chillidos de balbuciente asentimiento y mi boca golosa descendió a los senos, chupando al pezón que, de casi inexistente, había adquirido un insospechado grosor y mordí enloquecida su afilada punta.
Con el pecho convulsionado, ella hundió sus manos en mi revuelta melena, apretando la cabeza contra sus senos. Liberada del seno, mi mano se escurrió por el vientre palpando y pellizcando su adiposidad todavía infantil, hasta que sentí en mis dedos la aspereza del vello púbico, espeso y enrulado. Casi con timidez, las yemas se entretuvieron deslizándose sobre la humedad que los cubría, aferrando sus mechones y tironeando de ellos, los retorcí como si fueran rizos.
De manera instintiva, Paula había comenzado a ondular el cuerpo hamacando su pelvis y entonces sí, mis dedos se atrevieron a separar los labios hinchados de la vulva para adentrarse en sus húmedas profundidades. Rascándolo tenuemente, tomé entre mis dedos al excitado clítoris, obligándola a incrementar los sacudimientos de las caderas.
Abandonando por un momento sus senos, mi cabeza subió junto a la suya y mi boca dejó deslizar en sus oídos el susurro de una disculpa culpable, mientras mis dedos ahusados iban introduciéndose lentamente en la vagina. Sus profundos suspiros y el quejumbroso asentimiento a la penetración, fue suficiente para que mis dedos profundizaran la intrusión al canal vaginal explorando sus húmedas mucosas, acariciando y rascando en todas direcciones las carnes vírgenes. Jadeando entrecortadamente, Paula se abrazaba fuertemente contra mí y sus uñas se clavaban en mi espalda, dando muestras de la intensidad de la penetración y de su goce.
Lentamente, mis dedos comenzaron con un ralentado vaivén, entrando y saliendo, provocando en la jovencita estentóreas exclamaciones de satisfacción en las que manifestaba su complacencia y me pedía que no cejara en mi intento, haciéndola gozar aun más. Mi mano dejó su sexo y poniéndome invertida sobre ella, abrí sus piernas encogiéndolas y asiéndome a sus firmes y abultadas nalgas, hundí mi boca en el sexo empapado de sus jugos naturales.
Buscando abrirme camino con mi lengua entre los abundantes pliegues, no pude evitar que la lujuria llenara de saliva mi boca al entrever entre la carnosidad oscurecida por la afluencia de sangre, la albura levemente rosada de su interior, que me atraía con sus brillos de madreperla, apenas maculado por el agujero de la uretra. Mi lengua tremolante holló la pulsante e inexplorada superficie, comprobando que el sabor que de ella surgía, era inédito para mi boca saturada por las acres fragancias ásperas de mujeres adultas.
Con la urgencia nerviosa de la de un áspid, mi lengua exploró imperiosa ese nácar enloquecedor, socavándolo sin piedad. La muchacha había engarfiado sus manos a mis glúteos y las pequeñas uñas trazaban surcos de desesperación en ellos. Totalmente enajenada, tomé entre mis labios el capuchón del musculito sensible y sacudiendo la cabeza, lo sometí a una violenta succión que estremeció dolorosamente a la niña. Colocando sus muslos bajo mis axilas, profundicé la apertura del sexo y mis dedos volvieron a introducirse en su vagina penetrándola salvajemente, haciendo sonoro el chasquido de las carnes entrechocándose.
Paula lloraba y reía simultáneamente pidiéndome por más, en tanto que asía entre sus manos las corvas de las piernas y tirando de ellas las elevaba, favoreciendo la penetración con su convulsivo menear. Añadiendo un tercer dedo, aceleré el ritmo. Reemplazando mis labios por los dientes, atrapé entre ellos al clítoris y tirando de él como si fuera a comprobar su elasticidad, martiricé sus carnes hasta que la niña comenzó a ponerse rígida.
Mientras sus dientes rechinaban por la fuerza con que los apretaba y de la garganta brotaba un ronco bramido, sus ojos se ponían en blanco y sus músculos tiritaban gelatinosamente como presa de un ataque de epilepsia. Espantada por lo que había provocado, me detuve por un instante en la caricia, hasta que me di cuenta que ella estaba alcanzado el primer orgasmo de su vida. Con el cuerpo arqueado y las caderas en el aire, clavó sus dientes en mis ingles y allí permaneció temblorosamente crispada hasta que, con un suspiro de placer y satisfacción infinita, se relajó.
Yo aun estaba ascendiendo la colina del clímax y ante la vista de su sexo rezumando fluidos, sentí el imperioso llamado de las infinitas y diminutas manos que parecían desgarrar mis músculos, arrastrándolos sin piedad hacia la caldera hirviente del sexo y perdí totalmente el control de mis actos. Acomodé la pelvis y abriendo mi vulva con los dedos, la aplasté contra su seno con el duro pezón rozando mis carnes e inicié un furibundo restregar, mientras mi boca lamía desesperadamente al clítoris y los dedos incrementaban la penetración de la vagina, patinando en las espesas mucosas que ella expulsaba. Rugiendo de deseo y en la angustiosa espera de mí anunciado orgasmo, me debatí contra Paula hasta que sentí el derrame glorioso de mis fluidos, al tiempo que el alivio inundaba al cuerpo de la sensación más excelsa que jamás había sentido.
Al recobrar el aliento y con mi boca aun junto al sexo fragante de la muchacha, comprendí la monstruosidad a que había sometido a aquella chiquilina a la que había tenido en mis brazos desde su mismo nacimiento. Me sentía tan culpable como si hubiera violado a una hija, pero mientras me incorporaba, reflexionaba que había sido ese trato casi cotidiano lo que no me había permitido percatarme de su crecimiento físico e ignorar que se había convertido en toda una mujer, perfectamente desarrollada.
Como refutando mi arrepentimiento y ahíta luego de su primer orgasmo, respiraba suavemente mientras descansaba relajada y al observar con más detenimiento ese cuerpo cubierto de transpiración, me di cuenta que, a pesar de que su estatura no superaba el metro cincuenta y cinco, veinte centímetros menos que yo, estaba perfectamente proporcionada.
Su cara mostraba aun ciertos rasgos infantiles pero el resto del cuerpo, sin estar totalmente desarrollado, impresionaba por la contundencia de las formas. Los pechos semejaban dos medio pomelos por la perfección de la comba y la consistencia de sus carnes que los mantenían altos y erguidos, como si fueran, contradictoriamente, prótesis de siliconas. Las chatas aureolas prometían seguir creciendo y comenzaban a aparecer en ellas esos gránulos hormonales que disparan secretas glándulas y que las hacían tan atractivas, tanto como sus puntiagudos pezones.
