LAS COLORADAS
Saga familiar de realismo erótico
UNA
HANNAH
Nada en el tranquilo Tychy lo hacía distinto a los cientos de pequeños pueblos de la comarca, salvo su industria cervecera en medio de una región eminentemente minera. El paisaje era agradable, de suaves colinas, pequeños bosques y abundantes arroyos, típico de la Silesia polaca.
Unas cuantas manzanas de formas caprichosas y calles chuecas daban cobijo a sus habitantes, dedicados preferentemente al comercio. Sus calles estrechas y sin veredas, estaban bien pavimentadas y eran transitadas por un flujo permanente de viajeros a causa de la importante encrucijada de caminos que, cercana al pueblo, distribuía los productos de la zona a todo el país.
En líneas generales, lucía atractivo por la uniformidad de sus casas hasta de tres plantas, construidas con esa mezcla de mampostería y piedra característica de Europa central, sus tejados rojizos y la variedad de ocres en sus fachadas.
A mediados de los años treinta, Marco y Hannah, una joven pareja de Varsovia, se había establecido allí. Los vaivenes políticos de Europa y el clima enrarecido que incrementaba su virulencia en la capital, los había decidido a buscar un lugar mejor para la crianza de su única hija, suponiendo que la lejanía de la gran ciudad y su proximidad con la frontera checa los haría menos vulnerables.
Marco era alto, enjuto, de cutis oliváceo y renegrido cabello lacio, lo que unido al itálico apellido de Vianini disimulaba su condición de judío. En el extremo opuesto estaba su mujer; de una belleza singular y dueña de un espigado cuerpo de formas plenas y rotundas pero cuya roja y ondulada melena, unida al apellido Kowiensky, hacían insoslayable su condición étnico-religiosa.
Habían comprado la única peluquería del lugar a un viejo lugareño, agregándole un pequeño expendio de perfumería y trayendo desde la capital una moderna máquina para hacer fomentos. El apellido italiano que los antepasados de Marco habían adoptado previsoramente para evitar represalias y discriminación en su país, lucía bien en las vidrieras del local.
Con su esposa como ayudante y manicura, pronto fue aceptado por la mayoría católica y prosperaron en lo posible aunque la clientela local no fuera abundante, pero la proximidad con la encrucijada hacía que la parada obligatoria para el transporte de mercaderías y viajeros, proveyera de circunstanciales clientes.
La comunidad judía del pueblo se reducía a siete familias pero, tal vez a causa de la ausencia de templo y de rabino o porque ellos no eran practicantes de la religión, la relación, aunque cordial era distante.
Un día, inopinadamente, Tychy se vio invadido desde los cuatro costados por una horda de soldados que, a bordo de camouflados camiones luciendo la ominosa cruz gamada y apoyados por blindados, cubrieron las calles. Los hombres jóvenes intentaron una ingenua y vana resistencia, sólo para verse perseguidos como ganado por los campos aledaños. Todo varón mayor de quince años y menor de setenta, fue cargado en camiones y alejado sin destino cierto, excepto aquellos comerciantes y trabajadores que prestarían servicio a los invasores.
Superada esa primera ebullición de la ocupación, los invasores se dedicaron a la intimidación humillante, recorriendo casa por casa para violar prolija y repetidamente a toda mujer sin distinción edad o condición física, cumpliendo con el verdadero objetivo de imponer su autoridad por el terror. En medio del pandemonio de los gritos, llantos desgarradores y el ruido de puertas y ventanas desgajadas a puntapiés, un poderoso auto negro, descapotable y luciendo banderines rojos con la svástica negra, se deslizó silenciosamente por las caóticas calles para detenerse a la puerta de la peluquería. Un alto y gallardo coronel descendió de él, observando a su alrededor con altanería. Los motoristas que lo precedían se apresuraron a montar guardia frente a las vidrieras y el oficial, ascendiendo con paso firme los dos escalones de la entrada, empujó las puertas tomando posesión del local.
Sin siquiera saludar, se sentó en el sillón y entregando su gorra al asistente que lo acompañaba, ordenó servicio en un perfecto y fluido polaco. Diligentemente, Marco se apresuró a acomodar la altura e inclinación del sillón y, mientras le colocaba los fomentos previos a la afeitada, quitándole los guantes de cuero negro, Hannah procedió a preparar el servicio de manicura.
El militar no disimulaba el descaro con que admiraba los generosos dones de la polaca y su mirada se hacía dueña de ellos, desde el largo, sedoso y ondulado cabello caoba, hasta la finura de sus rasgos, los pómulos altos, la delicadeza de la nariz, los ojos transparentemente verdes y, por supuesto, los grandes pechos que por el amplio escote de la blusa campesina parecían flotar en la gelatinosa promesa de ocultos placeres.
La estrecha casa estaba constituida por la barbería y, tras sus estanterías con espejos, un salón que hacía las veces de comedor formaba parte de la cocina. Desde el local, una escalera llevaba a un amplio dormitorio que, junto a un retrete y un pequeño lavabo, ocupaban toda la planta alta. Este dormitorio ostentaba en su centro el esmalte de una pomposa e insólita tina decorada con delicadas guardas de flores y, en su lado más angosto, Hannah había improvisado un dormitorio para Sofía con el simple recurso de una cortina estampada.
Fue en ese dormitorio donde el asistente del coronel que husmeaba por todos los rincones de la casa, encontró los documentos familiares y bajó presuroso para entregárselos a su jefe.
Este se encontraba de pie ante el gran espejo central, terminando de alisar a su gusto el negro cabello con pinceladas de gris y, después de examinar atentamente los papeles, deambuló pensativo alrededor del sillón. Tamborileó sus dedos por un momento sobre los documentos, observando atentamente a la desigual pareja; él, aunque de rostro agradable, tan alto, flaco y desgarbado, se contraponía a la figura de avasallante belleza de su mujer, quien, detrás de esas manos tímidamente entrelazadas a la espalda y la mirada humildemente baja, aun sin saberlo ella misma, pretendía ocultar a sus ojos expertos las ansias insatisfechas que habitan a gran parte de las mujeres.
Colocándose la gorra, encaró decididamente a la apocada pareja, sabedora que la palabra del coronel decidiría su suerte. El oficial, súbitamente alegre y sonriente, les tendió los papeles anunciándoles que, gracias a la encrucijada, se instalaría en Tychy el Centro Logístico Regional del cual él sería el jefe, por lo que todo el pueblo quedaba bajo su jurisdicción y mando absoluto. Marco acababa de sorprenderlo con su habilidad de fígaro y Hannah con su belleza, razón por la cual él estaba dispuesto a hacer la vista gorda con respecto a su condición religiosa, si sellaban un pacto singular y secreto que dejaría satisfechas a ambas partes.
Por orden suya, Marco se convertiría en el peluquero oficial de todos los jefes de alto rango que lo solicitaran, los que abonarían de contado y en moneda polaca sus servicios. Hannah en cambio y sin que hubiera obligación alguna por parte de los militares en requerirlos, complementaría el servicio con sus favores sexuales, por los que recibirían víveres, ropa, bebidas y enseres que aumentarían considerablemente el bienestar familiar.
Observando al cariacontecido Marco, lo palmeó calurosa y amistosamente, recordándole que por el sólo hecho de ser judíos la familia debería desmembrarse en distintos y lejanos campos de concentración; en cambio, había tenido la suerte de tropezar con un oficial del Ejército alemán y no un Gestapo. Los miembros del Ejército tenían códigos de honor y eran caballeros gustosos de la buena vida y la belleza, por lo que ellos debían de considerar un privilegio ser respetados. Luego se aproximó a Hannah y tras probar con sus dedos la consistencia de esas rotundas nalgas, la invitó a subir las escaleras con un gesto gentil y caballeresco.
Una vez en el dormitorio y sin apuro alguno, comenzó a desvestirse, acomodando sus prendas con prolijidad sobre una silla mientras observaba divertido como Hannah lo miraba hacer, temblorosa y curiosa. Esta estaba tensa y rígida como una muñeca, sin atreverse ni a respirar. Toda esa crispación se expresaba en la intensa palidez del rostro y en el entrechocar rechinante de sus dientes, temerosa de aquel coronel alto y corpulento. Una intrincada red de finos tendones y trabajados músculos se extendía bajo la piel del cuerpo desnudo, enredándose y entrecruzándose para formar una espectacular trama de poder, extremadamente fuerte y eso la preocupaba, no sólo por tratarse de un invasor sino por el mero hecho de ser hombre.
Ella había sido prometida a Marco desde la niñez y a sus diecisiete años se habían casado, razón por la que no había conocido sexualmente a otro hombre más que a su marido y, aun con él, el sexo era recatado, sencillo y no demasiado frecuente. Intuitivamente, sabía que de su comportamiento como mujer dependía el destino de la familia y no estaba dispuesta a sacrificarla por una actitud mojigata, pero su verdadero miedo era no saber si estaba capacitada para satisfacer a este hombre de otra cultura, otra religión y otras costumbres.
El oficial observó divertido a la mujer trémula de miedo ante su sola presencia y, aproximándose a ella, separó los brazos que aquella mantenía cruzados sobre su busto, desatando con lentitud las cintas que cerraban el escote de la blusa, dejándola caer al suelo para admirar alucinado la belleza perfecta de los senos que, exquisitamente proporcionados, se erguían sólidos y pesados, luciendo unas rosadas y extrañamente protuberantes aureolas que cimentaban a los gruesos y largos pezones.
La proximidad el cuerpo masculino estremecía las más profundas raíces sensoriales de Hannah, quien sentía como si un brasero ardiera bajo su piel esparciendo en el bajo vientre un fuerte escozor que presionaba sus entrañas, cubriéndola de una fina sudoración. Como un potro salvaje frente a la atadura de la doma, sentía como sus músculos se contraían involuntariamente y sus labios resecos temblaban como hollares dilatados acezando quedamente en procura de alivio a sus tensiones y de su pecho brotaba un inconsciente gemido de angustia.
La mano derecha del hombre acarició levemente la mejilla de Hannah y ese contactó actuó como un bálsamo; súbitamente sus tensiones y miedos desaparecieron y la calidez de los dedos pareció extenderse a todo su cuerpo. El dedo índice, largo, delgado y espatulado se deslizó hacia su pecho sobre la piel, blanquísima, verificando la consistencia de la suave curva que descendía hacia el empinado pezón, se detuvo un momento en él, lo rodeó delicadamente rozando la aureola granulada que abultaba como otro diminuto seno y luego bajo morosamente en búsqueda de la pequeña arruga que producía el peso de la mama.
Ambas manos rodearon su estrecha cintura y con destreza, sin brusquedades ni apuro, la desembarazó de la amplia y floreada falda que quedó sobre sus pies como la corola de una flor marchita.
Los ojos de Hannah se habían cerrado y de la boca entreabierta surgía un tenue jadeo entrecortado que resecaba su garganta. Sentía que todo el cuerpo se rendía pendiente a la lubricidad del amante y, sabiéndose vencida, comenzaba a vibrar en armonía con el hombre, dócil, curiosa y anhelante.
El teutón bajó el pobrísimo calzón de algodón hasta sus pies y de rodillas, quitándole las sandalias, comenzó a besarlos casi con devoción, los labios acariciando los empeines y la lengua explorando las oquedades de los dedos en tanto que las manos rozaban con levedad de espuma las fuertes pantorrillas. Su boca subió por las piernas besando, succionando, mordisqueándolas, llenando de flores microscópicas los poros inundados, lamió con ansia la fina película de sudor del interior de los muslos, los rodeó y se adentro en la cavidad que proponía la parte baja de las nalgas, profundizó en la hendedura y mordisqueó las carnes firmes de los glúteos.
Volviendo al frente, la lengua holló las canaletas de la ingle y rozando el espeso vello de la entrepierna, ascendió hacia la medialuna del bajo vientre, hurgó en el cráter del ombligo y utilizó el surco del agitado abdomen para llegar a los turgentes pechos, los empaló con la punta sorbiendo la gránula de las aureolas y los candentes pezones con los labios. Luego, por el camino del cuello llegó hasta la boca que Hannah mantenía abierta, gimiendo entrecortadamente por la sorpresa, la ansiedad y el deseo.
Los gruesos labios del hombre envolvieron a los suyos y la lengua, áspid imperioso, buscó ansiosamente la complicidad de la invadida que, insólitamente, se trenzó en dura batalla. El militar hundió sus manos en la roja cabellera y pegó su cuerpo poderoso al de la mujer.
Esta sentía como ese brasero que se había insinuado, brotaba ahora impetuosamente, envolviendo con un fuerte cosquilleo sus riñones y desde la boca del estómago iba encendiendo llamaradas de pasión que estallaban en todo su ser. El contacto de los cuerpos había adquirido una cualidad mimética y semejaban fundirse en una sola piel.
Hannah se aferraba con desesperación al torso masculino, clavando las puntas de sus finos dedos sobre la musculatura de la espalda y entonces, el hombre empujó sin exigencias, casi con ternura, su cabeza hacia abajo y ella, aun abrazada al cuerpo, cubriéndolo de besos y lamidas, se entretuvo un momento en el peludo vientre para abalanzarse, por fin, a la búsqueda del endurecido falo. Lo tomó entre las manos, acariciando los suaves pliegues, mientras su boca se alojaba en la parte inferior, donde nacen los testículos. La lengua se deslizó por la rugosa superficie en tanto que los labios chupaban urgidos el acre humor de los genitales, estirando la piel con vehementes tironeos. Luego y como con renuencia, labios y lengua subieron por el tronco terso e inflamado, lamiendo y chupándolo, ascendiendo y bajando en una enardecida contradanza. Cuando finalmente llegaron a la altura del glande, los dedos corrieron la delicada piel del prepucio y la lengua excavó vibrátil en el sensitivo surco como en una instintiva circuncisión. Sus labios besaron amorosamente la enrojecida cabeza cubriéndola de saliva para luego, con sumo cuidado, envolver la punta y con impaciente avidez ir introduciéndola en la boca. Cuando sintió gran parte del miembro en su interior, apretó los labios contorneándolo y succionando fuertemente, lo fue retirando. El hombre rugía de placer y Hannah, contagiada por ese deseo, embriagada, aceleró el vaivén de la cabeza , abrazando con su mano a la húmeda verga para efectuar a la vez un movimiento giratorio que aumentó la rigidez del miembro. El hombre había comenzado a hamacarse y Hannah se aferró a los muslos masculinos, acompasándose e incrementando la penetración.
Un acuciante fervor los hacía incrementar el ritmo hasta que el hombre tomó con su mano al mojado pene, masturbándose y asiendo a Hannah por la nuca. La judía, totalmente en llamas, sostenía entre sus labios gimientes al caliginoso espolón, esperando con febril angustia la embestida final, que se concretó en un portentoso chorro de fluido seminal. Hannah sintió que por la lengua extendida, la lechosa y almendrada esperma llenaba su boca y al instante de tragarla, cuando la melosa crema corrió por su garganta fue como si un algo desconocido se cortara en su interior y liberara las tensiones, los miedos, los ignorados deseos insatisfechos y su intensa pasión nunca expresada.
La calma del placer en estado puro la alcanzó y prosiguió sorbiendo dulcemente el miembro hasta mucho después que se agotaron los restos de la eyaculación. Estremecida por las arcadas y violentos espasmos, se abrazó a los muslos del hombre y hundió la cara en el velludo pubis, besando y lamiendo con histéricas ansias hasta que, en medio de profundas contracciones vaginales, sintió derramarse como de un cántaro roto, el baño reparador que la inundó, empapando su sexo de fragantes mucosas.
Conmovida por incontenibles temblores y ahogada por los sollozos, se deslizó avergonzada por las piernas hasta el piso. Sabía que su reacción, su enloquecida respuesta no era la debida; no sólo no se había opuesto a las exigencias del hombre sino que había derribado los muros de la decencia, entregándose con verdadero goce al placer inédito de la violación. El coronel la alzó en sus brazos con delicadeza, depositándola en la cama. Se acostó a su lado y mientras ella aun hipaba, apartó la roja melena de su cara y con la punta de la sábana la limpió de todo vestigio del sudor, lágrimas, saliva y semen con que estaba cubierta.