Su torso dejaba adivinar las costillas y hacia abajo se achataba sin rastros todavía de la musculatura que haría desaparecer la pequeña adiposidad de la pancita. La oscura espesura de su vello púbico destacaba la naciente anchura de las caderas y los muslos comenzaban a adquirir consistencia pero aun eran delgados para sostener la parte más destacada y hermosa de su anatomía; los dos prominentes, duros, redondeados y alzados glúteos. Las nalgas tenían esa apariencia sólida que mueve a tocarlas y la deliciosa curva que los unía con la espalda, mostraba dos hermosos hoyuelos antes de confundirse con las suaves carnes del torso.
Arrodillada a su lado, me transporté en el tiempo, reviviendo en todos sus detalles mi primera relación con Laura, enterneciéndome de tal modo que la abracé sollozando y pidiéndole perdón. Aun amodorrada, Paula se aferró a mí susurrándome tiernamente cuanto me amaba. Mientras seguíamos acostadas besándonos tiernamente, la muchacha me confesó que desde los diez años, cuando había escuchado subrepticiamente a su madre conversando con otra amiga sobre mi homosexualidad, pasé a formar parte de sus fantasías y desde hacía unos pocos meses se había iniciado en la masturbación con mi imagen inspiradora.
Nuestras caricias se iban intensificando y a los pocos minutos estábamos nuevamente excitadas. Con los labios entreabiertos, Paula jadeaba suavemente y, como la niña que aun era, se extasiaba mimosa besando, lamiendo y mordisqueando mi cuello. Mis manos recorrían ávidas el pronunciado promontorio de sus ancas, hundiendo mis dedos en esa pulposa y tierna tentación al tacto. Paula bajó la mano con que acariciaba mis senos hasta la inquietante región de las ingles y se entretuvo, morosa, en las tiernas canaletas que la llevaron indefectiblemente hasta mi sexo, en donde rondó la monda superficie del Monte de Venus solazándose con su suavidad y atreviéndose a aventurarse hacia la loma de la vulva.
Se detuvo indecisa por un momento y luego encaró decididamente la tarea de rozar tiernamente los labios que, expectantes, a la más suave presión, se dilataron para permitir su acceso. Temblorosamente medrosos, los dedos de la niña buscaron la profundidad en la que descansaba el triángulo sensitivo y al hallarlo, fue frotándolo con lentitud, aumentando su volumen y mi excitación.
Yo también baje mi mano hacia su sexo y adentrándome en la espesura de los pelos, introduje sin dilación mis dedos en la vulva, frotando vigorosamente sus abundantes pliegues y rondando duramente la apertura de la vagina. La rudeza de mi trato la hizo reaccionar y su mano también se dedicó a recorrer con premura el interior de mi vulva hasta que, tras una breve vacilación, sus dedos índice y mayor se introdujeron en la vagina, acariciando y rascando suavemente la piel sobre las espesas mucosas que la cubrían.
Acezantes, con nuestros pechos agitados y ahogándonos por la intensidad del deseo loco, nos sentamos y quedamos una frente a la otra. Abrí mis piernas y diciéndole que hiciera lo mismo, pasé mi pierna izquierda sobre la derecha y la derecha bajo su izquierda. La atraje hacia mí, pidiéndole que abriera los labios de la vulva con sus dedos. Hice lo propio y bajando mi mano izquierda cerrada en un puño, la apoyé sobre las palpitantes carnes e impulsando las caderas hacia delante, aplasté mi cuerpo contra el suyo. Nuestros sexos estaban prietamente juntos, solo separados por la dura presencia del puño.
Paula me aferró del cuello con ambas manos y yo la tomé con mi mano derecha por la cintura. Cadenciosa y apretadamente, fuimos imprimiendo a nuestros cuerpos un lento balanceo por el que nuestros sexos se estregaban duramente contra el puño. Ese movimiento fue creciendo junto con nuestra excitación y el vaivén se hizo más pronunciado en la misma medida en que se aceleraba. Los gemidos de placer escapaban de nuestras bocas sin poderlos reprimir y, sin abandonar la intensidad del roce, nuestros torsos se fueron acercando. Las lenguas salían de las bocas tremolantes a la búsqueda de la otra y finalmente se enzarzaron en una dulce batalla de salivas que los labios fueron sorbiendo al fundirse en apretados besos desesperados, hasta que, en medio de un frenético y espasmódico pujar, alcanzamos nuestros orgasmos y nos desplomamos jadeantes en la cama.
Después de darme una ducha rápida y fría que refrescó mis carnes, endureciéndolas, volví al dormitorio de la muchacha sintiéndome insatisfecha a pesar de los dos orgasmos. El hecho de que a pesar de mi rol activo no había concretado la suprema sensación de la penetración, sometiéndola como un hombre, hacía que la bestia que me habitaba le diera a mi goce un valor relativo o por lo menos, incompleto. Contemplando con cierto disgusto frustrado la figura espatarrada de Paula, abandoné el cuarto.
Sentándome en un sillón del living, tomé una botella de vodka y poniendo la mente en blanco, fui sorbiendo el licor sin prisa, sorbo a sorbo. Una hora y media botella después, con la entonación justa en el cuerpo y mi mente envuelta en una nube de irrefrenables deseos, fui a mi dormitorio y elegí de entre mis juguetes, el arnés menos agresivo aunque no el más pequeño. Colocándomelo y tras haberlo lubricado con una crema altamente afrodisíaca, fui hasta su cuarto. Paula seguía en la misma posición; acostada boca arriba y con las piernas encogidas de lado, como si protegiera su sexo.
Mientras picoteaba con mis besos para despertarla, la acaricié suavemente. La muchacha fue reaccionando y, tras estirar sus brazos perezosamente, los plegó sobre mí, abrazándome con toda naturalidad, respondiendo mis besos con pasión. Nuestras manos exploraban con histérica urgencia las carnes y mi boca, abandonando la suya, abrevó en la tibieza de sus hermosos pechos. Sobándolos con ternura, fui presionándolos cada vez más fuerte hasta llegar al estrujamiento doloroso que provocó exclamaciones quejumbrosas de placer en la niña que, aferrada a mi cabeza, acariciaba y revolvía mi húmeda cabellera. La lengua fue explorando las rosadas aureolas azotando al grueso pezón hasta que los labios ciñeron la estremecida carne y se cerraron en torno a la crecida excrecencia sorbiéndola apretadamente y mis dientes la rozaron, rayéndola tenuemente.
Luego, mi boca bajó por el vientre alojándose sobre el sexo. Separé con los dedos la maraña oscura y húmeda de su espesa vellosidad y mí lengua penetró la vulva, buscando al abultado clítoris. Tomándolo entre los labios, lo chupé con intensidad, tironeando de él hasta conseguir que su tamaño adquiriera casi el doble de su volumen, mordisqueándolo suavemente. Paula se estremecía con cada movimiento de mi boca, elevando involuntariamente su pelvis en espasmódicas sacudidas.
Dejando escapar una cantidad importante de saliva sobre su sexo, acomodé mi cuerpo y tomando entre mis dedos el falo artificial, lo restregué contra las carnes lubricadas, haciendo que Paula meneara aun más sus caderas. Apoyé la punta del miembro sobre la entrada a la vagina dilatándola con delicadeza y dándole a la cabeza una suave rotación, la fui penetrando lentamente. Ante el tamaño importante de aquello que tenía por primera vez en su interior, hizo un instintivo amago de rechazo, incorporando asustada su torso apoyado en los codos, pero el goce de la verga socavándola la hizo estallar en jubilosos gemidos sollozantes de dolor y placer y tomando su cabeza entre las manos, la aplastaba contra las sábanas, meneándola con desesperación.
Nunca había poseído y mucho menos violado a una adolescente, pero encontré que la satisfacción de hacerlo me elevaba a niveles altísimos del placer. Ya la había penetrado totalmente con el grueso consolador y mientras sentía como su punta se estregaba contra su endometrio, le imprimí una suave rotación que incrementó su angustia. Retirándolo lentamente, volvía penetrarla una y otra vez y luego comencé con un lerdo hamacar de mi cuerpo convirtiendo sus sollozos en ruidosas exclamaciones de placer y suplicantes asentimientos.
Asiéndose a mis brazos, acompasó su cuerpo al ritmo del mío y sus piernas rodearon instintivamente mi cintura, presionando con los pies sobre las nalgas. Con los ojos color miel desmesuradamente abiertos fijos en los míos, el cuerpo arqueado para darse mayor impulso y con la boca abierta babeante de saliva rogándome por mayor intensidad en la cópula, Paula había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer salvajemente primitiva a la búsqueda del placer total.
Yo sabía que gracias al alcohol había derrumbado las pocas barreras que la responsabilidad y la decencia habían intentado vanamente levantar ante los impulsos de mi sexualidad recuperada. Nuevamente en la plenitud de mi satisfacción, aferrando sus muslos entre mis manos y llevándolos contra su pecho, sentí como mis propios embates hacían que las puntas siliconadas del interior de la copilla laceraran mi sexo, invadiéndome de un placer inefable. Poniéndola de costado para que la presión de la pierna incrementara aun más el roce, profundicé la penetración y mis dedos excitaron la húmeda entrada al ano.
Debido a nuestra diferencia física, manejaba su cuerpo como si fuera un títere y poniéndola de rodillas, volví a penetrarla desde atrás por la vagina, incrementando con esa diferencia de ángulo el restregar de la verga sobre la superficie anillada de la vagina. Apoyada en sus brazos estirados y los senos contra las sábanas, ella hamacaba sincrónicamente su grupa alzada al tiempo que entre estertorosos gemidos me alentaba balbuciente para que la sometiera.
Manteniéndola asida por las caderas, sacaba totalmente el consolador y contemplaba alucinada como los esfínteres vaginales permanecían dilatados por un momento, permitiéndome atisbar el rosado tubo del interior y cuando volvían a contraerse, los avasallaba con el recio tronco del falo. La violencia del coito hacía que verdaderos ríos de transpiración corrieran por mi piel, causándome incontables cosquillas que aumentaban mi excitación.
Totalmente enajenada por el deseo y tal vez por el hecho de que hacía mucho tiempo que no poseía a una mujer de esa manera, el cuerpo de Paula ejercía sobre mí una atracción magnética y a la vez un impulso casi destructivo. Parecía que mi alivio vendría de la mano del sometimiento diabólico de su cuerpo y con mi dedo pulgar fui penetrando el ano, provocando en ella un aumento en sus espasmos y un ruidoso asentimiento verbal sobre como siempre había soñado en que la sometiera de esa manera. Retiré la verga del sexo y acuclillándome, la apoyé en el ano. Lentamente, milímetro a milímetro y presionándolo con todo el peso de mi cuerpo, el falo fue deslizándose casi imperceptiblemente hasta penetrarla totalmente.
Los esfínteres ya dilatados recibieron complacientes la entrada del consolador, mientras Paula con un grito desgarrador, mordiendo y arañando las sábanas, me suplicaba que no dejara de penetrarla hasta hacerla llegar al verdadero orgasmo. Los garfios que desgarraban mis músculos, el cosquilleo inaguantable en los riñones y aquel escozor en mi vejiga me anunciaban la proximidad del alivio, esta vez sí, total y completo. Arqueándome con mayor amplitud, aceleré el vaivén de la pelvis y uní mis bramidos a los de la niña, con la vista nublada por un espeso velo rojizo.
Cuando finalmente los embalses de nuestro deseo retenido se rompieron, la marea de la satisfacción colmó nuestros sexos inundándolos de humores que escurrieron fuera de las vaginas y se deslizaron acuosos por los muslos. Por unos minutos más, enloquecida por la desmesurada manifestación de placer con que Paula agradecía mi exagerada explosión sexual, me así fuertemente de sus caderas, estrellándome contra sus nalgas y sintiendo como las puntas excoriaban rudamente mis carnes. Continué hamacándome con ciega vehemencia hasta que la muchacha se escurrió de mis manos transpiradas y cayó desmadejada sobre la cama, emitiendo un lamento agónico. Agotada y bañada de sudor, me recosté a su lado y ambas caímos en una profunda modorra.
En la madrugada, Cristina dejó la cama de la niña y tras bañarse, se acostó. Despertó bien entrada la mañana del sábado y vistiendo un ligero camisón, desayunó copiosamente y luego se recostó junto a Paula, esperando con ansias el despertar de la jovencita mientras se la comía con los ojos.
Pasado el mediodía, la muchacha comenzó a emitir algunos gruñidos doloridos mientras se revolvía entre las sábanas. Cristina la ayudó medrosa a acomodarse mejor y finalmente la niña abrió sus claros e inmensos ojos, pestañeando como desorientada. Al ver junto a ella la cara preocupada de Cristina se transfiguró, su boca se dilató en una inmensa sonrisa de felicidad y. desperezándose como una gata satisfecha, se restregó contra el cuerpo de la mujer mayor quien, soltando un suspiro de alivio, la estrechó entre sus brazos y su boca buscó la sonriente de la joven.
Durante un rato y sin que mediara palabra alguna, se prodigaron en cariñosos besos y recorrieron los cuerpos con las manos, acariciándose con ternura hasta que Paula expresó su necesidad de ir al baño, ocasión que aprovechó Cristina para prepararle el desayuno.
Cuando entró al dormitorio, Paula había acomodado las sábanas arrugadas y se encontraba recostada sobre las almohadas, alegre y fresca, como si la noche anterior no hubiera sucedido nada y no fuera desvirgada ni sodomizada. Cristina observó gratificada como la muchacha daba cuenta del desayuno con voracidad infantil. Cuando terminó con la ultima miga de las tostadas y enjugó su boca con un trago de jugo de naranjas, se recostó con un hondo suspiro y recompensó a Cristina con una radiante sonrisa. Ante el requerimiento temeroso de esta sobre como se encontraba físicamente, reconoció sin vergüenza alguna el placer que le había proporcionado con tan intenso trajinar, aunque aun tenía algunas molestias y dolores en sus entrañas.