Besó levemente sus ojos cerrados, enjugando las lágrimas que aun brotaban de ellos, bajó por las mejillas y rozó apenas los labios que aun acezaban roncamente, hinchados y febriles, ofreciéndose entreabiertos a la aguda punta de la lengua que se introdujo contra sus dientes, eliminando los últimos restos de esperma y realimentando la excitación de Hannah, cuya lengua salió instintivamente al cruce de la intrusa y se entreveraron en un delicado contacto que derivó en feroz batalla.
Entretanto, los sabios dedos del hombre iban seduciendo a la piel candente de la mujer; hábiles, delicados y tiernos, se arrastraban furtivamente, fluyendo sobre la fina capa de humedad, apenas rozándola. Pequeñas arañitas parecían recorrer, sutiles, la ebúrnea epidermis ansiosa, casi con crueldad. Hannah sentía crecer otra vez esa angustiosa sensación en los riñones que la obligaba a curvar la espalda como buscando alivio a esa necesidad.
El hombre dejó de besarla y su boca se concentró en los pechos que, temblorosos, recibieron el primer contacto con la lengua sobre el duro y excitado pezón. La punta de la lengua mojada lo rozaba, lo circundaba y lamía con morosidad, apartándose solamente para visitar la suavemente granulada y ahora casi violeta superficie que lo circundaba. Finalmente, los labios fueron sumándose a la tarea y comenzaron a sorber, rozando apenas al seno todo, recorriéndolo con intensos chupones que dejaban rastros cárdenos en la delicada blancura de la piel, ahora cubierta de un intenso rubor.
La mano acometió similar tarea con el otro seno y los dedos estrujaronn, retorciendo la carne enloquecida por el deseo. Inconscientemente, Hannah acariciaba la cabeza del hombre que la elevaba a esas regiones ignotas del placer y aquel fue bajando su boca hasta el canal que dividía el abdomen, chupó con vehemencia el hoyo del tierno ombligo y se adentró en las ondulaciones musculosas del vientre que conducían al protuberante Monte de Venus, delicioso portal del sexo. Con extrema delicadeza, introdujo la afilada punto de la lengua en el nacimiento de la vulva, que se abrió en todo su húmedo esplendor, cuando la pelirroja las separó en respuesta a ese disparador.
Dos dedos apartaron la maraña del inculto matorral de vello púbico y la lengua, picoteó obsequiosa en los pliegues rosados e inflamados del musculito sensible, erecto y vibrátil. Ese pequeño triángulo se convertía, lenta e inexorablemente, en un diminuto pene y su contacto con la lengua del teutón provocaba sensaciones jamás experimentadas en la joven. Los labios y la lengua del hombre conformaban una especie de mecanismo del placer puro. Esta última abría el camino a las anfractuosidades de los pliegues y repliegues de la vulva, hinchada y con tonalidades que iban desde el rosado del interior hasta el grisáceo casi negro en el exterior. Los labios y los dientes sobaban y raían esa tierna carne y la lengua la socavaba, inundándola con la saliva. Tremolante, exploró toda la ardiente superficie hasta la misma entrada a la vagina para luego, como un pene vibratorio, hundirse envarada y con la punta engarfiada en la cavidad umbría, buscando penetrar las espesas mucosas que rezumaban desde el útero.
Hannah tenía la certeza de haber perdido todo control sobre su cuerpo y las nuevas sensaciones la llevaban a exigir desvergonzadamente más de aquello que nunca había conocido. Mesaba con desesperación los cabellos revueltos y mojados de transpiración, sus dientes se clavaban en los labios que humedecía con la lengua y lágrimas de placer rodaban por sus mejillas. Las manos del hombre empujaron sus nalgas, alzándolas y su lengua jugó con el negro agujero del ano durante unos momentos, hasta que la misma Hannah, tirando exigente de sus cabellos, llevó nuevamente sus labios a la vulva y sosteniéndolos apretadamente contra el sexo con ambas manos, comenzó a agitar la pelvis, acompasándola al ritmo de la boca.
Mientras él sorbía con voracidad el líquido formado por su propia saliva y el flujo vaginal en furiosas embestidas de la boca al sexo, dos dedos intrusos se sumaron al banquete de la sensibilidad, abriéndose camino entre los apretados músculos de la vagina, acariciando y rascando el interior del encendido cráter. Como ágiles penes, entraban y salían veloces, buscando un algo misterioso en la cara superior hasta que se alojaron sobre una prominente hinchazón y friccionándola fuertemente, la hizo vibrar con alucinante ansiedad. Las manos de Hannah colaboraban en esa vorágine del deseo, tanto restregando su propio sexo, como estrujando con exaltada ardor los senos, hasta que sintió el líquido peso de su orgasmo deslizándose con pujanza a empapar el sexo y fluir hasta el ano. Con un grito bronco y salvaje, aprisionó la cabeza del hombre entre sus tensos muslos, al tiempo que se retorcía con desesperación y el hombre, enloquecido de pasión, se desprendió bruscamente de las piernas, abalanzándose sobre su cuerpo.
Ambos se fundieron en un violento abrazo, sus voluntades arrolladas por la ansiedad del goce sin límites. Sus manos, dedos, labios y lenguas, despertaban incendios por donde pasaban, verificando la consistencia de las carnes de muslos y pechos; pellizcaban las caderas, repasaban las nalgas, se hundían en cada oquedad, separaban, lamían y sorbían las profundidades fruncidas. El sudor chorreaba por sus pieles, ocasionando chasquidos aceitosos que acompañaban a los murmullos irrefrenables de pasión, los bramidos animales del hombre y los gemidos sollozantes de la mujer, quien sacudía las piernas en un fingido gesto de huida, pero en realidad aferrándose a su captor, con su lengua estremecida por la golosa succión de los jugos masculinos. El lamía el dorso interior de los muslos, sorbiendo con deleite los arroyuelos que manaban desde los largos, sedosos y empapados pelos del sexo y, encaramado sobre la mujer, su cabeza se hundía en la generosa pelvis que lo recibía con regocijo.
Hannah jamás había experimentado semejantes emociones y la cantidad y abundancia de sus orgasmos la asombraba, ya que con su marido, los conseguía escasa y tardíamente. Desesperada lo abrazaba como si fuera a precipitarse en un abismo, lo obligaba a tenderse de lado, bajo ella, sobre ella, enredaba sus piernas a las de él, le buscaba la boca, la penetraba con su lengua y, con amorosa devoción tanteaba a la búsqueda del fláccido miembro. Delicadamente lo acariciaba, buscaba su testa y la llevaba a la boca temblorosa, besándolo antes de desaparecerlo por entero en la húmeda caverna y allí, lentamente, al estímulo de labios y lengua, fue cobrando vida, recuperando el tamaño asombroso que la fascinara.
Fundidos, parecían hechos el uno para el otro, moviéndose a compás lograban un encaje perfecto, una superposición inigualable. Los cuerpos no se desajustaban y con cada movimiento, piernas, brazos y vientres parecían ceñirse aun más y mejor, exprimiendo del otro los más profundos placeres. Los brazos velludos y las fuertes piernas que atenazaban a Hannah se detuvieron por un instante y luego, con el empuje de un ariete, la verga penetró con violencia las excesivamente lubricadas carnes de la mujer.