Conduciéndola a su dormitorio y tras hacerla acostar en la frescura de las sábanas de satén, se recostó a su lado y cubriéndola de mimos, no escatimó palabras para agradecerle la entrega complacida de su virginidad, iniciándose una especie de duelo de gentilezas, en el cual se endilgaban mutuamente exageradas virtudes y encantos.
Abrazadas como dos enamoradas, permanecieron acostadas toda la tarde y respondiendo a la curiosidad de la chiquilina, Cristina fue contándole las experiencias de sus relaciones sexuales, tanto con hombres como con mujeres, detallándole las ventajas o inconvenientes de cada una. Como tanto tiempo atrás lo hiciera Laura con ella, le explicó minuciosamente los misteriosos mecanismos que unían a una mujer con otra. De cuanto debería conocer su propio cuerpo para poder dar y recibir placer y de cómo debería esforzarse por sostener una verdadera relación lésbica.
Exhibiendo a la asombrada muchacha el arsenal de juguetes sexuales, le explicó detalladamente su uso. También le contó con escalofriantes detalles todas y cada una de sus experiencias con ellos y la satisfacción particular que cada uno le había proporcionado. La jovencita la escuchaba embelesada y sólo la interrumpía para requerir detalles más precisos que la sacaran de la incredulidad que a veces la invadía. Cristina sabía que en su actitud había mucho de perversión, ya que estaba envenenando la mente virgen de una jovencita a la que posiblemente no volvería a ver, predisponiéndola a la homosexualidad, pero no dejó de advertir que la muchacha no era precisamente un ejemplo de castidad y que aceptaba gustosamente todo cuanto le propusiera.
Cenaron fuera y tras volver caminando en la noche estival, a instancias de Cristina se acostaron desnudas en la inmensa cama, excitándose mutuamente en una especie de juego de cosquillas, pellizcos y caricias que las fueron llevando a la excitación. Como a pesar de sus protestas, Cristina se negara a tener otro tipo de relación sexual que no fuera superficial a causa del destrozo que los consoladores hicieran a sus órganos, la muchacha insistió en ser ella quien llevara la parte activa y así poder obtener un orgasmo indirecto por primera vez.
Cristina prosiguió negándose, pero no cesó de acariciar y besar a la muchacha con lo que consiguió que aquella estallara en un desconsolador llanto de histérica necesidad. Asombrada por haber provocado tal explosión de deseo con su crueldad, la mujer mayor abrazó a la joven convulsionada y con cariñosas palabras accedió a su pedido. Tras acercar el maletín y elegir un consolador en especial, se lo entregó a Paula y se recostó, entregada a lo que la jovencita quisiera hacerle.
Los senos de Cristina seducían a la muchacha, que arrodillada a su lado, los contemplaba extasiada, animándose a rozarlos tenuemente con las yemas de los dedos, recorriendo lentamente toda la superficie de las grandes tetas y excitándose cuando la mujer, respondiendo al estímulo de la caricia se estremeció gozosa y voluptuosamente la invitó a seguir adelante. Paula acercó su boca a los pequeños senos de las extrañas aureolas abultadas y cubiertas por una profusa cantidad de diminutos gránulos. Rozó la áspera superficie con pequeños besos apenas insinuados y luego con el húmedo interior de los labios infantiles, fue cubriéndola de una espesa saliva que volvía a sorber con la lengua.
Ya los pezones de Cristina se habían alzado, duros y oscuros por la excitación y entonces, la lengua de la niña, tremolando con vehemencia los agredió con dureza en tanto que las manos sobaban los grandes senos cubiertos de rubor y cuando los labios rodearon al pezón, comenzaron con un lento estrujamiento doloroso de las carnes. Como la de un náufrago sediento, la boca sorbió con fruición el alzado trocito de carne, abarcando con sus chupones toda la aureola. Imitando a la maestra, sus dedos se posesionaron del otro pezón estregándolo fuertemente entre ellos y cuando Paula comenzó a mordisquear la mama, los dedos lo retorcieron cruelmente clavando las pequeñas y filosas uñas en él.
Cristina gemía descontroladamente y con sus manos empujaba la cabeza de Paula hacia abajo al tiempo que le rogaba con insistencia que la chupara. La boca de la joven abandonó los senos y mientras las manos aun seguían clavándose en ellos, se adentró en la profundidad del surco que dividía en dos la fuerte musculatura del abdomen, cubierta de transpiración.
Lamía con gula y sorbió el líquido que barnizaba la suave piel, aplicando al vientre la voraz succión de sus chupones que dejaban círculos cárdenos en la superficie levemente pecosa. La presión de Cristina a su cabeza se acentuaba pero la muchacha parecía remisa en concederle lo que requería. Finalmente, se instaló entre las dos piernas generosamente abiertas y contempló fascinada el espectáculo que entregaba esa enorme vulva. Cual una fantástica flor carnívora, sus labios se abrían dilatados, dejando entrever el rosado interior barnizado por la humedad de sus propios humores, latiendo oferente con un siniestro pulsar de voracidad.
Maravillada ante la belleza de los hermosos muslos, acarició levemente con los dedos la tersura de su interior, deteniendo su andar al llegar a las canaletas de las ingles que recorrió morosamente, mientras con el filo de las uñas escalaba el doble promontorio de la vulva. Suavemente fueron abrevando en los labios tumefactos, adentrándose entre los encendidos pliegues carnosos de arriba abajo en juguetón rascar, descendiendo hasta la misma boca de la vagina y rozando al excitado capuchón del clítoris. Cristina había ido encogiendo las piernas abiertas hasta que las rodillas rozaron su cara, sosteniéndola así con las manos mientras la suplicaba a la niña que cesara en esa tortura y poseyera el sexo con su boca.
Siguiendo sus indicaciones, Paula colocó una almohada debajo de las nalgas alzadas para elevar aun más el sexo de la mujer y facilitar su acceso. Acomodó mejor su propio cuerpo y con dos dedos abrió la vulva de Cristina, acercando su cabeza al vértice hipnótico de rosáseas promesas. Aspirando las vaharadas de ásperos fragancias que emanaba el sexo, besó tiernamente las crestas moradas. Lejos del asco que ella presuponía, un magnetismo insoslayable la atrajo y sacando la lengua de su cueva, la agitó, ávida y tenaz contra las nacaradas carnes del óvalo, yendo remisamente al encuentro del abultado clítoris, al que se aplicó a lamer con golosa pereza.
Cristina sacudía enloquecida las caderas y en medio de bramidos de satisfacción le rogaba que la penetrara. El sabor acre excitaba fuertemente a la jovencita, quien cobraba conciencia de que el sexo lésbico no se reducía al placer de ser sometida por una mujer, sino que al poseer y dominar sexualmente a la otra, se obtenía la verdadera satisfacción. Sus labios y lengua incrementaron la fuerza de la succión y con sus dedos índice y mayor unidos penetró la vagina. Inmediatamente los músculos mojados se cerraron sobre ellos presionándolos y siguiendo las indicaciones de Cristina, los intrusaron profundamente, sintiendo en las yemas la anillada rugosidad cubierta de mucosas lubricantes a las que holló y rascó a la búsqueda de esa callosidad que en la cara anterior, Cristina le pedía que buscara.
Cuando la halló y rascándola la presionó, provocó que Cristina, soltando sus piernas y apoyándose firmemente con los pies en la cama, se asiera a los barrotes de la cama y combara su cuerpo, tensándose como un arco. Paula había entrado en el mismo frenesí de la mujer y estregaba su boca de lado a lado contra el sexo e intensificaba el vaivén de la mano penetrando la vagina.
Cristina clavaba su cabeza contra las sábanas y la roja melena parecía aureolar de fuego el rostro descompuesto por la fuerza con que buscaba satisfacer la angustia de su vientre. Las venas del cuello, repletas de sangre amenazaban con estallar y su pecho convulso parecía llenarse de una lava hirviente que la ahogaba, obligándola a jadear entre los labios resecos por la fiebre y una espesa saliva llenaba sus fauces, escurriendo por las comisuras cuando sacudía la cabeza. El paroxismo llegó al límite cuando Paula, que había tomado el consolador, lo introdujo en la vagina profundamente y sin dejar de chuparla con la boca, la penetró con violencia, iniciando un infernal vaivén que parecía destrozar sus entrañas.
Los rugidos de las dos mujeres llenaron el cuarto y la jovencita, que nunca había poseído a ser humano alguno, sintió como si proyectara inversamente la intrusión y ella misma se penetrara. Esa sensación de cegadora complacencia la llevó a chupar aun más fuerte a esa mujer desesperada que se debatía ante el vigor de su agresión. Casi demencialmente, la muchacha hundía su boca en el sexo, chupando y mordiéndolo con rudeza, mientras Cristina, sacudida por las contracciones y espasmos del vientre, ondulaba y meneaba su cuerpo al tiempo que le pedía la hiciera llegar al orgasmo. Y este finalmente la alcanzó cuando la niña, totalmente fuera de sí, sacó el consolador del sexo e introduciéndolo profunda y dolorosamente en el ano, la sodomizó hasta que la mujer sintió el torrente de sus ríos interiores derramarse por el sexo e inundándola, la hizo caer en una semi inconsciencia de la que tardaría en salir.
Largo rato después, con la mente nublada, la boca pastosa y una sensación pulsante en todo el cuerpo pero profundamente satisfecha, abrió los ojos. Descubrió junto a ella el cuerpo relajado de la chica, profundamente dormida pero con todas las señales de haber conseguido su alivio a través de la masturbación, ya que el consolador aun permanecía en la entrada de su sexo y la mano que lo sostuviera descansaba sobre él. Al tratar de retirar el falo y acomodar a la niña, aquella gruñó mimosa y sin abrir los ojos, se refugio entre sus brazos, descansando la cabeza sobre los pechos y abrazándola cariñosamente.
Al otro día, Cristina se levantó temprano y tras tomar un largo baño de inmersión, preparó el desayuno y despertó a Paula que, alegremente desenfada como la niña que era y sin vergüenza de exhibir su cuerpo, se sentó desnuda a la mesa para devorar con inusual apetito una cantidad increíble de cereales, leche y galletitas.
Al terminó del desayuno volvieron al dormitorio y mientras la jovencita mostraba descaradamente su estupenda desnudez sobre la cama, observaba con curiosidad la transformación de Cristina, que cepillaba con esmero su larga y ondulada melena roja. Tras maquillarse con la habilidad de un profesional, lucía su rostro de una manera turbadoramente bella y, cuando la vio vestir su elegante traje sastre de Valentino, no pudo menos que sentirse agradecida porque una mujer de su belleza y experiencia le permitiera convertirse en su amante, aunque fuera por tan corto tiempo.
Mientras se arreglaba, Cristina no dejaba de darle instrucciones sobre lo que debería hacer durante el resto del día en que permanecería sola, a excepción de la mujer que iba diariamente a limpiar y comprar los alimentos, en cuyo beneficio y para no dar lugar a malos entendidos, le pedía que se vistiera.
Al regresar por la noche, la aburrida jovencita había puesto la mesa para la cena que sólo necesitaba de unos minutos de microondas, ya que la mujer disponía de un menú que preparaba de acuerdo con sus instrucciones. Después de comer, Paula rechazó de plano la propuesta de Cristina de ver un rato de televisión y con una franqueza casi grosera, le manifestó gestual y calurosamente sus urgencias sexuales. Una vez que se hubo duchado, se introdujo en la cama en la que esperó la más que entusiasta muchacha, iniciando una ronda infernal de sexo que se prolongaría durante siente días.
Tras una noche en que se prodigaron las dos como bestias sedientas, Cristina avisó al Estudio que se tomaría una semana de licencia, pero si creyó que por eso ganaría en horas de sueño y descanso estaba totalmente equivocada. Paula acogió la noticia con un entusiasmo loco y como si en ese pequeño cuerpo se hubieran desatado todos los demonios del vicio y la lujuria, la obligó a penetraciones y posiciones que ni la mente más calenturienta y perversa podía imaginar en una niña de su edad que acababa de perder la virginidad. Cristina tenía la necesidad imperiosa de poseer ese cuerpo joven, fresco, sin vicios adquiridos e incansablemente se aplicó a someterla en esos pocos días a las mismas experiencias a que Laura la había llevado en años.
Paula parecía especialmente dotada no sólo para soportar el rigor de las circunstancias casi sin interrupción, sino que hasta le sobraban fuerzas, ánimo y espíritu para sugerirle cosas aun más atrevidas o arriesgadas para su físico. Totalmente decidida a transitar el sendero de la lujuria más perversa, le pidió que alquilara distintos videos pornográficos en el que pudieran verse a mujeres participando de orgías grupales. Como una inmensa esponja humana, absorbía y asimilaba cada acto por inhumano o doloroso que fuera, para ponerlo luego en ejecución sobre la descontrolada Cristina. Las noches y los días se les hacían cortos para manifestar toda la intensidad de su mutuo deseo, especialmente Paula que, como una fiera insaciable agotaba a Cristina a pesar de la diferencia en contextura física.