Hannah recibió gozosamente la irrupción del grueso falo, sintiendo como perforaba, hería, desgarraba y laceraba sus entrañas. La espera había sido tan satisfactoriamente recompensada que, por un instante, se paralizó. Salvo al parir a su hija, nunca había sentido en su vagina la presencia de algo tan enorme. El hombre retiró el pene lentamente para volver a penetrarla con tal ímpetu que ella sentía como la punta ovalada y carnosa se estrellaba profundamente en la vagina con tal vigor que ella creía morir de angustia en cada embate. Esto no tenía nada que ver con los conejiles esfuerzos con que la penetraba Marco. Cada golpe de la verga, abría paso a una nueva fuente de placer. A veces, él estregaba el glande contra su clítoris y luego, como vigorizado, la penetraba furibundo. Con cada vaivén, iba alzando y encogiendo sus piernas hasta llevar las rodillas junto a sus orejas, elevando las caderas para modificar la posición y los ángulos de la penetración
El deseo contenido atenazaba los músculos del cuello de Hannah, las venas se hinchaban y su cara estaba congestionada por la fuerza que ella misma ponía en facilitar la intrusión. Sus manos convulsas se aferraban a las sábanas, rasguñándolas y su cabeza se agitaba con desesperación como si quisiera perforar la almohada mientras profundos jadeos brotaban desde la boca reseca. Alternativamente, oleadas de un calor insoportable alternaban con caídas a una oscuridad abisal, sumiéndola en ínfimas pérdidas de conciencia que aumentaban su frenesí al recobrarse.
Cuando parecía que su mente afiebrada ya no soportaría más la tensión y que su cabeza estallaría, el coronel, con un hábil giro de su cuerpo, se colocó debajo de ella. Las rodillas de Hannah se acoplaron al cuerpo del hombre mientras su mano buscaba ansiosamente el miembro que había salido de su sexo. Cuando lo encontró, lo frotó vehemente a lo largo de la vulva y con un dulce gemido, se penetró a sí misma hasta sentirlo por entero dentro suyo. Tomándola por las caderas, él propició un suave y cadenciosa galope.
Sin dejar al miembro salir de su interior, fue flexionando sus piernas para jinetear la poderosa verga y sus senos iniciaron una perezosa levitación. Al principio ascendían al unísono, sólidos, turgentes, pesados, colmados de sangre y deseo, pero cuando ella se inclinó de costado acelerando el flexionar de las piernas, se rompió el balance y uno de los pezones superó levemente el nivel de la carrera. El equilibrio se rompió definitivamente y el seno vencedor avanzó sobre el perfil del rezagado, pero el otro volvió a igualarlo, lo superó y, alcanzado ese punto cúspide, volvieron a descender igualados, con el mismo esplendor que impulsó la subida. La roja melena se sumó a la cabalgata infernal, aureolando de fuego el rostro encendido por el goce de Hannah, que alternaba la mordida furiosa de sus labios con una sonrisa espléndida e incontenible. El alemán interrumpió la danza de los senos, estrujándolos con sus manos, retorciendo entre los dedos los duros pezones y logrando que la mujer aumentara la intensidad del balanceo, penetrándose aun con mayor intensidad.
Sus manos que colaboraban en impulsar las caderas atrás y adelante, las abandonaron para dirigirse autónomamente, una a la hendedura entre las nalgas, merodeando y excitando al ano, en tanto que la otra se dedicó a restregar al clítoris y ya, totalmente enajenada, dos de sus dedos se hundieron junto al falo. Enardecida, ebria de deseo, dejaba escapar de su boca un ronco bramido y los flancos se agitaban trémulos en convulsivas contracciones.
Al verla tan fuera de control, deslizándose, el hombre se arrodilló detrás y empujándola por la espalda hasta que quedó apoyada en los codos, la poseyó decididamente desde atrás. La posición de Hannah, con las ancas alzadas y los hombros bajos, hizo que el magnífico falo se deslizara en la vagina como por un conducto natural. Ella sentía toda la reciedumbre del miembro escarbando sus entrañas e involuntariamente, comenzó con un movimiento de encoger y estirar su espalda. Se tensaba como un arco con los senos colgando y luego, al relajarse, los aplastaba contra la rugosidad de la sábanas, sacudiendo la grupa para sentir aun mejor la soberbia agresión. El comenzó a imprimir al pene un movimiento giratorio, revolviendo la dura carnadura contra las paredes de la vagina y los pulgares comedidos colaboraron en la penetración.
La sensación de placer era innenarrable. Se ahogaba con su propia saliva y los estertores brotaban entrecortados de su pecho. De pronto, el hombre retiró el miembro y un incontenible derrame de la melosa esperma cayó sobre el sexo y el ano de Hannah. Tomando el pene con su mano, él comenzó a esparcirlo en burdas pinceladas por la palpitante apertura. Su mano libre presionaba al alzado trasero, allí, donde dos encantadores hoyuelos marcaban el nacimiento de los macizos glúteos y lenta, muy lentamente, fue introduciendo el pene en la cerrada oscuridad del ano, cuyos esfínteres ofrecieron escasa resistencia.
Hannah recuperó la lucidez de pronto y su garganta ya le proponía el grito de dolor cuando, súbitamente, la intrusión más profunda le entrego un relámpago deslumbrante de placer que, partiendo desde el ano, recorrió su cuerpo y se alojó en la nuca, inundando sus sentidos de inefable goce. Lentamente, el hombre se hamacaba y el contradictorio dolor-goce la sumía en sensaciones terminales como nunca había experimentado en su vida, aun durante el parto. Lloriqueaba y reía de placer, agradecida al hombre que la hacía vibrar así. Sus manos se engarfiaban a las arrugadas sábanas como si quisieran rasgarlas y su boca rugiente se hundió mordisqueando en la almohada.
El hombre se había doblado sobre ella y, mientras una de sus manos atenazaba un seno, la otra restregaba duramente al clítoris. Un tormentoso escándalo de emociones parecía estallar en sus entrañas y cuando ya se le hacía difícil soportar tanta dicha contenida, sintió una marejada de hirvientes caldos que la invadían sofocándola con su intensidad y, a pesar de los remezones del hombre, se hundió en una dulce y pesada oscuridad.
Cuando recobró la conciencia todavía estaba tendida sobre las sábanas humedecidas por el sudor y los fluidos. Convulsionado, su cuerpo parecía desmembrado; sin embargo, no estaba dolorida sino que por el contrario, una sensación de estar flotando en un líquido de pegajosa consistencia le proporcionaba un bienestar y una plenitud que invadía su cuerpo y su mente, mientras de su sexo aun brotaban los espesos humores del placer y el goce era tan intenso que los sollozos la ahogaban y gemía descontroladamente.
Solícitas, las manos de Marco trataban vanamente de calmar esos estertores y enjugar inútilmente el sudor que seguía brotando profusamente de su piel junto a los restos del viscoso semen de sus nalgas y sexo. La silenciosa atención de su marido en vez de atenuar las emociones las aumentaba, porque la simpleza del hombre lo llevaba a juzgar equivocadamente la actitud de su mujer.
Hannah no era una mujer ilustrada pero tampoco tan simple como para ignorar el cambio que había experimentado. No eran la humillación, la vejación, el dolor ni la vergüenza los que la rebelaban, sino el hecho deslumbrantemente revelador de que, la muchacha de pueblo, pudorosa ama de casa y madre devota, había despertado a un nuevo mundo que le descubría lo que en esencia ocultaba el falso recato social y religioso de las mujeres. El conocimiento del sexo en su estado más animal y salvaje la había remitido a la atávica presencia de la misteriosa Lilith, la hembra primigenia nacida para el goce y no para el sometimiento; Hannah había devenido en esa hembra y sólo pedía a quien fuera el autor de su destino, tener la capacidad suficiente como para enfrentarlo y superarlo..
Durante los primeros días, el poblado fue un verdadero caos; los oficiales parecían querer ignorar las tropelías de los soldados y los sonidos más comunes, eran el trotar de las botas claveteadas por las enlosadas callejuelas, el crujido de las puertas destrozadas y los chillidos histéricos de las mujeres. En cualquier esquina y a cualquier hora del día, no era extraño tropezar con un borbollón de forcejeos en los que dos o tres teutones violaban a una pobre mujer, aun delante de sus hijos. En el pueblo habían quedado unos pocos hombres jóvenes. Los que no habían sido hechos prisioneros, huyeron a las montañas tratando de establecer una vana resistencia y muchos soldados ya no volvían a dormir a las barracas sino que hacían noche en casas con buenaS comidas y mejores hembras.
Lentamente y como los ríos desbordados que retoman su cauce, la calma iba volviendo a Tychy. La gente trataba de circular tímidamente por las calles y el típico trajín del pueblo tendía a ser el habitual.