Totalmente desatada, imaginativa y febril, la muchacha se entregaba al sexo de manera total, con una dedicación que ni la más viciosa de las profesionales del sexo hubiera aceptado. Cristina estaba confundida por esa respuesta animal, sin poder asimilar que su deseo hubiera despertado en esa niña apenas adolescente un apetito aberrante y voraz que ni en Laura, María o Carolina había encontrado. Lejos estaba de la disconformidad y gozaba con todos y cada uno de los momentos en los que ella también entraba en la vorágine casi demencial y perdía la conciencia de sus actos, de los que daban prueba fehaciente los rastros que quedaban en sus cuerpos.
Agotada, demacrada, ojerosa y macilenta, en medio de abrazos y promesas de amor pero con la seguridad de que ese adiós sería definitivo, despidió a la jovencita que lucía espléndida, como si en esos días se hubiera alimentado de sus energías como un vampiro. Con una mezcla de tristeza y alivio, se preparó mentalmente para volver a la rutina del trabajo y el matrimonio, con la certeza de que junto con la jovencita, se alejaba su última experiencia homosexual y que ya cercana a los cuarenta, debería aceptar una vida sexualmente sedentaria.

Fue con ese espíritu con el que se encontró Germán al regreso de su viaje, una semana después. Estaba exultante con el resultado positivo de los negocios, ya que había conseguido asociarse con una gran empresa alemana de inversiones financieras internacionales y él, junto con un delegado del grupo, sería el único representante para Argentina y Uruguay.
Durante días se abocó al estudio de los contratos que unirían a su marido con los alemanes, quedando asombrada al ver las cifras que manejaba el grupo y las empresas en que pensaban invertir en la Argentina, todas de origen nacional y tradicionalmente de familia. A mediados de diciembre y con toda la papelería en orden, Germán le anunció la llegada al país del nuevo socio, chileno pero de origen alemán, y le pidió que se encargara de organizar una cena de acuerdo a las circunstancias, de la participarían el alemán, Lothar, él y ella, por supuesto.
Dado el nivel que pretendía su marido, se ocupó personalmente de la mesa, con cristalería, vajilla y platería de primera, encargando de la comida al chef del Club Alemán que preparaba cenas especiales a domicilio. El lujoso living comedor lucía fastuoso para la ocasión, con una iluminación estratégicamente esfumada y las velas de los candelabros de plata daban a los cuartos un acogedor ambiente familiar. Cristina también se había preparado para la ocasión, prestando especial cuidado a su hermosa cabellera que, con el concurso de un prestigioso estilista, había adquirido una dimensión, coloración y brillo capaces de conmover al más indiferente. La espectacular solera de seda de amplia falda plisada no le iba en zaga y realzaba de una manera notable sus rotundas proporciones.
Cuando llegó su marido junto con Lothar y un hombre rubio al que le presentó como Helmut, no más alto que ella pero que debajo del traje de seda negra aparentaba ser un fornido atleta, quedó impresionada porque de acuerdo a la importancia del cargo, ella esperaba que fuera un anciano y este hombre no superaría los cuarenta y cinco años. Ya habían tomado algunas copas antes de llegar y rápidamente se ubicaron en la mesa, iniciándose una conversación ágil y amena, ya que por ser chileno no había barreras idiomáticas que dificultaran la conversación.
De un lado de la mesa se sentaron Germán y Lothar, enfrentados Helmut y Cristina, quien se ocupaba de atenderlo personalmente. Luego de servir el postre, ella le hizo con los ojos una seña de angustiosa urgencia a Germán y levantándose, se metió apresuradamente en la cocina. Cuando entró su marido, la encontró apoyada en la mesa, respirando afanosamente y a su pregunta sobre que sucedía, se dio vuelta y alzándose la falda le mostró en su muslo las inequívocas marcas rojizas de apretujones.
Acezando por los dientes apretados, le dijo que ella no era una puta para soportar durante toda la comida los roces “casuales” de las manos del chileno y menos los moretones de sus dedos clavándose en la parte interior del muslo, casi junto al sexo. Con una risita socarrona y prendiendo un cigarrillo, Germán le explicó calmosamente que realmente aun no había aprendido nada y que ese era el trato; el precio para cerrar el contrato que el chileno traía en el bolsillo y que les haría ganar veinte millones en cinco años, era ella.
El chileno no aceptaría un no y él tampoco. Ante la airada protesta de Cristina que intentó abofetearlo, su marido le recordó que ella no había llevado una vida de clausura, enumerándole con excesiva crueldad todas sus relaciones anteriores y el lujurioso desenfreno de sus aberrantes sesiones de sexo. Para reforzar la consistencia de su exigencia, le confirmó que aquella noche en compañía de Lothar y Carolina no había sido fortuita y que, rigurosamente planificada, había sido registrada con dos cámaras de video que él ocultara estratégicamente y cuyas cintas estaban en poder de Carolina. Cristina lo insultó con lo mejor del repertorio que la vida le había proporcionado pero a medida que lo hacía se daba cuenta de su inutilidad y permaneció jadeante, con los nudillos blancos de aferrar los bordes de la mesa.
Mientras lloraba silenciosamente, Germán le dijo que él saldría con Lothar a tomar unas copas y que atendiera como sólo ella sabía hacerlo al invitado, tras lo cual salió de la cocina. Con la cabeza baja y sollozando de rabia e impotencia, permaneció junto a la mesa, hasta que escuchó los pasos calmosos del hombre, que llegó hasta sus espaldas y separando la larga melena a un lado, dejó al descubierto su nuca en la que apoyó delicadamente la boca, haciéndola estremecer. El alemán interpretó equivocadamente su repulsa, abrazándola contra su pecho y hundió las manos en el escote, los dedos hincándose profundamente en los senos, iniciando un rudo masaje hasta que sintió la dureza de los pezones.
Cristina estaba paralizada por lo intempestivo del ataque del hombre y por las sorpresas que seguía deparándole su cuerpo. Su mente se negaba de plano a soportar semejante imposición de su marido y se había propuesto no involucrarse personalmente, aceptando esa entrega sólo como una obligación. Condicionada por su larga y heterogénea experiencia sexual, sentía que a su pesar, toda ella respondía instintivamente a los estímulos de las poderosas y suaves manos del hombre quien, aprovechando su pasividad, se despojó del saco y abriendo la bragueta del pantalón, extrajo una verga verdaderamente portentosa.
Aproximándose a Cristina, empujó su torso sobre el mármol de la mesa y levantando la amplia falda sobre la espalda, descubrió sus macizas nalgas. Separándole hábilmente las piernas con un pie, tomó el miembro con su mano y apartando la débil tela del slip, sin ningún tipo de consideración lo introdujo, directa y violentamente en el ano. Estremecida por el inesperado y profundo dolor, dejó escapar un grito agudo y estentóreo que se transformó en gemido y más tarde en bramidos de placer. El hombre, que la había tomado por las caderas, imprimió a su cuerpo un fuerte movimiento de balanceo que profundizaba aun más la penetración al recto.