Los oficiales no habían dejado actuar a su gente sin un propósito determinado; los habitantes deberían comprender, de una manera u otra que Polonia había sido invadida para anexarla definitivamente al nuevo orden político, formando ahora parte de Alemania y aceptando sin resistencia su pertenencia a ella.
El coronel Hassler reunió a los pocos cientos de pobladores y los exhortó a vivir en paz y tranquilos, ya que estaban en la retaguardia y el frente había avanzado demasiado como para preocuparlos, garantizándoles que, como nuevos ciudadanos de Alemania, verían respetadas y protegidas sus propiedades y seguridad. Casi mágicamente, los comercios reabrieron, los productos del campo aparecieron en las ferias callejeras y las escuelas volvieron a albergar a los numerosos niños del pueblo.
Muy pronto se notó un cambio más profundo y significativo; las mujeres habían cobrado un protagonismo que antes no tenían. Desde las pesadas tareas del campo hasta el manejo del comercio, incluidas algunas artesanías, todo había quedado en sus manos. Ellas habían privilegiado la supervivencia por sobre las convenciones sociales y hasta patrióticas. Con esa firmeza de carácter que las hace únicas, sin raza ni tiempo, acometieron la tarea de domeñar al invasor con las mejores armas de que la mujer dispone y ante las cuales no hay fuerza militar o política que pueda.
Gran parte de los oficiales estaban amancebados con algunas de las más acomodadas, en tanto que los soldados mantenían relaciones con campesinas, trabajadoras o simples amas de casa y algunos, con cierta visión comercial, instalaron un lenocinio con las chicas más predispuestas a enfrentar el futuro.
El caso fue que la vida en el pueblo transcurría con más tranquilidad y prosperidad que antes de la invasión, ya que los alemanes habían llenado las casas con víveres, ropas y mercancías que procuraron a la gente un bienestar desconocido.
Al poco tiempo, los vientres abultados dejaron bien en claro la profundidad de esas relaciones y en algunos casos, se realizaron matrimonios entre las nuevas parejas.
Lo que el tiempo no modificó, fue la nueva expresión que se instaló desde el primer día y transformó la mirada de sus habitantes. Los viejos expresaban una indiferencia total a cuanto pudiera suceder, todo les daba igual y sus ojos eran como ventanas vacías a una profundidad insondable, habitada vaya a saberse por qué memorias. Los pocos jóvenes, siempre con la cabeza gacha, reflejaban en su opaca mirada toda la humillación de seguir viviendo y la impotencia de los débiles. Sus ojos, ensangrentados y acuosos, parecían condenados a buscar sin esperanza un horizonte infinito.
Las mujeres, en cambio, habían revalorizado la fuerza y vigor de su auto estima con un brillo desafiante, seco de toda lágrima y un solo propósito; defender la unión de la familia y el espíritu indomable de su raza a un precio que los ilusos conquistadores celebraban como un triunfo. Entregar el cuerpo para salvar la vida, como todas las mujeres desde el principio de los tiempos, les ayudaba a contemplar con esperanza el futuro de sus hijos, especialmente si resultaban bastardos de ese intruso al que se presumía definitivo.
Los que impresionaban con sus miradas eran los niños, de ojos grandes como platos, chatos y sin expresión, comunes a todos los niños de todas las guerras de todos los tiempos. Ellos, que por su edad no deberían saber nada, habían entendido todo; la diferencia étnica, las violaciones, el sexo, sus implicancias y lo que significaba vivir a expensas y capricho del invasor. Esa traumática experiencia, con los valores familiares trastocados, había tejido la urdimbre secreta que los unía, convirtiéndolos en una hermandad tácita, un nuevo orden dentro del nuevo orden. Todo lo veían y todo fingían aceptarlo con una entereza casi fatalista.
Los varoncitos, mientras realizaban trabajos como ayudantes o mandaderos, infiltrándose en las instalaciones militares improvisaron un ejército en las sombras, pretendiendo espiar secretos de los alemanes y creyendo sinceramente que, cuando pasara el tiempo, huirían a las montañas para integrar junto a sus mayores la resistencia armada.
Las niñas, en cambio, superaron cualquier expectativa. Habían madurado como si se tratara de una acelerada evolución genética. Sin transición, comprendieron todo el valor que el hecho de ser mujeres les otorgaba, asumiendo el poder ancestral que la naturaleza hace exclusivo de la hembras. Sin interpretarlo cabalmente, de forma presentida, se sabían dueñas de un complejo mecanismo, dador de vida y conservador de la especie. Criadas en contacto con el campo, estaban acostumbradas al acople cotidiano de los animales sin que les causara sorpresa. La brutal y avasallante agresión de los teutones contra las mujeres, la flagrante violación de madres o hermanas y la exhibición pública de esos actos, les hicieron comprender la cruda realidad del sexo, de las verdaderas relaciones físicas posibles entre un hombre y una mujer. Como eran conscientes de que sólo su edad las había librado de esa lúbrica atención de los militares, preguntaron; y las madres, sabias de toda sabiduría, no evitaron la crudeza de la verdad. De acuerdo a la edad y capacidad de comprensión de cada niña, con sus primitivos rudimentos las fueron instruyendo en las diferencias substanciales de la mujer, su complejo sistema reproductivo, los períodos, los ciclos fértiles, la gestación y el parto. También los secretos de lo que el sexo genera en los hombres y los beneficios que da la utilización de ese poder como fuente de placer, Aquello hizo que, cuando un niño mirara a una mujer embarazada, solo viera una panza. En cambio, las niñas sopesaban la capacidad que la mujer había tenido en el acoplamiento y hasta podían colegir por sus actitudes, si había sido forzada, concedido sus favores especulando con el futuro o por simple placer.
Las pequeñas se habían convertido en jueces evaluadores de la virtud y sus conversaciones cotidianas versaban sobre el nuevo amante de alguna viuda, el reciente embarazo de otra y la especulación sobre las virtudes amatorias del protector de sus madres, hermanas y tías. Aun así y a pesar de todo lo íntimo y cruel de esas confidencias, cada niña reservaba para sí lo que realmente acontecía en la privacidad de sus hogares, donde eran mudos testigos no indiferentes de las atrocidades, perversiones y agresiones sexuales que los alemanes infligían a las mujeres, no siempre recibidas con disgusto y hasta revelando el espíritu prostibulario al que daban expansión. Cada caricia, cada penetración, cada práctica sexual, consentida, provocada o forzada, era aprehendida, incorporada indeleblemente al nuevo mundo sexual de las criaturas. Finalmente, fueron comprendiendo por qué las mujeres variaban sus actitudes; por conveniencia del grupo, particulares o lisa y llanamente, por gusto.
Algunas mujeres entendían que los alemanes no eran una circunstancia pasajera y, como el dominio se veía permanente, decidieron desafiar los códigos ficticios de la sociedad dejando caer las barreras hipócritas que les habían sido impuestas, para entregarse casi denodadamente, hasta con vehemencia y lógico beneficio personal, a las iniquidades físicas que el invasor les imponía. Algunas lo asumieron con singular entusiasmo, ya que, en definitiva, los alemanes eran hombres totalmente vulnerables al poder insoslayable de cualquier hembra, haciendo justicia al viejo adagio de que las mujeres nacen con el futuro entre las piernas. Así y como desde el fondo de los tiempos, volvían a hacer primar la necesidad básica para la conservación de la especie; comida y sexo.
En casa de los Vianini, las cosas comenzaron a cambiar desde el primer día. Después de la visita del coronel y de su pacto unilateral, Marco y Hannah estaban expectantes; él, repasando una y otra vez los enseres del servicio para cumplir con su parte y ella, prolija, limpia y dispuesta a soportar lo suyo. Luego del suceso de aquella mañana, casi no habían cruzado palabra; había como un acuerdo tácito para no hablar del tema, aunque a Marco no se le escapaba que ella había puesto más entusiasmo del necesario y aun se la notaba conmovida y turbada.
Había en la casa una tensión casi eléctrica y, mientras dejaban transcurrir el tiempo, Hannah se las compuso para ir poniendo al tanto de la nueva situación a Sofía, ya que durante la tormentosa relación con el coronel había permanecido junto a su padre, escuchándolo todo pero sin un cabal conocimiento de lo que aquello significaba.
A la mañana siguiente, aparecieron cinco oficiales que pidieron servicio con toda corrección, pagaron escrupulosamente en efectivo y, luego de dejar bolsas con víveres, se retiraron sin más. Hannah, que desde su entrada especulaba nerviosamente quienes de ellos serían sus poseedores de turno, respiró con alivio; o el coronel sólo había dado a conocer parte del acuerdo o los oficiales, todos de graduación más baja, eran remisos a picotear en el manjar de su jefe.
Por la tarde llegó un camión con varios soldados que, tras descargar materiales, subieron al dormitorio y levantaron con destreza un tabique de madera para reemplazar al cortinado floreado. Limpiando y puliendo prolijamente todo el recinto, pintaron las paredes y cubrieron las rústicas tablas del piso con una espesa alfombra, instalaron una gran estufa metálica de carbón y corrieron la tina junto al tabique. En lugar del desvencijado camastro, pusieron una enorme cama con un espectacular respaldo de bronce, todo fruto de la rapiña en alguna mansión. En el centro del cuarto, instalaron una mesa cuadrada con cuatro sillas y contra la pared, una larga y repujada cómoda, cuya tapa de mármol atiborraron con botellas de licor y cristalería.
Sofía corría alegremente entre esas nuevas riquezas, inocentemente ignorante del verdadero precio que suponían y se encerraba curiosa en el nuevo mundo privado que le proponía la mampara. En esa semioscuridad, descubrió los finos rayos de luz que, por rajaduras en los tablones y nudos fuera de lugar, se convertirían en el secreto mirador de hechos que condicionarían indeleblemente su futuro. Si la vieja cortina reemplazada nunca había suscitado preguntas a la niña, el sólido tabique y la fuerte cerradura de su puerta que ahora la confinaban, la impulsaron para que reclamara alguna explicación de su madre, que Hannah le dio sin restarle crudeza pero sin exagerarla dramáticamente. Su recomendación más severa fue que, cuando la encerrara en ese cubículo, bajo ninguna circunstancia, por poderosa que fuera, sucediera lo que sucediera, jamás manifestara su presencia hasta que ella se lo indicara explícitamente.
Cuando los soldados se retiraron, Hannah se apresuró a prolijar el cuarto, convencida de que el coronel no demoraría en hacer uso de su privilegio. Sobre el nuevo, grueso y sólido colchón tendió las delicadas sábanas de hilo, adornadas por puntillas y bordados, con grandes iniciales que seguramente deberían de identificar a sus verdaderos dueños, acojinó los grandes almohadones en la cabecera y colocó el satinado edredón. También ordenó por tamaño las finas copas de cristal y el botellerío de costosas y extrañas bebidas extranjeras. Arregló sus ropas y descendió a la espera de la visita del coronel.
Silenciosos y tensos, juntos pero separados, cada uno concentrado en las consecuencias individuales que le habían impuesto la invasión pero por distintos motivos, Hannah y Marco esperaron inútilmente y el vilo durante toda la tarde y buena parte de la noche. Recién al tercer día, el chofer del coronel hizo descargar dos cajas en la barbería. La primera y mayor, estaba repleta de artículos de perfumería y aseo de fabricación alemana, con orden expresa para que Marco las colocara a la venta en la mínima botica.
La segunda caja fue entregada a Hannah como envío privado del coronel Hassler. Una vez en su cuarto, Hannah descubrió maravillas que conocía pero ni siquiera había soñado poseer. Envueltas en finísimos papeles de seda y de primorosas cajas, fueron saliendo a la luz exquisitas prendas íntimas. Satenes, rasos, sedas, organzas, gasas, puntillas y encajes preciosos cobraron la forma de mórbidos y audaces camisones, así como suntuosos deshabillés. Colores incitantes y acuosas sensaciones hacían que Hannah, excitada, las palpara emocionada y hundiera su rostro en esas suavidades lujuriosas, levemente perfumadas y el deseo de sentirlas rozando su piel la ponía ansiosa.
En otras cajas menores, había colecciones de finos, cremosos y aromáticos jabones de tocador, sales de baño y una cantidad de estuches de talcos, polvos, rubores, cremas, lápices de labio y esmaltes para uñas. Uno en especial, forrado en delicado cuero de Rusia color borravino, mostraba la sutileza de Hassler; en su interior y atadas por una brillante cinta de seda roja, había una pequeña tijerilla y una máquina de afeitar, ambas de plata repujada, con una nota del coronel sugiriéndole la utilización de esos regalos a la espera de su pronta visita y Hannah no dejó de notar la ausencia de sostenes y calzones entre el variado ajuar. Desasosegada, avergonzada de su inocultable ansiedad, se apresuró a ordenar todo en los cajones de la cómoda, evitando hacer comentario algunos con Marco al bajar.
La barbería era una especie de espejo del pueblo; amigos y clientes, de los pocos que se atrevían a caminar por las calles, se detenían a comentar los actos terribles del invasor y las mismas vidrieras del negocio les permitían observar como desde un palco privilegiado, escenas tremendas de lo que se veían sometidos algunos habitantes, especialmente las mujeres, ante lo cual el matrimonio guardaba un incomodo silencio, como abochornados del injusto privilegio que la belleza de Hannah les había procurado. Entre sí, hablaban estrictamente lo necesario y aun así, los diálogos eran esquivos y confusos.
El, porque lo sabía fehacientemente, estaba convencido de que su habilidad como barbero no era tanta como para procurarles esa prodigalidad del coronel y ella, porque era consciente del placer y satisfacción que le había procurado el sexo del alemán y del ferviente entusiasmo con que lo había recibido. Se entretenía en las tareas de la casa, pero como Marco, estaba pendiente del menor ruido a la entrada del local. Un par de veces asomó por la calle el negro coche del militar y ambos retuvieron el aliento hasta que este pasó de largo y luego suspiraron por distintos motivos; uno aliviado y la otra decepcionada.
El día pasó sin que el coronel aportara por el local y, después de cenar, Hannah fue al cuarto superior en tanto que Marco rearmaba el camastro en el breve comedor y no subió con ella. Después de acostar a Sofía, se despidió de la niña y en la soledad del cuarto sintió como la inquietud iba en aumento. Recostada en la nueva y muelle tibieza de los almohadones, reflexionaba sobre su insólita respuesta sexual a las exigencias del coronel.
Tenía consciencia de que en ningún momento había ni siquiera intentado resistirse a la violación; era como si en una especie de revelación predestinada, estuviera esperando esa consumación y deseando la brutal agresión. No encontraba respuesta a la forma en que sus férreas convicciones, las barreras sociales y religiosas que habían regido castradoramente su vida, eran destrozadas sin contemplaciones hasta límites que ella creía incapaz de trasponer. Descubría que su cuerpo entero rememoraba con punzantes latidos las caricias, los besos y los acoples furibundos del militar y eso le agradaba. Su sensibilidad era superlativa y roces antes normales, le creaban ahora necesidades y profundas urgencias,
Tratando de ignorarlas, encendió la nueva estufa y calentó agua. Desnudándose, buscó el estuche con los enseres de plata y jabonándose las axilas y piernas, procedió con lentitud y cuidado a afeitarse completamente. Luego y casi a disgusto, devastó con la tijera el tupido vellón rojizo de su sexo, dejándolo reducido a la mínima expresión de una pelusa. En un balde había calentado el agua necesaria para la tina, le echó las sales perfumadas y tomando un nuevo jabón, se sumergió aliviada en la protectora intimidad del agua.
Lenta y suavemente, deslizó sobre la piel la inédita cremosidad del costoso jabón. Ya fuera por efecto del agua caliente, los fuertes aromas o el minucioso y repetido contacto con la espumosa crema, lo cierto era que su voluptuosidad iba en aumento más allá de lo imaginado, instalando aleteos misteriosos en el vientre y las manos se entretenían morosamente en los senos, deteniéndose en los endurecidos pezones, estrujándolos amorosamente.