Cristina no sólo estaba acostumbrada a soportar la intrusión de los mayores consoladores, sino que hacía de la penetración anal el acto que mayor placer le provocaba y le permitía alcanzar los mejores orgasmos, pero junto a la dimensión de la verga, el alemán la penetraba de una forma que superaba todo cuanto había conocido y esa nueva sensación la estimulaba a darle a su cuerpo un lento vaivén, acompañando la cadencia que el hombre le imprimía para llenar cada hueco que pudiera existir.
Asida al borde y apoyada en los codos, pujaba hamacándose y sintiendo como los senos se restregaban duramente sobre la mesa. Contradecía a su propósito y de manera inconsciente se amoldaba al hombre, abriendo aun más las piernas para facilitar el roce del falo. Sus fosas nasales se dilataban con vibrátiles estremecimientos para bombear más aire a los exigidos pulmones y el aire cálido que exhalaba resecaba los labios y llenaba su boca de una espesa baba que ante su exagerada apertura en un grito silencioso, rezumaba por las comisuras y goteaba hasta su mentón.
Obedeciendo a Helmut, alzó su pierna derecha apoyando la rodilla sobre la mesada, con lo que la penetración se hizo aun más honda y satisfactoria. Sin proponérselo, estaba deseando alcanzar el orgasmo y cuando este llegó empapando su sexo, clavó la frente contra el tablero con desesperación hasta que, tras eyacular el hombre en sus entrañas, se relajó agradecida sobre la mesa.
Mojada totalmente por la transpiración, cerró los ojos aliviada mientras trataba de recuperar el aliento y su pecho se agitaba jadeante, cuando el hombre la obligó a pararse tirándole de los cabellos y empujándola, le ordenó que lo condujera al dormitorio. Tambaleante y aun conmocionada por la brutalidad del chileno, el dolor y el estado de extrañeza en que la sumía el orgasmo, caminó hacia el cuarto donde Helmut la empujó sobre la cama mientras se desvestía apresuradamente.
Aprovechando esa distracción, Cristina pretendió levantarse pero el hombre semidesnudo la tomó por el cuello y tras rugir que ella debería cumplir totalmente con su participación en el trato, le propinó varias cachetadas que le hicieron sentir el sabor de la sangre en la boca; destrozando la parte superior del vestido, la despojó de él y volviendo a amenazarla con un puño cerrado, terminó de desnudarse.
Cuando terminó de hacerlo, tomó por los hombros a Cristina que estaba acurrucada en el borde de la cama y tironeándole del cabello, le hizo alzar la cabeza e introdujo entre los labios tumefactos la cabeza inflamada de la enorme verga. Bramando de rabia, Cristina mantenía unidos sus dientes y sacudía la cabeza en una abierta señal de rechazo, pero el hombre aferró fuertemente sus quijadas y, apretando los dedos, la obligó a abrir la boca e introdujo la cabeza, ordenándole que la chupara.
La pelirroja nunca había sentido miedo por nada, e iba a hincar sus dientes a la verga, pero la expresión furibunda del hombre, el gusto a sangre que aun sentía en su lengua, el dolor de los dedos engarfiados a su mandíbula, más su fuerte musculatura la impresionaron y abrió la boca a disgusto, sorbiendo la roja cabeza.
A pesar de la ductilidad de sus labios, el tronco del falo era exageradamente grueso y le costó hacerlo penetrar más allá del glande pero lentamente y como un acto reflejo, pareció alcanzarla la lujuria del hombre y la rugosidad venosa del miembro la excitó. Olvidada de que estaba siendo violada, dejó deslizar sobre la verga una abundante cantidad de saliva y tomándola entre las dos manos, fue dándoles un movimiento giratorio que enloqueció al hombre, mientras sus labios y lengua se deslizaron a todo lo largo del falo, lamiendo y chupeteándolo. Finalmente, la lengua transitó el delicado surco del prepucio y los labios golosos sorbieron la delicada piel del glande e introduciendo lentamente la verga cuanto pudo, hasta sentir un atisbo de nausea, se empeño en una larga succión.
El alemán bramaba de placer pero se desprendió de ella y empujándola sobre el acolchado de seda, se tendió sobre su cuerpo y ejerciendo sobre los pechos toda la rudeza de sus manos, que se apoderaron de un seno y estrujándolo hasta el martirio, azotó con la lengua al expuesto pezón, mordisqueándolo y estirando la carne hasta lo indecible.
Repentinamente, se escurrió a lo largo del cuerpo y separándole los labios de la vulva con dos dedos, introdujo la lengua endurecida como un pene entre ellos, buscando frenética la inflamada capucha del clítoris. Tras haberlo excitado lo suficiente, lo tomó entre los dedos frotándolo y sometió la punta sobrante con labios, lengua y dientes a la más torturante fricción que Cristina recordara haber soportado.
Aun en contra de sus más firmes propósitos de negación, el cuerpo respondía en forma animal a esos estímulos y dándose envión con los brazos, comenzó a ondular vehementemente, empujando su pelvis contra la boca del hombre. Al notar esa respuesta a sus exigencias, este abrió más la boca y utilizando los dientes como una especie de rastrillo, fue presionando fuertemente las carnes, deslizándolos de arriba abajo del sexo.
El dolor-placer de esa fricción enloquecía a Cristina quien aferrándose las sienes y sacudiendo desesperada la cabeza, le rogaba que la hiciera acabar. Helmut se incorporó, levantándole las piernas hasta el pecho y mientras ella las sostenía así, dirigiendo al pene con sus dedos, penetró violentamente la vagina, haciéndola emitir un gruñido ante la dureza de la verga. El hombre sacaba el miembro y tras un momento, volvía a introducirlo con sañuda violencia, provocando que Cristina mordiera sus labios para reprimir los gritos de tanto sufrimiento pero disfrutando, simultáneamente, de la más deliciosa sensación de placer sádico que hombre alguno le hiciera sentir.
Helmut apoyó un pie sobre la cama e impulsándose con el que mantenía en el suelo, inició una lenta y martirizante sesión de penetración y extracción de la verga que cada vez golpeaba con más fuerza contra las delicadas carnes del útero. Cristina sentía que los espasmos y contracciones de este y la vagina comprimían sus músculos contra el falo, incrementando el goce más intenso. Nubes de mariposas poblaron su vientre y las cosquillas se deslizaban por su columna para reventar en la nuca en fulgurantes luces multicolores, mientras que el escozor de esas ganas tremendas de orinar que precedían al orgasmo se le hacían insoportables.
Aquellos garfios diminutos parecían querer destrozar sus músculos, arrastrándolos hacia el volcán del sexo donde la hirviente lava de sus jugos vaginales de derramó impetuosa, envolviéndola en la más estupenda sensación de bienestar que recordara en años y sumiéndola en esa rojiza neblina que la acogía bondadosa en sus brazos algodonosos.