Luego de enjabonarse el vientre, sus dedos bajaron a jugar caprichosamente sobre la erizada alfombra del vello púbico y recorrieron levemente los labios apretados de la vulva que lentamente se dilataron expectantes. Sus ardorosos deseos, en vez de verse calmados por el baño, sólo habían dado paso a la acuciante necesidad de liberar sus represiones.
Los dedos cesaron en la caricia a la parte exterior de la vulva y se hundieron imperiosos entre los cálidos pliegues para desaparecer en la palpitante profundidad de la vagina. Con los ojos perdidos como en una nebulosa, sentía en su interior la invasión de esos dedos agresivos que rascaban y dilataban el íntimo conducto, buscando satisfacer la exaltación que la excedía.
Asustado de sí misma, salió rápidamente de la tina y, turbada por haberse dejado arrastrar a esa masturbación inédita, dejó que la toalla enjugara el flujo que brotaba abundante de su sexo. Todavía jadeante, abrió la cama y su cuerpo desnudo recibió la frescura reconfortante de las sábanas. Tras dar muchas vueltas, finalmente se durmió, pero lejos de descansar se sumió en una inquieta duermevela, en la que sus premuras físicas se mezclaban con la irrealidad del sueño y este mismo concentraba los detalles, precisos, minuciosos y casi corpóreos de su relación con el coronel.
Desde la inaugural sensación de una lengua en su vulva hasta la increíblemente gozosa sensación de su primera penetración anal, se fundían con la realidad de sus propias manos explorando involuntariamente regiones estremecidas por el deseo. Revolcándose angustiada, despertó cubierta de transpiración. Cargada excesivamente de carbón, la estufa había calentado el ambiente hasta la saturación y al ver la luz aun encendida, aturdida llamó a Marco.
Cuando se percató de que aquel dormía en la planta baja, fue tambaleante hasta la puerta y abriéndola, lo llamó con la voz enronquecida por la sed, tras lo cual volvió a desplomarse en la cama. El imperioso llamado de Hannah no solo despertó a Marco, sino también a Sofía, que se sentó en la cama asustada por los gritos y la luz. Cuando su padre entró corriendo al dormitorio, la niña ya estaba con un ojo pegado a una ranura en la madera. Cuando vio entrar a su marido, Hannah le suplicó sollozante y sin el menor recato que la poseyera mientras alzaba sus largas piernas, abriéndolas para dejar expuesta la palpitante humedad del sexo.
El atribulado Marco nunca la había visto así y enloquecido por esa imagen lujuriosamente provocativa, se desembarazó de sus pocas prendas y se tendió sobre su mujer. Esta tomó con frenesí su cabeza entre las manos y hundió la boca en la de él, furiosamente, escarbando voraz con la lengua y los dientes mordieron con saña los labios sorprendidos del hombre. En tanto que lo abrazaba, la mano derecha buscaba ansiosamente el pene que, entre erecto y fláccido, no terminaba de adquirir tamaño. Hannah lo restregó furibunda contra el cálido sexo y, al ver que no obtenía resultado, empujó de lado a Marco para arrojarse enardecida sobre el miembro tumefacto, introduciéndolo en la boca y, succionando fuertemente a la vez que lo masturbaba, consiguió que adquiriera cierta dureza.
Marco estaba confundido ante la agresividad de Hannah, puesto que ella siempre había guardado una actitud pasiva, sumisa, lejana y de dejar hacer a la pareja, sin aportar el menor entusiasmo ni demostrar iniciativa alguna, limitándose a recompensar con un quejumbroso gemido a sus vanos esfuerzos por excitarla, siempre pendiente de la presencia de Sofía tras el cortinado. Ahora tenía sobre él a una gata salvaje, lúbrica e histéricamente urgida por la pasión. Una vez que el miembro adquirió rigidez, Hannah se montó a horcajadas de Marco y se penetró con el falo que, en su máxima expresión, sorprendió a la mujer por su menguada extensión si lo comparaba con el poderoso falo del alemán y se maldijo a sí misma por haber creído durante años que el sexo sólo se reducía a ese despojo, habiendo atribuido su insatisfacción manifiesta a una incapacidad personal para el goce y el placer.
Intentó vanamente reivindicar el miembro de su marido incrementando el ritmo de su vaivén y con dos dedos, cómplices furtivos de la vagina, trataba inútilmente de aumentar el ríspido contacto de la verga con su sexo. Mientras brincaba exultante tratando de obtener placer, dejaba escapar de su boca roncos estertores y jadeantes palabras soeces en tanto que su otra mano estrujaba violentamente los temblorosos pechos. Ante la inutilidad del esfuerzo, su angustia la hizo estallar en llanto y tomándose el rostro con las manos se dejó caer entre las sábanas revueltas, pidiéndole a Marcos a los gritos que la dejara sola.
Cabizbajo y en silencio, este recogió su ropa y salió del cuarto, en tanto que Hannah, llorando convulsivamente, llevaba sus manos al sexo y mientras una estimulaba la fuerte carnosidad del clítoris, la otra introducía tres dedos en la vagina rascando con vigoroso empeño la rugosidad sensible y, masturbándose intensamente hasta que en medio de jadeantes gemidos, recibió con inmenso placer el derrame líquido de sus entrañas, pero los dedos siguieron chapaleando remolones por la hinchada y mojada vulva mientras se iba rindiendo lenta y dulcemente al sopor de un sueño reparador y satisfactorio.
Atónita y en silencio, Sofía había asistido desde su cama a ese rito iniciático al que sus padres, sin siquiera sospecharlo, la habían sometido. La niña no estaba del todo sorprendida, ya que como todos los niños del pueblo no ignoraba de qué se trataba el sexo, pero lo que le había chocado era la desnudez impúdicamente disímil de sus padres; él, tan esmirriado y débil y ella, tan bella y opulenta. La práctica le confirmaba que su teoría sobre el placer del sexo no estaba equivocada; los adultos no lo hacían sólo por el mandato divino de la multiplicación, pero el llanto de su madre y el comportamiento salvaje al quedarse sola, le decían que algo en la pareja no funcionaba. Luego y con esa naturalidad con que los pequeños toman todas las cosas nuevas, por terribles que estas sean, se arrebujó entre las sábanas, entregándose plácidamente al sueño.
Esa mañana todo fue silencio. Ni Marco podía mirar francamente a los ojos de Hannah ni esta se atrevía a buscar su mirada. Mecánicamente, cumplieron con el rito cotidiano del desayuno, la apertura del negocio, el aseo y mientras ella se dedicaba a hacer las camas, él comenzó a atender los primeros clientes. En una mañana que se deslizó con la lentitud de un caracol, llegaron al mediodía. Después de almorzar, Hannah acostó a Sofía para su siesta y bajó a la cocina decidida a hablar con su marido, fuera como fuera.
Sentados en la cama que él ocupaba ahora en la planta baja y con el rostro surcado por las lágrimas de un llanto silencioso, quedamente, le relató cual había sido su relación con el coronel alemán; como autoflagelándose, le contó todo, con minuciosa precisión hasta el más mínimo detalle, admitiendo sin pudor cuáles habían sido las sensaciones de su cuerpo, su sorprendente respuesta a cada una de las exigencias y la alegría con que había experimentado el más salvaje, primitivo e inmenso de los placeres
Ella no juzgaba la sexualidad de Marco ni podía considerar si el tamaño de su pene era el correcto, porque bien sabía que ella no estuvo con otro hombre antes que él, pero ahora había descubierto que el miembro del germano que era casi el doble del suyo y este, moviéndose con maestría, la había llevado a cumbres desconocidas del goce a las que estaba dispuesta a superar sin barreras ni límites. Recién a los veinticuatro años, un hombre la había hecho sentirse plenamente mujer. Finalmente conocía la verdadera satisfacción total del sexo y estaba dispuesta a vivir la experiencia de entregarse a todo cuanto él le propusiera, sin prejuicios, reticencias ni falsos pudores. Quería ser una mujer entera.
La ocupación seguramente duraría varios años, tal vez para siempre y, por la hija que tenían, debían de enfrentar y aceptar la situación con realismo, tratando de mantener una relación armónica en beneficio de todos. Comprendía lo que los celos generaban en Marco y sus necesidades insatisfechas, pero aun era su mujer y estaba dispuesta a complacerlo cuantas veces él quisiera aunque sin prometerle efusividades fingidas. También debían enfrentar el hecho de que, gracias al entusiasmo generoso del coronel, no estaban desperdigados en distintos campos de concentración por ser judíos. Pensando en el futuro, debían de considerarse privilegiados, aprovechar y gozar de la situación lo más posible y la vida, tal vez, en algún momento, les depararía un nuevo comienzo. Aunque a regañadientes, a Marco no le cupo otra cosa que aceptar lo particular de la situación y el realismo práctico de su mujer. A partir de ese momento, aunque con una tensión casi palpable, una atmósfera de amabilidad y tolerancia pareció instalarse en la pareja.
Los oficiales continuaron viniendo, engrosando la billetera de Marco y llenando de mercadería y provisiones, tanto al negocio como a la casa. Todos lucían ropas nuevas y el bienestar parecía haber alcanzado un lugar de privilegio. El clima en general era de distensión, había más cordialidad entre la pareja y Marco, ante la presencia no concretada del coronel, se mostraba más alegre, optimista y confiado en el futuro. Hannah, por el contrario, se sentía cada día más desasosegada, inquieta y excitada. Las miradas se le hacían largas y cada vez que el negro coche del coronel aparecía a su vista, una bandada de pájaros asustados y una fuerte comezón se instalaban en su bajo vientre; cuando el coche seguía, un hondo suspiro y un gesto de desaliento ponían en su rostro un rictus amargo de desilusión, pero las sensaciones físicas ya no la abandonarían en todo el día.
Había llegado a exagerar su arreglo y pulcritud; el cuerpo exudaba las sutiles fragancias de las sales de baño y el maquillaje, unido a las nuevas prendas, hacían más espléndida su belleza. Como una antorcha que reflejaba la temperatura de sus emociones, la larga, ondulada y roja cabellera, lucía hacia delante, apoyada sobre el pecho izquierdo.
Tal vez inconscientemente o por un oculto despecho ante la ausencia del coronel, había comenzado un juego excitantemente peligroso con los oficiales que, sin desobedecer las órdenes del jefe, no podían apartar sus ojos codiciosos cuando ella se sentaba a su lado en una silla baja para manicurarlos y lo hacía de tal modo que ellos pudieran divisar por el escote generoso de las blusas sus grandes pechos y la sombra de las oscuras aureolas. Al cruzar las piernas para apoyar sobre sus rodillas las manos de los hombres, descuidadamente alzaba las faldas dejando ver gran parte de sus muslos, sin tener en cuenta que el calor que brotaba de su cuerpo junto a los exquisitos perfumes enardecía a los hombres y esa inquietud se trasladaba por ósmosis a su entrepierna.
Pero era por la noche en que la excitación llegaba a la sublimación, cuando Hannah se preparaba como en un ritual propiciatorio para la visita no anunciada y anhelosamente esperada. Metódicamente, encendía la estufa repleta del poderoso carbón de piedra, llenaba de agua caliente la tina, solazándose con la caricia del agua y los cremosos jabones. Con la sangre burbujeando en sus venas por la expectativa, se colocaba uno de los suntuosos camisones que parecían demasiado estrechos para retener la pujanza de sus formas y se sentaba a esperar, recostada un poco teatralmente sobre los grandes almohadones. Pasaban las horas y poco más allá de las diez de la noche, agostada su esperanza, la desilusión se instalaba en ella; quitándose el camisón con resignación y tras guardarlo en la cómoda, se sentaba desnuda frente a la estufa para rumiar su desesperanza.
El calor de la estufa se le hacía casi insoportable y era el momento en que ella tomaba un pote de crema para comenzar a demaquillarse, lentamente, como con renuencia. Limpio el rostro, masajeaba pacientemente los brazos y hombros para luego untar los senos con morosos sobamientos hasta que los dedos se detenían con especial énfasis en pellizcar y retorcer suavemente los pezones. El brasero de su sexo ardía con vehemencia y respondiendo a ese reclamo, las manos bajaban por el vientre para alojarse en sus ingles, explorando las regias canaletas de tersa piel que rodeaban al sexo. El contacto con el cepillo del hirsuto vello despertaba alfileres en su piel y el canto de su mano rozaba exigente los labios de la vulva.
En la medida en que ella abría las piernas, iba penetrando como un arado entre los humedecidos pliegues para cavar con intensidad sobre el vibrátil clítoris y la humedad del óvalo. Se deslizaba arriba y abajo, presionando los tejidos y provocando incontenibles espasmos de placer en Hannah. Luego, eran los dedos quienes jugueteaban con las carnes, rascando, pellizcando y levantando llamaradas a su paso, cavando las pieles húmedas de humores íntimos para finalmente penetrar la cavidad ardiente de la vagina, entrando y saliendo, buscando en su interior ese punto que le había descubierto Hassler, desde el cual parecía encenderse el mundo para llevarla al más exquisito clímax. Cuando lo hallaba, toda la fuerza vital de su cuerpo y su mente enfebrecida se concentraban sobre ese lugar rugoso que, a su estímulo se hinchaba como un pequeño tumor y fustigándolo fieramente, conseguía que, entre estertores y gemidos contenidos, sus dedos se encharcaran con los fluidos vaginales que se derramaban con una abundancia inusitada y la conciencia retornaba para hacerle gozar plenamente del alivio.
Los días pasaban y la excitación de Hannah iba en aumento a pesar de sus descargas nocturnas. Esas masturbaciones cuyo placer estaba descubriendo y sus consecuentes orgasmos, lejos de distraerla de su acuciante deseo por el coronel, aparecían como el aperitivo que sólo sirve para incrementar el hambre. Cada día que transcurría, la voracidad de su apetito sexual se incrementaba y su cuerpo entero era invadido por un pulsante latido que la mantenía en vilo.
Además de excelente militar, el coronel Hassler era un experimentado hombre de mundo, gran conocedor de las mujeres y un estratega excepcional para controlar sus reacciones. Así fue como, al acostarse con Hannah, había reconocido en ella a otro animal sexual como él. No había sido ni sería la primera mujer que violaba, pero ninguna como ella había colaborado de tal manera en su penetración ni había tomado la iniciativa, gozando como una hembra salvaje de todo cuanto él la había sometido.
Ella había reaccionado con todo el instinto prostibulario que pocas mujeres poseen naturalmente y él estaba dispuesto a sacar buen provecho de ello, tanto en lo personal cuanto en lo profesional. Ya había conocido y aceptado el verdadero sexo, el que se practica sólo por el placer que se obtiene y no es coartado por las moralinas sociales o del amor. Estaba seguro que tras el primer encuentro y los regalos con que la había colmado, estaría pendiente de su próxima visita pero dejaba que ella se cocinara en su propia salsa.
Recién al décimo día, la macilenta, demacrada y mal dormida Hannah, recibía al ayudante del coronel quien, sin perder su brusca cortesía, le tendía un sobre cerrado mientras sonreía socarronamente. Cuando se retiró, leyó la nota en la cual el coronel le anunciaba su visita para esa noche, después de las diez. Hannah sintió que todo su cuerpo regocijado era recorrido por un estremecimiento de emoción pero, disimulándolo, le tendió la nota a Marco, quien después de leerla se encerró enfurruñado en la cocina.
Las horas del día parecieron eternas para la nerviosa Hannah, a quien la angustia de la espera aceleraba los latidos del corazón y le cerraba la garganta, quitándole el aliento. El crepúsculo se le antojaba inacabable y apenas cayeron las primeras sombras, se apresuró a preparar la cena. Tras levantar la mesa, subió con Sofía a la habitación y acostó a la niña recomendándole guardar silencio, ya que esa noche, el jefe de todos los soldados visitaría la casa. Esa advertencia de amable contenido admonitorio, lejos de amedrentar a la niña, la incitó a tratar de averiguar qué de especial tenía esa visita que ponía tan nerviosos a sus padres.
Como nunca tan temprano, Hannah se sumergió