Lejos de su satisfacción y aprovechando la flaccidez del cuerpo de Cristina, el hombre la puso de costado. Levantando su pierna izquierda, la apoyó sobre sus hombros y prosiguió penetrándola con mayor intensidad. Dolorida, aquella gemía quedamente pero sentía que las llamas del infierno sexual volvían a envolverla y por eso, cuando Helmut la incitó a ponerse de rodillas, acompañó sus movimientos y pronto sintió los fuertes muslos estrellándose sonoramente contra sus nalgas.
Apoyándose en los codos para favorecer la penetración, alzó su grupa e imprimió al cuerpo un suave movimiento pendular mientras le suplicaba al hombre que eyaculara en su interior. Este retiró el pene de la vagina y, esta vez suavemente, volvió a introducirlo en su ano con el auxilio lubricante de los fluidos femeninos.
El dolor era lacerante y obligaba a Cristina a hundir los dientes en el suave acolchado y clavar en él sus uñas, desgarrándolo pero a la vez el placer era inenarrable. Restregando su cara sobre la fina tela, de su pecho surgían estridentes gemidos que se iban convirtiendo en roncos rugidos a medida en que su garganta se inflamaba por el esfuerzo. Lo insultaba groseramente, reclamándole por mayor satisfacción y cuando ya no creía poder soportarlo más, el hombre se retiró del ano y dándola vuelta, se masturbó hasta que una catarata de esperma melosa se derramó sobre su boca abierta y los pechos.
Tragó ansiosamente el agridulce semen de olorosa fragancia a almendras dulces y cerrando los ojos, adquiriendo una posición fetal se dejó deslizar por la suave pendiente que le proponía la modorra y con un hondo suspiro de satisfacción fue degustando los restos del esperma.
Y su calma fue breve, porque si ella suponía que con esas dos eyaculaciones el chileno se había agotado, estaba totalmente equivocada. Helmut se había deslizado hacia sus pies y desde ellos comenzó a subir por las piernas, lamiendo y sorbiendo su sudor con fruición, en tanto que las manos se deslizaban apremiantes sobre los músculos doloridos de sus piernas y nalgas. Cuando llegó con su boca al vértice inflamado, le hizo levantar la pierna y los labios se solazaron chupeteando los líquidos que aun seguían manando de la dilatada vagina.
Contra todo lo que el cerebro y la razón le ordenaban, su cuerpo respondía fervorosamente a los estímulos del hombre y de su boca surgían frases entrecortadas por suplicas histéricas de soeces reminiscencias; fue por eso que, cuando él se acostó detrás suyo y la penetró por la vagina, con mimosos gruñidos se acomodó mejor para amoldarse al cuerpo del hombre, sosteniendo la pierna alzada encogida contra los senos para favorecer la mejor penetración de la enorme verga.
Helmut se fue dejando caer sobre sus espaldas y comprendiendo su intención, Cristina acompañó esa caída tratando de evitar que el miembro saliera de su vagina. Acostada sobre el pecho masculino, mientras él abrazaba su torso estrujando fuertemente los senos y retorciendo con brutalidad los pezones, ella encogió sus piernas y apoyándose en los pies, inició un suave balanceo que aumentaba el roce del falo curvado en su sexo.
Hamacándose con frenesí, fue extendiendo los brazos hacia atrás y finalmente, terminó por cabalgar al falo como una lúbrica amazona e inclinándose, asió las piernas de Helmut y su balanceo se hizo desenfrenado al sentir como la prodigiosa verga golpeaba en el fondo de sus entrañas. Viendo su desesperación, las manos del hombre acariciaron las nalgas sudadas y sus dedos pulgares fueron confluyendo hacia el ano, penetrándolo unidos muy lentamente en toda su longitud mientras aceleraba la convulsiva agitación de la pelvis.
Francamente enardecida y fuera de control, Cristina pegaba fuertes puñetazos en las piernas del hombre, emitiendo roncos bramidos de placer. Se dio vuelta enloquecida, poniéndose ahorcajada sobre el chileno y tomando entre sus dedos al mojado pene, lo introdujo en la vagina dejándose caer sobre él e inició un lento galope cuyo vaivén, adelante y atrás, abajo y arriba, hacía que sus senos se alzaran y descendieran bruscamente, golpeando el torso transpirado. La magnífica cabeza, orlada por la roja melena, se sacudía como en la búsqueda de algo inasible y de su boca, la lengua expulsaba hilos de saliva que escurrían por su mentón y goteaban sobre el pecho del hombre.
Próximo al clímax, el chileno aferró los senos y estrujándolos reciamente la atrajo hacia sí, en tanto que imprimió un urgente ondular a su pelvis. Ella también sentía la cercanía del alivio y su boca se deslizó golosa por el peludo pecho del hombre. Sus dientes se clavaron caníbales en las tetillas cuando sintió escurrir por sus entrañas la marea incontenible del orgasmo que llegó junto con la fuerte eyaculación del alemán, inundando sus entrañas.
Rato después, ya bañado y vestido, Helmut la sacó de su estupor. Sentado en la cama, le entregó el contrato firmado que formalizaba la fusión empresarial y le explicó las operaciones legales que ella debería realizar como abogada, para evitar que el alto monto de las inversiones despertaran sospechas en las autoridades.
Para dar inicio a esos trámites, Cristina debería encontrarse al otro día en el departamento y no en las oficinas con su secretaria, quien la proveería de la documentación y algunos diskettes con información de los detalles financieros que ella manejaba a la perfección. Juntas tendrían la responsabilidad de la planificación y compra de viejas empresas nacionales, tanto de la Argentina como del Uruguay, haciendo que rindiera al máximo la ventaja que les otorgaba la disponibilidad de enormes montos de dinero en efectivo.
A día siguiente y vestida con cierta informalidad, esperó hasta el mediodía en que la secretaria de Helmut se anunció por el portero eléctrico. Al abrir la puerta y cederle el paso a la visitante, la invadió una impactante sensación de “deja vu”, nublándole por un instante los sentidos. Recuperándose de inmediato, la condujo al living en donde tomaron asiento en los sillones. Distraídamente estupefacta, no podía quitar sus ojos del rostro de la mujer, segura de que en algún momento de su vida la había conocido.
Su cabello, intensamente rubio, aparecía estirado sobre el cráneo y atado en un pequeño rodete sobre la nuca que dejaba al descubierto su fino cuello. Lejos de destacar sus orejas, como sucede habitualmente con las mujeres, ese peinado enmarcaba perfectamente las pequeñas de la mujer y al rostro, que sin ser hermoso, era atractivo. De facciones regulares, pómulos altos, mentón firme y una boca inmensa que, con un leve rictus de alegría perenne en sus comisuras se abría espontáneamente en una es
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